LORD TYGER Philip Joseph Farmer   La serpiente que violó una aldea   —Mi madre es una mona. Mi padre es Dios. Ras Tyger estaba sentado en una rama, la espalda pegada al tronco. Su único atuendo era un cinturón hecho con piel de leopardo del que colgaba una vaina fabricada con el cuero de un cocodrilo, vaina de la que asomaba el mango de marfil de un gran cuchillo. En su mano izquierda sostenía una flauta de madera. —Soy el único hombre blanco del mundo. Vengo de la Tierra de los Fantasmas. Cantaba en el lenguaje de los wantso. Mientras cantaba no paraba de mover la cabeza para ver si alguien intentaba acercarse a el sin que se diera cuenta. El árbol se encontraba a unos cinco metros de la orilla del río, y solo otros dos árboles lo separaban de la aldea. Podía verlo todo: la aldea, los campos que se extendían hacia el este y la islita, separada de la península por un angosto canal. Mientras cantaba, sonreía. El pánico que dominaba a los wantso era su propia música, recibida y devuelta a sus oídos. —Oh, bellezas de piel morena, os amo. Os amo igual que ama el relámpago a su gran árbol, el pez a su agua y la serpiente a su agujero en el suelo. Y a quien mas amo es a ti, Wilida, porque eres la mas hermosa y porque no puedo alcanzarte. »Yo soy Lord Tyger, hermoso y feroz, bello como el leopardo, salvaje como el leopardo, Tyger, Tyger, de la Tierra de los Fantasmas, el fantasma que tiene entre los muslos la gran, gran serpiente y las grandes colmenas de donde brota la miel. »Oh, bellezas de piel morena, os amo, os amo como la piedra a su caída, el águila a su viento y la civeta a su huevo. »Y a quien mas amo es a ti, Wilida, porque eres la mas hermosa y porque no puedo alcanzarte. Dejó de cantar y empezó a hacer sonar su flauta, tocando la música que un hombre de los wantso toca en la noche de bodas para su esposa mientras ella está aguardando en su prisión de la islita. El sonido de la flauta era potente y agudo. El río fluía hacia el este e iniciaba una gran curva al sur, allí donde se alzaba la aldea. Seguía corriendo hacia el sur durante casi un kilometro y medio y después volvía repentinamente hacia el este. Durante un kilometro más seguía en línea recta hacia el este, torcía hacia el norte y luego se desviaba nuevamente hacia el sur. Allí donde se desviaba era posible que un hombre corriese hacia el norte desde esa parte del río y cruzara el brazo de tierra para llegar nuevamente al río en apenas un minuto, y en ese sitio era donde los wantso habían construido una muralla de troncos con las puntas aguzadas que tenia casi cuatro metros de alto para defender la península. Al oeste de la muralla se encontraban los campos donde las mujeres cultivaban el ñame, el sorgo, el mijo, la cebada y la col, así como los pequeños plátanos de la espesura. Entre los campos y la orilla del río se encontraba la aldea, circundada por una doble hilera de estacas hechas con troncos de árboles y afiladas en la punta. Las estacas estaban coronadas de espinas. Dentro de las murallas había catorce edificios. La Gran Casa, la casa del consejo comunal, la casa sagrada y la casa del jefe ocupaban el centro exacto del circulo formado por la doble empalizada. La Gran Casa era redonda y tenia un diámetro de aproximadamente veinte metros. La armazón básica estaba hecha de bambú. El techo, un triple cono, estaba cubierto con hierba y hojas de taro. Gruesos troncos la sostenían a un metro veinte centímetros por encima del suelo. Solo tenia una entrada, grande y espaciosa, y ante ella había colocada una escalera hecha con bambú que podía quitarse fácilmente. Alrededor de la Gran Casa había ocho cabañas formando círculo, y después había cuatro más que formaban otro círculo. Todas eran pequeñas y redondas, y cada una tenia el techo cónico y estaba sostenida por un tocón que la elevaba unos noventa centímetros por encima del suelo. La cabaña que hacía el número catorce rompía la simetría. Se encontraba cerca de la puerta norte de las empalizadas. Era la casa del que hablaba con los espíritus. La punta del techo se encontraba a sólo unos ochenta centímetros por debajo de la gruesa rama que cruzaba por encima de la pared y que nacía en el inmenso árbol casi pegado a ella. Algunas veces los leopardos utilizaban esa rama para dejarse caer sobre sus presas, y Ras la había usado varias veces Ras pensaba que era una estupidez construir una muralla y dejar luego la rama para que les sirviera de puente a los invasores. De niño le había preguntado a sus compañeros de juego por qué nadie había cortado la rama y los niños le contestaron diciendo que el árbol era sagrado. Dentro de él habitaba un espíritu muy poderoso. Shabagu, el gran jefe que había llevado a los wantso a este mundo, moraba en su interior. Cuando uno de los wantso moría y había sido llorado durante el tiempo suficiente dentro de la Gran Casa, el cadáver era llevado a la casa del que hablaba con los espíritus. Allí, en cuanto terminaba la ceremonia de la liberación, Shabagu cogía por el pelo al fantasma del muerto y se lo llevaba al árbol. Los compañeros de juego de Ras no se habían mostrado demasiado precisos sobre lo que ocurría después de aquello. Sin embargo, esto explicaba por qué los wantso se dejaban tan largo el cabello, y por qué lo cubrían luego con manteca de cabra mezclada con barro rojo hasta formar un puntiagudo doble cono. Cuando se llevaba al fantasma desde su refugio del árbol, Shabagu tenia un buen sitio de donde sujetarle. Eso era algo que interesaba bastante a Ras. Había pasado seis noches en una rama del árbol sagrado, cada una de ellas coincidiendo con la muerte de un wantso. En una ocasión creyó ver a Shabagu moviéndose rápidamente por la rama para desempeñar su misión. Ras se había asustado tanto que estuvo a punto de caerse del árbol. Pero el fantasma de Shabagu no era más que su imaginación añadida a su deseo de verlo, el engaño de la luz lunar y el movimiento de las hojas. Ahora estaba tocando su flauta y temblaba de placer al observar el pánico de la aldea. Los hombres entraban corriendo en sus casas para coger su tocado de guerra, sus lanzas, arcos, flechas y mazas. Las mujeres de los campos habían dejado caer sus azadas, tomando en brazos a los bebés y reuniendo a los más mayores e instándoles a que fueran tan deprisa como les resultara posible. Las gallinas de plumaje rojinegro y larga cola estaban aumentando todavía más el jaleo, igual que hacían las cabras azules y blancas de fuertes cuernos y los cerdos de color naranja. Las gallinas no paraban de chillar y correr de un lado para otro. Las cabras lanzaban balidos y trataban de esquivar a los hombres y mujeres. Los cerdos gruñían y protestaban. Los hombres gritaban; las mujeres daban alaridos, los niños lloraban. Tibaso, el jefe, y Wuwufa, el que hablaba con los espíritus, estaban delante de la Gran Casa. Tenían las narices casi pegadas la una a la otra y se estaban gritando ferozmente mientras sus manos se agitaban en todas direcciones, igual que una bandada de palomas de las rocas atacadas por un halcón. Pasados unos minutos, doce hombres se presentaron ante Tibaso y Wuwufa. Otros dos hombres montaban guardia en la plataforma de la pared que dominaba el cuello de la península. Tres ancianos demasiado débiles como para considerarles guerreros, estaban sentados a la sombra de sus casas. Una vez los hubo contado Ras supo que fuera del poblado había seis hombres dedicados a la caza. Cuatro chicos, todavía no lo bastante mayores para haber sido iniciados en la virilidad, estaban sentados formando un grupo detrás de los guerreros y no paraban de agitar sus delgadas lanzas. Sewatu y Giinado, dos hombres de mediana edad, dejaron sus lanzas en el suelo y entraron en la Gran Casa. Unos instantes después salieron de ella tambaleándose, sosteniendo el trono del Jefe. Lo depositaron sobre la gran piedra redonda que había delante de la Casa y los rayos del sol lo hicieron brillar con un resplandor rojizo. El trono estaba hecho de caoba untada con aceite de palmera, y toda la madera estaba tallada con los convulsos rostros de los grandes espíritus. Tibaso se cubrió su canosa cabellera con un tocado de plumas que había sido hecho para encajar en el doble cono de ésta. Después cogió la vara de un metro que Wuwufa sostenía en su mano y tomó asiento en el trono. Los demás también se habían puesto sus tocados de plumas, lo único que llevaban aparte de los faldellines hechos con corteza de árbol. Se pusieron en cuclillas delante del jefe y empezaron a pintarse las caras unos a otros. Muzutha y Gimibi, dos ancianas, salieron con paso cansino de la Gran Casa llevando entre ellas una gran marmita de arcilla pintada con símbolos geométricos. La dejaron junto a Tibaso y luego volvieron a la Casa tan deprisa como podían llevarlas sus envarados músculos y sus resecas articulaciones. Los hombres se pusieron en pie y formaron una hilera según su rango, mirando al jefe. Sewatu llenó una calabaza de cerveza para el jefe y Wuwufa y luego llenó otras para los demás hombres, que volvieron a su posición anterior, en cuclillas, y bebieron de ellas. Después levantaron la mirada hacia el árbol donde estaba Ras, pero enseguida apartaron los ojos de el. Ras, sabiendo que podían verle, sonrió y empezó a tocar con mas fuerza. Aún pasaría cierto tiempo antes de que corriera peligro, pues no podían actuar sin haber celebrado primeramente una larga conferencia..., si es que llegaban a hacer algo. Mientras tanto, irían bebiendo cerveza para que no se les secara la boca durante las furiosas disputas y los largos discursos que se pronunciarían, así como para ir reuniendo valor. Atacar a lo que ellos creían era un fantasma precisaba mucho valor. Ras dejó de tocar la flauta y empezó a cantar, vuelto hacia la islita. Bigagi estaba allí, donde terminaba el puente que la unía a la tierra. Era el hombre más alto de todos los wantso, aunque Ras le ganaba por una cabeza. Y también era apuesto, aunque en ese momento su rostro quedaba oculto por las rosadas plumas de flamenco que llevaba en la cabeza. Ras pensaba que no era muy inteligente dejar medio ciego a un hombre que estaba protegiendo a su novia, pero así lo exigía la costumbre de los wantso. Bigagi llevaba también una capa hecha con piel de leopardo y por lo demás iba desnudo, aunque su pene estaba pintado de rojo y de él colgaba una larga cuerda con borlas emplumadas que le llegaba hasta las rodillas. Bigagi, comprendiendo la canción de Ras incluso a esa distancia, se apartó las plumas de la cara, agitó su lanza y empezó a gritar, muy irritado. El cobre de la punta brilló con un apagado resplandor rojizo bajo la luz solar. En la islita había un árbol. Tenía una sola rama, ya que le habían cortado todas las otras, y en mitad de la rama había una cuerda hecha con piel de cocodrilo. Del extremo de la cuerda colgaba un armazón de bambú, suspendido a unos tres metros por encima del barro y la hierba de la islita. La cuerda estaba unida al palo central de la plataforma hecha con bambú y otras cuerdas, unidas a los extremos de ésta, subían hasta terminar en la cuerda central para proporcionarle un inestable equilibrio a toda la armazón. Wilida estaba sentada junto a la cuerda central, agarrada a ella con una mano. No podía moverse mucho, o haría que la plataforma se inclinara locamente. Quien estuviera bajo ella no podía verla pues la ocultaba una valla de bambú en la que habían entrelazado lianas y hojas, y en la que había también imágenes de los espíritus talladas en madera. Estaba sentada en un pequeño taburete. Llevaba en la cabeza un gigantesco sombrero cónico de paja con el ala muy ancha que daba sombra a todo su cuerpo, y también una máscara de paja. Tenía los pechos opulentos y en forma de cono, con los pezones levemente inclinados hacia arriba, y cada uno de ellos era tan grande como la yema de su pulgar. Los pezones estaban pintados de blanco y en sus pechos había pintados tres círculos concéntricos en rojo, blanco y negro. Sus nalgas estaban pintadas de escarlata, así como su pubis, que había sido afeitado hasta dejarlo sin vello, aunque ahí llevaba un triángulo de corteza de árbol para taparlo. Wilida se quitó por un instante la máscara y, antes de volver a ponérsela, miró a Ras, y éste vio el destello blanco de sus dientes. Los cocodrilos parecían troncos y sus hocicos y ojos, medio hundidos entre los pliegues del cuero, iban y venían por el canal que había entre la península y la islita, patrullándolo incesantemente. Al extremo sur de la islita se veían las grandes fauces de un cocodrilo medio hundido en el fango. Normalmente, los wantso limpiaban de cocodrilos esta parte del río mediante cacerías mensuales, pero cuando había que vigilar a una novia atraían a los cocodrilos para que volviesen. Se cogía una cabra o un cerdo, se les abría la garganta para que brotara la sangre, y se los colgaba cabeza abajo, con lo que los cocodrilos acudían al reclamo de la sangre flotando desde más arriba de la corriente. Después, los aldeanos arrojaban comida al río, y si algún bebé nacía muerto o se producía alguno de los frecuentes abortos también iban a parar a los cocodrilos. —Pero vosotros me habéis arrojado lanzas, habéis arrojado vuestras lanzas contra mí, contra el fantasma blanco, Lord Tyger, que deseaba ser amigo vuestro. Por eso, hombres de los wantso, los hace volver‚ rugido por rugido y os arrojar‚ esa misma lanza que me habéis tirado. Y buscar‚ a vuestras mujeres durante la noche, hombres de los wantso; enviar‚ contra ellas la gran serpiente blanca cuya cola crece entre mis piernas. La serpiente se desliza de noche por vuestra aldea, husmeando en los umbrales, y siente el olor de vuestras mujeres, hombres de rabos fláccidos y cubiertos de cicatrices. Huele a vuestras mujeres y sigue su aroma con su abultada cabeza ciega y echa raíz dentro de ellas mientras duermen junto a vosotros, hombres de los wantso. »Y bajo la rama que hay en el árbol de mi cuerpo se encuentran dos grandes colmenas de las que brota la miel como un torrente, mientras que vosotros, hombres de los wantso, tenéis las calabazas secas y vacías en la noche de la pitón y la miel. »Soy el relámpago que calcina la carne de vuestras mujeres, hombres de los wantso, y vosotros sois como las chispas que caen sobre las hojas después de la tempestad. Soy Lord Tyger y me vengaré de vosotros y esta noche, pese a vuestros cocodrilos y vuestras lanzas, me reuniré con la hermosa Wilida igual que el murciélago acude volando a su caverna, y Wilida me conocerá. Bigagi gritó y arrojó su lanza, aun sabiendo que se encontraba demasiado lejos de donde estaba Ras. Los hombres de la aldea también gritaron, pero algunas de las mujeres estaban riéndose. Tibaso, el jefe, se levantó de un salto de su trono, agitó su vara y le gritó algo a Ras. Wuwufa, el que hablaba con los espíritus, se debatía en el suelo igual que un pez recién sacado del agua. No, aún no saldrían corriendo por la puerta norte para lanzarse contra él. Querían más cerveza, y tenían que discutir el asunto hasta sus últimos detalles. Ras les conocía bien. Aunque el jefe tenía la última palabra en cualquier problema importante, antes debía de escuchar las opiniones de cada hombre, y cuando un hombre se ponía en pie para hablar luego era preciso que defendiera sus palabras ante todos los que expresaran su desacuerdo con el. Aun así, Ras siguió vigilando la maleza y los árboles que había en la orilla. Un cazador que volviera a su hogar podía intentar cogerle por sorpresa. Si el cazador era adulto, alguien que no hubiera conocido a Ras como compañero de juegos, daría un rodeo para evitarle, pero si el cazador estaba en el mismo grupo de edad que Ras, podía estarásinceramente convencido de que Ras no era un fantasma. »¡Oh, jóvenes de los wantso, mucho os amaba, y de entre todos es a ti a quien más amé, Bigagi! Eras hermoso; entonces me amabas, lo sé, y tú también lo sabías. Estábamos más cerca el uno del otro que las manchas en la piel del leopardo y al estar juntos éramos tan hermosos como ellas. Pero ahora el leopardo se ha separado de sus manchas y las manchas no son nada y el leopardo se ha vuelto feo. »El leopardo es feo y llora. Las manchas están tristes y también lloran. ¡Pero ahora el leopardo y las manchas odian, odian, odian! ­Y yo lloro, lloro! Pero también me río, sí, me río, porque este mundo está hecho para las lágrimas, pero Ras no está hecho para llorar. No se dejar disolver en lágrimas. Este mundo ha sido hecho para las lágrimas y el odio pero también para la risa, y Ras se ríe, y Ras se burla de vosotros y os devolverá odio por odio. »Oh, hombres y mujeres, compartís el secreto y la culpa, y aun así no abrís la boca, porque seríais arrojados a los cocodrilos si cada hombre y mujer confesara su culpa. Y por eso Wuwufa no se atreve a perseguir a las brujas y hechiceros que hay entre vosotros, porque es un viejo loco y él mismo acabaría siendo alimento para los cocodrilos. »Yo, Ras Tyger, sé todo esto. Yo, el extraño, el demonio, el fantasma pálido, lo sé. He entrado de noche en vuestra aldea con la cautela del leopardo, tan silencioso como un fantasma, y me he agazapado entre las sombras, siendo yo mismo una de ellas, y he observado y he escuchado. Y podría daros nombres, y los cocodrilos engordarían y serían felices, y sus eructos sabrían a wantso y sus heces serían de wantso, y vuestros niños llorarían y no tendrían a nadie que les diera de comer y a nadie que les defendiera contra el leopardo y les diera amor. »Oh, hombres de los wantso, vuestras mujeres me temían igual que a un fantasma pero se tragaron su miedo porque deseaban la pitón y la miel que Ras les trae desde la jungla, desde la Tierra de los Fantasmas. Me han deseado y me han conocido, hombres de los wantso; incluso vuestras marchitas abuelas me han deseado y han llorado porque ya no eran hermosas. Y yo, Ras Tyger, me he deslizado por entre las sombras mientras que vuestras esposas e hijas se perdían entre los arbustos, y allí han sabido que Ras Tyger no es ningún fantasma pálido, y que Ras Tyger es la carne de la carne, la sangre de la sangre, la carne sin cicatrices, la carne sana y hermosa que no puede ser contenida. Y... Esta vez había ido demasiado lejos. Bigagi, olvidando que no debía abandonar su puesto bajo ninguna circunstancia, cruzó el puente a la carrera, gritando, otra lanza en su mano. Sewatu puso una flecha en su arco y la disparó hacia Ras. La flecha falló por una gran distancia y cayó en el río: un cocodrilo se sumergió rápidamente en pos de ella. Tibaso cruzó la puerta norte, seguido por los hombres que lanzaban rugidos, y vino hacia el árbol en que estaba Ras. Una flecha se clavó en la corteza del tronco cerca de Ras. Se puso en pie y lo rodeó para protegerse con su masa. Como no deseaba verse estorbado por la flauta, la puso en un pequeño hueco donde se encontraban el tronco y una rama. Después se metió el cuchillo entre los dientes y corrió a lo largo de la rama. La rama era muy larga y se extendía lo bastante sobre el río como para que le fuese posible recorrer por lo menos unos doce metros antes de doblarse hasta tal punto que le fue imposible seguir manteniendo el equilibrio sobre ella. Una lanza pasó volando junto a él. Una flecha silbó tan cerca de su cuerpo que Ras decidió que sería mejor apresurarse. Saltó de la rama, cayó casi diez metros y hendió limpiamente las aguas del río. Nadó hacia arriba tan deprisa como le fue posible pero no salió a la superficie. El río seguía estando lo bastante limpio como para que los wantso pudieran verle por debajo del agua; todavía no se había oscurecido a causa del fango. Tendría que seguir sumergido hasta que pudiera salir por un punto donde no le esperasen, y los wantso tendrían que ser rápidos con sus flechas y lanzas. Bajo él, a su izquierda, había algo muy grande que se le acercaba rápidamente, algo demasiado borroso para ser identificable, aunque Ras sabía que era un cocodrilo. Ras luchó contra el pánico y siguió nadando hasta que la mancha borrosa se hizo claramente identificable. Otra silueta apareció detrás de ella. Entonces Ras salió a la superficie, tragó aire y vio a los hombres que le apuntaban con sus flechas y enarbolaban sus lanzas antes de arrojárselas. El cocodrilo más próximo se lanzó hacia él. Ras volvió a sumergirse, dio unas cuantas brazadas y luego emergió nuevamente a la superficie. Había calculado el momento a la perfección. Aunque la mayor parte de lanzas y flechas habían rebotado en su cuerpo, el cocodrilo había recibido un lanzazo justo detrás de la mandíbula y ahora estaba dando vueltas sobre sí mismo, agitando las patas y la cola, con su negra sangre llenando el agua a su alrededor. El segundo cocodrilo estaba dirigiéndose hacia la fuente de la sangre. Ras se alejó un poco, volvió a sumergirse, nadó, subió a buscar aire, se sumergió, nadó, subió a buscar aire y se quedó en la superficie. Seguía siendo posible que le acertaran con una flecha, pero tendría que ser un tiro muy afortunado, y en realidad Ras no creía que la muerte fuera capaz de tocarle. Trepó por la orilla y, de un salto, se refugió en la espesura. Una flecha se enterró en el suelo cerca de él, dejando un agujero de contornos irregulares en una hoja de taro. Riendo, Ras se deslizó velozmente detrás de un árbol. En su interior había un pequeño sol que le calentaba y le hacía cosquillas en los nervios. Qué delicioso era todo esto; qué gran forma de vivir.     Cuando Ras cumplió los nueve años hacía ya tiempo que Mariyam y Yusufu habían dejado de intentar que les obedeciera. Hasta entonces, al menos uno de los dos había insistido en que estuviera siempre allí donde pudieran verle, pero aun así Ras solía alejarse de ellos, incluso sabiendo que le darían una paliza cuando regresara. Sus continuas órdenes le irritaban, y creía saber lo bastante sobre los leopardos y las serpientes venenosas como para cuidar de sí mismo. Si estaba en el suelo, se limitaba a salir corriendo hasta que las cortas y arqueadas piernas de Yusufu no podían seguirle y se quedaba sin aliento. Si estaba en los árboles, no podía alejarse tan fácilmente, porque Yusufu era tan ágil como él. Sin embargo, y dado que Yusufu no estaba dispuesto a correr tantos riesgos como Ras, no tardaba en rendirse y abandonar la persecución, dedicándose a lanzar juramentos y amenazas en amárico, árabe y swahili a las que Ras no hacía caso alguno. Ras se sentía un poco culpable porque amaba a sus padres y no deseaba causarles preocupaciones, pero todavía deseaba más el ser libre. Yusufu siempre estaba diciéndole que no hiciera esto o aquello, que no se acercara a tal sitio o que tuviera cuidado con una cosa o con otra. Ras tenía la sensación de que las palizas recibidas a su vuelta bastaban para compensar toda posible culpabilidad, y lo cierto es que las alegrías obtenidas de sus vagabundeos en solitario eran mayores que el dolor del látigo. Ras recorría toda la extensión de terreno que había entre los acantilados y el lago del norte y los riscos del este y el oeste, terminando en el límite de la meseta. Pero en aquellos tiempos jamas bajaba de la meseta. La jungla que había bajo ella parecía tan siniestra como le habían dicho que era Mariyam y Yusufu. Además, la única vez que cedió a su curiosidad y empezó a bajar por los acantilados el Pájaro de Dios le había detenido. El Pájaro siempre había estado por aquellos lugares, al menos que Ras pudiera recordar, pero ésta era la primera vez que mostraba algún interés hacia él. Antes siempre había pasado volando por el cielo en alguna misión misteriosa o había estado inmóvil sobre Ras durante un tiempo para marcharse después. El Pájaro de Igziyabher, o Dios en su otro idioma, no se parecía a ningún otro pájaro, aunque los otros pájaros también habían sido creados por Igziyabher. Si debía creer a su madre, Mariyam, este Pájaro había sido creado especialmente mucho después de la creación del mundo. Se encargaba de vigilarlo, y su misión especial era mantener vigilado a Ras en nombre de Igziyabher. Dentro de su vientre había un ángel, o eso se le había dicho a Ras. Era mayor que cincuenta águilas pescadoras juntas y su cuerpo se parecía un poco al de un pez deforme. Parte de ese cuerpo reflejaba la luz solar; los rayos rebotaban en ella igual que en el espejo de Ras. Tenía las patas rígidas, suspendidas bajo el vientre, y sobresalían un poco a los dos lados de su cuerpo. Sus garras eran muy extrañas: tenían forma redondeada, y jamás se abrían. Sus alas estaban unidas a un hueso que asomaba por encima del Pájaro, y las alas daban vueltas tan aprisa que Ras sólo podía distinguirlas como una mancha borrosa, y emitían un continuo chop-chop-chop. El Pájaro apareció en el cielo cuando Ras ya había recorrido una cuarta parte del risco donde terminaba la meseta. Ras alzó los ojos hacia él y luego no le hizo caso, pero el Pájaro se colocó justo encima suyo y después empezó a bajar hacia él. Su ruido le ensordeció, y el viento de sus alas era muy fuerte. Ras, aterrorizado, se pegó al acantilado mientras el Pájaro se mantenía inmóvil, suspendido a unos quince metros del acantilado. El cuerpo del Pájaro era hueco (daba la impresión de no tener corazón, pulmones o entrañas), y dentro del cuerpo había dos ángeles. Los dos tenían rostros de color escarlata que parecían máscaras. Sus cuerpos estaban cubiertos con alguna clase de materia marrón, pero sus manos y sus cuellos eran de color rosado. Uno estaba sentado en la parte delantera del vientre y el otro, de pie y algo más atrás, sostenía una caja negra con un ojo ciego que apuntaba a Ras. Un instante después, el ángel de la caja la dejó y le hizo una seña a Ras para que volviera a subir por el acantilado. Ras estaba demasiado asustado para desafiarle, y volvió a subir tan aprisa que en un momento dado estuvo a punto de resbalar. El Pájaro le fue siguiendo, manteniéndose muy arriba, hasta que Ras hubo recorrido todo el camino hasta casa. Había tenido intención de no decirle nada sobre el Pájaro a sus padres, pero ellos lo sabían todo acerca del Pájaro, y fue entonces cuando Ras se preguntó si no sería cierto que Igziyabher hablaba con ellos, tal y como afirmaban sus padres. El día en que cumplió nueve años le dijeron que podía bajar de la meseta, pero que no debía alejarse a una distancia que no le permitiese regresar antes de que anocheciera. —¿Por qué se me permite hacer esto ahora? —preguntó Ras. —Porque así está escrito. Yusufu siempre decía eso. Porque está escrito. Porque no esta escrito. —¿Escrito dónde? —En el Libro. Yusufu nunca decía más que eso. Cuando partió en su primer viaje, Mariyam lloró y le abrazó, suplicándole que no lo hiciera. Era su bebé, su niño precioso; si moría, también ella moriría. Lo que debía hacer era quedarse en casa y estar siempre con ella, donde se encontraría a salvo. Yusufu, gruñendo, dijo que el chico debía convertirse en hombre. Además, Estaba Escrito. Pero, aun así, Yusufu tenía lágrimas en los ojos e insistió en acompañarle hasta donde empezaba el bosque. Cuando llegaron a la llanura, que se extendía durante varios kilómetros antes de perderse entre la espesura de los árboles, Yusufu examinó el armamento de Ras. Ras llevaba el gran cuchillo que había encontrado en la cabaña del lago, una cuerda, un carcaj con diez flechas y un arco, y en su cinturón llevaba también una bolsa hecha con piel de antílope dentro de la que había un espejito, una piedra para afilar el cuchillo y un peine de carey. —Podría haber permitido que descubrieras a los wantso por ti mismo—dijo Yusufu con el ceño fruncido—, y quizá tendría que haberlo hecho. Pero no has visto jamás a ningún otro ser humano... Eres el único humano que conoces y no te conoces a ti mismo, por lo que debo advertirte: los wantso son peligrosos e intentarán matarte, por lo que no debes acercarte a ellos abiertamente, esperando que te quieran tal y como te queremos yo y tu madre. »Cruza la jungla con tanta cautela como si estuviera llena de leopardos, lo cual es cierto, dicho sea de paso. Oírás a los wantso desde lejos, y te esconderás y te acercarás a ellos sin que te vean. Obsérvalos cuanto te plazca, pero no permitas jamás que lleguen a enterarse de tu presencia. Si lograsen capturarte con vida te matarían o te harían cosas aún peores. »Tienes una ventaja. Los wantso quizá crean que eres un fantasma, dado que jamás han visto a una persona de piel blanca. Creen que los fantasmas tienen la piel pálida y puede que tengan razón, dado que yo jamás he visto a ninguno. Pero tú no eres ningún fantasma. Ellos no lo saben, por lo que si huyen al verte no debes seguirles. Yusufu le abrazó. Ras estaba muy emocionado, aunque no pudo evitar darse cuenta de que su padre ya no era tan alto como él. ¡Qué pequeño resultaría cuando su hijo hubiese crecido del todo! Ras le besó y después echó a correr, con un nudo de lágrimas en la garganta. Cruzó la jungla y después bajó por los acantilados. Esta vez no hubo ningún Pájaro de Igziyabher. En aquel punto el río se dividía en dos cataratas que volvían a confundirse al pie de los acantilados. Ras fue siguiendo los meandros del río hasta el anochecer. Durmió en un nido que se hizo en la copa de un árbol, mató a un monito y se lo comió después de asarlo en una pequeña hoguera. Siguió avanzando y unas cuantas horas más tarde, oyó voces. Jamás llegaría a olvidar la emoción que sintió al oír voces desconocidas. Avanzó cautelosamente hasta ver las empalizadas de la aldea, al otro lado del río. Trepó a un árbol y observó durante un rato a los wantso. Luego bajó del árbol y cruzó el río a nado hasta llegar a un sitio donde la pendiente de la orilla y lo espeso de los arbustos lo mantendrían oculto. Trepó a otro árbol y observó a las mujeres que trabajaban los campos, así como a sus hijos. El asombro y la curiosidad, mezclados con un poco de miedo, le hacían temblar. Aunque sus padres le habían dicho que los wantso eran negros, que tenían el pelo rizado y eran unos monstruos horribles, apenas medio humanos, él los veía de otra forma. No eran tan negros como «el culo de un buitre», según la expresión de su padre, tan oscura como la suya, aunque tenía el cabello lacio y una nariz parecida al pico de un águila pescadora y labios tan delgados como los del leopardo. El rizado cabello de los wantso ya resultaba fascinante por sí solo: era tan retorcido y complejo como su siniestro carácter cuando lo describía Yusufu. Sus narices eran anchas y algo aplastadas, con las fosas nasales tan abiertas, como si estuvieran jadeando continuamente para tragar su última bocanada de aire. Tenían los labios muy gruesos. Yusufu se parecía un poco a ellos, pero era mucho mas bajo que ninguno de los wantso, salvo los niños, naturalmente. Y los wantso no tenían las relativamente enormes cabezas de Yusufu y Mariyam, así como tampoco sus brazos cortos y sus piernecitas arqueadas. Además, Yusufu tenía una barba muy negra y rizada que le llegaba hasta las rodillas pero los wantso no tenían vello alguno en el rostro. Ras tenía la piel levemente atezada y su color se volvía tan pálido como el de un pescado en el cuello, allí donde lo tapaba su cabellera, larga hasta los hombros. Había visto su cara en el espejo que su madre le había dado un año antes, y gracias a ello sabía que no tenía ningún parecido con sus padres. De hecho, cuando se vio por primera vez en el espejo sintió miedo y repugnancia. Siempre había pensado que era igual que Yusufu, salvo por la piel y la barba, claro está. ¡Pero aquellos ojos grises tan enormes, y la nariz y los labios delgados...! Después acabó acostumbrándose a unos cuantos de esos rasgos porque, pensándolo bien, sabía que su nariz era un poco parecida a la de su madre (aunque recta, no curvada), y sus labios eran como los de ella, aunque no tan delgados. Ese día —el día del espejo, tal y como lo había llamado después— fue el día en que empezó a dudar seriamente de que fuera hijo de Yusufu y Mariyam. Al mismo tiempo, también había empezado a dudar de que fueran monos. Si lo eran, no eran monos como los chimpancés y los gorilas. Había empezado a hacerles preguntas, y no paró de hacerlas pese a sus evasivas y amenazas, y pasados seis meses, Mariyam acabó rindiéndose y respondió a unas cuantas de esas preguntas. Le dijo que Yusufu no era su auténtico padre. Yusufu se había convertido en compañero de Mariyam después de que Ras naciera. Jamás llegó a admitir que Ras no fuera hijo suyo, y pese a todo el martilleo verbal a que éste la sometió siguió afirmando que le había concebido, le había llevado en su seno y había acabado dándole a luz. Pero una noche, mientras Yusufu estaba de pesca, le confesó que el padre de Ras era Igziyabher. Ras jamás había llegado a comprender cómo era posible que Dios fuera su padre. Mariyam le había llegado a contar tantas historias contradictorias sobre cómo quedó embarazada que Ras ya no intentaba obtener de ella una historia lógica, consistente y creíble. Al menos, no de momento. En cuanto a Yusufu, se limitaba a decir que no era él quien había engendrado a Ras. Pero le amaba más de lo que habría amado a su propio hijo, porque Ras era alto y tenia la cabeza del tamaño adecuado, así como brazos y piernas de la longitud correcta, y porque era hermoso. Pero deseaba que Igziyabher se hubiera llevado a Mariyam con Él, en vez de hacerla compañera de Yusufu. —Ni Dios habría sido capaz de aguantar la lengua de esa mujer que nunca se está quieta. ¡Y su genio...! ¡Igual que el de una camella con estreñimiento a la que apartan de los machos durante la temporada de celo! Ras no era capaz de captar gran parte de esa metáfora. Jamas había visto a un camello en carne y hueso, aunque recordaba una imagen suya que había en un libro de la cabaña junto al lago. Yusufu afirmaba que en su mundo hubo camellos, pero que ahora todos estaban muertos. —Y es una suerte para ti, hijo mío, porque así nunca tendrás que oler a uno. Ras, oculto en la hierba, había pensado en todo aquello mientras vigilaba a los wantso estremeciéndose por la curiosidad y el miedo. Una parte de su ser, la más grande, estaba concentrada en los wantso; una parte más pequeña estaba escuchando, olisqueando y observando la jungla tanto detrás suyo como a los lados, buscando peligros; otra tercera parte de su ser estaba con sus padres y podía verles y oír sus voces igual que si estuvieran ahora mismo a su lado. Y una cuarta parte pensó brevemente en aquel Ras de tres partes, en cómo su mundo se doblaba sobre sí mismo de tal forma que cuanto había sucedido estaba sucediendo al mismo tiempo que ocurrían varias otras cosas tanto dentro como fuera de él. Y entonces las cuatro o cinco partes de su ser se desvanecieron para convertirse en una, y esta parte se unió totalmente con lo que había ante sus ojos, hasta lo más profundo y oscuro de él mismo, carne y fantasma. Durante su primer día de espionaje no hizo ningún intento de aproximarse a los wantso. En sus diez visitas siguientes se mantuvo oculto. Cada una de las visitas había estado separada por una semana entera, pues Ras no quería que sus padres se preocuparan demasiado. Aun así, los wantso estaban tan lejos que no podía ir de su casa a su aldea, observarles durante varias horas y luego viajar tan rápidamente como osaba hacerlo volviendo antes del anochecer. Siempre encontraba a Yusufu y Mariyam mirando por las ventanas o en el porche de la casa del árbol. Siempre le reñían y él siempre intentaba escapar a la azotaina contando que había debido subirse a un árbol por culpa de un leopardo o que se había retrasado porque intentaba cazar una presa que, desgraciadamente, se le había escapado. Y siempre acababa siendo azotado, y si encogía el cuerpo o chillaba al ser golpeado por el látigo recibía unos cuantos azotes extra. De repente, el día en que cumplió once anos, Yusufu y Mariyam le dijeron que podía estar fuera de casa toda la noche o tanto tiempo como le apeteciera. No logró comprender por qué habían cambiado de parecer, y Mariyam acabó diciéndole que era Igziyabher quien había dado su permiso. Mariyam daba la impresión de hablar directamente con Dios. Ras pasaba gran parte de su tiempo espiándola, pues tenía la esperanza de verla conversando con Dios cara a cara. Pero siempre se llevó una decepción. Cuando Ras no estaba presente, Mariyam sólo hablaba con Yusufu o consigo misma. Así pues, Ras empezó a salir durante varios días seguidos o incluso una semana entera cuando le venía en gana, cosa que sucedía frecuentemente. Exploró toda la parte sur de la meseta, llegando hasta el punto donde el río se convertía en el Pantano de las Muchas Patas. Construyó una balsa para cruzar el pantano, pero justo cuando iba a echarla al agua una víbora le mordió en el tobillo. En aquella ocasión Ras estuvo a punto de morir. Se quedó tendido sobre la balsa, a la que ya había saltado, y sufrió un dolor parecido al que producirían las hormigas arrastrándose por sus venas y sus arterias, aguijoneándole con cada paso que daban, como si al final hubieran acabado entrando en su cabeza y le estuvieran comiendo el cerebro. Pasado un tiempo su corazón empezó a latir con un redoble agónico, como el de un tamborilero mandando un mensaje de terror. Ras, paralizado, sólo podía pensar en el dolor, en que cualquier fiera podía devorarle mientras estaba indefenso, y en cómo sufrirían sus padres si no regresaba nunca. El sol y las estrellas brillaron sobre él durante largas horas. Fueron varios los insectos que se tomaron grandes libertades con él pero las hormigas no se acercaron por allí, los cocodrilos le pasaron por alto, los buitres y los cuervos no le olieron y finalmente, logró salir de la balsa y cobijarse bajo un árbol de la islita. Después de otros dos días, durante los cuales logró comer lo suficiente como para recuperar un poco las fuerzas—ahora le había llegado su turno de comer insectos, después de que éstos hubieran cubierto su cuerpo de mordeduras y aguijonazos—, hizo lentamente el trayecto de regreso a su hogar. Para ello necesitó tres días y media noche. Después de aquella experiencia, estuvo cierto tiempo sin alejarse mucho o limitándose a subir hasta las colinas para jugar con los gorilas jóvenes. Una vez hubo recuperado todas sus fuerzas, se dedicó nuevamente a vagabundear, pero decidió olvidarse durante un tiempo del Pantano de las Mil Patas. Además, los wantso le intrigaban tanto que el pantano ya no le interesaba. Observándoles y oyéndoles hablar logró entender un poco su lenguaje. Tenían un idioma muy curioso. Utilizaban cuatro niveles distintos de tono para distinguir los significados de las palabras que tenían los mismos sonidos, y también usaban el tono para indicar si algo había ocurrido, estaba ocurriendo, ocurriría, o si había tenido lugar en la Tierra de los Fantasmas. Al final, Ras acabó entendiendo que la Tierra era la meseta donde vivía. Esto explicaba por qué los wantso nunca llegaban más al norte que hasta los acantilados sobre los que se alzaba la meseta. Hacer el primer contacto directo con uno de los wantso no fue nada fácil, ya que deseaba hablar con uno de su misma edad. Los hombres llevaban lanzas y mazas y daban la impresión de que las utilizarían sin vacilar. Las mujeres casi nunca abandonaban la aldea salvo para ir a buscar agua, lavar ropa en el río o trabajar en los campos. Los campos estaban protegidos en un extremo por una valla y siempre había vigilancia. Algunas veces los niños acompañaban a las mujeres que iban a la jungla para buscar raíces o recoger fruta y bayas, pero en aquellas ocasiones siempre estaban demasiado vigilados por las madres o por los hombres que las acompañaban en calidad de centinelas. Pero los niños solían jugar en las orillas de la península, un sitio donde había muchos árboles y maleza bastante espesa, y allí era donde Ras solía ocultarse para espiar. Ras sorprendió a Wilida en la maleza. Wilida era una niña atractiva y feliz que se mostraba muy activa en los juegos que los niños practicaban entre la espesura. Ras, que había decidido hacerse amigo de ellos, esperó hasta que estuvieron jugando al escondite y Wilida se hubo ocultado en un arbusto cercano al que ocultaba Ras. Sonriendo para hacerle saber que sus intenciones eran amistosas, se puso en pie y se plantó ante ella, obstruyéndole el camino. Wilida se paró en seco y alzó las manos ante ella como si deseara apartar algo, no a Ras sino a su misma imagen. Su piel se volvió de un color gris bajo el marrón oscuro, puso los ojos en blanco y se derrumbo. Ras se quedó muy preocupado. No había sabido que nadie pudiera tener tanto miedo de algo, y especialmente no de él. Se acuclilló junto a ella y, cuando la vio abrir los párpados, se llevó el dedo a los labios. Wilida movió los labios, pero ningún sonido brotó de ellos. Ras tuvo que taparle la boca con la mano para ahogar el grito que pugnaba por salir. Los ojos de Wilida se movieron de un lado a otro, pero no gritó. Le oyó decir las pocas frases de su idioma que Ras conocía, y el tono grisáceo de su piel se fue desvaneciendo. Cuando Ras le preguntó si se estaría callada en cuanto le quitara la mano de la boca, Wilida asintió con la cabeza, aunque no podía moverla mucho porque los dedos de Ras se la estaban apretando contra la tierra. Ras apartó la mano, y Wilida gritó con todas sus fuerzas. Ras echó a correr y, dominado por el pánico, se lanzó al río y nadó hasta la otra orilla. Por suerte, en aquel momento no había cocodrilos por los alrededores. Apenas estuvo oculto en un arbusto del otro lado, se dedicó a observar cómo los hombres corrían de aquí para allá, hurgando entre los arbustos con sus lanzas. Hablaban entre ellos casi gritando y, realmente, no parecían muy ansiosos de encontrar nada. Cuando volvió a casa Ras se mostró tan callado y apático que Mariyam acabó preguntándole qué le preocupaba. Ras respondió que estaba pensando, nada más. Y era cierto, pero sus pensamientos le causaban un gran dolor. ¿Por qué Wilida tenía tanto miedo de él, por qué cualquiera de los wantso tenía que asustarse tanto al verle? ¿Tan feo era? ¿Sería un monstruo? No, Ras creía que no lo era. De serlo, ¿acaso le querrían tanto Yusufu y Mariyam? Cuando volvió a la aldea, seis días después, vio que los niños estaban jugando otra vez en los arbustos. Ras cruzó el río y esperó hasta que le fue posible sorprender nuevamente a Wilida sola. Esta vez mantuvo la mano bastante cerca de sus labios después de que ella le prometiera guardar silencio. Wilida no gritó. Hablaron durante cierto tiempo, o lo intentaron. Wilida pronto dejó de temblar como un mono que intenta excretar una semilla demasiado grande. Antes de que se despidieran incluso logró sonreírle. Pero en cuanto estuvo un poco lejos de él echó a correr aunque, al menos por lo que Ras pudo ver, no gritó ni le habló a nadie de él, y volvió a reunirse con Ras entre la espesura en el momento prometido. Antes él exploró cautelosamente los alrededores para asegurarse de que no le había tendido una emboscada. Esta vez conversaron con menos dificultades, y en sus cinco reuniones siguientes Ras hizo rápidos progresos en el idioma de los wantso. En su sexta cita Wilida le trajo una amiga, una chica llamada Fuwitha. En esa primera ocasión Fuwitha no quiso acercarse a él y ni tan siquiera quiso hablarle, pero la segunda vez perdió el miedo y se dedicó a ayudarle en sus intentos por aprender el lenguaje Pasaron tres semanas antes de que Ras conociera a más niños, y cuando vinieron todos guardaron silencio salvo Wilida y Fuwitha que estaban muy orgullosas de su amistad con el blanco niño-fantasma. A esas alturas Ras ya había comprendido que le tomaban por el espíritu de un chico muerto. Ésa era la razón de que Wilida se hubiese desmayado cuando le vio por primera vez, y por eso los demás se habían mostrado tan aprensivos. Pero su curiosidad y las palabras tranquilizadoras de las dos chicas habían logrado hacerles acudir. Se pusieron en corro, de cuclillas, hablando con él, riendo nerviosamente ante su extraña forma de articular su idioma y, después de muchas vacilaciones, alargando la mano para tocarle. Ras sonreía y les hablaba en voz baja y suave, diciéndoles que no les haría ningún daño y que era un fantasma bueno. Ese fue el día en que conoció a Bigagi, que se suponía iba a ser el esposo de Wilida cuando ésta tuviera la edad precisa. Después empezó a participar en sus juegos, aunque tenía el inconveniente de que debía mantenerse lejos de los adultos y los demás niños que había en los campos. Acabó dominando bastante bien el idioma. Luchó con los chicos, y logró vencerles fácilmente a todos, pero ellos no parecieron sentirse humillados. Después de todo, no se podía esperar que alguien vivo derrotara a un fantasma. Les distrajo contándoles sus historias del País de los Fantasmas y de su madre simia y de su padre adoptivo, que también era un mono. Su insistencia en que era hijo de Igziyabher, o de Mutsungo tal y como los wantso llamaban al jefe de los espíritus, el Creador-Araña, les impresionó mucho. Al principio. Bigagi le preguntó por qué no tenía la piel oscura y el cabello lanudo. Mutsungo había creado al Primer Pueblo, de quien descendían los wantso, utilizando para ello telarañas y barro, y todos habían tenido la piel marrón, los labios gruesos y el cabello rizado. Los shaliku, que vivían al otro lado del Pantano, descendían de los wantso y los cocodrilos. Pero si era cierto que Mutsungo era el padre de Ras, ¿por qué no se parecía a los wantso? O, al menos, ¿por que no era medio araña? Cuando se trataba de improvisar historias, Ras era un digno rival de su madre. Contestó diciendo que no era hijo de Mutsungo sino de Igziyabher, que le había quitado a Mutsungo el trono de la divinidad echándole de una patada para instalarse él. Y Ras era blanco porque Igziyabher le había quitado el tono marrón de la piel lavándosela como señal de que él, Ras, era ciertamente su único hijo. Esto dejó un tanto preocupados a los niños, no tanto porque Ras fuera el hijo de Dios como por su afirmación de que Mutsungo había sido desposeído de su cargo como jefe de los espíritus. Ras añadió que ahora Mutsungo moraba en el Pantano de las Mil Patas, donde era rey de las arañas. Pero cuando se dio cuenta de que se habían puesto algo nerviosos y de que quizá le hicieran preguntas a sus padres sobre aquel asunto, lo cual podía acabar revelando de dónde había sacado la idea, se rió y dijo que si les había contado todo aquello era sólo para distraerles un rato. Era hijo de Mutsungo, pero no tenía aspecto de araña porque Mutsungo había querido que se pareciera a su madre. Su madre era una mona, y por eso él tenía los labios delgados y el cabello lacio, y si era blanco eso se debía a que su madre le había concebido de un rayo mandado por Mutsungo, y todo cuanto había en su útero se había vuelto blanco. La nariz delgada había sido el resultado de que Mutsungo le cogiera por ella con demasiada fuerza cuando le sacó a tirones del útero de su madre. La historia del rayo procedía de Mariyam; el resto de los detalles eran de Ras. Bigagi dijo que todo aquello quizá fuese cierto, pero que Ras, a quien llamaba Lazazi, obedeciendo a la estructura fonética del idioma wantso, seguía siendo un niño-fantasma. Ras se enfadó bastante y tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para controlarse y no discutir violentamente con Bigagi. Wilida consiguió calmarles a los dos diciendo que quizás ese espíritu-padre de Ras fuera el gran espíritu de la tierra del norte (llena de tacto, evitó referirse a ella como Tierra de los Fantasmas), mientras que Mutsungo era el gran espíritu de esta tierra, al igual que Basama, el Espíritu-Cocodrilo, lo era de los shaliku, y así sucesivamente. Aquel problema era algo que podía resolverse cuando crecieran, pues entonces, si tenían el valor suficiente para ello, podrían seguir el río hacia el sur, atravesando el Pantano y cruzando la tierra de los shaliku, llegando hasta el final del río y del mundo, allí donde aquél se hundía en el país que hay bajo la tierra. Allí, en una islita situada justo ante la entrada al país situado bajo la tierra, vivía Wizozu. Wizozu era un hombre muy, muy, muy viejo que lo sabía todo y que siempre estaba dispuesto a responder a las preguntas..., a cambio de un precio. Había vivido siempre y viviría eternamente, y era un anciano terrible y feroz. Ras oíría hablar otras veces de Wizozu, y acabó decidiendo que, cuando se convirtiera en hombre, viajaría hasta el final del río y del mundo y le haría a Wizozu varias preguntas a las que nadie más parecía ser capaz de contestar. Pensó en hablar de él con sus padres pero, dado que ninguno de los dos había mencionado nunca a nadie que se pareciera a Wizozu decidió que lo mejor sería no hacerlo. Sospecharían que había estado hablando con los wantso y Ras no deseaba tal cosa. Aunque ahora ya no intentaban impedirle que vagabundeara de un lado para otro, seguían advirtiéndole de lo malvados y peligrosos que eran los wantso. A Igziyabher no le gustaría nada enterarse de que Ras andaba rondándoles. Cuando Ras fuera mayor habría llegado el momento de que se acercara a ellos. En algunas ocasiones Ras metía seis de sus bolas de goma en su bolsa hecha con piel de antílope y se las llevaba al lugar donde se reunía con los niños, quienes siempre se asombraban con ellas. No sabían nada sobre la goma y le preguntaban de dónde venían esas bolas. Ras les dijo que habían aparecido misteriosamente una mañana en la casa del árbol. Su padre adoptivo le dijo que eran un regalo de Igziyabher o, mejor dicho, de Alá, ya que ése era el día en que según el plan tocaba hablar árabe. Ras les enseñó a los niños los trucos malabares que había aprendido de Yusufu, y también dio unas cuantas volteretas y saltos mortales. Luego les mostró cómo podía acertarle a un blanco no muy grande usando su cuchillo hasta casi ocho metros de distancia. En otras ocasiones Ras hacía ejercicios sobre la cuerda floja, que colocaba a un metro por encima del suelo, suspendida entre dos árboles. Le habría gustado ponerla mucho más arriba para impresionarles, pero no quería correr el riesgo de ser visto por las mujeres de los campos o los centinelas que había en la empalizada de la península. Escogió un sitio donde el suelo bajaba en pendiente hacia el río y allí, con los niños sentados en cuclillas contemplándole, fue de un árbol a otro y luego se detuvo en el centro de la cuerda y dio una voltereta, volviendo a caer con los pies sobre esta. Los niños le miraban con los ojos muy abiertos, y se tapaban las bocas con la mano para no hacer ningún ruido que pudiera atraer a las mujeres o a otros niños mayores que ellos. Ras solía terminar su exhibición de trucos recorriendo la cuerda con las manos mientras hacía rebotar una de las bolas sobre sus pies. Naturalmente, los niños de los wantso también querían probar suerte con la cuerda floja, y con el paso del tiempo algunos acabaron siendo capaces de ir de un árbol a otro. Muchos se cayeron y algunos se hicieron daño, lo que preocupó a Ras, que pensó que podían marcharse chillando en busca de sus padres. Pero ninguno de los niños habló nunca de aquello. Ras era su secreto Aunque el deseo de revelarlo debía ser casi insoportable, lograron mantenerlo en silencio durante varios años. El principal responsable de aquel silencio era Ras, y no el dominio de sí mismos. Les dijo que quien le traicionara vendría con él a la Tierra de los Fantasmas. Peor aún, su Padre Igziyabher destruiría la aldea con sus rayos y mataría a cuantos estuvieran en ella. Al oír tal amenaza, los niños se quedaron mudos y sus caras se pusieron de color gris. Sin embargo, Wilida logró reunir el valor suficiente para protestar. —Pero si nos mata a todos, entonces nos convertiremos en fantasmas y estaremos contigo en la Tierra de los Fantasmas. —No, nada de eso—se apresuró a decir Ras—. Al que hable le mandará‚ al mundo inferior, a la gran caverna donde se vacía el río, y allí será torturado eternamente por demonios y monstruos y nunca volver a ver ni a sus padres ni a sus amigos. Los niños chillaron al oírle decir esto, pero la verdad es que su terror debía tener algo de placentero, pues insistieron en que describiera lo que le sucedería al traidor. Ras se lo pasó muy bien explicándoselo, pues llegó a entusiasmarse con el tema y ejercitó su imaginación igual que si fuera un músculo, haciéndola crecer y crecer. También les habló de Wizozu, El Que Todo lo Sabía, el Horroroso Viejo de la islita situada en la puerta al mundo inferior. Sabía bastante menos que ellos sobre Wizozu, pero eso no le detuvo y, tras muchas descripciones de Wizozu e historias sobre él puntuadas con ojos en blanco y leves chillidos de su público, logró convencerles y se convenció a sí mismo de que era toda una autoridad sobre Wizozu. No se mostró demasiado preciso en cuanto a cuál era el precio que Wizozu exigía por responder a tus preguntas. Hizo alusión a cosas tan terribles que ni siquiera se debía pensar en ellas; incluso en aquellos tiempos ya sabía que algunas veces mostrarse vago es más efectivo que la más horrenda descripción. Los niños le dijeron que Wuwufa, el wantso que hablaba con los espíritus, había cruzado el Pantano de las Mil Patas, pasando cautelosamente junto a la Gran Araña sin ser visto, y que luego había cruzado la tierra de los terribles shaliku y su todavía más terrible dios cocodrilo, y que había seguido por el río hasta la isla de Wizozu. Nadie sabía cual había sido el precio pedido por Wizozu, aunque algunos decían que había sido el hígado de Wuwufa. Según los wantso, el hígado era la sede del pensamiento, y nadie sabía si esto era cierto o no, aunque todos decían que podía serlo. Algunas veces Wuwufa actuaba como si hubiera perdido el juicio, y de vez en cuando sufría convulsiones. Ras se dijo que también él visitaría algún día a Wizozu. A los nueve años había tenido muchas preguntas para las que no había podido encontrar respuestas satisfactorias. Tres años después seguía queriendo visitar a Wizozu, pero algunas de las preguntas habían cambiado. Eran cinco. Había dos chicos, Bigagi y Sutino, y tres chicas, Wilida, Fuwitha y Golabi. Pasados seis meses le dejaron participar en algunos otros juegos aparte del escondite, el adivina-qué-dedo y las historias de acertijos. Una tarde, cuando estaban metidos en un arbusto a un metro escaso del río, Wilida, entre risitas, se refirió al tamaño y la blancura del pene de Ras, cosa que irritó a Bigagi. Dijo que el suyo era tan grande como el de Ras y que, al ser blanco éste parecía un gusano de los que hay debajo de las piedras. Y, si había que decirlo todo, el gusano estaba muerto. Wilida, todavía riéndose, dijo que a ella no le parecía que siempre estuviese tan muerto como en aquel momento. Lo había visto francamente vivo cuando Ras estaba luchando con las chicas o los chicos, y estaba segura de que era más grande que el de Bigagi. Bigagi se puso en pie y empezó a juguetear con su pene, desafiando a Ras a que hiciera lo mismo. Ras se puso junto a Bigagi y empezó a hacer subir y bajar la piel de su prepucio. Sus genitales no tenían nada de misterioso para él. Pese a que Yusufu y Mariyam le habían hecho enérgicas advertencias sobre la impotencia y la idiotez que caerían sobre él si jugaba consigo mismo, Ras lo había hecho muchas veces cuando estaba allí donde no podían verle, y además había tenido un monito amaestrado al que le encantaba chuparle el pene, aunque Ras jamas había sido capaz de coronar la erección con un orgasmo. Ahora estaba decidido a demostrar que era superior a sus compañeros de juego, tanto en esto como en el resto de las cosas. Y, además, resultaba muy agradable hacerlo delante de otros. Sutino, estimulado al verlos y provocado por las burlas de las chicas, se levantó y se puso junto a ellos. Las tres chicas, riendo, compararon los resultados y después decidieron que Sutino quedaba eliminado. Sutino se enfadó pero siguió masturbándose. Ras y Bigagi parecían empatados en cuanto a longitud, pero Ras era el indudable ganador en cuanto a grueso. Bigagi dijo que si le ayudaban un poco podía conseguir que se le pusiera más grueso que Ras. Golabi le comprendió. Se colocó de rodillas y empezó a chuparle el pene. Ras le hizo una seña a Wilida, y ésta se arrodilló en el fango delante de él con una risita. Contempló la gran raíz blanca que aparecía y desaparecía por entre sus gruesos labios y después alzó los ojos hacia Ras. Ras la cogió, primero por su rizada cabellera y luego por las orejas, y empezó a mover las caderas rápidamente hacia atrás y hacia delante. La sensación le resultó exquisita pero, como siempre, terminó con un agudo dolor en los testículos. No pudo eyacular. Su único consuelo fue que los otros dos chicos tampoco consiguieron hacerlo. Ras fue declarado ganador. A partir de entonces, y aparte los otros juegos, los chicos y las chicas se dedicaron a experimentar unos con otros, y algunas veces un chico se la chupaba a otro, mientras que una chica lamía el clítoris de su compañera. Wilida les habló de sus experiencias con Tuguba, un chico mayor que ellos. De vez en cuando, siempre que era capaz de llevársela lejos de los adultos y los otros niños, Tuguba intentaba meterle el pene en su vagina. Wilida se lo había dejado probar varias veces pero siempre había terminado negándose porque le dolía demasiado, así que en una ocasión Tuguba se lo metió en la boca y eyaculó dentro de ella. Mientras lo hacía Wilida sintió un extraño calor muy dentro de su cuerpo, algo que le resultaba difícil describir con exactitud, pero estaba segura de que la sensación era similar, aunque no tan parecida al éxtasis, como las descritas por las mujeres adultas cuando comparaban sus experiencias. Y, a juzgar por los gemidos, suspiros, quejidos, chillidos y palabras de su madre durante la relación sexual, Wilida aún no había experimentado el orgasmo. Pero le gustaba sentir la emoción del sexo y aquella ocasional «corriente cálida». Los juegos sexuales resultaban deliciosos aunque al principio Ras no quiso meter su pene dentro de ningún ano. Las incesantes admoniciones hechas por sus padres de que fuera limpio y su repugnancia ante cualquier cosa que tuviera relación con las heces le habían afectado bastante, pero no podía retroceder ante ningún tipo de prueba, así que también él se dedicó a encular, primero a las chicas y luego a los chicos. Después de hacerlo siempre se lavaba, e insistía en que los demás hicieran como él. Luego solían producirse competiciones de orinar, en las que normalmente ganaba Ras. Podía hacer que su arco subiera más que el de Bigagi, y llegaba varios centímetros más allá que él.   Mujeres en la noche   A medida que iba pasando el tiempo Ras estuvo cada vez más cerca de ser atrapado por los otros chicos de mayor edad. Siempre logró huir de ellos y acabar ocultándose en un arbusto. Después de haber tenido que escapar por los pelos, siendo ésa la ocasión número doce, decidió que resultaría más seguro quedarse al otro lado del río..., al menos durante el día. Había un sitio donde los niños podían cruzar a nado sin ser observados desde los campos o desde el puesto de vigilancia que había en la empalizada que cruzaba el cuello de la península. Los niños empezaron a reunirse con Ras entre los arbustos de la orilla opuesta, y luego se adentraban en la jungla hasta un lugar desde el que sus voces no podían ser oídas. Aventurarse en territorio prohibido resultaba emocionante, pero al hacerlo nunca estaban del todo tranquilos. Aparte de que debían preocuparse de los leopardos, no estaban muy seguros de que Ras no intentara atraerlos a la Tierra de los Fantasmas. Ras no pasaba con ellos tanto tiempo como habría deseado. Cada semana tenía cinco días ocupados aprendiendo cosas. Su instrucción consistía en levantar pesas, correr, hacer acrobacias y juegos malabares, lanzar el cuchillo y practicar con el arco y la jabalina. Yusufu le enseñó todos los trucos que conocía sobre el ataque y la defensa con el cuerpo como única arma, y Yusufu parecía conocer un centenar de trucos distintos. Además, también estaba el aprender a leer y escribir en inglés, árabe, swahili y amárico, con especial énfasis en los libros de la vieja cabaña junto al lago, que eran libros ingleses. La mayor parte eran libros con dibujos y palabras bajo las ilustraciones, cosas como A DE ARQUERO o B DE BARBA. Algunos de los libros contaban historias mediante frases sencillas bajo cada dibujo, cosas cómo «Jim y Jane ven correr al perro». Quizá Jim y Jane hubieran visto un perro, pero Ras jamás había visto a ninguno. El perro se parecía bastante a un chacal. Yusufu se había visto obligado a echarle una mano para que relacionara las palabras que había debajo de las ilustraciones con lo representado en ellas. Cuando le preguntó a Ras si todavía no había aprendido a leer, Yusufu parecía bastante enfadado. Ras le había contestado preguntándole qué era eso de leer. Yusufu dijo que teóricamente Ras debía aprender a hacerlo por sí solo. —¿Por qué?—dijo Ras. —Porque está escrito. Finalmente, Yusufu le dijo a Ras que le daría unas cuantas lecciones para que empezara, pero que no lo haría en la cabaña donde estaban los libros. Ras tenía que coger el libro de ilustraciones y llevarlo a la selva para que le diera lecciones, y debía prometer que jamás diría ni una sola palabra de ello mientras estuviera en la cabaña o en la casa del árbol. —¿Por qué? —Porque está escrito. De esa forma, Ras aprendió los rudimentos del inglés hablado y escrito sentado junto a un gran baobab, a un kilómetro de la casa del árbol. Llegó un tiempo en el que Ras y Yusufu podían mantener una conversación en inglés, aunque Yusufu seguía insistiendo en que no debía hablar ese idioma bajo ninguna circunstancia salvo cuando Yusufu le dijera que podía hacerlo.   A medida que Ras y sus compañeros de juegos se iban haciendo mayores, tenían menos tiempo para estar juntos. Las chicas trabajaban más en los campos o en sus casas, y los padres de los chicos les estaban enseñando a cazar. A Ras le alegraba que no fuera al revés porque le gustaban más los juegos que practicaba con las chicas sobre todo con Wilida. Wilida era más atrevida que las otras dos y no le daba miedo abandonar sus tareas o escaparse frecuentemente de noche para reunirse con él. Hablaban y reían y ella le contaba cosas interesantes que habían sucedido en el pueblo o le pedía que adivinara la respuesta al último acertijo, y él le contaba lo que había estado haciendo. Les encantaba acariciarse y besarse y hacer todas las cosas que sabían que estimulaban al otro. Wilida tuvo su primer orgasmo una noche en que Ras le estaba enseñando cómo se apareaban los gorilas, con la hembra a cuatro patas y el macho metiéndosela por detrás. Ras se alegró por ella pero le decepcionó un poco no haber tenido él un orgasmo. De hecho, estaba empezando a preguntarse si aquel placer justificaba aguantar la dolorosa tensión que notaba luego en los testículos. Durante las semanas siguientes no pudo ver ni a Wilida ni a las demás chicas. Wilida le había dicho que pronto tendría que permanecer detrás de la empalizada del poblado y que sólo le permitirían salir a los campos bajo estrecha vigilancia. El momento de ser iniciada como mujer estaba cerca. Después de aquello no le permitirían ningún tipo de juego sexual. No le dejarían tocar a un hombre adulto, ni tan siquiera a su padre, y esto duraría todo un año, después del cual se casaría. Con Bigagi, naturalmente. Después de casarse tampoco tendría muchas ocasiones de estar con Ras. El adulterio estaba prohibido. La mujer que era sorprendida cometiendo adulterio tenia que pasar por entre una lluvia de golpes propinados por los látigos y los espinos que sostenían todos los hombres y mujeres de la aldea. La que lo cometía por segunda vez era arrojada a los cocodrilos. El hombre pagaba su primer delito de adulterio recibiendo una paliza de su esposa y del hombre al que había puesto los cuernos. La segunda vez el culpable también iba a parar a los cocodrilos. Ras se quedó bastante preocupado. No le parecía que aquellos castigos tuvieran mucho sentido. —Es la costumbre—dijo Wilida. —¿Y qué pasa con los hijos de los padres que son arrojados a los cocodrilos? —Van a la casa del tío Ras no discutió con ella. Ya había oído demasiadas veces la frase: «Es la costumbre». Lo que era, era. Resultaba tan imposible discutir eso como el: «Está escrito» de Yusufu. —No quiero quedarme solo—dijo—. Quiero estar contigo, jugar contigo, hablar contigo y hacer el amor contigo. —No puedo. Es la costumbre —dijo Wilida. Estaba muy triste. —Pero, ¿me verás cuando tengas oportunidad de hacerlo? Wilida se quedó callada durante unos momentos —¿Quieres que se me coman los cocodrilos?—dijo luego. —¡No! Pero yo me esconderé y te estaré observando, esperando. Wilida no le respondió —Ven a mi casa—le dijo Ras—. —Ven ahora mismo! Wilida se apartó de él, abrió mucho los ojos y dijo: —No ¡A la Tierra de los Fantasmas no! —Tendría mucho miedo! —¿Acaso soy un fantasma? —dijo Ras—. ¿No estoy hecho de carne y hueso? Cuando estoy dentro de ti, ¿tienes la sensación de que soy un fantasma? Wilida agitó la cabeza y se levantó para marcharse. Se inclinó sobre él y le dio un fugaz beso en los labios. —Mi abuela me contó historias sobre chicas que fueron seducidas por fantasmas. Luego se marcharon a su tierra y nunca volvieron a verlas. Ras dejó que se fuera, aunque por un instante pensó en obligarla a que le acompañara por la fuerza. Después de aquello se dedicó a rondar por la aldea de día y de noche. Veía frecuentemente a Wilida y a las demás chicas, y al verlas supo por qué les resultaría tan difícil escaparse incluso si querían hacerlo, ya que siempre iban acompañadas por dos viejas. En cuanto a los dos chicos, Bigagi y Sutino, se habían vuelto repentinamente hostiles hacia él. Un día, cuando Ras apareció detrás de un tronco para saludar a Bigagi, tuvo que lanzarse al suelo para esquivar una lanza. Se quedó tan sorprendido que huyó llorando. Luego se enfadó mucho y quiso matar a Bigagi, y probablemente lo hubiera hecho de haber conseguido acercarse lo bastante para ello, pero ahora le resultaba imposible aproximarse al poblado con la facilidad o la frecuencia de antes. Los wantso parecían estarle esperando y se mantenían alerta. Oyendo hablar a dos mujeres que trabajaban en los campos, cerca de la espesura, se enteró de que Bigagi y Sutino habían hablado de él con los ancianos. Todo el mundo estaba al borde del terror. Wuwufa, el viejo que hablaba con los espíritus, hizo que todos los niños pasaran por una ceremonia purificadora, y después de aquello tuvieron que llevar amuletos para mantener lejos al Chico-Fantasma, y las chicas fueron vigiladas estrechamente durante varios meses para asegurarse de que no habían concebido descendencia del fantasma. Ras anhelaba poseer a Wilida. Soñaba con ella, y despertaba lleno de dolor. Se pasaba largas horas sentado en la rama de un árbol que daba al poblado, esperando verla. Fingía hablar con ella y se inventaba las contestaciones que le daría mientras Wilida, sin darse cuenta de su presencia, se inclinaba sobre el fuego donde cocinaba, delante de su casa. Ahora llevaba un cinturón hecho con corteza de árbol y un delantal triangular hecho con fibra blanca. Su cabeza estaba ceñida por una banda hecha con piel de ratón a la que le habían dado la vuelta para mostrar la parte blanca del interior: de la piel colgaban muchas borlas y minúsculos fetiches de madera. Cada mañana le pintaban las nalgas de color blanco. Ahora Ras sabía lo que había querido decir Yusufu cuando le contó que un hombre podía acabar con el corazón consumido por algo que le era imposible conseguir. Sentía un agudo dolor en el pecho, y otro dolor distinto empezaba en la raíz de su pene y se extendía por todo su vientre. Era como si le hubieran clavado una flecha envenenada. El veneno producía un dolor sordo y casi agradable, no ardiente y letal, y en algunos momentos Ras sabía que estaba disfrutando con el sufrimiento. No, no era cierto que disfrutara con él. Sencillamente, era mejor sentir esta negativa a saber que Wilida estaba muerta y la había perdido para siempre. Ras no tenía intención de pasar mucho más tiempo rondando por la aldea. Quería hacer algo para conseguir que volviera a él, y si Wilida estuviera muerta no podría haber hecho nada. Una noche sin luna trepó al gran árbol sagrado y se deslizó rápidamente al tejado de la casa de Wilida. Le resultó imposible no hacer ruido porque las ramas y las hojas crujían y susurraban bajo sus pies, y las maderas del techo se doblaron con un chasquido bajo su peso. Una rata oculta en la viga principal lanzó un chillido y huyó corriendo por la madera. Ras se quedó inmóvil durante unos momentos hasta tener la seguridad de que Wuwufa no se había despertado. El que hablaba con los espíritus había pasado toda la noche bebiendo grandes cantidades de cerveza en compañía de otros hombres, pero siempre era posible que su mujer tuviera el sueño más ligero. Un cerdo gruñó cerca de allí. Un murciélago pasó revoloteando sobre él, tan negro, veloz y aterrador como la idea de la muerte. Ras esperó un poco más y luego bajó del techo al suelo. Sus pies golpearon la tierra con un ruido que habría deseado no hacer, pero le fue imposible evitarlo. El cerdo volvió a gruñir, y el murciélago pasó aleteando a un metro escaso de su cabeza para volver luego hacia él como si un pedazo de noche se hubiera desprendido del cielo rozándole el hombro y casi pegándose al suelo antes de remontarse una vez más. Otro murciélago se unió a sus zigzags. Ras se alegró de verlos. Según los wantso, algunas veces los demonios y los fantasmas tomaban la forma de murciélagos. Salían de las sombras alargando sus manecitas y cogían a un wantso por los dos conos de su cabellera. Eso hacía que los wantso odiaran abandonar sus casas de noche a menos que hubiera muchas antorchas encendidas y bastante gente a su alrededor. Pese a ello, siempre había algunos que salían de noche y se movían en silencio, de tal forma que casi nadie se enteraba de su presencia. Había fuerzas más potentes que el miedo a los demonios y los fantasmas. Ras estaba enterado de eso porque desde su refugio en la gran rama del árbol sagrado había visto a quienes turbaban la paz nocturna. Sacó su cuchillo y, con el cuerpo agazapado, corrió hacia la Gran Casa. Se acuclilló en las sombras que había bajo el suelo de ésta, la espalda pegada a uno de los soportes de madera, y esperó. Alguien roncaba dentro de la Gran Casa, y alguien más gemía y murmuraba. Ras sonrió, y ya estaba a punto de abandonar su escondite cuando vio a una mujer que salía de una choza, justo delante de él. La escalera de bambú había sido retirada antes de que anocheciera. La choza era la de Tobato y Seliza y, aunque no podía ver los rasgos de la mujer, sí pudo reconocer la silueta de su cuerpo y su forma de caminar. Seliza era una mujer bastante atractiva que había empezado a engordar. Seguía siendo lo bastante hermosa como para que Ras se hubiera preguntado qué tal resultaría entre los arbustos, algo que se había preguntado respecto a cada una de las mujeres del poblado, ya fuesen atractivas o no. Sólo podía haber una razón para que se hubiera aventurado en la noche repleta de demonios: Seliza llevaba dentro un demonio, un demonio irresistible. Estaba claro que no había abandonado la casa sólo para aliviar su vientre. Wilida le había contado que cada choza tenía varios recipientes donde evacuar los excrementos Esos recipientes se vaciaban en un gran agujero situado fuera de la aldea, y el contenido del agujero era usado luego como fertilizante cuando resultaba necesario. El olor que rodeaba al poblado cuando el viento soplaba desde el norte era algo que no parecía preocupar a nadie salvo a Ras, y sus opiniones al respecto carecían de importancia. Seliza dio la vuelta a su choza y se detuvo. Una silueta identificable como la de un hombre emergió de una choza situada en el circulo exterior. El hombre dejó de ser visible para Ras y se reunió con Seliza detrás de su casa. Pasó un minuto entero. Después, cogidos de la mano, él y Seliza fueron rápidamente hacia la Gran Casa. Ras se ocultó tras el grueso poste central. Estaba claro que pensaban meterse debajo de la Gran Casa, aunque no tenia ni la menor idea de por qué habían escogido semejante lugar. Salir por la puerta norte o sur sin hacer ruido les resultaría imposible, y había centinelas tanto en la puerta este como en la oeste. Los centinelas estaban dormidos, como de costumbre, pero el crujir de la madera podía despertarles. Quizá venían aquí porque el viejo jefe y su mujer tenían fama de dormir muy profundamente. Chufija, su hijo, se había quedado retrasado después de haber estado muy enfermo siendo niño. No servía para nada que no fuese apartar los pájaros y los monos de las cosechas, beber cerveza y sonreír ante los insultos y las burlas de que le hacían objeto todos los wantso. Seliza murmuró algo y se rió. El hombre gruñó y le dijo que se estuviera callada. Ras ya había logrado reconocer su forma de caminar, la voz confirmó su identificación. Era Jabubi, el padre de Wilida. Wilida le había hablado de que no podía mantener las manos lejos de otras mujeres cuando creía que nadie iba a verle. Aunque nunca le habían sorprendido en adulterio, le habían acusado varias veces. Hasta el momento la ceremonia en que Wuwufa buscaba la culpa no había logrado que Jabubi confesara y, al parecer, tampoco había logrado asustarle lo bastante como para que se portase bien. Ras estaba encantado. Si Jabubi estaba aquí, eso quería decir que su hija tenía un vigilante menos. El único problema era que los dos estaban yendo hacia el poste detrás del que se ocultaba él. Tendría que salir de ahí y rápido, antes de que llegaran. Su piel blanca hacía que resultara fácil verle, por lo que debería escabullirse sin hacer ningún ruido que pudiera atraer sus miradas hacia él. Se puso a cuatro patas y, manteniendo el poste central entre ellos dos y su cuerpo, empezó a reptar hacia atrás. Cuando sus pies tocaron otro poste se dio la vuelta para rodearlo, y en ese mismo instante Seliza y Jabubi rebasaron el poste central. Ras no intentó seguir moviéndose, durante un segundo se quedó totalmente quieto, y después se fue dejando resbalar lentamente hacia el suelo hasta quedar pegado a él. Seliza y Jabubi estaban abrazados y respiraban con tal fuerza, dándose tales besos entre risitas y gemidos, que Ras se preguntó si se habrían vuelto locos, y un instante después supo que así era, naturalmente. De repente Seliza lanzó un gruñido y dijo algo. Jabubi le respondió en un murmullo y Seliza le contestó con otro. Se pusieron a cuatro patas y empezaron a reptar directamente hacia él. Ras sabía que aún no le habían visto. Si hubieran pensado que había otra persona bajo la casa habrían huido inmediatamente haciendo mucho ruido, creyendo que era un fantasma. Debían haber cambiado de sitio porque Seliza se había quejado de que el suelo era demasiado desigual o porque alguna piedra se le estaba clavando en la espalda. Fuera cual fuese la razón, apenas si habían recorrido un metro cuando se detuvieron. Y entonces Ras tragó su primera bocanada de aire desde que los dos se habían separado y habían empezado a reptar hacia él sobre manos y rodillas. . Ahora ya nadie se interponía en el camino de Ras; no creía que ninguno de los dos estuviera lo bastante atento para verle si iba por entre las chozas siguiendo el camino más largo hasta la casa de Wilida. El bulto de dos espaldas medio oculto en las sombras, ese bulto que eran Jabubi y Seliza, el aliento jadeante que brotaba de las fosas nasales contorsionadas, los ruidos de succión, tragar saliva y carne chocando contra carne nocturna, las risitas y los gemidos que brotaban de la punta de la columna vertebral e iban subiendo hasta salir medio ahogados de entre los labios..., todo eso había excitado a Ras de tal forma que su pene se había erguido y latía sordamente. Pero en vez de correr hacia Wilida, su pene, igual que la nariz de un leopardo hambriento se vuelve hacia un antílope, pareció hacerle girar hacia Seliza, y una vez orientado en tal dirección se vio arrastrado hacia ella, aunque aquel sentimiento que le invadía era tan repentino y potente que quizá sería mejor decir que se vio llevado por los aires y no arrastrado. Fue deslizándose hasta quedar detrás de Jabubi, que ahora estaba apoyado en las rodillas, a punto de inclinarse sobre Seliza, y Ras apenas si pudo contener un sollozo de puro éxtasis. Seliza había levantado las piernas para pasarlas sobre los hombros de Jabubi. Ras le golpeó en la nuca con la empuñadura de su cuchillo. Jabubi gruñó y empezó a desplomarse hacia adelante; Ras le apartó a un lado de un empujón y montó sobre Seliza, poniéndole una mano encima de la boca antes de que ella pudiera gritar. Seliza temblaba igual que un torrente de fango un segundo antes de caer por el acantilado, y tenía los ojos tan abiertos que Ras pudo distinguir el blanco de éstos incluso en la oscuridad de aquel lugar. Pero Seliza no intentó luchar o huir. De repente el blanco de sus ojos desapareció. Había cerrado los párpados. Su cuerpo pareció encogerse sobre sí mismo, convirtiéndose en un fláccido montón de carne. Se había desmayado. Ras logró controlarse el tiempo suficiente para asegurarse de que Jabubi seguía inconsciente. Jabubi estaba tendido sobre su flanco derecho, la boca abierta y respirando profundamente. Un instante después Ras ya estaba sobre Seliza, y en unas pocas embestidas tuvo un orgasmo. Era el primero de su vida, la culminación final de tantos instantes en los que casi había llegado a derramar su chorro, y durante unos segundos Ras no fue capaz de pensar ni en posibles enemigos ni en ninguna otra cosa. En ese momento cualquier persona podría haberle atacado sin temor a que se defendiera. Seliza empezó a recobrarse de su desmayo justo cuando Ras empezaba a ser nuevamente dueño de sí mismo. Ras le habló en voz muy baja, diciéndole que si seguía callada no se la llevaría a la Tierra de los Fantasmas. Es posible que parte de la sorpresa y el miedo fueran amortiguados por el hecho de que Ras no era algo totalmente desconocido o inesperado. Hacía por lo menos un año que los wantso hablaban del niño-fantasma con el que jugaban sus hijos, y ya le habían visto fugazmente algunas veces durante el día y, en una ocasión, también de noche. Los adultos sabían que el niño-fantasma no le había hecho ningún daño a sus hijos y jamás había amenazado a nadie. Casi había llegado a ser algo familiar. Por eso, y aunque el corazón de Seliza hacía el mismo ruido que las patas de un conejo al golpear la tierra reseca cuando le persigue una civeta, el susto no fue tan grande como para que llegara a detenerse. Ras, que aún no había salido de ella, empezó a moverse hacia atrás y hacia adelante, y Seliza, con su terror un poco más distante a cada embestida, también empezó a moverse con él. Quizá pensara que si hacía feliz al Chico-Fantasma éste no le haría daño. Fueran cuales fuesen sus razones, sus actos parecían ser totalmente sinceros, y después de que su segundo orgasmo le hubiera sacudido igual que hace un perro con una rata para matarla, Ras se dio cuenta de que Seliza le había hecho unos profundos arañazos en la espalda durante su propio éxtasis. Jabubi empezó a gemir con más fuerza y se agitó levemente. Ras volvió a golpearle, esta vez en la sien, y se volvió hacia Seliza. Había pensado que intentaría escapar mientras él estaba ocupado con Jabubi, pero en vez de eso Seliza se había acostado en el suelo y, cuando hubo terminado con Jabubi, alargó los brazos hacia él. Después le contó por qué. Tenía tantas ganas de encontrar a un hombre que pudiera tener una erección completa que durante unos momentos había olvidado su terror a los fantasmas o, al menos, había sido capaz de prescindir de él. No sabía lo que Ras pretendía hacer con ella en cuanto hubiera terminado, pero de momento, y especialmente porque de todas formas no podía hacer otra cosa, le aceptaba con un gran placer. Sus repetidas garantías de que no le haría ningún daño ayudaron a calmar sus temores. Esa noche Ras no visitó a Wilida. Le daba miedo dejar a Seliza y quedarse dentro de la empalizada porque podía dar la alerta al poblado. O, aunque no dijera nada, siempre era posible que Jabubi se pusiera a gritar en cuanto recobrara el conocimiento, así que se quedó unas cuantas horas más con Seliza. Necesitó unos minutos para atar las manos y los pies de Jabubi con su cuerda, y le amenazó con cortarle la lengua si chillaba. Jabubi, los dientes castañeteando de miedo hacia el Chico-Fantasma, le prometió que no diría nada. Ras le recordó que lo pasaría bastante mal explicando qué hacía debajo de la Gran Casa. A Seliza no le gustaba que Jabubi les observase, así que se pusieron detrás de un poste donde el otro no podía verles. Y, cuando Ras decidió que debía marcharse antes de que hubiera demasiada luz para poder escapar a la vigilancia de los centinelas, le dio otro golpe a Jabubi y le desató. Sentía pena por él; esperaba no haberle hecho demasiado daño. Pero aquella noche habría sido capaz de matarle con tal de estar junto a Seliza. Ese día Jabubi armó un gran escándalo, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Cuando se quejó de que estaba enfermo tanto su mujer como otras personas se fijaron en los chichones que tenía en el cuello y en la cabeza. El viejo Wuwufa acudió para agitar sus amuletos ante él, rociando su cuerpo con polvos y recitando encantamientos. Después de haber oído la historia que Jabubi le contó sobre cómo unos demonios le habían dado una paliza en sueños, le sometió a un exorcismo. Esto resultó todavía más doloroso para Jabubi que los golpes de Ras; tuvo que beber una poción para expulsar cualquier residuo maligno que los moradores de la noche pudieran haber dejado dentro de él. Así empezaron las relaciones de Ras con casi toda la población femenina adulta del poblado. Después de aquello se reunió muchas veces con Seliza en la espesura. Si aún pensaba que era un fantasma, Seliza se dijo que no pretendía hacerle daño alguno. Al contrario, le estaba haciendo más bien que ninguna otra persona de las que había conocido en toda su vida, ya que no había sido mutilado por el salvaje cuchillo de pedernal durante los ritos de circuncisión de los wantso. Seliza tenía labios gruesos y le encantaba utilizarlos, por lo que era inevitable que acabase haciéndole confidencias a una amiga suya. Seliza no tenia miedo de que Pamathi la traicionara, enviándola a la prueba de los látigos y las espinas. Pamathi era tan culpable de adulterio como ella, aunque no con los mismos hombres. Al oírla, Pamathi se quedó horrorizada, pero también sintió una gran curiosidad, y convenció a Seliza para que la dejara observar a la pareja desde detrás de un árbol. Seliza no le había dicho nada a Ras sobre lo que había acordado. Sin embargo, Ras se dio cuenta de que Pamathi estaba escondida allí. Antes de reunirse con Seliza siempre exploraba cuidadosamente la zona desde lo alto de varios árboles. y de esa forma supo que Seliza iba acompañada de Pamathi. Cuando se encontraron por segunda vez se esfumó repentinamente y, antes de que Pamathi se diera cuenta de lo que estaba pasando, se vio cogida por detrás. Después de aquello, las dos mujeres fueron a verle juntas y se turnaron. Mientras tanto, Ras no lograba ver a Wilida. De día la vigilaban demasiado estrechamente y de noche sus esfuerzos por introducirse en su casa se veían obstaculizados por sus encuentros con las mujeres adultas, que daban la impresión de estarle esperando debajo de cada casa y no le dejaban ni un momento libre. Y Ras no era capaz de negarse a sus peticiones..., al menos, no al principio. Una noche en que logró esquivar a las esposas casi consiguió que le mataran. Jabubi, el padre de Wilida, debió despertarse por casualidad, o quizás hubiera estado montando guardia cada noche desde que Ras interrumpió su sesión con Seliza. Era una noche sin luna y Ras estaba empezando a cruzar la cortina de la puerta, el corazón palpitante por la idea de ver a su amada Wilida y la piel cubierta de un sudor frío, cuando oyó una exclamación ahogada dentro de la choza y al mismo tiempo vio, o creyó ver, una masa más negra que la oscuridad de la cabaña, con lo que apenas si tuvo tiempo de poner las dos manos en el suelo y salir de la vivienda dándose un rápido empujón hacia atrás. Algo se estrelló con un choque apagado contra la pared de bambú cerca de la entrada (probablemente una lanza), y después Jabubi lanzó un grito. Ras huyó mientras la aldea iba despertando a su alrededor. Trepó por la pared de la casa de Wuwufa, llegó al tejado y de allí pasó a la rama del árbol, saltando al suelo una vez estuvo fuera de la empalizada. Aquella vez Ras fracasó, al igual que muchas otras. pero aun así su ocasión de estar junto a Wilida llegó cuando ella estaba más vigilada y tenía menos libertad de movimientos que nunca. Entre los doce y los catorce años Ras había espiado muchas de las ceremonias de circuncisión que se realizaban cuando los chicos cumplían los trece años de edad así como había visto también los ritos en los que se amputaba el clítoris a las chicas de doce años. Se suponía que ambos rituales eran secretos: se celebraban en la jungla, al pie de las montañas del este. Ninguna mujer podía acercarse al sitio donde se realizaba la ceremonia de los chicos, y ningún hombre podía aproximarse a la de las chicas. Cualquier persona a la que se sorprendiera espiando sin estar autorizada para ello habría sido despedazada por las uñas y los dientes de los ofendidos hombres y mujeres que asistían a los ritos. Pero Ras no tuvo ningún problema para observar las ceremonias desde lo alto de los árboles o entre los matorrales, muy cerca de los participantes y sin que quienes vigilaban se dieran cuenta de ello. Acabó estando muy familiarizado con las palabras y cánticos de los ritos, así como con sus gestos, el arrancar del prepucio, las heridas que se practicaban en la piel del pene para causar grandes cicatrices y la amputación de la punta del clítoris. Ninguno de los dos rituales le parecía tener el más mínimo sentido; le dolían casi tanto como a las víctimas, y cuando Sutino, su compañero de juegos, sufrió una infección como resultado de la ceremonia y murió entre convulsiones dos semanas después, Ras sintió una gran rabia. Además, no lograba imaginar ninguna razón por la que un chico se sometiera voluntariamente a una práctica que le dejaría convertido en un medio hombre para todo el resto de su vida sin haber llegado nunca a ser un hombre entero. Los niños le habían explicado que ésa era la costumbre. Bigagi, que sobrevivió a las heridas y los cortes, jamás le dijo cuál era su opinión sobre la costumbre, a menos que haberle arrojado una lanza a Ras ya fuera por sí solo un comentario suficiente. Un año después de que Wilida y dos de sus amigas hubieran sido iniciadas como mujeres adultas, se las colocó en jaulas de bambú colgadas de las ramas de unos árboles situados a un kilómetro y medio de la aldea y allí vivieron durante seis meses, cada una en su propia jaula, a tal distancia una de otra que podían oírse pero no verse. Las ancianas se encargaban de vigilarlas, les daban de comer y las bañaban una vez al día cuando bajaban las jaulas y dejaban que las chicas salieran de ellas durante unos minutos. Las ancianas pasaban el día y la noche dándoles consejos..., los suficientes para el resto de sus vidas. Ras, al escucharlas, aprendió más cosas sobre los wantso de las que nunca había llegado a imaginar pudieran existir. Cada cuatro días las madres de las chicas les hacían una visita y, acuclilladas bajo las jaulas, se encargaban de comunicarles a gritos todas las noticias y los cotilleos del poblado. En algunas ocasiones también recibían la visita de otras mujeres, pero durante la mayor parte del tiempo las chicas se encontraban solas, tristes y asustadas. Los leopardos se dedicaban a vagar por debajo de ellas y algunas veces subían a las ramas para saltar luego sobre las jaulas, intentando meter las garras por entre los barrotes. Entonces las chicas gritaban y las viejas centinelas, a salvo en sus chozas del suelo, se dedicaban a gritarles a los leopardos. A Ras le daba pena que Wilida fuera tratada de forma tan cruel, y algunas veces eso le enfurecía mucho. Pero olvidó casi toda su furia cuando descubrió que la situación, aunque mala para las chicas, era buena para él. Y, en ciertos aspectos, también era buena para las chicas. Cuando estuvo seguro de que las viejas se habían encerrado en sus chozas para pasar la noche, trepó por el árbol, fue a cuatro patas por la rama y, después de llamar en voz muy baja a Wilida para que no le confundiera con un leopardo, se deslizó por una de las gruesas cuerdas hechas con fibras vegetales de las que estaba suspendida la jaula. Después deshizo los nudos que ataban la puerta y entró en ella. Wilida se alegró mucho de verle porque ahora al fin tenía a alguien con quien hablar y hacer el amor, alguien que le diese calor y la protegiera de los leopardos. Sin embargo, perdió la exclusividad de su compañía en cuanto le dijo lo solas que se encontraban las otras chicas. A partir de entonces Ras pasó algunas noches con Fuwitha y Kamasa, y al mismo tiempo también visitaba a unas cuantas mujeres en la espesura o incluso llegaba a introducirse en la aldea para celebrar citas bajo los suelos de las cabañas. En aquella época sus padres estaban preocupados por él debido a que siempre estaba muy pálido, daba la impresión de haber perdido peso y tenia bolsas oscuras debajo de los ojos, a igual que «pequeños murciélagos cansados durmiendo cabeza abajo suspendidos de su párpado inferior», tal y como decía Yusufu. Así fue como Ras llegó a descubrir que los seis meses que las chicas pasaban en las jaulas eran una época de felicidad para él. Pero, cuando Wilida le dijo que el período de prisión terminaría pronto, volvió a sentirse desgraciado. Peor aún, Wilida se casaría con Bigagi a finales de año y pasaría ese tiempo intermedio en la casa de su madre, siguiendo con los trabajos necesarios para mantener el hogar. Después sería colocada en la jaula de la novia que había en la islita, al oeste de la aldea, y Bigagi se encargaría de montar guardia ante la jaula. Cuando hubieran pasado dos noches y un día, se celebraría la boda. Ras le suplicó que viniera con él a su país, y le juró que allí sería feliz. Wilida se negó a marcharse. Sí, le amaba, pero también amaba a sus padres, su gente y su aldea. Si tenía que abandonarles, se moriría. Pero Ras aún podría verla, hablar con ella y hacerle el amor de vez en cuando. Siempre que tuviera un poco de tiempo y energía sobrante que dedicarle, añadió ella sarcásticamente. Ras contestó que no deseaba verla en semejantes condiciones. Quería vivir libremente con ella. Y, si se marchaba con él, le prometía que jamás volvería a visitar a ninguna mujer de los wantso. Wilida siguió diciendo que no, y llegó un momento en el que Ras dejó de suplicarle, abandonando también sus fantasías de llevársela con él. Wilida hablaba muy en serio al decir que moriría si se la separaba de su tribu. Aun así, Ras estaba irritado y no lograba renunciar del todo a ella. Una vez que Wilida fue introducida en la jaula de las novias y Bigagi empezó a montar guardia ante ella, Ras no tuvo más remedio que mostrarse al descubierto, aunque guardando una cierta distancia, y desafiar burlonamente a los hombres de los wantso. Tenía que hacerlo; su esperanza era que ocurriera algo gracias a lo que él y Bigagi pudieran pelear, y entonces mataría a Bigagi. Pero, al mismo tiempo, no deseaba que eso ocurriera. También quería matar a Wilida, y no quería matarla. Y ahora le habían echado de la aldea y estaba oculto detrás de un arbusto, pensando en ir a nado hasta la isla en cuanto llegara la noche, pensando en vencer a Bigagi y hacer el amor con Wilida, a la que luego sería capaz de matar, tan enfadado estaba con ella... Llegó la noche... Oyó un sonido distante, parecido al que hacían las alas de un murciélago en la oscuridad. El ruido fue aumentando rápidamente de potencia y luego se convirtió en una especie de zumbido, como si alguien estuviera haciendo girar una lanza hasta que el silbido de su punta metálica abriéndose paso por el aire fuera tan fuerte que lo cortara en pedazos. Chut-chut-chut. Y bajo aquel sonido había otro más grave, casi un rugido, algo que acabó haciéndose tan fuerte que casi apagó el primer ruido. Era el Pájaro de Dios, y el Pájaro no tardaría en estar encima de él.     Pájaros en llamas   El Pájaro de Dios siempre había estado por allí. Anidaba en lo alto del pilar de piedra negra que brotaba en mitad del lago y que casi llegaba hasta el cielo. A veces pasaban los días, llegando incluso a meses enteros, y Ras se preguntaba si volvería, y entonces oía el débil chop-chop-chop de sus alas giratorias y lo veía aparecer en el cielo. El Pájaro se hacía cada vez más grande, se paraba suspendido encima del pilar de piedra, y luego se esfumaba para ir a su nido oculto. Entre cada visión pasaban días y a veces meses enteros. Un día Ras oía el chop-chop-chop e iba corriendo hasta la orilla del lago, a no ser que diera la casualidad de que estuviera nadando en él. El Pájaro de Dios se alzaba en el cielo, cada vez más y más arriba, y volaba por encima de los acantilados, el confín del mundo, y desaparecía en el cielo. Algunas veces Ras veía al Pájaro de Dios volando hacia el interior. Si estaba en terreno abierto el Pájaro se le aproximaba. Al principio Ras solía correr hacia la selva para ocultarse, pero después empezó a quedarse quieto, sujetando fuertemente su lanza, esperando a que se acercara. Pero nunca lo hacía a menos que tuviera una buena oportunidad de salir corriendo en busca de refugio si no le quedaba más remedio. Algunas veces el Pájaro de Dios se quedaba suspendido encima de él, tan cerca que hasta podía ver a un hombre dentro de su vientre, y en dos ocasiones distintas vio a dos hombres dentro de él. —No son hombres, sino ángeles—contestaba siempre su madre, Mariyam, cuando le hacía preguntas al respecto—. Igziyabher manda a sus ángeles dentro del vientre del Pájaro para que te observen. Tienen que informarle de si has sido buen chico o no. Igziyabher era Dios, Alá, Dio o Mungu, según la lengua que sus padres estuvieran hablando en aquel momento. Normalmente Ras pensaba en Dios dándole el nombre de Igziyabher, porque ése era el nombre que su madre le había dado en primer lugar y el que usaba con mayor frecuencia. —Madre, si Igziyabher quiere averiguar si soy bueno, ¿por qué necesita mandar ángeles que Le hagan el trabajo? Creí haberte oído decir que puede verlo todo desde su Trono de la Gloria, ¿no? Mariyam siempre tenía una respuesta preparada, incluso cuando se contradecía a sí misma, lo cual sucedía con frecuencia. —Manda ángeles para que así tengan algo en que ocuparse, hijo, —continúo. Los ángeles no trabajan, sino que están sentados a los pies de Dios, y se pasan el día y la noche cantando Sus alabanzas. Pero a los ángeles les gusta tomarse unas vacaciones de vez en cuando, y les alegra mucho meterse en el vientre del Pájaro y observar a las criaturas del Señor. En una ocasión, Mariyam había dicho que el ángel que se encontraba dentro del Pájaro estaba siendo castigado por haberle respondido groseramente a Dios. El Pájaro se lo había tragado y estaba digiriéndolo lentamente con los ácidos de su vientre. El ángel estaba siendo roído por los ácidos y sufriría hasta disolverse. Entonces Igziyabher tomaría los fragmentos de carne y hueso del ángel y volvería a juntarlos. De esta forma el ángel se convertiría en un ángel nuevo y nunca más se mostraría maleducado con Dios. Su madre le había contado esa historia poco después de que Ras le hubiera gritado y de que ella le pegara con un látigo hecho con la piel de un hipopótamo. Ras había aguantado el castigo en silencio, intentando no sonreírse. El látigo le había dolido un poco, desde luego, pero su madre era muy pequeña y no tenía demasiada fuerza. Además, no le había pegado tan duro como habría podido, y después había llorado porque dos de sus golpes le habían hecho sangrar la espalda. Le había puesto ungüento en la espalda y luego había llorado un poco más. —Tienes la piel de un color tan dorado, hijo mío... Me duele mucho estropearla. Cuando te sostuve por primera vez en mis brazos eras un bebé rosado y precioso, precioso, con unos grandes ojos de un gris oscuro y la sonrisa de un ángel recién nacido. Ahora tu piel es más oscura porque la ha besado el sol, y es tan suave como el colmillo de un elefante. —Puede que lo sea en algunos sitios—le había dicho Ras—, pero yo no me preocuparía demasiado por algunas cicatrices más, especialmente si son tan pequeñas. Tengo un centenar de cicatrices. La de este hombro se la debo al leopardo que casi me mata antes de que yo le matara a él. El lóbulo de esta oreja lleva la señal de los dientes de Wilida, que me ama tanto que quiere comerme. Mariyam gritó, cogió el látigo y empezó a pegarle con él. Ras escapó, riendo, aunque ella le amenazó con atarle encima de un hormiguero si no volvía y aguantaba el castigo que se merecía. —¡Ya te he dicho que te mantengas alejado de esas muchachas wantso, y tu padre también te lo ha dicho mil veces! ¡Igziyabher te pillará algún día con ellas y entonces te echará para siempre en los fuegos del infierno! El infierno, según una de sus historias, era la caverna que se encontraba al otro extremo del mundo y tenía una abertura por la cual se metía el río. —Pero, según me dijiste, Igziyabher se encuentra al extremo del mundo, ¿no? —Sí que te lo dije, cabeza hueca. Pero está sentado sobre la caverna del infierno, y un alma debe atravesar el infierno antes de que pueda ir al cielo. —Bueno, pues si tengo que creerte, ¿cuando vendrá a verme Igziyabher, ya que soy su hijo favorito? ¿Acaso tiene miedo de mí? —¡No tiene miedo de nada! ¿Por qué debería tener miedo? ¿Crees acaso que es tan estúpido como para crear seres que fueran capaces de hacerle algún daño? —En el mundo hay muchas cosas que me parecen estúpidas—le había dicho Ras—. Creo que antes de crear este mundo Igziyabher tendría que habérselo pensado un poco más. —¡No blasfemes, hijo mío! Igziyabher puede oírte y bajar del cielo, y la gloria de Su ser te haría encogerte y echar humo, igual que un pedazo de sebo al que se deja demasiado tiempo en la sartén. —Le diría unas cuantas cosas, y puede que incluso le diera un tirón a esa larga barba blanca que lleva. Mariyam se había puesto las manos en las orejas y empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás, lanzando gemidos. —¡Blasfemia! ¡Blasfemia! ¡Estoy segura de que acabarás sufriendo todos los dolores del infierno! —El muchacho tiene coraje—dijo Yusufu—. No le teme a nada. Y esa mañana, cuando Ras empezaba a cruzar la llanura para ir a casa, vio al Pájaro de Dios por primera vez en tantas semanas que no podía contarlas. El sol ya estaba un palmo por encima de las montañas. El pájaro se encontraba tan lejos que Ras no pudo oír sus alas, y tampoco lo habría visto de no ser porque reflejaba el sol. Esforzando al máximo su vista logró distinguirlo de vez en cuando, sobre todo porque del pájaro brotaron tres grandes destellos. De repente apareció otro gran pájaro. Estaba más cerca de él, por lo que pudo oír su rugido y distinguir sus contornos. Apareció en el cielo igual que si el cielo fuera una piel de color azul con una peca azul que había reventado, dejando brotar un negro nudo de corrupción. Ras se quedó bastante impresionado e incluso sintió cierto miedo al verle. Por un instante pensó que Igziyabher había acabado mandando otro pájaro para castigarle por sus acciones y sus orgullosas fanfarronadas. —Pero, ¿por qué haber esperado tanto? —murmuró—. No he hecho nada que no llevara haciendo desde hace ya mucho tiempo. Sopesó su lanza. Si este pájaro llevaba a un ángel o al mismísimo Igziyabher, tendría que posarse en el suelo para dejar salir a su pasajero. Cuando el ángel o Igziyabher aparecieran para enfrentarse a Ras, sería mejor que estuvieran preparados para actuar con rapidez, pues de lo contrario recibirían la punta de hierro de su lanza en el vientre. Mariyam había dicho que los ángeles y su Creador eran invulnerables a las armas de los hombres. Quizá fuera cierto, pero más les valdría que sus pieles fueran más gruesas que las de un hipopótamo. Ras le había clavado su lanza a más de un hipopótamo y, aunque la criatura del pájaro tuviera realmente la piel de hierro, tendría que librar un duro combate antes de que le fuera posible vencer a Ras. El segundo pájaro se hizo más grande y ruidoso. Ahora se encontraba muy por encima de Ras, alejándose. Ras lanzó un suspiro de alivio. Estaba claro que no tenía intención de ocuparse de él. Cuando lo tuvo justo encima pudo ver que era distinto al Pájaro que anidaba en el pilar. Las alas de éste sobresalían en línea recta a sus lados, como las de un águila pescadora cuando cabalga en las corrientes de aire, pero sus alas no estaban unidas a los hombros sino a la parte inferior de su cuerpo, cuya forma le recordaba al de un pez. Y su color también era semejante al de un pez: un gris plateado. En su cuerpo había señales, letras muy parecidas a las letras de los libros que había encontrado en la vieja cabaña del lago cuando era pequeño. Este pájaro no tenía las extrañas garras redondas que colgaban al final de las flacas patas que había bajo el Pájaro de Dios. No tenía ninguna clase de patas o garras. Quizá las tuviera dobladas junto al cuerpo, ocultas entre las plumas, como hacían muchos pájaros de pequeño tamaño cuando volaban. El pájaro pasó por encima de él a una altura que superaba incluso la del pilar, el cual debía llegar por lo menos hasta los trescientos metros de alto. El Pájaro de Dios había cambiado de rumbo y se dirigía en línea recta hacia el intruso. Los dos se encontraban al mismo nivel, y cada vez había menos distancia entre ellos. Estaban ya a punto de encontrarse sobre las colinas que había al sur del lago cuando de repente el pájaro de las alas rígidas alzó su ala izquierda y giró hacia la derecha. Mientras subía completó una media vuelta, siguió subiendo, y después se dirigió nuevamente hacia Ras. El Pájaro de Dios subió un poco de nivel, siguiendo el mismo rumbo que el pájaro de las alas rígidas. El sol arrancó destellos a la parte delantera del intruso y a la del Pájaro de Dios. Durante un segundo Ras vio dos destellos rojizos que brotaron de algo oscuro que asomaba en un costado del perseguidor. Y un instante después los tuvo sobre él, y el chop-chop-chop se mezcló con el gruñido del segundo pájaro. De repente la parte trasera del pájaro de alas rígidas se cubrió de llamas, y de ella brotó un chorro de humo. El pájaro de las alas rígidas volvió a girar y fue en línea recta hacia el Pájaro de Dios, que giró en redondo y se dirigió hacia el norte. Después volvió a girar como si estuviera clavado en un eje invisible. Las llamas que brotaban del alas rígidas eran cada vez más grandes. Cuando subió por encima del Pájaro de Dios su rugido se hizo primero más fuerte y luego más débil. Subió casi en línea recta y luego cayó en picado. Ahora cosas negras estaban asomando por el otro lado, pero Ras no vio que de ellas brotara nada rojo. El Pájaro de Dios bajó bruscamente y luego salió disparado en ángulo. El pájaro llameante se movió con él, todavía yendo muy rápido. Algo negro cayó de su flanco, dando vueltas sobre sí mismo, y luego emitió un pequeño objeto, también negro. El objeto se desplegó igual que los pétalos de una flor y se convirtió en una gran corola blanca. Bajo ella colgaba la silueta de un ser humano..., o un ángel. La flor blanca y el cuerpo se alejaron hacia el sur, cayendo lentamente, impulsadas por el viento. Ras había tenido intención de ver dónde se posaba el ángel, pero en aquel momento el cambio que se produjo en los sonidos de los dos pájaros le hizo volverse a mirarlos. El alas rígidas, ahora una flor de fuego con pétalos de humo oscuro, estaba cerca del Pájaro de Dios. Pasó rápidamente a su lado, las alas perpendiculares al suelo, y una de ellas golpeó las alas giratorias del Pájaro de Dios. El alas rígidas se hizo pedazos; el Pájaro de Dios vaciló y empezó a caer. Un instante después el alas rígidas había estallado, convirtiéndose en una bola escarlata que se hinchó hasta engullir al Pájaro de Dios. Después la bola desapareció y el alas rígidas empezó a caer hacia el suelo. El Pájaro de Dios también estaba cayendo, pero más despacio. Una figura negra salió despedida de él para acabar floreciendo también‚ con una corola blanca, y bajo la flor se balanceaba una silueta humana de un vivo color amarillo. Ras pudo ver que en el vientre del Pájaro de Dios aún quedaba un hombre. El hombre se levantó de su asiento y saltó por la abertura que había en el costado, lanzándose al aire. Mientras caía, su cuerpo se cubrió de llamas. Del costado herido del pájaro habían salido muchos pequeños objetos blancos que flotaban por el aire. Se desparramaron igual que un reguero de plumas y empezaron a bailotear de un lado para otro, bajando muy despacio. Ahora estaban flotando detrás del Pájaro de Dios; eran cuentas rectangulares enhebradas en hilos azules de aire. Las hebras se desintegraron y las cuentas llenaron todo el cielo, y cuando la que estaba más baja se acercó lo bastante a Ras y éste pudo verla supo que eran hojas de papel, como las páginas de los libros que había en la vieja cabaña. El Pájaro de Dios lanzó un grito angustiado y se cubrió de llamas. Pasó por encima de Ras, derramando aún hojas de papel, pero ahora las hojas estaban ardiendo. El último hombre que saltó de él se posó en el suelo más allá de un árbol, a unos treinta metros de Ras. El primero en saltar se encontraba a unos ciento veinte metros en dirección sureste, cerca de la jungla. Ras le miró y luego lanzó un grito de sorpresa al ver que tenía una larga cabellera amarilla. ¡¿Una cabellera amarilla?! —Tu esposa ser blanca y quizá tenga el cabello amarillo —le había dicho Mariyam. A Ras esto le había parecido muy extraño. No estaba demasiado seguro de que un cabello amarillo fuera a gustarle. —Está escrito que tendrás una esposa—le había dicho Yusufu—, pero en ningún lugar está escrita la promesa de que vaya a tener el cabello amarillo. El Pájaro de Dios rozó las copas de los árboles al sureste y bloqueó la vista de la silueta del cabello amarillo. Cuando se estrelló hizo mucho ruido y las llamas saltaron hacia el cielo, mientras los pájaros huían chillando en bandadas tan numerosas que parecían granos de pimienta, y la verdad es que le molestaron tanto como si fueran granos de pimienta que le hubieran caído en los ojos, pues si la cabellera amarilla seguía cayendo ahora quedaba oculta por los pájaros. Entonces los árboles empezaron a llenarse de humo, tapando también a los pájaros. El ser que se encontraba bajo la flor amarilla también se había esfumado. Ras echó a caminar hacia las llamas pero se detuvo, sosteniendo su lanza ante su cuerpo. Un leopardo había salido de la jungla y corría hacia él. Tenía las orejas pegadas al cráneo y estaba gruñendo. —¡Oh, tú que eres hermoso y vas con la Muerte, hoy tendrás compañía!—le gritó Ras—. ¡Mi lanza! El leopardo saltó, dejándole atrás sin ni tan siquiera mirarle. Tras él venían tres pequeños antílopes con los cuernos retorcidos en espiral, una civeta de largo cuello y una mangosta, todos corriendo unos junto a otros y sin hacer caso de nada que no fuera el terror que también había impulsado al leopardo. Ras se rió y siguió corriendo, aunque mantuvo preparada su lanza. Los animales no iban a fijarse en él, salvo como un obstáculo a su huida. Se metió por entre los espesos matorrales y pasó bajo las ramas de los árboles cubiertos de lianas. Ya no había más animales huyendo de la jungla. Olió a humo y acabó agazapándose detrás de un arbusto situado junto a la orilla del río. El Pájaro de Dios había roto una docena de ramas, estrellándose finalmente en el barro. Ahora estaba ardiendo a un par de metros del agua. Los arbustos que estaban cerca de él se habían ennegrecido y sus hojas estaban calcinándose. Algunas empezaban a llamear, lo que habría preocupado mucho a Ras si estuvieran en la estación seca, pero había muy pocas posibilidades de que los demás arbustos se incendiaran. Desde luego, el Pájaro no estaba hecho de carne, sangre y plumas, sino de hierro y un material desconocido. Durante largo tiempo se mantendría demasiado caliente como para que Ras pudiera investigarlo, así que decidió buscar la silueta del cabello amarillo. La mujer (estaba pensando en la silueta como si fuera una mujer por lo que le había dicho Yusufu) tenía que haber caído al otro lado del río, que en esta parte tenía unos ciento ochenta metros de ancho. Además se encontraba tan cerca del lago donde se originaba que las aguas estarían demasiado frías para los cocodrilos. Aparte de ello, Ras dudaba mucho que ninguno de ellos se hubiera quedado por esa zona después del ruido que había hecho el Pájaro. Cualquier cocodrilo presente habría salido disparado río abajo igual que un pez, impulsado por un chorro de pánico y excrementos. Ras recorrió las orillas, fijándose en las huellas que una gigantesca musaraña de agua había dejado en el fango con sus palmeadas patas. El sol todavía no daba en aquel lado del río, por lo que sintió el frío del barro entre los dedos de sus pies. Cuando se zambulló en el agua también la encontró fría; empezó a nadar de lado, impulsándose con los pies y con una sola mano mientras usaba la derecha para mantener su lanza, su arco y su carcaj por encima de la superficie. Cuando llegó al otro lado fue hacia el oeste, observando atentamente las dos orillas. Aquí la maleza no era muy densa porque las ramas cubiertas de lianas siempre proyectaban una pálida oscuridad. Los arbustos de esta zona casi nunca sentían el beso del sol, señor de la vida; los que sobrevivían necesitaban trepar laboriosamente por los troncos de los árboles que les mataban, ascendiendo centímetro a centímetro hasta llegar a la zona más despejada, donde era posible recibir la bendición del sol. Ras podía ver claramente en un radio de casi cien metros a su alrededor, aunque la cabellera amarilla podía estar escondida detrás de uno de los inmensos troncos. Pero la gran flor blanca no sería tan fácil de esconder. Ya se había alejado unos cientos de metros del río cuando lanzó un grito ahogado y dio un salto, empezando a golpearse las piernas y los pies con las manos para quitarse de encima las hormigas negras que le estaban mordiendo. Las había por todas partes, mezclándose con las sombras, una multitud de hormigas que se dirigían apresuradamente hacia una meta ignorada. Formaban una columna que se extendía entre Ras y el interior de la espesura. Ras tuvo que salir de allí y luego intentó ir en línea paralela a la alfombra viviente que cubría el suelo. Las adelantaría y después pasaría ante ellas para intentar llegar al otro lado. Pero cuando ya llevaba recorrido casi un kilómetro y medio comprendió que el ejército podía extenderse durante varios kilómetros más. El ángel de los cabellos amarillos debía haberse encontrado con las mismas hormigas que él, y no habría tenido más remedio que dirigirse hacia el oeste. —Los ángeles tienen alas—le había dicho su madre. —¿Y por qué no tienen alas los ángeles que hay en el vientre del Pájaro?—le había preguntado Ras. —Porque los ángeles suelen mezclarse con los hombres para descubrir lo que está pasando entre ellos o para entregar algún mensaje de Igziyabher. Cuando hacen eso, se quitan sus alas y las cuelgan de un gancho. —Sí, pero el ángel que hay en el vientre del Pájaro no está fingiendo ser un hombre. ¿Por qué no lleva puestas sus alas? —¿Cómo sabes que no las lleva? ¿Has estado lo bastante cerca de él como para ver si tiene alas? ¿Qué haría un ángel si se veía atrapado en la tierra sin alas? ¿Vendría el mismísimo Igziyabher a rescatarlo, o enviaría algunos ángeles alados, o quizá otro pájaro, para que lo cogieran y lo devolvieran al Cielo? Ras siguió avanzando, dispuesto a no rendirse y con la esperanza de alcanzar por fin la vanguardia del ejército. De repente recordó otra cosa sobre los ángeles. Algunas veces su padre y su madre hablaban de ellos como si no tuvieran sexo. —Tienen la entrepierna tan lisa como tu frente —había dicho Yusufu—. Cuando Igziyabher quiere tener más ángeles, los crea. —Lo hace usando el fuego de las estrellas—había dicho Mariyam, deseando explicarle cómo funcionaba el mundo y cómo actuaba Dios—. Siempre está haciendo nuevos ángeles con el fuego de las estrellas, y por eso algún día las habrá gastado todas y entonces los cielos se quedarán negros, y el Fin del Mundo estará muy cerca. Reza, hijo mío, reza, porque el Dios de la Ira... —¡Cállate, Mariyam! ¡Ya sabes que eso no es cierto! —había dicho Yusufu—. Hay oídos que oyen y manos que pueden vengarse de lo que diga una mentirosa. Ese día a Ras se le habían ocurrido muchas preguntas, y una de ellas estaba relacionada con lo que Mariyam había contado sobre ángeles que bajaban a la tierra y se unían a las hijas de los hombres. Si los ángeles no tenían sexo, entonces... Se detuvo. Había oído algo a su derecha, como el sonido de una gran rama al partirse, aunque no era exactamente eso, por lo que no tenía forma de saber a qué distancia se hallaba el origen del ruido. Aquel sonido tenía algo de siniestro. El chasquido volvió a repetirse, aunque esta vez no sonó tan fuerte. Venía de la misma dirección. Oyó un grito de mujer. Otro chasquido, seguido por el grito de un hombre. Después, silencio. Ras vaciló durante unos instantes, se encogió de hombros y echó a correr tan rápidamente como pudo por entre las hormigas. Había recorrido casi cien metros antes de que la primera hormiga cerrase sus pinzas sobre su pie. Apretó los dientes, haciéndolos rechinar, y siguió corriendo. Si se paraba para quitarse las hormigas sólo conseguiría ser atacado por un número todavía mayor de éstas. Había tomado una decisión, y no podía volverse atrás. No, nada de eso. Seguiría corriendo, sin importar el dolor que pudiese sentir, correría hasta haber encontrado a quienes gritaban. No era tan tonto como para ir en línea recta hacia los gritos, por lo que sabía, quizá no fueran los ángeles quienes gritaban, sino los wantso. Ras dudaba de que los wantso se atrevieran a llegar tan cerca de la Tierra de los Fantasmas, pero también sabía que resultaba imposible predecir sus acciones. Al igual que sus padres, los wantso siempre estaban haciendo cosas inesperadas, algunas de ellas realmente estúpidas. Además, los ángeles podían resultar peligrosos, y aquellos chasquidos le habían hecho sentir un extraño temor. Vio al primer ángel cuando ya se creía incapaz de soportar por más tiempo los pequeños fuegos que ardían en sus piernas y pies. Estaba tendido de espaldas, con los brazos extendidos y la boca abierta, cubierto por una negra capa de hormigas, pero cuando Ras le quitó unas cuantas de la cara, dando saltos a su alrededor, vio que tenia el rostro de color rojo. La piel había desaparecido y lo que veía era el rojo de los músculos. Pero en cuanto le hubo limpiado el cabello de hormigas vio que éste era lacio y de color castaño. Junto a la mano derecha del cadáver había un objeto muy extraño. Ras no podía quedarse más tiempo a investigar. Si no seguía avanzando rápidamente acabaría tan muerto como el ángel..., si es que era un ángel. El cadáver parecía demasiado humano. Además, ¿era posible que un ángel muriera? Si era posible, ¿quién podía matar a un ángel salvo otro ángel, un ángel caído, un soldado de Satán? No podía seguir pensando en aquello. El dolor de las picaduras era tal que no dejaba sitio en su mente para ninguna otra idea que no fuese el frenético deseo de marcharse. Corrió doscientos metros más, esquivando los arbustos, saltando por encima de los troncos caídos, y al final no pudo resistir por más tiempo el impulso de gritar. De todas formas, ya estaba haciendo tanto ruido que debían oírle desde medio kilómetro de distancia, y dudaba de que nadie pudiera estar oculto para tenderle una emboscada con todas aquellas hormigas cubriéndole el cuerpo. Gritó, y un instante después vio el arroyo delante de él. Una última carrera y se zambulló en el agua, rodando sobre sí mismo una y otra vez en el barro del fondo mientras se rascaba los pies y las piernas. El fango que removía empezó a enturbiar el agua, mezclándose con los minúsculos cuerpos de las hormigas que iba aplastando. Cuando hubo terminado Ras se quedó quieto durante unos instantes, viendo cómo el arroyo se iba aclarando y agradeciendo el alivio que le proporcionaban sus frescas aguas. Cuando salió del arroyo cogió su lanza y su arco, que había tirado a la otra orilla antes de zambullirse en el agua. El carcaj se había llenado de agua y tuvo que vaciarlo. Las plumas de las flechas estaban empapadas y llenas de barro. En aquel lado del arroyo no había hormigas. Ras empezó a ir de un lado para otro buscando huellas en el húmedo suelo, pero no encontró ninguna. Tras haber estado buscando durante dos horas llegó a la conclusión de que el otro ángel había tenido que correr en una dirección distinta, o quizá también estuviese muerto y en aquellos momentos las hormigas estarían devorando su carne. ¿Cuál de los dos era el ángel? Los ángeles de Igziyabher no luchaban entre ellos, así que uno de los dos debía ser un demonio. ¿El muerto, quizá? Mariyam había dicho que el Bien siempre triunfa sobre el Mal, y al oírlo Yusufu había lanzado un bufido y había dicho: —¿Crees que si eso fuera cierto estaríamos aquí, viviendo de esta forma? Es el diablo quien gobierna este mundo, y tu lo sabes, Abuela de las Mentiras. Yusufu siempre estaba haciendo observaciones que luego se negaba a explicar cuando Ras le pedía que fuese más claro. —Abro mi boca y las palabras salen volando de ella antes de que pueda atraparlas, hijo mío. Pero un hombre tiene que hablar de vez en cuando; si no, se vuelve loco. Ras estuvo examinando el lugar durante una hora más antes de acabar decidiendo que la única forma de encontrar al ángel, si es que era un ángel, sería por casualidad. Para aquel entonces ya estaba empezando a pensar que quizá ninguno de los dos fueran ángeles ni demonios. El cadáver había parecido tan humano y estaba tan muerto que no daba la impresión de conservar resto alguno de divinidad. Lo único que le hacía dudar era el no haber visto ninguna herida en el cadáver. Si hubiera tenido ocasión de examinarlo más atentamente Quizás hubiera encontrado alguna. Pero, ¿qué clase de arma era aquella que no dejaba señal alguna en su víctima? Por otra parte, si la criatura de los cabellos amarillos era un ángel, ¿por qué había permitido la muerte de su pájaro? Todo aquello resultaba muy enigmático, al igual que muchas otras cosas. Había respuestas para todas sus preguntas, pero eran tan diferentes, tan numerosas... Mariyam nunca contaba dos veces la misma historia; Yusufu siempre contaba la misma; todas las muchachas wantso contaban una misma historia pero ésta difería de la contada por sus padres... Y también estaba Gilluk, rey de los sharrikt, a quien había logrado sacar del poblado wantso, donde le habían hecho prisionero. Ras había tenido enjaulado a Gilluk en la selva durante seis meses mientras aprendía el lenguaje de los sharrikt, y luego le había interrogado. Las respuestas de Gilluk se parecían muy poco a las de todos los demás.   Una carta de Dios a la luna Mientras los ojos de la mente estaban clavados en el pasado, los del cuerpo no perdían detalle del presente. Iba hacia el norte y vio algo blanco en la lejanía, hacia el noreste, y se acercó con cautela. De vez en cuando se paraba detrás de un árbol y escuchaba. Oía el chillido o el parloteo de los monos; y, al pasar por encima de él, un pájaro diminuto con la cabeza muy grande y un pico largo y recto soltó un graznido. A medida que se iba acercando Ras se movía con mayor cautela, pero finalmente acabó convencido de que el ángel de los cabellos amarillos no estaba por allí. El objeto de color blanco era la flor bajo la cual había descendido del pájaro. Ahora había perdido su forma y colgaba de una rama, como si hubiera quedado seca y vacía. Ras trepó al árbol para poder tocarla y descubrió que estaba hecha con una especie de tela suave. Cuerdas de otro material desconocido colgaban de ella, y a las cuerdas había unidas tiras para sujetarse. Ras tiró de la flor muerta (o lo que fuese) y finalmente logró soltarla de la rama y la dobló sobre sí misma formando un fardo. Encontró un gran agujero en el tronco de un árbol muerto y la escondió dentro de él. Aunque tenía muchas ganas de llevársela a casa y examinarla más atentamente, ahora no quería verse estorbado por ella. Las huellas que partían del árbol no eran muy grandes y habían sido hechas por los mismos objetos que había visto cubriendo los pies del cadáver. Llevaban a uno de los muchos arroyos que había en esta zona; en la otra orilla ya no había huellas. Ras fue siguiendo el agua en zigzag durante varios kilómetros, yendo hacia el sureste, y después volvió hacia el sitio donde las huellas habían desaparecido en el arroyo y empezó a hacer lo mismo yendo en dirección noroeste. Su vientre gruñía de hambre, pero no quería perder tiempo cazando. Las plumas de sus flechas ya estaban secas y habría podido matar un mono en cualquier momento. No tenía tiempo de quitarle la piel y cocinarlo. Aunque prefería, cocinar sus alimentos, también habría podido comérselo crudo. Hubo una época en la que sus padres le animaron a comer carne cruda, aunque ellos nunca comían nada que no hubiera sido cocinado previamente; y cuando les preguntó por qué‚ le contestaron que debía aprender a disfrutar de la carne cruda. Así estaba escrito. Después de aquello, Ras se comió una gallina pintada cruda y se puso muy enfermo. La fiebre le hizo sudar y retorcerse y tuvo muchos sueños extraños y aterradores. Sus padres no se apartaron ni un instante de su lado, salvo cuando Yusufu tenía que cazar. Mariyam lloraba y le acunaba en sus brazos, aunque Ras ya era mayor que ella, y le decía cosas cariñosas y le llamaba su bebé precioso. Yusufu blasfemaba y juraba que iba a vengarse de alguien, pero cuando Ras le preguntó a quién se refería no le contestó. Cuando Ras se hubo recobrado, sus padres le pidieron que no comiese nunca más carne cruda. En la carne cruda había muchos venenos mortíferos y pequeñas criaturas letales. No tenía que volverla comerla nunca más. Pero ya era demasiado tarde para eso. Ras había descubierto que le gustaba. Aunque prefería la carne asada, algunas veces no tenía tiempo para prepararla si estaba solo, así que se dedicaba a morder la carne cruda que todavía conservaba el calor de la vida recién extinguida. O, como ahora, se detenía un instante para levantar una roca y masticar las blancas y ciegas criaturas sin patas que había bajo ella. El sol ya estaba hundiéndose hacia las montañas cuando Ras llegó a la conclusión de que el ángel se había alejado del arroyo sin dejar huellas. Para aquel entonces se encontraba bastante hacia el noroeste, en las escarpadas laderas de unas colinas cubiertas de una densa vegetación. Se encontró con un campamento de gorilas abandonado y oyó el apagado golpear de unas zarpas sobre un pecho inmenso. No intentó encontrar al grupo. Los gorilas de este lugar no querían tener nada que ver con Ras; si le veían llegar huían, aunque en alguna ocasión un macho decidía plantarle cara, intentando asustarle con gritos y gruñidos. El único grupo de gorilas que conocía a Ras y toleraba su presencia era el que se encontraba en las colinas situadas al este de su hogar, e incluso con ellos tenía que irse acercando muy despacio si llevaba un tiempo sin verles. Ese grupo le había conocido desde su infancia, cuando Yusufu lo llevó hasta ellos y se encargó de presentárselo. Más tarde, cuando Ras pudo hablar, le dijeron que Yusufu había pasado dos años enteros ocupado en aquel lento y cauteloso proceso de integración con ellos. ¿Por qué lo había hecho? Porque estaba escrito que así debería hacerlo, para que Ras pudiera jugar con los gorilas y convertirse en uno de ellos. ¿Y por qué se suponía qué debía hacer eso? Porque estaba escrito. En aquella época Ras no sabía nada sobre la escritura. Luego, cuando Yusufu le permitió entrar en la vieja cabaña de troncos que había junto al lago, Ras encontró los libros. Se dedicó a examinarlos, y lo que más le interesó fueron las imágenes. Bajo ellas había algo escrito, aunque luego supo que la palabra más adecuada era impreso. Yusufu insistió en que cuando fuera mayor debería intentar comprender lo que decían. Después de aquello Yusufu le hizo salir de la cabaña y cerró la puerta, y le dijo que cuando fuera mayor podría volver a echarle una mirada a los libros. Ras le había preguntado si los libros contenían ese «Está escrito». Yusufu le había dicho que no. Ese libro se encontraba en algún otro sitio. Luego agitó la mano en un gesto impreciso y dijo: —Ese libro está en manos de Igziyabher. Yo jamás he visto el Libro. Ras decidió pasar la noche en la jungla en vez de hacer los casi diez kilómetros que le separaban de su hogar. Por la mañana seguiría buscando y se pasaría todo el día registrando el terreno. Si al crepúsculo siguiente no había encontrado al ángel de los cabellos amarillos abandonaría la búsqueda. Estaba totalmente seguro de que si andaba por allí lo encontraría. Si no la encontraba sería porque le habían brotado alas y se había marchado volando. Buscó un sitio donde fuera posible construir un nido. Tendría que hallarse lo bastante alto para que, si un leopardo pretendía sorprenderle, hiciera el ruido suficiente y le despertase. Además, tenía que ser un sitio donde la unión de rama y tronco fuera lo bastante ancha para poder colocar una plataforma de ramas, hojas y lianas. La lluvia le mojaría y pasaría frío, pero Ras podía soportarlo. Encontró el sitio, construyó el nido y mató un mono cuando ya casi anochecía. Después de llevarlo a un kilómetro de su nido lo despellejó y le cortó la cabeza, las manos, los pies y la cola. Después le sacó las entrañas, asegurándose de que no desgarraba ningún órgano al hacerlo. Luego encendió una pequeña hoguera y colocó el mono encima de las llamas, atravesándolo con una rama verde. La carne aún sangraba. Los leopardos ya andaban al acecho y, aunque en circunstancias normales no era probable que le atacasen, el olor a sangre de mono podía resultar demasiado provocativo para ellos. Además, en los alrededores de la aldea wantso había leopardos devoradores de hombres. Era posible que anduvieran cazando por aquella zona, aunque no era demasiado probable. Los grandes gatos tenían sus territorios y rutas particulares, y los devoradores de hombres no solían acercarse por allí. Eran animales de costumbres, igual que los seres humanos, pero, como ocurría también con los seres humanos, no siempre se podía confiar en que siguieran sus costumbres. Ras comió rápidamente, arrancando grandes trozos de carne con los dientes, masticándolos unas cuantas veces y tragándolos luego con bastante ruido. Después volvió al nido, deteniéndose a cada pocos pasos para escuchar y observar los alrededores. En una ocasión algo se movió por entre las sombras y Ras se quedó totalmente inmóvil, con su lanza preparada. Un instante después la masa de oscuridad lanzó un gruñido al que siguió un chillido más débil. Era un cerdo del río con algunas crías. Ras se durmió rápidamente y soñó que había un leopardo moviéndose por debajo del árbol, incorporándose de vez en cuando para afilarse las garras en la corteza. El leopardo alzaba hacia él unos ojos amarillo verdosos tan salvajes y brillantes que daban la impresión de haber visto una vez a Dios y conservar aún algún recuerdo de esa gloria. El leopardo, manchas en fluido movimiento y una cola larga y gruesa, iba y venía, levantando la mirada hacia él y abriendo sus fauces para mostrar unos afilados dientes amarillos. Ras tembló de emoción ante la belleza de aquel animal. Una bestia de cuerpo ágil y suave, con manchas negras y el vientre cubierto de vello blanco. Lista para matar. La gloria de los cielos que ha venido para hacerte pedazos, para lamer tu carne y tu sangre con esa lengua roja y rasposa. De repente el leopardo estuvo encima de él, en una rama, agazapándose antes de saltar. Ras levantó su lanza y la arrojó hacia aquel bostezo lleno de colmillos. La punta de pedernal atravesó la cabeza cubierta de manchas sin hacerle daño alguno y un instante después la bestia se encogió sobre sí misma, igual que hacen las sombras ante la luz, y su carne se esfumó. El cráneo del leopardo, suspendido en el aire, se convirtió en una calavera humana que le miraba sonriendo. Sus órbitas no estaban vacías; unos ojos azul claro le observaban desde ellas. ¿Dónde había visto esos ojos antes? No sabía dónde, pero verlos le irritaba. Alzó un puño (su lanza había desaparecido) y lo golpeó. La calavera se desvaneció, y Ras vio que en el suelo había los despojos de una cabra. Era la misma cabra que había visto unos cuantos días antes. Había estado medio oculta por un arbusto y un gran leopardo macho estaba agazapado sobre ella, devorando las entrañas que había sacado del vientre. La cabra se fue hinchando con los gases de la putrefacción mientras Ras la observaba. De su interior empezaron a brotar gusanos, y después salieron unas pequeñas criaturas que daban saltos. Las criaturas eran hombrecillos de color negro con cuatro patas de cocodrilo y las cabezas tan grandes como los cuerpos. Sus cabezas eran horribles; las bocas llegaban hasta la nuca y en ellas había muchas hileras de dientes, blancos y muy afilados. Las cabezas eran iguales a la cabeza de Guluba, el espíritu que trae la muerte entre los wantso. La calavera de ojos azules había vuelto. —De la muerte nace más vida—canturreó en el lenguaje de los wantso. Y las cabezas de aquellos hombrecitos que daban saltos también entonaron un cántico. —Y de la vida nace más muerte. Los hombrecillos se movieron, cubriendo a Ras; sus pequeñas patas estaban muy frías. Ras sabía que iban a devorarle y se levantó de un salto para quitárselos de encima. Ahora estaba despierto, y el sueño se escapaba de él igual que el agua cuando salía del lago después de haber nadado. Pero las muchas patitas frías no eran ningún sueño. Rodeándole por todas partes, encima de él, debajo, cubriéndole el cuerpo... Centenares de ranas arborícolas. Un río de carne que se derramaba sobre el árbol, sobre su nido, sobre Ras. Ras no sintió ni miedo ni repugnancia. Soportó el paso de las ranas hasta que el último miembro de la horda se hubo alejado con un salto. El cielo nocturno estaba despejado, sin nubes e iluminado por la luna llena. La luz parecía caer por entre las hojas igual que una catarata o como una nube de mariposas de un brillante gris amarillento. Su luz rebotaba en las diminutas criaturas que seguían su silencioso avance hacia un objetivo que sólo ellas conocían, y que quizá incluso ellas ignoraban. El único ruido que hacían era el susurro de las hojas removidas por sus saltos. Ras sabía que bajo la luz del día las ranas arborícolas habrían sido de un color verde claro salvo por sus patas con ventosas, que eran marrones como la corteza. Finalmente los susurros se desvanecieron. Estaba solo. Volvió a reclinarse en su nido e intentó dormir, pero no pudo. Acabó sentándose y buscó a tientas su bolsa hecha con piel de antílope, sacando de ella unos cinceles de pedernal, unas gubias y un pedazo de madera de color rosado y grano muy fino, de una dureza que lo hacía adecuado para tallar. Trabajó el bloque de madera hasta que le hizo expresar lo que había imaginado. Cuando la cola del lobo, el falso amanecer, empezó a teñir la noche de gris, ya estaba terminando. El pedazo de madera se había convertido en el resumen de su pesadilla. Era el cráneo de un leopardo con flores saliendo de sus órbitas. Ras le dio vueltas entre sus dedos, examinándolo. —No está mal, pero tampoco está demasiado bien—dijo por fin. Se levantó, estirándose, y miró a su alrededor, y allí, entre las ramas de un arbusto situado a unos cuarenta metros de él, casi oculto por el tronco de un árbol había un pedazo de papel. Cuando trepó al árbol el papel no estaba allí; el viento debía haberlo traído durante la noche. No, esa noche no había hecho viento; sencillamente, no lo había visto porque estaba demasiado oscuro. Después de examinar la zona para asegurarse de que no había ningún peligro (al menos, ningún peligro que fuera de gran tamaño; tendría que correr el riesgo de enfrentarse a los de menor talla), bajó del árbol y se aproximó cautelosamente al papel. Ya había visto papel anteriormente y éste parecía inofensivo, pero el hecho de que proviniera del Pájaro de Dios le daba la posibilidad de que acabara resultando algo digno de temer. El pedazo de papel tenía los lados arrancados y en él había tres desgarrones, pero Ras pudo leer la mayor parte de lo que decía. En la parte superior había el número 24, y Ras supuso que sería el de la página del libro al que había pertenecido. ¡El primero murió de neumonía! ¡El segundo se convirtió en un idiota! ¡O en algo tan inútil como un idiota! ¡Qué desperdicio, qué tragedia! Todo mi dinero, mi tiempo, mis cavilaciones, mi desesperación y mis tremendos esfuerzos, todo perdido, todo eso no ha servido de nada. ¡No, no es cierto! No he perdido totalmente el tiempo, pues he aprendido mucho. Tras haberme visto sumergido durante mucho tiempo en la más negra desesperación, estando casi a punto de rendirme, aunque nunca del todo, he acabado recobrando el ánimo. El mismo valor y perseverancia que me permitieron pasar de mi estado de inmigrante sin un centavo que llegó a Norteamérica en los peores momentos de la depresión al de ser una de las mayores fortunas de Sudáfrica, hacen que ahora no abandone mi proyecto, algo que me ha sido tan querido durante tantos años, algo que no sólo es importante para mí sino para el mundo entero, el mundo que se habría quedado horrorizado si hubiera sabido de él pero que algún día me rendir honores por esto. Por fortuna, el segundo fracaso tenía un hermano más joven, nacido seis años después, y con sólo tres meses de edad cuando empecé a hacer mis nuevos planes. Esta vez hice los arreglos para conseguirle a través de unos canales totalmente distintos, dado que los agentes anteriores habían intentando chantajearme. Pagaron por sus errores. Me aseguré de que no volverían a intentar semejante traición ni conmigo ni con nadie más. Las noticias de lo que habían hecho se difundieron por todas partes, y así pude estaráseguro de que nadie volvería a probar suerte con ese truco repugnante. El pobre de Ras no comprendió gran cosa de lo escrito en el papel. Había muchas palabras que no había visto anteriormente. Neumonía, tragedia, dinero, inmigrante sin un centavo, Norteamérica, Sudáfrica, y muchas más. Quizá Yusufu pudiera explicarle sus significados. Dobló la hoja de papel y la guardó en su bolsa de piel de antílope. Tras haber terminado el mono arrojó los huesos al suelo y después bajó del árbol para seguir buscando. Cuando llegó el mediodía no había logrado encontrar nada. No había ni rastro del ángel de cabellos amarillos o del pájaro de alas rígidas, que debería haber caído cerca del Pájaro de Dios cuando éste se había incendiado. Regresó a donde estaba el Pájaro muerto. Las llamas ya se habían apagado hacía mucho y tanto las cenizas como los huesos estaban fríos. Tocó varias partes del Pájaro y se llevó una gran sorpresa. Así que el Pájaro tenía los huesos hechos con la misma sustancia que su cuchillo... Después de pensar un poco en el asunto quedó convencido de que un pájaro hecho por Igziyabher tanto podía tener los huesos hechos de metal como de hueso. Después de todo, era Igziyabher quien había hecho su cuchillo. Según Mariyam, el cuchillo apareció después de que el rayo cayera en el suelo. Igziyabher dominaba el metal y era él quien había creado este Pájaro, así que, ¿por qué no podía darle al Pájaro huesos metálicos? ¿Y por qué no podía hacerlo totalmente metálico, pues era evidente que el Pájaro no tenía carne y, de hecho, era todo huesos? Fue entonces cuando Ras empezó a preguntarse si Igziyabher no habría estado experimentando cuando hizo las primeras criaturas y, después de habérselo pensado un poco, no acabó decidiendo que las criaturas hechas todas de hueso eran superiores a las de carne y hueso. Quizá. Pero, desde el punto de vista de la propia criatura, la carne era superior. ¿Qué podía sentir una criatura que fuera toda huesos? Mientras examinaba los restos del Pájaro oyó un ruido lejano. Durante unos pocos segundos Ras se agazapó, lleno de miedo y asombro. ¡Se acercaba otro Pájaro! Un instante después Ras se había metido en la jungla y estaba ocultándose bajo un arbusto. En el cielo había otro Pájaro, igual que el primero, suspendido a unos veinte metros por encima del Pájaro muerto. Ras pudo ver que en el vientre de éste había dos ángeles (o dos hombres), y que llevaban máscaras. Tenía la esperanza de que se posara para investigar, pero el Pájaro empezó a ir y venir por encima de la jungla, como si los ángeles que había dentro de él estuvieran buscando a los que habían viajado dentro del Pájaro muerto. Y, naturalmente, debían estar buscando al ángel de los cabellos amarillos. Después de un rato el Pájaro se dirigió hacia el norte, seguramente para volver a su nido situado en lo alto de la columna de piedra negra que había en el centro del lago. Ras pasó unos cuantos minutos más examinando la zona que había sido cubierta por las hormigas. Encontró las huellas que el ángel había hecho en el barro y las siguió, pero el rastro iba curvándose hasta llegar a la orilla del arroyo, donde desaparecía. Al otro lado no había ninguna huella. El ángel podía haber recorrido cierta distancia corriente arriba o corriente abajo, así que Ras subió varios kilómetros por el río, vigilando ambas orillas, y luego bajó la misma distancia desde el punto en el que habían cesado las huellas. No tuvo suerte. Que el ángel pareciera haberse esfumado en el cielo y su deseo de que Yusufu le revelara el significado completo de lo escrito en el papel se combinaron para hacer que Ras acabara decidiendo volver a casa. Empezó a subir por el arroyo y recorrió bastantes kilómetros, pues era la forma más sencilla de viajar. Después salió del arroyo y fue hacia el río, que le llevaría hasta el pie de las cataratas. Cerca de ellas había un sendero que subía por los riscos y llevaba hasta la meseta. Nadie salvo Ras habría sabido reconocerlo como tal. Su identidad como sendero consistía en que Ras sabía exactamente dónde encontrarlo y cómo viajar por él, dónde se hallaban todos los asideros para las manos y los pies, y en qué sitios estaban las hendiduras y los huecos de la roca. Mientras que un extraño habría pasado horas enteras descubriendo los sitios correctos por donde subir, Ras podía escalar los casi ciento cincuenta metros del risco en diez minutos, si le venía en gana. Hoy tenía ganas de hacerlo, así que no tardó en hallarse donde empezaba la meseta. Desde aquel punto el suelo iba subiendo de nivel, terminando unos quince kilómetros hacia el norte junto a la reluciente pared negra. El muro negro se alzaba en línea recta durante muchos centenares de metros como si fuera la irritada mano de Dios, con la negra y colérica palma extendida hacia delante, diciendo: «¡Ni un solo paso más!». Mariyam le había dicho muchas veces que los acantilados negros eran los límites del mundo. El cielo, que no era sino una extensión azul de los acantilados, formaba un techo por encima del mundo. El sol trepaba por ese techo cada día, igual que una mosca o un lagarto treparían por las paredes de su choza, cruzando luego por el techo, y el sol se metía por un túnel que había en el oeste y luego viajaba bajo tierra a través del agujero abierto en la roca del mundo, llegando al final del túnel justo al amanecer. El sol, Sehay era muy raro, también lo era Igziyabher, aunque no quedaba muy claro en qué forma. Acosada por las preguntas de Ras, Mariyam acabó diciéndole que era un pájaro llameante sobre el que algunas veces montaba Igziyabher. Ras había logrado ver el sol cuando estaba sobre el horizonte formado por las cimas de los acantilados, y también lo había visto algunas veces a través de la niebla, y pensaba que el sol era más parecido a un huevo llameante que no a un pájaro. Entonces Mariyam había logrado confundirle todavía más diciendo que el pájaro aún no había empollado sus huevos, pero que cuando lo hiciera nadie podía saber qué horrores saldrían de ellos. Quizás el mundo acabara consumido por las llamas. Ras quizá se hubiera asustado más ante aquella historia de no ser porque Yusufu le había gritado que dejara de contarle semejantes mentiras al chico. La distancia de la pared oeste a la pared este en el punto donde terminaba la meseta era de unos dieciséis kilómetros, y esa misma distancia iba manteniéndose a medida que las murallas iban hacia el norte hasta casi llegar al final, punto donde las paredes se acercaban un poco más la una a la otra, haciendo que la distancia se redujera hasta unos diez kilómetros. La jungla empezaba de nuevo casi en el nacimiento de la meseta y continuaba durante unos cinco kilómetros por terreno montañoso y algunas veces bastante abrupto. Después venía una llanura con árboles dispersos que tenía cuatro kilómetros de largo y donde el nivel del terreno se hacía más alto y los árboles más numerosos, pero no lo bastante para ganarse el nombre de jungla. Sin embargo, la vegetación que había en las colinas cercanas a los acantilados sí era propia de la jungla, y era allí donde podía encontrarse normalmente a los grupos de gorilas. Del lugar donde la piedra negra se encontraba con el azul del cielo caían tres grandes cataratas. Se encontraban al noroeste y caían al lago, que tenía cinco kilómetros de ancho en el pie del acantilado pero se iba estrechando hasta llegar a sólo tres kilómetros en su orilla sur. De la parte sur del lago fluían tres arroyos que acababan aproximándose unos a otros al final de la meseta, después de muchos giros y meandros. Los arroyos acababan formando el manantial de donde nacía el río, situado debajo de la meseta. Ras fue siguiendo un camino de antílopes que cruzaba la jungla y llegó a la llanura. Repartidos por ella había pequeños grupos de elefantes, una familia de búfalos, antílopes y unos cuantos jabalíes verrugosos. En la distancia se oía el ladrar de un chacal. Las llanuras, que tenían unos ocho kilómetros de largo por cinco kilómetros de ancho, no ofrecían mucha caza, pero la cantidad de animales que vivían en ella había ido aumentando porque Ras había matado unos cuantos leopardos. Yusufu y él solían ir a las llanuras en busca de carne, pero no mataban tantas presas como habían hecho los leopardos, que habían llegado a ser demasiado numerosos. Éste era también el sitio donde cazaba Janhoy, el león, pero no se cobraba muchas presas. Necesitaba estar acompañado para que la presa corriera hacia él, y Ras sólo le ayudaba de vez en cuando. Una vez fuera de la jungla, Ras vio la cima del pilar de piedra que asomaba en el lago. Después de atravesar la llanura, y a medida que iba subiendo por la pendiente que llevaba hasta la zona de los árboles, el pilar se fue haciendo cada vez más visible. Cuando estuvo fuera de los árboles y salió al terreno bastante más despejado que había junto a la orilla del lago, pudo verlo en toda su talla. Estaba hecho de una reluciente piedra negra y no era totalmente liso. Tenía cuatro esquinas toscamente talladas, y no subía en línea recta, sino que se curvaba primero un poco hacia un lado y luego hacia el otro, y la inclinación iba alternándose hasta llegar a la cima, que se encontraba por lo menos a trescientos metros de las aguas del lago. Ras siempre había pensado que aquel torque de piedra resultaba algo extraño, si no siniestro, incluso cuando era pequeño. ¿Por qué estaba allí, solo? ¿Por qué no había más formaciones rocosas que rompieran la lisa superficie del lago? ¿Cuál había sido la causa de que la piedra brotara del agua hasta quedar en esa posición, inmóvil? Ras tenía la impresión de que algo había ejercido una tremenda presión sobre la corteza del mundo en el fondo del lago. La piedra había estado tan caliente que se había vuelto líquida y había saltado hacia arriba en un gran chorro que luego se había enfriado y se había detenido..., alzándose eternamente hacia el cielo. Y, en algún momento del amanecer de la vida, el Pájaro de Dios había venido para construir un nido en su cima. Ras fue por la orilla sureste del lago, subiendo hacia el norte hasta llegar a las piedras, aún ennegrecidas, que indicaban dónde había estado la cabaña. Una vez allí fue hacia el este, subiendo con facilidad por la suave colina cubierta de hierba y llegando hasta el bosque. Aquí los árboles tenían los troncos gruesos y, aunque poseían pocas ramas, éstas eran largas y gruesas, llegando hasta una gran distancia de los troncos. Las hojas no eran más grandes que su mano y de forma casi cuadrada, curvándose ligeramente por las puntas, que formaban una especie de doble prominencia. Sin embargo las ramas provistas de hojas, más pequeñas, eran bastante numerosas, por lo que la parte superior de los árboles estaba cubierta de verdor Una vez al año los árboles thimato se llenaban de unas flores blancas y rígidas con siete pétalos y después aparecían unas nueces bastante grandes, de forma triangular y algo aplastada, con las cáscaras de un negro lustroso. En los árboles había también miles de pájaros de muchas formas y colores, así como también monos y otros animales que vivían en ellos durante todas las estaciones del año. Los chillidos, gruñidos, cacareos, graznidos, trinos, silbidos, zureos, gemidos, alaridos, tamborileos, trompetazos y todo otro ruido concebible resonaban con fuerza durante el día y no con tanta potencia durante la noche. Los primeros recuerdos de Ras eran oír ese tumulto, que casi llegaba a parecer melodioso y agradable. Alzó los ojos y sonrió al ver siluetas familiares. Algunos de los monos bajaron de las ramas y acudieron a él, pero no se quedaron mucho rato, pues no tenía comida que darles. La vegetación que había bajo los árboles era de un espesor moderado, muy lejos de formar una jungla pues la cercanía de los troncos y el que estuvieran unidos entre ellos por las gruesas lianas pitón parásitas, así como el que muchas de las ramas estuvieran casi juntas, hacía que la tierra quedara bastante oscurecida y mataba a casi todas las especies vegetales salvo las más afortunadas y resistentes. Con la excepción de unas cuantas horas al mediodía, el espacio situado bajo los árboles siempre se hallaba sumido en la penumbra. Pero en las zonas superiores el sol penetraba con más facilidad, y era aquí donde vivían los pájaros y los animales. Y aquí, a unos veinte metros del suelo, estaba la casa de Mariyam, Yusufu y Ras. Se hallaba sobre una plataforma de troncos sostenida por dos grandes ramas que brotaban del tronco en el ángulo justo para colocar una plataforma. La casa, hecha con bambú de las colinas, tenía forma redonda, con un tejado cónico de hojas de taro y la armazón de bambú, contando con tres puertas, dos ventanas y tres habitaciones. Entre los muros de la casa y el final de la plataforma había el espacio suficiente para formar un gran porche que rodeaba toda la casa. El porche tenía una barandilla de bambú, y Ras se acordaba de la primera vez en que Mariyam le cogió en brazos y le permitió atisbar por encima de la barandilla hacia el suelo, que entonces le parecía estará situado a una interesante lejanía. Había tres formas de subir a la casa. Una era trepar por los peldaños de madera clavados al tronco. La segunda era usar el ascensor, que podía ser bajado al suelo y subido luego mediante cuerdas y una complicada polea. La tercera era usar las manos y ascender por una escalerilla de cuerda. Las últimas dos formas requerían tal esfuerzo muscular (por no mencionar el hecho de que el trayecto en el ascensor resultaba algo agitado) que casi nunca eran usadas para subir, aunque eran muy cómodas para bajar. Cuando Ras era joven ésta era la única casa existente. Pero hacía cinco años Yusufu y Mariyam, que iban haciéndose viejos, decidieron que subir y bajar por la escalera o el ascensor una docena de veces al día resultaba demasiado incómodo y agotador, por lo que construyeron otra casa, prácticamente una copia de la primera, situada más abajo. Ahora la casa del árbol se utilizaba básicamente de noche. En el tejado del porche había varios monos. Una hembra de chimpancé‚ dormía sobre una mesa del porche. Un pangolín, devorador de hormigas provisto de armadura, andaba husmeando por la base de la casa. Las agudas voces de Mariyam y Yusufu llegaron hasta Ras incluso desde esa distancia. Frunció el ceño y sintió una vaga agitación en su estómago. Algunas veces sus peleas y sus gritos le divertían, pero normalmente le molestaban, haciendo que se sintiera incómodo e incluso llegara a enfadarse con ellos. Cuando era joven siempre se habían mostrado amables, cariñosos y de buen humor, o eso le había parecido a Ras. Pero, a medida que iban pasando los años y con la muerte de sus otros compañeros, los adultos, Mariyam y Yusufu se quedaron solos, teniéndose uno al otro como única compañía, y daba la impresión de que cada vez les resultaba más difícil soportarse mutuamente. Ras podía entenderlo un poco. Pero cuando tuvieron a una tercera persona con la que hablar sus discusiones siguieron siendo casi igual de fuertes, y cuando aparecía en la casa los dos solían aliarse contra él. Era como si le culparan de sus problemas actuales, pero no quisieran o no pudieran explicarle cuáles eran esos problemas. Y también había otras cosas de ellos dos que no entendía. —¿Crees que no eres un mono?—le decía Yusufu. Yusufu, un hombrecillo con la cabeza muy grande y el cuerpo normal, con las piernas cortas y torcidas, apenas más largas que el brazo de Ras desde el codo hasta la muñeca, alzaba los ojos hacia Ras. Tenía la cabellera blanca y lanuda y una enredada barba blanca que destacaba agudamente en su rostro de piel morena, con la nariz achatada y las fosas nasales tan anchas como las de un gorila, y cuando se ponía de puntillas para mirar a Ras fruncía sus gruesos labios, que con todo no eran tan gruesos como los de un wantso—. Agáchate, hijo de un camello—gruñía—. Agáchate, genio del desierto, para que yo, tu padre, que ha engendrado un gorila para eterna vergüenza suya, pueda corregirte de la manera más adecuada enseñándote mejores modales. Ras seguía erguido, sin inclinarse, bajando la cabeza hacia él con una sonrisa en los labios. Yusufu, su oscuro rostro convulsionado, la barba revuelta, empezaba a dar saltitos, maldiciendo en swahili, árabe, inglés y amárico. —¿Tendré que castigarte, oh, Lord Tyger, tendré que azotarte con la madera de los árboles que tanto amas, como buen mono que eres? Agáchate; haz lo que te ordena tu padre, quien puede disponer de tu cuerpo como le venga en gana. ¡Oh, excrementos de camello que han cobrado por accidente la forma de un hombre, agáchate de una vez! —¿Qué es un camello?—preguntaba Ras, aunque Yusufu le había descrito muchas veces a esa bestia. —¡Es tu verdadero padre, hijo de Shaitán, la bestia maloliente, jorobada y gruñona que sólo sabe concebir ideas malignas! ¡Tu padre fue un camello y tu madre era una mona! —¡Pero si una vez me dijiste que tú eras mi padre y que eras un mono!—contestaba Ras. —¡Y lo es!—chillaba Mariyam—. ¡Pero no es tu auténtico padre! ¡Es tu padre adoptivo y haría bien acordándose de ello, monstruo surgido del huevo de un cuervo! En los últimos tiempos los dos parecían actuar como si le culparan de estar en aquel mundo ¿Y qué tenía de malo el mundo? ¿En qué otro sitio podían estar? Mirando hacia fuera por entre las aberturas que dejaban las ramas de los árboles, Ras podía ver los negros acantilados que servían de muralla al mundo. —Negros como la lengua del diablo—había dicho Mariyam, refiriéndose a ellos. —Negros como el ano de un buitre—había dicho Yusufu. Y al hablar de esa forma los dos revelaban lo que había escondido en sus mentes y el tema de sus discusiones—. Mil ochocientos metros de alto cortados a pico—había dicho Yusufu respondiendo a la pregunta de Ras. —¿Metros? ¿Qué es un metro? Yusufu le había dicho que era mas de las piernas de Ras, pero Ras recordaba un tiempo en el que sus piernas habían sido mucho más cortas. —La pierna de un niño.—había dicho. —¿Qué es un metro?—había insistido Ras—. Sé la longitud que tienen mis piernas ahora Pero estoy creciendo ¿Qué ocurrirá si continúo creciendo y las paredes del mundo, que ahora tienen mil ochocientos metros, llegan a tener sólo la mitad de eso? ¿Qué ocurrirá si crezco y el mundo se encoge y si llego a ser tan alto como la columna que hay en mitad del lago? —Al pensar en esa imagen Yusufu se reía y durante un rato era feliz. —Oh amado mío, plátano de miel—había dicho Yusufu—. Te estás burlando de mí, un anciano con el cabello blanco y un montón de arrugas, arrugas que me han salido de tanto preocuparme por ti¡ No te burles de mí o te arrancaré la piel y haré un látigo con ella para azotarte hasta que mueras.   Ras se detuvo cuando se encontraba a unos quince metros de la casa y dio un grito anunciando que había llegado, ya que resultaría peligroso entrar en la casa y encontrarse de repente con Yusufu, que estaría nervioso y podía arrojar su cuchillo antes de darse cuenta de contra quién lo estaba lanzando. El ruido de la discusión cesó de repente: un instante después la puerta se abrió y Mariyam salió corriendo. Yusufu la seguía. La cabeza de Mariyam apenas si llegaba a la cadera de Ras. Su cabeza resultaba enorme en proporción a su cuerpo, y sus piernas eran cortas y arqueadas. Vestía una túnica blanca que le llegaba hasta las pantorrillas. Estaba sonriendo y llorando a la vez. Ras la abrazó, alzándola en vilo y apretándola con fuerza mientras ella le besaba y le manchaba la cara de lágrimas. —¡Ay, hijo mío, realmente pensé‚ que jamás volvería a verte! Mariyam siempre decía eso cuando Ras había estado fuera más de un día, y aunque no hablaba totalmente en serio, sus palabras le querían significar que le había echado de menos. Ras jamás se había cansado de recibir ese saludo suyo. Acabó dejándola en el suelo y le dio unas palmaditas en su blanca cabellera mientras esperaba la reprimenda que siempre terminaba llegando porque la había tenido preocupada al estar tanto tiempo fuera de casa. Yusufu, que quizá fuera unos dos o tres centímetros más alto que su mujer, y que tenía el cabello tan blanco como ella, mientras qué su larga barba era de color gris con hebras negras, fue hacia Ras con sus nudosas y curvadas piernas y dijo: —Agáchate, tú que eres más alto que el avestruz, y así podrás besarme como debe hacer un hijo respetuoso con su padre. Ras hizo lo que le decía y el anciano le besó en los labios, devolviéndole la caricia. Ras esperó hasta que hubieron entrado en la casa: en el centro de la estancia había una chimenea de piedra con un fuego encendido en ella. La habitación contenía muchos olores: el olor de los monos, el de los excrementos de mono que aún no habían sido limpiados, el de los pájaros y sus heces, el olor de la camisa que llevaba Yusufu, empapada de sudor y que ya hacía bastante tiempo tendría que haberse lavado, y entre todos ellos, dominándolos, el olor del humo. El tiro de la chimenea no funcionaba demasiado bien, y cualquier brisa que soplara en una dirección poco favorable tendía a hacer que el humo bajara por la chimenea y acabara llenando toda la habitación. Uno de los primeros recuerdos de Ras era oír a Mariyam discutiendo con Yusufu y diciéndole que arreglase la chimenea, y a Yusufu contestando que lo haría apenas lo permitiera el tiempo. Cuando Ras fue mayor se ofreció muchas veces a reparar la chimenea o a construir una nueva, pero Yusufu se había molestado ante sus palabras, pensando que con ello quería decir que jamás haría ese trabajo. No, por Alá, se encargaría de ello a la primera oportunidad. Pero nunca lo había hecho. Ras tosió y luego dijo: «¡Mirad!», sacando la hoja de papel de su bolsa hecha con piel de antílope. Los rostros de Yusufu y Mariyam palidecieron bajo la negrura de su tez, pero la única expresión perceptible en ellos fue el asombro. Mariyam dijo que no podía leer lo que había escrito en el papel. Yusufu estuvo un largo rato examinándolo y luego dijo que la mayor parte de las palabras le resultaban desconocidas. Ras tuvo la sensación de que Yusufu estaba fingiendo. Tanto en sus comentarios como en la expresión de su cara parecía haber algo rígidamente controlado. Y las reacciones de Mariyam también habían sido un poco menos pronunciadas de lo previsible. Los dos se habían quedado demasiado silenciosos. Ras acabó enfadándose y les dijo que sabían mucho más de lo que pretendían saber. Tanto Yusufu como Mariyam se indignaron y empezaron a gritar. Su ira tenía algo de excesivo, pero nada de cuanto les dijo Ras sirvió para hacerles admitir que sabían algo sobre el asunto. Mariyam dijo que según su opinión aquel pedazo de papel era una carta de Igziyabher, es decir, un mensaje dirigido a la Virgen de la Luna, o quizá fuera que Igziyabher estaba escribiendo la historia del mundo desde la creación hasta el presente. —¿Por qué no me preguntáis dónde he encontrado la carta?—gritó Ras—. ¿No resulta extraño que no hayáis empezado preguntándome justamente eso? Ninguno de los dos quiso admitir que fuera extraño, y tampoco le preguntaron de dónde procedía. Pese a ello, Ras les habló del pájaro de las alas rígidas, de su llameante encuentro con el Pájaro de Dios, de la criatura de los cabellos amarillos y del muerto que tenía el pelo castaño. —¡Naturalmente, la cosa del cabello amarillo era un demonio! —exclamó Mariyam—. ¡Iba volando en un pájaro demoníaco, uno de los que pertenecen a Satanás, y por eso atacó al Pájaro de Dios! ¡El muerto debe ser uno de sus compañeros, otro demonio, y habrá sido fulminado por Igziyabher! —Ya me has dicho en muchas ocasiones que Igziyabher es omnipotente—replicó Ras—. Entonces, ¿cómo es posible que el pájaro de Satanás consiguiera arrastrar consigo en su caída al Pájaro de Dios? Y, si mató al demonio del cabello castaño, ¿por qué Igziyabher no mató también al demonio del pelo amarillo? —¿Quién puede saber qué razones tiene Igziyabher para hacer esto o aquello?—dijo Mariyam—. Sus caminos son muchos y misteriosos y nosotros no podemos comprenderlos, porque somos sus criaturas. ¡Pero puedo decirte muy sinceramente que me alegro de que no hayas encontrado al demonio de los cabellos amarillos, porque te habría destruido o, peor aún, te habría llevado con ella al infierno! —¿Cómo sabes que esa criatura es del sexo femenino?—le preguntó Ras. Mariyam balbuceó durante casi un minuto, sin saber qué contestar, y luego dijo: —Porque lo más probable es que Satanás haya mandado a un demonio femenino para que le resultara más fácil atraerte al infierno. Ras siempre había sentido más curiosidad que miedo hacia sus historias sobre los diablos, Satanás y el infierno que se encontraba en la caverna al final del río. Además, ahora ya conocía las historias sobre espíritus malignos que contaban los wantso y también las de los sharrikt, y ninguna de las tres versiones concordaba con las otras dos, aunque tanto los wantso como Gilluk, el rey de los sharrikt, estaban tan convencidos de que sus historias decían la verdad como lo estaba Mariyam. Que Yusufu y Mariyam no quisieran saber más detalles sobre lo sucedido probaba que le estaban ocultando algo. Enfurecido y luchando con el deseo de arrancarles la verdad por la fuerza, Ras salió de la casa dando un sonoro portazo a sus espaldas. Se fue hacia el bosque y luego estuvo horas enteras recorriendo la orilla del lago. Finalmente se dio cuenta de que había perdido el tiempo volviendo a casa. Tendría que haber regresado a la zona donde había caído la criatura de los cabellos amarillos y seguir buscando su rastro. De todas formas, aquello tendría que esperar. Dentro de tres días, Bigagi dejaría salir de su jaula a Wilida, llevándola luego por el puente hasta la aldea, donde se celebraría la ceremonia de la boda, que duraba un día entero. Mañana por la noche Ras se introduciría en la islita sin que le vieran y se llevaría a Wilida. Cuando la tuviera oculta en un lugar seguro continuaría buscando al ángel, el demonio o lo que fuera. Volvió a la casa cuando sólo faltaba una hora para que anocheciese. Mariyam estaba cociendo pan en el horno de ladrillos que había en el porche. Yusufu apareció unos cuantos minutos después con una liebre a la que había matado de un flechazo. Los dos le saludaron pero después se quedaron callados, lo que no era nada habitual en ellos. Ras quería hablar, pero logró callarse haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Al cabo de un rato Mariyam y Yusufu empezaron a ponerse nerviosos y hablaron de varias cosas, discutiendo por naderías, pero sin mencionar para nada la carta, los dos pájaros o la criatura de los cabellos amarillos.   El rayo se convierte en piedra... y deja un cuchillo   Ras estaba viendo cómo Mariyam salía de la cabaña con unas cuantas ascuas. Preparó un fuego en el brasero del porche y después ensartó la liebre en una vara de hierro que puso encima de las llamas. Hierro, pensó Ras. ¿De dónde ha sacado ese hierro? Tanto el brasero como los demás artículos de hierro habían estado siempre allí, pero hasta aquel momento no había empezado a hacerse preguntas sobre su origen. —¿Qué‚ has comido?—le preguntó Mariyam. —Un cerdo que maté hace varios días. Y una rata de agua que cogí ayer. Tanto Mariyam como Yusufu pusieron cara de disgusto. Ras sabía que a Mariyam no le importaba que hubiera comido cerdo, pero la rata era algo que le preocupaba. A Yusufu le daba asco la sola idea de comer cualquiera de esos dos animales. Y eso era extraño, muy extraño. Cuando era niño le habían animado a comer cualquier cosa que resultara comestible: gusanos, arañas, brotes de bambú, ratones..., cualquier cosa salvo la carroña. Aun así, sus padres se habían negado a probar casi nada de lo que Ras comía. En aquellos tiempos habían logrado ocultar su repugnancia, o quizá fuera que Ras no la había percibido. Pero ahora estaba dándose cuenta de muchas cosas raras que entonces había creído naturales. —Voy a nadar —dijo de repente—. Puede que luego vaya de pesca. Volveré a tiempo para comer. Ninguno de los dos protestó. Ras salió de la casa pero antes de irse miró hacia atrás. Sus padres estaban en el porche, muy cerca el uno del otro, con sus narices casi tocándose y sus labios moviéndose sin parar mientras agitaban las manos. Ah, así que estaban aún más preocupados que él pero, por alguna razón desconocida, no habían querido que lo supiese. Su relato y su carta les habían inquietado. Ras se encogió de hombros mientras atravesaba la penumbra de los grandes árboles entre los chillidos de monos y aves. Llegó al lago y estuvo nadando unos minutos. Cuando salió del agua vio a Kebbede, un chimpancé, que se alejaba corriendo con su cinturón de piel de leopardo y la vaina donde guardaba su cuchillo. Ras le persiguió pero el chimpancé‚ trepó por un árbol, gritando como un loco, y acabó perdiéndose en los niveles más altos del bosque. Ras no pudo hacer más que gritarle maldiciones y prometerle que se vengaría en muchos idiomas, pero sobre todo en árabe. El árabe poseía una amplia y hermosa gama de juramentos, obscenidades, insultos y torturas exquisitamente descritas. Cuando volvió a la casa le contó lo sucedido a sus padres. Mariyam dijo que indudablemente Igziyabher se encargaría de proporcionarle a Su hijo otro cuchillo igual al robado. Quizá lo hiciera muy pronto, ya que el cielo estaba cubriéndose de nubes. Igziyabher estaba enfadado por algo, y cuando se irritaba sudaba nubes y pasado un tiempo maldecía, creando el trueno y arrojando luego Sus cuchillos, que mientras bajaban parecían rayos. Antes del ocaso los grandes nubarrones negros ya habían rebasado el confín occidental de las montañas, moviéndose velozmente y trayendo con ellos el frescor de la helada piedra del cielo. Ras, sus padres y los animales se acurrucaron alrededor de la gran chimenea central. Cuando el viento empezó a soplar por la chimenea, la choza se llenó de humo, y todos empezaron a toser. Yusufu tosía y maldecía; escupió en el fuego, y el olor de la saliva al quemarse se mezcló con el del humo. Ras no tenía tanto frío como sus padres, dado que se había acostumbrado a dormir al aire libre incluso en invierno, no teniendo casi nada con que cubrirse. Pero estaba temblando por dentro; el hielo de lo desconocido y las amenazas del futuro eran como una piedra en su vientre. —¿De dónde vienen los cuchillos?—preguntó de repente. Yusufu gruñó y dijo: —Ya te hemos contado eso un millar de miles de veces, oh estúpido. —Y me habéis dicho un millar de miles de mentiras—dijo Ras. Sus ojos atravesaron la humareda para clavarse en los ojos de su padre, enrojecidos y llenos de lágrimas—. Si el Diablo es el Padre de las Mentiras, entonces tú eres el Diablo. —Y tú eres un hijo tan impertinente como desagradecido. Si no fueras tan grande como un elefante y yo no estuviera debilitado por mis años y por todas las enfermedades que me ha traído el preocuparme por ti, te azotaría hasta hacerte aullar más fuerte que la tormenta. El viento aumentó de potencia hasta convertirse en un agudo chirrido. El trueno retumbó en el cielo igual que si enormes pedazos de risco estuvieran desprendiéndose de los acantilados. Un rayo cayó cerca de la casa con un estruendo ensordecedor, y el aire lleno de humo se volvió blanco. Tanto Ras como sus padres dieron un salto. —Oh, madre—dijo Ras sin molestarse en ocultar su sarcasmo—, cuéntame de nuevo la historia de cómo Igziyabher le arroja cuchillos a la tierra y de que cada cuchillo es un relámpago. Mariyam le miró a través de la humareda con una expresión de abatida tristeza en el rostro. —Oh, hijo mío, es cierto. ¿Crees acaso que iba a mentirte, yo, tu madre? Cuando hay tormenta es que Igziyabher está enfadado. Se irrita porque Sus creaciones han pecado y desea asustarlas para que vuelvan al estado de la gracia. Y algunas veces mata a quienes se han mostrado especialmente ansiosos de pecar para darles un ejemplo a las demás. »Tú, hijo mío, y me apena decirlo, te has estado acostando con las negras mujeres de los wantso. Y a Igziyabher no le gusta eso. Ras, jadeando por el esfuerzo de contener su rabia, se puso en pie, miró a su alrededor, y le dio tal patada a la puerta que la caña de bambú que servía para mantenerla cerrada se partió en dos. El viento y la lluvia entraron repentinamente en la habitación. El rayo volvió a estallar y tiñó de blanco el aire. Yusufu y Mariyam gritaron de terror. —¡No he sido malo!—gritó Ras—. ¿Acaso he hecho algo que los demás no hagan? ¿Por qué debo sufrir cuando Yusufu y los hombres de los wantso y todos los machos del mundo tienen una pareja? ¿Por qué? Agitó su puño ante la aullante negrura del exterior. Mariyam dio un grito y corrió hacia él, rodeando su muslo con sus minúsculos brazos. —¡Igziyabher te tiene reservada una mujer blanca! Quiere que tomes por esposa a una mujer de tu propia raza. ¡Por eso te prohibe que vayas con esas negras! —¿Y cómo sabes tú que Igziyabher me tiene reservada una mujer blanca?—gritó Ras—. ¿Acaso se dedica a contarte Sus secretos al oído? Mariyam, con su moreno rostro de águila levantado hacia él, se aferraba tenazmente a su pierna. —¡Confía en mí, hijo! ¡Lo sé! —¿Cómo has llegado a saberlo? ¿Cuándo has hablado con Él? Las lágrimas corrían por las mejillas de Mariyam. —¡Créeme, hijo mío lo sé!—le dijo. —¡Suéltame, madre! ¡Saldré fuera, donde Él pueda verme, y Le desafiaré a que me fulmine con su rayo! ¡No he sido malo! Igziyabher es maligno, porque quiere matarme por hacer lo que Él mismo me ha obligado a hacer. Mariyam chilló, soltándole el muslo, y dio un paso hacia atrás, tapándose las orejas con las manos. —¡No pienso escuchar tales palabras! ¡Te matará! Yusufu tomó un largo trago de un odre hecho con piel de cabra. Después se limpió los labios y gruñó: —Deja que ese bobo salga fuera y que le caiga un rayo, Mariyam. No será culpa tuya. Tomó otro trago de vino, se limpió los labios con el dorso de la mano, eructó y dijo: —Y si Ras acaba consiguiendo que le maten, tampoco ser culpa de Igziyabher. No ser nada más que un accidente causado por su estupidez. —¡Cierra la boca, tú...!—gritó Mariyam, pero Ras no oyó el resto de lo que dijo pues ya había salido corriendo de la casa. Corrió y corrió hacia las colinas, azotado por la lluvia y el viento, resbalando muchas veces sobre la hierba húmeda o sobre el fango, a punto de caerse. Los frecuentes estallidos del rayo le permitían ver hacia dónde iba y esquivar la mayor parte de obstáculos, los arbustos, los troncos caídos y el arroyo. Subió corriendo por la colina, ascendiendo la pendiente que llevaba hacia la jungla, donde vivían los gorilas. —¡Mátame, gran hiena de ahí arriba!—gritó, mientras agitaba el puño—. ¡Arroja tus cuchillos de fuego; déjame ver si eres capaz de atravesarme con tu muerte al rojo blanco! Subió y subió, teniendo que ir ahora algo más despacio por lo empinado de la cuesta y lo resbaladizo que estaba el suelo. En varias ocasiones se cayó de rodillas o de bruces, pero siempre volvió a levantarse para seguir avanzando. —¡No me das miedo! ¡Mariyam, mi madre, ha intentado conseguir que tenga miedo de ti! ¡Pero yo no me asusto! ¿Madre, he dicho? ¡Esa pequeña cosa marrón y deforme no es mi madre! ¡Mintió cuando me dijo que era una mona y mintió cuando me dijo que era mi madre! »¿Cómo es posible que alguien como yo haya salido de ella? ¡No soy su hijo! Se detuvo para alzar las manos hacia el cielo, más en un gesto de pregunta que en un desafío. —Entonces, ¿de quién soy hijo? Lo que ocurrió a continuación fue muy extraño. Tendría que haber sido fulminado al instante, perdiendo el conocimiento, sin tener ni la más mínima idea de qué le había golpeado. Pero después pudo jurar que no todo se había vuelto negro y hueco, No, al menos, durante una fracción de segundo. El mundo se llenó de luz. Estaba en el corazón del fuego. Los brazos que tenía levantados hacia el cielo se llenaron de luz. Pudo ver a través de su piel, hasta los huesos. Era un esqueleto cubierto por la carne del fuego. El rayo le envolvió, bajando por el tronco que había a su derecha, ondulando por el suelo, deslizándose en un agujero de la tierra igual que si fuera una serpiente. Dentro de su cuerpo, en alguna parte, había un pequeño globo de fuego, el ascua del rayo. El globo se expandió y Ras pudo ver dentro de su resplandor aquella parte del mundo que mejor recordaba. Pero era muy pequeña, minúscula. Como si el mundo hubiera sido recreado dentro de su cabeza. Allí, tres hebras: las cataratas. Un manchón azul: el lago. Alzándose del lago, igual que el brazo de un gigante negro extendido al caer por última vez, la columna. La vieja cabaña, junto a la orilla del lago. Bailando a su alrededor, siete negras figurillas desnudas. Tenían que ser Mariyam, Yusufu, Abdul, Ibrahimu, Sara, Yohannis y Kokeb. Recordaba bien a Kokeb, pero de los demás se acordaba muy poco, salvo de sus padres, naturalmente. En ese instante volvieron a su mente muchas cosas sobre ellos. Abdul había muerto de neumonía. Sara había sido asesinada por Ibrahimu, que luego se había cortado el cuello. Yohannis se había ahogado en el lago. Kokeb había desaparecido cuando Ras tenía nueve años. Suponían que un leopardo se lo había llevado. Ahora estaban bailando alrededor del claro que había dentro de Ras, saltando haciendo piruetas, corriendo a cuatro patas como los monos que les habían dicho que eran. ¡Bailad, monitos negros, bailad! Ras se vio a sí mismo, un niño pequeño, con el sol haciendo brillar su blanca piel. Estaba arrojando cuchillos, hora tras hora. Disparaba flechas, daba saltos mortales en el aire, caminaba sobre la cuerda floja, tragaba fuego, hacía todos los trucos que los hombrecillos y las mujercitas sabían hacer tan bien, aquellos trucos que insistían en que Ras debía conocer igual que ellos. El globo de fuego empezó a crecer todavía más aprisa. Ahora veía al grupo de gorilas con los que habían vivido algunas veces él, sus padres y Kokeb. Ahora estaba trepando por los árboles, yendo velozmente por las ramas, saltando igual que un gorila joven y en esto era mejor que sus velludos profesores de largos brazos, ágil, seguro de sí mismo, intrépido. Y el ser superior en eso le hacía sentirse feliz. Durante largo tiempo había estado convencido de que era un gorila distinto a todos, un fenómeno sin vello, con una cara extraña, débil e inferior en todo lo que no fuera correr por los árboles. ¡Y, por supuesto, el ser mucho más inteligente! La bola de fuego salió de él para lanzarse a su encuentro. Era un gran corazón blanco latiendo a través de la negrura de la carne. Su luz expulsó las sombras que había en su interior y las que le rodeaban. El gran Pájaro se alzó del pilar, chillando y graznando. Dios, Igziyabher, estaba sentado en su lomo. Dios era un hombre blanco, y por eso se parecía mucho a Ras. Pero su rostro, cuando se acercó estaba borroso y cambiaba continuamente de forma. Entonces dos rostros aparecieron flotando junto al de Igziyabher. Uno era el de un joven blanco con la misma cara que Ras. El otro era una joven blanca que tenía la cara de Ras. Al verles recordó que había soñado en esas caras cuando era mucho más joven. Al despertar sólo podía mover los párpados. Estaba amaneciendo, el cielo ya se había vuelto azul en lo alto y de un rojo amarillento allá donde tocaba el horizonte. Ras estaba tendido de espaldas en la pendiente y debía haberse dado la vuelta antes de caer, porque ahora estaba mirando hacia abajo. El agua goteaba de la rama que tenía encima y caía a unos centímetros de su cabeza. Un pájaro de color amarillo con plumas escarlata en la cola pasó sobre su cuerpo. Un animal gruñó cerca de él. Tenía frío, pero no podía sentir nada que estuviera fuera de su piel. El frío venía de su interior. La bola de fuego se había convertido en una piedra fría y pesada y ahora iba rodando por el surco de su cuerpo. Intentó luchar, liberarse de las cadenas de su mismo ser, pero no podía moverse. Tuvo miedo, pero después de un rato empezó a sentir ira. El frío de su interior se convirtió en calor. ¿Quién le había hecho esto? ¿Igziyabher? —¡No tienes derecho a hacerme esto!—gritó en silencio—. ¿Qué te he hecho? ¡Nada! ¡Oh, si pudiera ponerte las manos encima...! ¡Te..! Su furia se convirtió en un pequeño puño caliente. Ras se alimentó de ese calor mientras estudiaba su situación tan bien como le era posible. Moviendo los ojos podía ver la cima del pilar asomando sobre los árboles, y también podía ver una parte de la colina y el terreno que había más allá, el que no estaba tapado por los árboles y el bambú. Nada se movía, salvo las hojas. Ras tenía la esperanza de que no vería moverse nada más. A menos que fueran sus padres, buscándole. Pero, ¿por qué iban a buscarle? Ras se iba de casa cada vez que le venia en gana y volvía cuando lo deseaba. Pensarían que se había marchado a una de sus aventuras de costumbre o quizá creyeran que estaba castigándoles manteniéndose lejos de la casa. Pero también era posible que estuvieran preocupados por los rayos y empezasen a buscarle. Algo gruñó cerca de él y, aunque todo su interior se estremeció, por fuera Ras siguió tan tranquilo e inmóvil como una roca. ¿Qué era lo que había oído? ¿Un cerdo? Esperaba que no, aunque si seguía mucho tiempo aquí no importaría demasiado. El chacal, el leopardo o las hormigas no tardarían en aparecer. Una sombra cayó sobre él, seguida inmediatamente por un pájaro de patas muy largas que tendría unos ochenta centímetros de altura con las alas negras y una cola bastante caída de color blanco. Su cuello era largo y no tenía plumas en la cabeza; su pico era largo y afilado. Apestaba a excrementos y a carne que llevaba mucho tiempo muerta; se movía como si se considerase lo más importante del mundo. Y que se pavoneara de ese modo no resultaba incongruente. Los devoradores de carroña eran muy importantes. —Oh, marabú—dijo Ras en silencio—. ¡Todavía no soy carroña! Pero si no aparece pronto alguien que me ame, seré carroña. ¡Oh, Dios!, pensó. ¡Estoy enterrado en mi propia carne! Sintió deseos de gritar. Si pudiera hacerlo, quizá eso asustara al marabú durante un rato. Sólo durante unos minutos. Después volvería. Aquellos ojos muertos, muertos de haber visto tanta muerte, volverían pronto a clavarse en sus propios ojos desde lo alto de aquel pico largo y afilado. El pico bajaría igual que un cuchillo y le arrancaría un ojo a Ras. Con el otro ojo podría ver alzarse la gran cabeza al final del largo cuello, y el pico se inclinaría hacia arriba para que el marabú pudiera tragar. Después, los ojos muertos le mirarían, y luego examinarían rápidamente los alrededores, pues también el marabú tenía enemigos. Luego, un golpe rápido como el rayo, y el pico parecido a un cuchillo sería lo último que viera en este mundo. Pero no sería lo último que sintiera. El marabú lanzó un graznido gutural y se alejó con paso tambaleante, las alas a medio desplegar. Otra sombra cayó sobre el rostro de Ras. Quien proyectaba esa negrura tenía el rostro negro. Su nariz consistía en dos enormes fosas nasales parecidas a dos ojos ciegos. Las mandíbulas se proyectaban del rostro y los labios abiertos revelaban unos grandes caninos amarillos. Bajo el promontorio de hueso cubierto por un áspero vello había dos grandes ojos rojizos. —¡Nigus!—intentó decir Ras—. ¡Nigus! ¡Ayúdame! Nigus, emperador en amárico, era el nombre que Ras le daba al gorila. El monstruo de doscientos kilos era ahora el jefe del pequeño grupo de gorilas, pero ocho años antes había sido el compañero de juegos de Ras. Entonces era mucho más pequeño y siempre estaba de buen humor. Ras solía luchar con él durante todo el día, y le perseguía o era perseguido por Nigus. Pero un día Ras, que le había tendido una emboscada, se lanzó sobre Nigus rugiendo igual que un leopardo, y se quedó asombrado al ver que Nigus le plantaba cara en vez de gritar y salir huyendo. Una gran cicatriz en el hombro de Ras mostraría para siempre hasta qué profundidad era capaz de morder un gorila asustado. Nigus gruñó y se inclinó sobre Ras para mirarle a los ojos. En su aliento se notaba el agradable color de los brotes de bambú. Pasó un inmenso y arrugado pulgar negro sobre los ojos de Ras, apretándolos un poco, y después le meció hacia atrás y hacia delante igual que si Ras fuera un tronco. —¡Haz algo!—intentó gritar Ras—. ¡Trae a Yusufu y a Mariyam! Pero sabía que, aunque le fuera posible expresar en voz alta su desesperación, no conseguiría hacer que Nigus le comprendiera. E incluso, aunque pudiera entenderle, lo más probable era que no hubiera ido en busca de ayuda. Ahora Nigus se limitaba a tolerar la presencia de Ras, y eso era todo. ¡Masa desagradecida de vello sin cerebro!, pensó Ras. ¡Hace sólo dos años que te salvé de un leopardo! Le asusté e hice que se marchara. De no ser por mí te habría convertido en un montón de huesos dispersos bajo un árbol. ¡Ayúdame! Nigus lanzó un gemido, y Ras se preguntó si estaría llorando su muerte o si, sencillamente, estaría sorprendido ante el misterio de la muerte. De ser así, no parecía demasiado inquieto. Un instante después la cabeza de Nigus se apartó de su campo visual, y Ras oyó el sonido de sus labios y el vigoroso masticar de sus mandíbulas. Otros sonidos le dijeron a Ras que había más de un gorila cerca. Gruñidos ahogados, un eructo, ruidos de masticación y, en una ocasión, el golpear de unas manos sobre un gran pecho. Después oyó un ladrido que le hizo estremecer. Esperó, porque no podía hacer nada más. Los chacales caerían sobre él en unos instantes. La presencia de los gorilas no les asustaría. Había visto chacales correr hacia la presa de un leopardo a espaldas de éste para arrancar un pedazo de carne y escapar luego allí donde sus garras y fauces no podían alcanzarles. No eran cobardes; sabían lo que querían, y siempre iban detrás de ello. De repente otro rostro apareció encima del suyo, y sintió la presión de dos patas. Una cabeza de color marrón y un hocico afilado estaba mirándole, la lengua asomando por un lado de la boca. Dos ojos negros y brillantes se clavaron en los suyos, y Ras pudo oler el penetrante hedor emanado por la glándula que se encontraba allí donde nacía el rabo del chacal. Ras deseó que le fuera posible gritar. Si pudiera gritar y expresar su desesperación se encontraría mejor, aunque sólo fuese por unos instantes. En aquel momento, y la idea le pareció carecer de toda importancia, se dio cuenta de que podía sentir las patas del chacal. Estaba recuperando parte de su sensibilidad. Un rugido. El suelo tembló bajo él. El rostro del chacal desapareció con un agudo chillido; una cola peluda se agitó sobre su rostro cuando el chacal giró sobre sí mismo y salió corriendo. ¿Un leopardo? No, el rugido había sido demasiado grave, a no ser que se tratara de un leopardo mucho más grande de lo normal. Fuera lo que fuese, no sólo había asustado a los chacales, sino también a los gorilas. Ahora estaban chillando, y las cañas de bambú se partían bajo su veloz huida. El inmenso cuerpo rojizo de Nigus pasó como un rayo por encima de Ras. ¡Janhoy!, pensó. Otro rostro apareció sobre él. Estaba coronado por una revuelta masa de vello marrón amarillento en la que había enredados espinos y hojas. Bajo la melena había dos grandes orejas, un par de enormes ojos dorados y una nariz bulbosa. Y los dientes más grandes y afilados de todo el mundo. —¡Janhoy! —intentó decir Ras. Las lágrimas corrieron por su mejilla, e incluso en el éxtasis del alivio se dio cuenta de que podía sentirlas. Un instante después el león puso sus dos patas delanteras sobre el pecho de Ras, y el gran peso de su cuerpo le dejó sin aliento. Ras tenía la garganta llena de palabras que pugnaban por salir de ella. —¡Janhoy! ¡Ve a casa! ¡Trae a mis padres! El animal gimió y le lamió la cara, y Ras casi lamentó ser capaz de sentirlo. La lengua era áspera e hiriente; si Janhoy seguía lamiéndole, su lengua no tardaría en arrancarle la piel del rostro. Un tremendo ronroneo hizo vibrar el cuerpo de Janhoy y se transmitió al de Ras. ¡No te alegres tanto, idiota!, pensó Ras. ¡Haz algo! ¡Oh, gato sin cerebro, estúpido narizotas! Pero en su ira también había felicidad. Al menos ahora no habría ningún animal que fuera a devorarle, no mientras Janhoy siguiera con él. Pero, ¿cuánto tiempo se quedaría aquí? El león frotó su gran cabeza contra el cuerpo de Ras. Dejó de ronronear, se irguió y alargó una pata para sacudir a Ras, lanzando un gemido. Al no conseguir respuesta por su parte, empezó a lamerle el pecho. Está intentando sacarme de mi propio cuerpo, pensó Ras. Sigue, Janhoy, y pronto seré capaz de liberarme de mi carne y mis huesos. Ir‚ a ese sitio que se encuentra al otro lado del cielo, ese sitio del que tanto habla Mariyam. ¡Y tú, mi hermoso, enorme y estúpido león, te quedarás aquí abajo sin nadie que cuide de ti porque intentaste devolverme la vida a lametones pero en vez de eso lo que conseguiste fue dejarme sin piel y sin carne! Janhoy empezó a rugir. Entre rugido y rugido miraba hacia abajo, como irritado al ver que Ras no se despertaba. La piel que rodeaba la negra bola de su nariz empezó a cubrirse de arrugas. —¡Ruge! —se dijo Ras a sí mismo—. ¡Ruge hasta que el mundo entero tiemble de miedo ante ti! Y se imaginó la potente voz de Janhoy volando por encima del mundo. Era un león hecho de sombras, oro pálido, con grandes dientes y garras, v se iba haciendo cada vez más y más grande. Estaba oscureciendo el mundo que había entre los riscos y cada ser viviente temblaba de miedo. Salvo Mariyam y Yusufu, naturalmente, que vendrían corriendo a buscarle. Oyó unos gritos. Janhoy rugió en respuesta, pero se calló al acercarse los dos seres humanos. El arrugado y moreno rostro de Mariyam apareció sobre Ras, y sus lágrimas cayeron para mezclarse con las suyas. —¡Oh, hijo, creímos que estabas muerto! Pasaron tres días antes de que Ras pudiera mover las piernas y los brazos y doblar los dedos para que fueran capaces de sostener algo. Después de haber salido tambaleándose de la casa para respirar el aire limpio y dulce y ver de nuevo el azul del cielo, dijo: —Qué débil estoy después de haber vuelto de la tierra de los muertos. No hay fuerza alguna en la Tierra de los Fantasmas, madre. —¿Es cierto que has estado en el Cielo?—quiso saber ella. Tenía los ojos muy abiertos. Ras se rió y dijo: —Si ‚se era el cielo del que hablas, madre, entonces prefiero tu infierno. —Cierto, lo que viste era el Infierno, no el Cielo. De lo contrario no hablarías en ese tono burlón y no blasfemarías. —El chico estaba cagado de miedo—gruñó Yusufu—. O lo habría estado si no se le hubieran paralizado hasta las entrañas. Ras no les escuchaba. Estaba tocándose la quemadura del rayo. Su anchura era como la de su dedo meñique y empezaba justo bajo el cabello de su sien derecha, siguiendo la línea del pelo como la orilla sigue el límite del lago, bajando en línea recta por su mejilla izquierda y su cuello, torciendo en ángulo para cruzar su pecho y zigzagueando por sus costillas izquierdas, ondulando a través de su vientre y lanzándose hacia su vello púbico para reaparecer bajo la parte interior del muslo, dando vueltas por éste y torciendo a la derecha para aparecer bajo su rodilla, bajando luego en línea recta por su pierna, trazando un círculo bajo el hueso del tobillo y terminando en su talón izquierdo. Yusufu también estaba examinando esa línea rojiza. —No es tan grave. Supongo que en una semana se te habrás curado y puede que incluso en menos tiempo, porque tienes una salud increíble. Tienes la suerte de los jóvenes y los idiotas. Conocí a un hombre al que le cayó un rayo y sobrevivió, aunque se quedó algo atontado para siempre. Contigo, ¿quién va a darse cuenta de la diferencia? —Guarda tus insultos para ti, sucio enano cabezón—dijo Mariyam—. Yo le doy gracias a Igziyabher por no haberse llevado a mi hijo. —¿Dónde está el cuchillo?—dijo Ras. —¿Qué? —El cuchillo. No vi ningún cuchillo. Yusufu entró en la casa y salió con un reluciente cuchillo exactamente igual al que le había robado el chimpancé. Se lo entregó a Ras y dijo: —Toma. Lo encontramos cerca de ti. —¿De veras?—dijo Ras—. Es muy extraño que vosotros siempre encontréis cuchillos después de una tormenta, y que yo nunca encuentre ninguno.   La flecha   Ras no pensó en Wilida hasta el día siguiente. Su rostro le despertó unos momentos antes del amanecer. ¡Se había casado ayer! No podía hacer nada al respecto. Aunque era capaz de mover los brazos y las piernas, así como de ladear la cabeza y estará sentado durante un rato, se encontraba demasiado débil y falto de coordinación como para mantenerse en pie sin ayuda de Yusufu y Mariyam. Se enfureció. ¡Si no hubiera salido bajo la tormenta para desafiar a Igziyabher! Estaba claro que Igziyabher había decidido responder a su desafío. No cabía duda de que, si lo hubiera deseado, habría podido matarle en vez de quemarle un poco y dejarle paralizado. Ras tenía la esperanza de que su debilidad fuese temporal. ¿Y si duraba el resto de su vida? En vez de asustarse, sintió una ira aún mayor. Igziyabher le estaba castigando de una forma injusta y le privaba cruelmente de la oportunidad de quitarle Wilida a Bigagi. Cuando recuperase sus fuerzas, la apartaría de Bigagi y los wantso. La amaría tanto que Wilida no sentiría tristeza alguna por haber dejado a su pueblo, y sería feliz mientras vivieran. Juntos buscarían a la criatura de los cabellos amarillos, porque ése era un misterio que Ras no podía ignorar. Tanto daba que la encontrasen o no, después seguirían el río hasta su final para enfrentarse a Igziyabher. Una vez allí, Ras recibiría las respuestas a sus preguntas, y después él y Wilida volverían al bosque, y Ras construiría una casa cerca de ésta. Y todos serían felices. En primer lugar, tenía que volver a ser tan fuerte como antes de ser golpeado por el rayo. Para aquello hizo falta más tiempo del que había esperado. Pasaron dos semanas antes de que pudiera volver a correr con la rapidez de antes, trepar por un árbol igual que un chimpancé‚ lanzar un cuchillo con precisión, nadar hasta la columna que había en el centro del lago y volver nuevamente a toda velocidad, sin detenerse, y levantar a Janhoy por encima de su cabeza hasta la máxima distancia que le permitían sus brazos. —Y ahora vuelvo a marcharme—dijo Ras la mañana en que se cumplían catorce días desde que cayó el rayo—. Voy al final del río, al hogar de Igziyabher. Y, una vez allí, lo aclararemos todo. Pensaba que no era el momento adecuado para decir nada sobre Wilida. Mariyam gritó y dijo que estaba loco. El rayo le había cocido los sesos. Cuando Igziyabher se diera cuenta de hasta dónde llegaba su impertinencia, su falta de respeto, su..., sí, incluso su blasfemia, entonces le mataría. ¿Acaso había olvidado lo que le sucedió a quienes construyeron aquella torre desde la que asaltar el Cielo? —¡Igziyabher te castigará! —gritó Mariyam a su espalda, y un instante después su oscuro rostro de águila pescadora se asomó por encima de la barandilla—. ¡No puedes desobedecerle! ¡Recuerda el rayo! ¡Te ha herido con su cuchillo de fuego y te ha marcado! ¡La próxima vez morirás! ¡Mi bebé, mi hermoso y querido bebé, no debes morir! Ras alzó la vista al oírla gemir, y casi dejó de bajar por la cuerda. Sintió una gran angustia, como le sucedía siempre que Mariyam era sincera en su pena. El negro y arrugado rostro de Yusufu apareció junto al de ella, y su larga barba negra y gris colgó sobre la barandilla igual que el musgo en las ramas de los árboles del pantano. —Oh, hijo mío, normalmente tu madre parlotea igual que un mono idiota. ¡Pero ahora hay sabiduría en sus palabras! ¡No te marches de aquí para ir en busca de Igziyabher! —¿Por qué‚ no?—gritó Ras—. ¡No eres mi padre y tu esposa no es mi madre! ¡No soy hijo de monos! Llegó al suelo y soltó la cuerda, pero fue incapaz de marcharse. Parecían tan preocupados por él, tan temerosos... Y Ras les amaba aunque fueran unos mentirosos aún más grandes que los cazadores wantso. —¡No debes ir porque morirás! —gritó Yusufu—. ¡Además, aún no es el momento! Ras guardó silencio durante un momento y luego habló sin gritar, pero lo bastante alto como para ser oído. —¿El momento para qué? ¡Respóndeme a eso! —¡No es el momento!—gritó Mariyam—. ¡No es el momento, te lo digo yo! ¡Igziyabher lo ha afirmado! —¡Oh, Igziyabher!—gritó Ras—. ¡Ojalá se meta Su cabeza en Su culo y estornude! Lanzó una sonora carcajada y dijo: —¡Igziyabher! ¡Le encontraré y hablaré con Él! ¡Obtendré respuestas a mis preguntas! Mariyam gritó al ver que Ras se alejaba por entre los troncos, cada uno de los cuales era más grueso que la distancia que Ras podía cubrir tomando carrerilla y dando un buen salto. Sus gemidos se fueron haciendo más débiles, igual que si se cansaran de rebotar de un tronco a otro, y muy pronto quedaron ahogados por los árboles. Sus inmensas ramas se encontraban en lo alto y las lianas crecían de una rama a otra, y allí crecían también flores tan rojas como la ira de un leopardo y tan negras como un gorila protegiéndose de una tormenta debajo de un árbol, y tan cálidas, suaves y rosadas como lo que había entre los labios de la vagina de una virgen wantso. Grandes monos negros con las patillas plateadas y los ojos gris azulados como una nube de tormenta correteaban por las lianas. Gritaron llamando a Ras, pero él no les respondió. Un palo dio en el suelo a poca distancia de él, y Ras no miró hacia arriba. Sabía que quien lo había arrojado era el jefe de aquella plaga ambulante, el macho joven que tenía las cicatrices dejadas por las garras del leopardo en su cara y en su espalda. A Ras ya le habían dado demasiadas veces con palos, fruta podrida y, algunas veces, incluso con la pegajosa y maloliente mierda de mono, que tiene un color verde amarillento y parece medio hecha de agua. Apretó el paso mientras su atormentador aullaba, decepcionado. De la casa al comienzo del bosque había un kilómetro y medio. Después, el terreno iba cambiando de nivel durante unos doscientos metros para acabar encontrándose con el lago. La hierba, dura y algo espinosa, cubría la pendiente que bajaba del bosque hasta las cercanías del lago, tan alta que llegaba hasta la pantorrilla de Ras. Alguien o algo —Mariyam decía que Igziyabher— había colocado allí piedras redondas cuyo tamaño iba desde el puño de Ras hasta peñascos lo bastante grandes como para que Ras diera dos zancadas desde una punta a otra. Ras saltó a una de las piedras y se quedó inmóvil durante un rato, contemplando las aguas. Allí era donde había aprendido a nadar, a una edad tan temprana que no podía acordarse de ello. Las aguas eran tan frías que no podía quedarse mucho rato en ellas sin ponerse azul y sin que sus dientes castañetearan igual que los de un mono asustado. Después, cuando salía del agua, la manta del sol resultaba maravillosa, y su delicioso calor iba haciendo que su piel dejara de estar erizada como la de una gallina. Los riscos brotaban bruscamente del agua al norte del lago. Eran negros y parecían retorcerse sobre sí mismos, formando un agudo contraste con el blanco de las tres cataratas. La más cercana se encontraba a unos tres kilómetros de distancia. Ras había ido frecuentemente en su canoa hasta allí, acercándose tanto como le era posible a las rugientes aguas cubiertas de vapor, y había descubierto que el risco estaba curvado en la base. Podía pasar por detrás de las cataratas y llevar el bote más allá de los remolinos y a través de la neblina que casi parecía lluvia. Y aquél era uno de sus lugares secretos favoritos. Bajó la vista hacia el agua, que allí tenía poca profundidad. Un pez iba y venía por entre las algas. El viejo Kimba tenía casi un metro de largo y unos enormes ojos saltones con un cuerno encima de cada ojo y otro que salía justo de su frente. —¡Kimba, hoy no debes jugar conmigo!—dijo Ras—. He querido pescarte durante muchos años y puede que algún día acabe cogiéndote. Pero no será hoy. ¡Tengo cosas más importantes que hacer, aunque al decir esto no pretendo herir tus sentimientos! A su izquierda los flamencos formaban una palpitante nube rosada, mitad sobre la orilla, mitad en el lago. Patos y pelícanos nadaban a unos pocos centenares de metros. Ras se preguntó si volvería a ver el lago alguna vez. Cuantas veces había venido corriendo hasta aquí, con Mariyam o Yusufu siguiéndole... Tenía la impresión de que en aquellos momentos estaba más cerca del seno del mundo. —Cada mañana he abierto a picotazos el huevo de la noche —murmuró—. Entonces sentía algo que no puedo expresar con palabras. Todo parecía tan lleno de gloria, vibrante de belleza y misterio... Ahora sigue siendo hermoso, y lo desconocido me llama con una voz que..., ¿que qué? Me llama, y debo averiguar qué‚ es. Pero no es igual que cuando me encontraba desnudo ante la gloria del todo y el mundo era una criatura viva. »Sin embargo, si todo hubiera seguido siendo como entonces, jamás habría sabido qué‚ se siente al estar dentro de una mujer. Recordó el día en que Yusufu y Mariyam le recibieron en la orilla cuando salió de nadar. —Oh, hijo, ya no eres un niño inocente. Debes cubrir tu desnudez—había dicho Mariyam, y le había entregado un taparrabo hecho con piel de leopardo. —Hace mucho que ha dejado de ser inocente—había gruñido Yusufu—. Le he visto con una hembra de gorila, ésa a la que llama Keyy, metiéndosela por detrás, como una bestia. Mariyam lanzó un chillido. —¡Oh, malvado! ¡Sodomía! ¡Estoy segura de que los ojos de Igziyabher no te estaban mirando cuando cometiste ese acto horrible! ¡De lo contrario te habría consumido igual que ese pato que tu padre estropeó el otro día, cuando estaba durmiendo la borrachera en vez de vigilar cómo iba asándose! Yusufu había intentado seguir manteniendo el ceño fruncido pero, cuando habló, en sus labios flotó una leve sonrisa. —Peor aún, le he visto con su amigo el chimpancé‚ ese travieso hijo de Satanás..., y se estaban enculando el uno al otro. El grito de Mariyam fue más potente que el de antes, y sus manos agitaron el taparrabo ante el rostro de Ras. —¡Eres un malvado, el hijo pervertido de un bujarrón con gonorrea! ¡Al menos el gorila era una hembra, pero ese chimpancé‚ es un macho! ¡Oh, Igziyabher! —Ya me estoy hartando de oír ese nombre—había dicho Ras—. ¿Acaso debo esperar hasta que el viejo mentiroso me mande a la hermosa mujer blanca que tú dices que me ha prometido? No puedo esperar. ¿Es que el leopardo debe conseguir permiso de Igziyabher antes de montar a su hembra? —Ponte el taparrabo—le había dicho secamente Yusufu—. Tienes un rabo enorme, como el de un elefante macho, y te está saliendo pelo tan deprisa como la hierba después de llover. Ahora eres un hombre y debes cubrir tu desnudez. De lo contrario, ofenderás a Igziyabher y harás que se enfade. Ras no había tenido ganas de recibir una paliza o seguir discutiendo, así que se había puesto el taparrabo y, aunque jamás lo había admitido ante sus padres, al hacerlo había sentido una cierta emoción. Aquello marcaba un día importante en su vida. Después‚ llevó el taparrabo sólo cuando le apetecía, lo cual no sucedía muy a menudo. Pero no pudo resistir la tentación de preguntarles por qué‚ debía llevar ropa mientras que ellos iban tan desnudos como si fueran monos, más todavía ya que no tenían pelo para cubrir su sexo. —Porque somos monos—le había dicho Yusufu. Fue entonces cuando a Ras se le ocurrió una idea que le dejó muy sorprendido. Sus padres no eran monos. No se parecían a los monos y hablaban. Ningún mono era capaz de hablar. Los únicos capaces de hablar eran él, sus padres y los wantso, que tampoco eran monos. Sus padres le estaban mintiendo. ¿Por qué‚? ¿O acaso creían realmente que eran monos? Los niños de los wantso creían descender de dos criaturas que Mutsungo hizo con barro y telarañas. Quizá fueran los descendientes de dos seres hechos con barro, pero Ras no lo creía así. Sus ojos fueron hacia el pilar de piedra negra que se alzaba en el centro del lago. La piedra era pulida en la base, pero no tanto como para que le resultara imposible trepar por ella si estaba lo bastante decidido a intentarlo. Aquel pilar era la única cosa fea y desagradable que había en todo el lago. Desde que pudo comprender las palabras sus padres le advirtieron que se mantuviera alejado de él. Era algo horrible y peligroso. Significaba la muerte segura para quien intentara trepar por él. —Fue construido por la primera gente, las primeras creaciones que Igziyabher hizo en este mundo—le había dicho Mariyam—. Construyeron una torre para llegar a los cielos. Por aquel entonces allí no había ningún lago; la tierra era tan seca como el sitio donde estás tú ahora. Aquella gente construyó una torre para llegar a los cielos Y cuando Igziyabher lo vio, dijo: «Si pueden hacer esto, ¿qué harán luego? Treparán desde la cima de la torre al Cielo y nos veremos expulsados de nuestro palacio del Cielo». —¿Nos?—dijo Ras—. ¿Qué‚ tiene que ver ese nos con Igziyabher? —Eso es lo que dice la historia, y la historia es cierta. No me interrumpas, niño—le había contestado Mariyam—. Así que Igziyabher se enfadó mucho y mandó un diluvio que ahogó a todos los constructores de la torre. Por eso está ahí el lago. Hubo un tiempo en que la tierra era seca, pero ahora es un valle lleno de agua. Y los cráneos de aquellos orgullosos constructores sobresalen por entre el barro y te miran cuando nadas por encima de ellos. Ras se estremeció y dijo: —Pero la columna... ¿Cómo es posible que alguien pueda construir una columna de roca sólida? Tú has hablado de una torre, ¿no? —Igziyabher convirtió la torre en roca sólida para que siguiera en pie eternamente y sirviera de advertencia a la gente, sobre todo a los chicos que hablan demasiado y tienen la cabeza hueca, avisándoles de que deben comportarse con humildad y temor ante Él. Ahora Ras estaba pensando en esa historia que le habían contado hacía tantos años pero que resonaba en sus oídos igual que si se la acabaran de narrar, y que había visto dentro de su cabeza como si acabara de suceder en ese mismo instante. Oyó el chop-chop-chop de las alas del Pájaro de Dios y alzó la vista. El Pájaro estaba saliendo de su nido oculto en la cima del pilar de roca, aquello que en tiempos fue una torre construida por los hombres que deseaban asaltar el Cielo. Un instante después el Pájaro empezó a cruzar el lago hacia él, y en un segundo Ras lo tuvo encima, y luego el Pájaro le dejó atrás, y su sombra revoloteó por encima del agua a unos metros de distancia. Ras entrecerró los ojos para protegerse del sol y se dio la vuelta para observarle. El Pájaro siguió a la misma altura hasta desaparecer detrás de los árboles. Ras calculó que había bajado en un sitio situado a unos cinco kilómetros de donde se encontraba. Durante un segundo pensó en volver a la orilla y correr a través del bosque para encontrarlo. ¿Qué estaba haciendo tan cerca? ¿Por qué había tomado tierra a tan poca distancia? O quizá no lo había hecho. Quizá estaba suspendido cerca del suelo, como hacía algunas veces, al parecer para que así el ángel de su vientre pudiera observar más de cerca aquello que le interesaba, fuera lo que fuese. Probablemente intentar acercarse al Pájaro ahora resultaría tan inútil como lo había sido siempre. Cada vez que Ras se había deslizado por entre la maleza para espiarlo el Pájaro había emprendido el vuelo antes de que pudiera llegar hasta él. Así pues, ¿por qué hacer otro intento? Además, ahora que el Pájaro andaba ocupado en su misteriosa misión, su nido había quedado desprotegido. Ras remó hacia la base de la columna y fue dando la vuelta. La roca era negra, lisa y reluciente cuando se la veía desde lejos, pero estando cerca de ella pudo ver que en la negrura había multitud de pequeños agujeros y señales. La superficie era como la coraza de un gigantesco escarabajo negro vista a través del cristal de aumento que Mariyam le había regalado al cumplir los doce años. Ras dio una y otra vuelta a la base del pilar. En la parte este, a unos dos metros por encima del agua, había un abultamiento en la roca. No era demasiado pronunciado, pero su parte superior formaba una cornisa inclinada. Había el espacio suficiente para que Ras se izara a ella si agarraba con mucha fuerza el reborde de piedra, y después le sería posible mantenerse de pie en la cornisa si pegaba el cuerpo a la columna. Lo había intentado muchas veces; la mayor parte de sus tentativas habían acabado en un resbalón y una caída de espaldas a las aguas del lago. Si no conseguía subir a la cornisa en el primer intento después le resultaba todavía más difícil, pues tenía las manos mojadas. Después de cada caída tenía que subir a la canoa sin volcarla, y tenía que esperar a que se le secaran las manos antes de dar un nuevo salto desde la tambaleante embarcación. Pero, una vez lograba poner pie en la cornisa, podía encontrar otros asideros, por pequeños que fueran. En una ocasión había logrado trepar casi quince metros antes de resbalar y caer. Esa vez, aunque se había retorcido para entrar en el agua verticalmente, con las manos por delante, había estado a punto de golpearse con el borde de la canoa. Yusufu y Mariyam se habían enterado de su caída. Ras jamás supo cómo lo habían logrado. No habían salido de la casa que se encontraba debajo del árbol y desde allí no podían verle, pero le dieron una feroz reprimenda por haber trepado a la columna, y Yusufu le azotó. Al parecer, Igziyabher se había encargado de notificárselo en Su misteriosa forma habitual. Ras estaba pensando en probar suerte por el mismo sitio. Era más fuerte que cuando lo había intentado por última vez, un año antes, aunque también pesaba más. Pero ahora sentía una mayor confianza en sí mismo y el Pájaro no andaba por allí. ¿Por qué no intentarlo de nuevo? El único problema era que el Pájaro podía volver mientras Ras se hallaba a media ascensión. Esperaría hasta que se marchase en dirección oeste y luego correría el riesgo, esperando que hubiera ido a informar a Igziyabher y que tardaría cierto tiempo en regresar. El plan tenía un punto débil. Ras había decidido encontrar a Igziyabher, que era Dios y, al mismo tiempo, su Padre. Sólo Igziyabher podía responder a sus preguntas. No había razón alguna por la que Su hijo debiera esperar hasta que Igziyabher decidiera bajar de los cielos para hablar con él. Ras se había cansado de esperar respuestas ¿Por qué alimentarse de oscuridad cuando en la mesa de Igziyabher había todo un banquete de luz? ¡Si pudiera construir una trampa con que atrapar al Pájaro! Entonces le obligaría a responder a sus preguntas. Haría que el ángel de su vientre hablara con él, tal y como había hecho con Gilluk, el rey de los sharrikt, cuando lo había tenido prisionero durante seis meses después de haberle rescatado de los wantso. Quizás, en vez de ir hacia el oeste atravesando el mundo, pudiera ir en el vientre del Pájaro hasta la mansión de Igziyabher. Acabó decidiendo que la ascensión de la columna tendría que esperar, y llevó la canoa hasta la orilla este. Acababa de poner el pie en tierra cuando oyó nuevamente el ruido de las alas y el apagado rugido, y el Pájaro apareció encima de él. Ahora se encontraba por lo menos a ciento cincuenta metros de altura y subía rápidamente hacia la cima del pilar. Ras se alegró por haber decidido no intentar la subida este día. Ras regresó caminando lentamente a su casa. Temía las súplicas y amenazas que oíría cuando les dijera a Yusufu y Mariyam que esta vez se iba de veras. No pensaba discutir. Les informaría de su decisión, les levantaría en vilo para darles un beso de adiós y se marcharía. Los dos debían entender que ahora ya era un hombre. No podía tolerar que le trataran igual que a un niño. Y también estaba Wilida. De no haber sido por la aparición de aquel extraño pájaro de alas rígidas, la habría sacado de su jaula en la islita. Wilida habría venido con él para vivir en la casa que le habría construido en la meseta. Y, con el tiempo, la habría presentado a Yusufu y Mariyam. Estaba seguro de que gritarían y maldecirían, pero no tendrían más remedio que aceptarla. Si le amaban, y de eso no cabía duda, también tendrían que amarla a ella. Intentó no pensar en la posibilidad de que Wilida se negara a venir con él. Le amaba; lo sabía. Pero reunirse con él en secreto, entre la maleza, no era lo mismo que abandonar su aldea. Aunque podía obtener un gran placer estando con Ras y amándole, ¿vendría con él a la Tierra de los Fantasmas? Le había dicho que moriría si era separada de su gente. Cerraría los ojos y también‚n cerraría el corazón, y dejaría de vivir. Cualquier wantso moriría. El exilio era un castigo peor que ser arrojado a los cocodrilos o ser quemado vivo. Las demás mujeres habían dicho lo mismo cuando Ras, medio en broma, les había preguntado si se vendrían a vivir con él. Anhelaban que les hiciera el amor, pero no querían tener nada que ver con él aparte de eso. Ras había llegado a pensar en la posibilidad de hacer que le aceptaran entre los wantso. Si podía vivir en la aldea y ser un wantso, entonces Wilida podría tenerle al mismo tiempo que conservaba a su gente. Pero eso era antes de que hubiera comprendido cuán profundamente le odiaban todos los hombres. Aunque no les hubiera ofendido con su virilidad fuerte y sana y con el haber seducido a sus mujeres, jamás le habrían aceptado. Siempre sería un extraño. Y, aunque hubiera podido borrar parte del miedo que le tenían por ser un fantasma, siempre haría que se sintieran nerviosos. Siempre sería un fantasma. No importa, pensó. Si Wilida me ama tanto como yo la amo a ella, vendrá conmigo. Y juntos buscaremos a Igziyabher. Al menos, le preguntaré si quiere hacerlo. Dejó atrás un gran árbol y entró en el claro donde se hallaban las dos casas. Se detuvo. Un pajarillo con el cuerpo verde, las alas negras, el cuello blanco y la cabeza roja pareció quedar paralizado cuando estaba volando a través del claro. Un fuerte latido y su corazón volvió a funcionar, despacio, despacio. El cuerpecito moreno que había en el suelo, al pie de los peldaños que llevaban al porche, el cuerpo tendido sobre su espalda con los brazos extendidos, la mandíbula fláccida, los ojos abiertos, una flecha clavada en su corazón..., ese cuerpo era el de Mariyam. Después de haberlo visto, y durante un largo espacio de tiempo, Ras tuvo la impresión de moverse despacio y con mucha dificultad, como si fuera un insecto atrapado en la savia que fluía de un árbol herido. Tomó en brazos a Mariyam, aún caliente, con la sangre alrededor de la herida aún por secar, y empezó a mecerla contra su cuerpo. Su cabeza oscilaba a cada movimiento. Ras sentía dolor, pero su dolor era tan frío como el agua que había en lo más profundo del lago. Estaba allí, pero aún no se había deshelado. Después‚cuando cesó en sus intentos de conseguir que despertara, la dejó para buscar a Yusufu. Le llamó a gritos y registró la casa del suelo y la casa del árbol y luego vagó por el bosque, gritando continuamente el nombre de Yusufu. Finalmente volvió a donde estaba Mariyam, dando tumbos, y tomó asiento en el suelo, cogiéndola nuevamente en sus brazos, acunándola hacia atrás y hacia delante. El sol empezó a bajar de su cenit antes de que Ras dejara de abrazarla. Examinó la flecha. Era una flecha wantso, hecha con madera de limonero pintada de negro y de rojo, con cuatro plumas de un pájaro que tenía la cola verde, y la cabeza de cobre había sido atada al astil con una tira de piel amarilla procedente de un ratón de pelaje dorado. Su aturdimiento fue esfumándose poco a poco y la culpa ocupó su lugar. Gritó y lloró, dominado por la pena y el remordimiento. Los wantso habían venido hasta aquí y habían matado a su madre porque él les había enfurecido con sus conquistas y sus cánticos burlones. Habían estado tan llenos de ira que habían logrado vencer su miedo a la Tierra de los Fantasmas y habían entrado en ella para buscarle. No le habían encontrado, pero habían encontrado a Mariyam. Y debían de haberse llevado a Yusufu con ellos. Lo estarían reservando para la tortura. Quizás aún no se hubieran ido. Quizás ahora mismo estuvieran en el bosque, esperando tenderle una emboscada. O Quizás estuvieran acercándose a él, en silencio, cautelosamente. Se puso en pie, sosteniendo la flecha en su mano, y gritó: —¡Venid, hombres de los wantso! ¡Os mataré a todos! No hubo respuesta. Los monos parlotearon excitadamente. Un pájaro lanzó su clut-clut-clut. A lo lejos se oyó el grito de un águila pescadora. Ras empezó a buscar huellas en la seca y dura tierra que había debajo del árbol. No encontró ninguna aparte de las que él mismo acababa de hacer. Los wantso habían usado ramas para limpiar las señales dejadas en el polvo, y el suelo que rodeaba el claro había recibido el mismo tratamiento. Estaba claro que los wantso no deseaban que pudiera alcanzarles mientras aún se hallaban dentro de su territorio. Ahora el sol ya estaba deslizándose hacia las cimas de los acantilados. Ras llevó a Mariyam al bosque, adentrándose hasta encontrar un sitio donde la tierra era blanda y suave, al pie de una colina donde la lluvia se había ido acumulando durante mucho tiempo para formar un pequeño estanque, ahora casi seco. Cavó con su cuchillo y sacó tierra con las manos hasta obtener un agujero de unos sesenta centímetros de profundidad. Llorando, puso a Mariyam dentro del hoyo, pero antes de hacerlo besó su mejilla. La colocó de lado, con las rodillas dobladas junto al estómago. Después arrojó tierra hasta cubrirla, y sostuvo entre sus dedos el último puñado de polvo y barro durante un rato muy largo. Aún podía ver un pequeño retazo de su piel, y tuvo la impresión de que cuando hubiera desaparecido, Mariyam se iría con él, y no habría esperanza alguna de que volviera. Acabó dejando caer el puñado de barro, y Mariyam desapareció. Durante el resto del día anduvo buscando piedras de gran tamaño y no acabó de amontonarlas sobre la tumba hasta después del crepúsculo. Por fin, convencido de que ningún carroñero podría sacarla de allí, se marchó Una vez en la casa del árbol limpió la punta de la flecha wantso y la puso en su carcaj. La flecha volvería a los wantso. No logró conciliar el sueño hasta que ya casi era de día, y durmió poco. Lloró y gimió, llamando muchas veces a Mariyam. El sol acabó levantándose en el cielo, y Ras se levantó con él. Se afeitó, tal y como hacía cada mañana. El espejo le mostró un rostro agotado con los ojos enrojecidos. Comió un poco de carne seca y fruta. Guardó el peine y el espejo en la bolsa de piel de antílope. Después de haber aguzado su cuchillo en la piedra de afilar, examinó el bosque. Ni tan siquiera su pena había logrado hacerle olvidar que los wantso podían seguir allí con la esperanza de pillarle en una emboscada, aunque dudaba de que osaran pasar la noche en la Tierra de los Fantasmas. Lo más lógico era que se llevaran a Yusufu y esperasen que Ras les persiguiera. Cuando salieran de la meseta se detendrían para tenderle una emboscada. También era posible que hubieran llevado a Yusufu directamente al poblado, donde se sentirían más seguros, y donde se le podía torturar cómodamente. Ras no llevaba recorrido más de un kilómetro y medio cuando vio a Janhoy avanzando cautelosamente hacia él por entre los arbustos. Hoy no tenía ganas de jugar al escondite con el león, así que le gritó para que se alejara. Janhoy se quedó muy decepcionado por la expresión de sus ojos parecía dolido. Ras le acarició y le revolvió un poco la melena —Hoy no puedes venir conmigo—le dijo a Janhoy—. Serías un estorbo, y además podrían hacerte daño. No podría soportar el perderte también a ti, Janhoy. Te quiero demasiado. El león insistió en acompañarle, e intentó seguirle incluso cuando llegaron a los escarpados acantilados que marcaban el límite de la meseta. Ras le gritó y le arrojó piedras, y finalmente Janhoy acabó retrocediendo para quedarse en una cornisa del risco. Cuando llegó al final del acantilado Ras levantó la mirada. La gran nariz de Janhoy y sus ojos, todavía ofendidos, seguían siendo visibles. —¡Volveré!—gritó Ras. Estaba preocupado por Janhoy. Aunque Ras y Yusufu le habían enseñado cómo cazar, si no le ayudaban al león le resultaba bastante difícil conseguir la suficiente cantidad de presas. Aparte de los leopardos, los antílopes, los cerdos y los gorilas, en la meseta no había grandes animales. Cuando Ras era más joven había unas cuantas cebras, pero los leopardos habían acabado con ellas. Janhoy mataba un cerdo de vez en cuando. Los antílopes resultaban una presa difícil para un león solo, y los leopardos eran demasiado veloces y ágiles para Janhoy. Estaba tan acostumbrado a los gorilas, ya que de cachorro Ras le había llevado con ellos, que los incluía en la misma categoría que a Yusufu, Mariyam y Ras. No eran carne para comer. Si Ras y Yusufu no hubieran cazado de vez en cuando antílopes para él, o con él, Janhoy se habría muerto de hambre. Ahora, ¿qué podría hacer si su única ayuda se marchaba! Tendría que arreglárselas de alguna forma.   La quema del mal   Ras se detuvo cuando había recorrido un kilómetro de jungla. Pensar en Janhoy muriéndose de hambre le causaba un dolor casi insoportable, pero no podía volver a subir los acantilados y perder el tiempo necesario para cazar un antílope o un cerdo que mantuviera alimentado al león hasta que regresara. Yusufu le necesitaba. Era muy posible que en ese mismo instante le estuvieran torturando. Ras meneó la cabeza y siguió adelante. Desde el final de la meseta donde terminaba la catarata hasta el poblado de los wantso había unos ocho kilómetros en línea recta. El río hacía tantas curvas que su recorrido desde las cataratas hasta la aldea tenía casi dieciséis kilómetros. Ras siguió el sendero más directo, trotando allí donde la maleza no era demasiado espesa, yendo de rama en rama cuando los árboles estaban lo bastante cerca (un método de avance bastante lento, debido a su peso), y atravesando el río a nado cada vez que éste le impedía seguir avanzando. De la casa del árbol a la aldea de los wantso había veinticuatro kilómetros, pero tuvo que recorrer casi treinta y cinco debido a que en algunos momentos no tenía más remedio que tomar un desvío. El sol estaba bajando en el cielo igual que un gran pájaro de color rojo y oro posándose en su nido. Ras decidió que mataría un mono y comería antes de seguir avanzando. De otro modo, el hambre minaría sus fuerzas con tal rapidez que no sería capaz de hacer gran cosa cuando llegara a la aldea. Entonces se encontró con un sendero muy usado por los wantso. Cuando estaba a punto de entrar en él oyó pasos. Se metió en la espesura con el tiempo justo de evitar que le vieran. Gubado, el viejo arpista, se acercaba trotando con un pequeño arco y un carcaj a la espalda, de los que se utilizaban para cazar animales no demasiado grandes. En una mano llevaba una rata muerta y en la otra una lanza: entre sus dientes sostenía dos cosas blancas de forma cuadrada que se agitaban con el viento creado por la carrera de Gubado. El viejo había encontrado dos Cartas de Dios. Ras salió de la espesura y se plantó a un par de metros del viejo. Gubado se detuvo. Su mandíbula se aflojó bruscamente a causa de la sorpresa; sus ojos se desorbitaron. Los papeles cayeron al suelo haciendo eses. Ras agitó su cuchillo y se dispuso a preguntarle por Yusufu. Gubado dejó caer lanza y rata y se llevó las manos al pecho. Tenía la cabeza echada hacia atrás y el rostro retorcido en una mueca. Retrocedió un par de pasos, tambaleándose, mientras sus labios se agitaban sin producir sonido alguno. Después dijo: «¡Uh¡ ¡Uh! ¡Uh!», cayó de espaldas y se quedó inmóvil. Ras se arrodilló junto al cadáver. —Viejo, no tenía intención de hacerte daño. Sabía que eras demasiado débil para acompañar a los guerreros que mataron a mi madre. Y me gustaba oír tu arpa entre la espesura. De hecho, acabé haciendo una para mí y aprendí a tocarla, acordándome de cómo tú manipulabas sus cuerdas. Clavó su cuchillo en el cuello de Gubado y empezó a cortar. —Pero si hubieras sido lo bastante joven habrías acompañado a los asesinos, y quizás hubieras sido tú mismo el que la mató. Y al acordarme de esto, si tu miedo no te hubiera parado el corazón habría sido yo quien te matara. La carne cedía rápidamente bajo el cuchillo. Los huesos del cuello no resultaron tan fáciles de cortar. Después de haber aserrado la médula espinal, Ras limpió su cuchillo y lo afiló con su piedra. Los ojos de Gubado, velados y sin brillo, parecían contemplarle. —No me hagas reproches, viejo—le dijo Ras—. Si hubieras sido capaz, habrías hecho lo mismo conmigo. Guardó el cuchillo en su vaina y cogió los dos papeles. Estaba demasiado oscuro para leer y la luna todavía no había salido, así que los dobló y los puso dentro de su bolsa. Después cogió la cabeza por el cono de pelo de la derecha y se alejó rápidamente por el sendero. Antes de haber recorrido diez metros oyó un rugido a su espalda. —¡Janhoy! Se dio la vuelta y corrió durante unos cien metros. Ahí estaba el gran animal, aún rugiendo. —¡Calla!—le dijo Ras—. Alertarás a los wantso. Acarició la melena de Janhoy y el león empezó a frotarse contra él, ronroneando estruendosamente. Janhoy le siguió hasta el cadáver de Gubado y al verlo se detuvo. La saliva goteaba de sus fauces. —Así que lograste bajar los acantilados, ¿eh? Debes ser medio cabra, monstruo torpe. Y ahora, ¿qué haré contigo? Eres tú el fantasma y no yo, porque siempre andas acosándome y estorbándome. Ya era demasiado tarde y estaba demasiado oscuro para cazar. Janhoy tendría que pasar hambre hasta el amanecer, y quizá también después. Si era posible, había que rescatar a Yusufu. Si no, había que vengarle. Janhoy avanzaba sigilosamente hacia el decapitado cadáver de Gubado. Ras vaciló y luego dijo: —Come, Janhoy. Aquí no hay nada más para ti, y eso te mantendrá ocupado mientras yo no estoy. No le gustaba mucho la idea de animar al león a que comiera carne humana, pero no parecía haber otra solución. Pero Janhoy, aunque hambriento, no daba la impresión de estar muy decidido a ello. Quería devorar a Gubado pero, al mismo tiempo, pensaba que no debía hacerlo. Empezó a olisquear el cadáver y le dio un rápido lametón a la sangre del cuello. Miró de soslayo a Ras, como para comprobar cuál era su reacción, y después de hacerlo se instaló junto al cadáver y empezó a desgarrar su carne. Ras se metió entre la espesura para no estar cerca de Janhoy, porque no quería hacerle pensar que deseaba una parte de Gubado. El león estaba tan hambriento que ahora, en las primeras etapas de alimentarse, podía reaccionar violentamente tan sólo con que Ras se aproximara a su comida. Ras se alejó rápidamente del sendero y, cuando volvió a éste, las curvas y giros del camino ya habían ahogado el ruido de la carne desgarrada. Ras cruzó el río por encima del poblado, allí donde el agua no llegaba más arriba de su pecho. Aquí no había cocodrilos porque el agua era demasiado fría. Sin embargo, creyó que se le paraba el corazón cuando sintió el contacto de un pez en su pierna. Cuando llegó a la empalizada que atravesaba la península dejó la cabeza de Gubado en el suelo y volvió a meterse en la espesura. En la plataforma situada detrás de la empalizada había dos antorchas, y a su claridad podía verse a Thikawa, un hombre de mediana edad, y a Sazangu, su joven sobrino, iluminados de cintura para arriba. Sus rostros brillaban igual que si estuvieran untados con aceite. Thikawa llevaba un tocado de plumas blancas y en su cara había rayas de pintura blanca. Estaba apoyado en una enorme lanza y hablaba en susurros con su sobrino. Ras tomó su arco, puso una flecha en la cuerda y apuntó cuidadosamente. El chasquido de la cuerda hizo que los dos centinelas dieran un salto, y Sazangu lanzó un grito ahogado. Thikawa se envaró y un instante después cayó de espaldas, con la flecha asomando de su esternón. Sazangu gritó, ahora más fuerte que antes, y se agachó detrás de la empalizada antes de que Ras pudiera sacar otra flecha de su carcaj. Ras puso el arco sobre su hombro y trepó a un árbol bastante grande. El arco le estorbaba bastante pero se tomó el tiempo preciso y acabó encontrándose encima de la plataforma. Sazangu estaba agazapado, el cuerpo pegado a la empalizada, y seguía chillando. No hacía ni el menor caso del gran tambor que se suponía debía golpear para dar la alarma. Thikawa no era visible; debía haber caído de la plataforma. Ras puso una flecha en su arco y pronunció en voz alta el nombre de Sazangu. Sazangu paró de chillar, se levantó de un salto y se arrojó de la plataforma. La flecha le alcanzó en los riñones justo cuando pasaba por encima de la barandilla. Las antorchas que había sobre la puerta este de la aldea, la quedaba a los campos, proyectaban la luz suficiente para revelar que la puerta se estaba abriendo. Otras antorchas aparecieron en el umbral, bailaron a su alrededor, y luego empezaron a cruzar los campos hacia la empalizada de la península. Ras bajó del árbol, recogió la cabeza de Gubado y se metió en el río, siguiendo la empalizada. Con una mano logró mantener cabeza, lanza, arco y carcaj por encima de las aguas mientras nadaba de costado. Sólo tenía que recorrer un semicírculo de pocos metros desde la orilla que estaba a un lado de la empalizada hasta la orilla del otro lado. De nuevo en tierra firme, atravesó los árboles y la maleza hasta llegar a un árbol de gran tamaño. Una vez allí sacó la cuerda del agujero en que la tenía escondida y se la pasó por el hombro izquierdo. Ahora había antorchas ardiendo sobre cada una de las cuatro puertas de la aldea, con un hombre o un muchacho montando guardia a su lado. También había antorchas en los postes situados bajo la rama del árbol s grado, y era probable que tuvieran vigilancia. Pero la puerta este había quedado abierta mientras los wantso investigaban el ruido producido en la empalizada de la península. Ras fue siguiendo la empalizada de la aldea por el lado este hasta casi llegar a la puerta. —¡Chufiya! ¡Chufiya!—llamó. El hijo del jefe se asomó por la empalizada para mirar hacia la oscuridad. —¿Quién eres? —¡Lazazi Taigadi! La flecha golpeó a Chufiya entre el cuello y el hombro. El impacto le hizo girar sobre sí mismo, y un instante después cayó detrás de la empalizada, al suelo de la plataforma. Ras corrió hacia delante sujetando en su mano izquierda uno de los conos de pelo de la cabeza de Gubado. Dejó la cabeza en el umbral y salió corriendo. Una mujer chilló, y también se oyeron gritos masculinos. Ras se paró delante de la puerta norte. Kufuna, el centinela, estaba mirando hacia el ruido. Ras le llamó por su nombre y, cuando Kufuna se dio la vuelta, recibió la flecha en el plexo solar, cayendo de la plataforma sin hacer ni un solo sonido. Más gritos, cerca de donde debía haber caído Kufuna. Ras siguió por la pared hasta la puerta oeste. Bigagi ya no montaba guardia en el puente, y la jaula había desaparecido. El centinela de la puerta oeste era Shewego, un hombre ya mayor. Siempre había sido nervioso y ahora aún lo estaba más. Su cabeza no paraba de moverse en todas direcciones, igual que la de un pájaro. Vio brillar la piel blanca de Ras bajo el resplandor de las antorchas, gritó, y saltó sobre la barandilla de la plataforma, sin pensar en los seis metros de distancia que había hasta el suelo. La flecha no logró darle. Ras lanzó una maldición en amárico y corrió por la pared hacia la otra puerta. El centinela de aquella puerta era Pathapi, uno de sus compañeros de juegos infantiles. Alguien debía haberle avisado, o quizá hubiera deducido lo que estaba ocurriendo por la secuencia de acontecimientos. Pathapi se dio la vuelta, arrojó su lanza contra Ras y abandonó rápidamente su puesto. Ras giró en redondo y volvió a meterse por entre las sombras del lado oeste. Cuando llegó al puente se detuvo para cortar las cuerdas que sujetaban el extremo situado en tierra firme, y luego fue corriendo por el puente hacia la islita, cortando las cuerdas con su cuchillo hasta dejar tan sólo unas cuantas hebras. Después lanzó un prolongado grito ululante. En el interior de la aldea reinaba el silencio, roto tan sólo por algunos niños que lloraban, el chillido de los cerdos y el cacareo de las gallinas. Pasó un minuto. De repente Ras oyó la aguda voz de Wuwufa, diciendo algo ininteligible. Poco después hubo un crujir de maderas y las puertas del oeste se abrieron lentamente. Seis hombres con antorchas se asomaron a la oscuridad. —¡Aquí estoy!—gritó Ras, incorporándose al extremo del puente—. ¡Aquí estoy, yo, Lord Tyger! Wuwufa estaba bailoteando detrás de los seis guerreros, gritándoles que mataran al fantasma. Ninguno de los guerreros se movió. Tibaso fue hacia ellos y les gritó algo. Los guerreros se agitaron, nerviosos, y se miraron unos a otros. Tibaso le quitó su lanza a uno de ellos. Fue hacia el puente y se la arrojó a Ras. Ras se agachó a un lado, dio un salto hacia atrás y acabó de cortar la cuerda a medio partir. La cuerda se rompió con un seco chasquido y su extremo le golpeó en la mejilla. Después fue corriendo hacia el otro lado y cortó la cuerda que lo sostenía. Tibaso lanzó un grito de consternación. El extremo del puente que daba a la islita se derrumbó, Tibaso resbaló por él y cayó al agua. Para entonces Ras ya había visto las tres cabezas de cocodrilo clavadas en unos postes de la orilla. Eso quería decir que la zona había sido limpiada de cocodrilos como parte de la ceremonia nupcial de Wilida. Los cadáveres de los animales habían sido probablemente el plato principal del banquete de bodas. Tibaso no corría peligro de que lo devoraran. Volvió nadando a la orilla y empezó a trepar por la pendiente igual que un hipopótamo, bufando y jadeando. Los seis guerreros habían puesto flechas en sus arcos y se preparaban para cubrir a su jefe. Ras tuvo que refugiarse detrás de un árbol mientras los proyectiles se clavaban cerca de él con un golpe ahogado o se alejaban silbando por el aire. Apenas hubieron pasado salió de su refugio y disparó su flecha contra Tibaso. Lo tenue de la luz y su premura hicieron que el tiro no fuese totalmente perfecto; la flecha atravesó el muslo izquierdo de Tibaso en vez del centro de su espalda. Tibaso, que estaba a cuatro patas, lanzó un grito y se levantó. Subió tambaleándose el resto de la pendiente y entró cojeando por la puerta mientras los seis guerreros lanzaban otra salva de flechas contra Ras, que había saltado nuevamente detrás del árbol. Después de disparar, los guerreros se apresuraron a entrar por la puerta y la cerraron. Ras arrojó su lanza a través del canal hacia la orilla y luego nadó a través del río. Trepó al árbol en el que había cantado aquella otra tarde, hacía dos semanas. Ahora toda la población de la aldea estaba reunida delante de la Gran Casa. Tibaso estaba tumbado de bruces sobre el trono que había en la plataforma de tierra. Sus manos se agarraban a los brazos del trono y sus dos esposas le sujetaban, o intentaban hacerlo, mientras Wuwufa extraía la flecha. El astil había atravesado toda la parte carnosa del muslo saliendo por delante. Wuwufa había quitado la cabeza del proyectil y ahora estaba tirando lentamente del astil para sacarlo. Tibaso no hacía ningún ruido; si quería que le considerasen como un gran guerrero, un hombre herido no debía gritar cuando le curaban las heridas. Los cadáveres de los hombres que Ras había matado habían sido colocados junto al trono del jefe, uno al lado de otro. La multitud se mantenía a una respetuosa distancia de los cuerpos; ni tan siquiera las plañideras encargadas del ruidoso llanto se acercaban a ellos. Los niños chillaban; las cabras, los cerdos y las gallinas, asustados por todo aquel estruendo, añadían sus balidos, gruñidos y cacareos al tumulto general. La luz de las muchas antorchas brillaba sobre las relucientes pieles negras y las cabelleras recogidas en el doble cono rojizo, iluminando el rojo cobre de las lanzas y los blancos zigzags de la pintura de guerra que cubría los rostros de los hombres. La cabeza de Gubado también estaba en el suelo, junto a los cadáveres. Ras los contó y se quedó sorprendido. No tendría que haber más de cuatro, pero había cinco. A esta distancia y con la cambiante iluminación de las antorchas no podía estar seguro en cuanto a la identidad del cadáver extra. Ras conocía perfectamente los rasgos, la silueta, el caminar, los gestos y la voz de cada wantso, pero el cuerpo tenía la flaccidez y la carencia de rasgos propia de un cadáver. Ras tuvo que identificar a los vivos y luego a los muertos antes de que le fuera posible darle nombre al cadáver sobrante. Tenía que ser Wiviki, esposo de Suthuna y padre de Fibida, una niña de seis años, por lo que ahora tendría que estar en la Gran Casa. ¿Por qué‚ estaba fuera, junto a los demás cuerpos? Bigagi se había acercado al jefe. Estaba agitando su lanza y gritaba algo. Los demás hombres habían dejado de hablar, y las mujeres y los niños habían calmado un poco sus demostraciones de pena y terror. Estaba claro que Bigagi les instaba a que emprendieran alguna clase de acción. Después de haber pronunciado un largo discurso, los hombres golpearon el suelo con sus lanzas y gritaron algo, algo que a Ras le pareció era su propio nombre. Bigagi había asumido el control de la situación; parecía haberse vuelto más alto, más corpulento y fuerte. Era el hombre que podía resultar más peligroso para Ras. Le conocía bien y no sentía hacia él aquel horror que dominaba a los otros. Y, además, era ambicioso. Ras le había oído decir a menudo que le gustaría ser jefe, aunque Ras había interpretado los deseos de Bigagi como sueños infantiles de grandeza al igual que Ras había soñado con ser Igziyabher. Pero Tibaso, el jefe, había perdido el dominio de la situación. Tibaso no podía pensar en nada que no fuese el dolor causado por la herida de su muslo. Bigagi se apartó de la multitud, fue hacia el trono del jefe y cogió su vara, que estaba apoyada en el trono. Tibaso intentó incorporarse y un instante después volvió a dejarse caer en el trono, con la cabeza colgando a un lado. Bigagi gritó algo, y las dos esposas de Tibaso le ayudaron a levantarse y le sostuvieron entre ellas para llevarle con paso tambaleante hacia la Gran Casa. Wuwufa, el viejo que hablaba con los espíritus, estuvo hablando con Bigagi durante un rato, y cuando terminó de hablar cayó al suelo y empezó a rodar sobre sí mismo. Ras esperó un rato, queriendo ver qué‚ rumbo tomaban los acontecimientos antes de marcharse. Quería averiguar dónde tenían prisionero a Yusufu, pero daba la impresión de que no iba a conseguirlo. Ahora no tenía ni la más mínima oportunidad de entrar en el poblado sin que le vieran. Yusufu no iba a ser torturado, porque los wantso tenían algo más urgente de que ocuparse. Bigagi estaría organizando un grupo de hombres para que registraran los alrededores de la aldea. Ras decidió que lo mejor sería retirarse al otro lado del río y dormir un poco antes de que amaneciera. Los wantso podían cansarse de hurgar entre los arbustos de la península, y quizá también en las orillas del río, aunque dudaba de que se atrevieran a tanto. Bajó del árbol, cruzó a nado el río y caminó unos tres kilómetros hasta llegar a un árbol que le ofreció un nido donde pasar el resto de la noche. Durmió mal y se despertó varias veces, una de ellas convencido de que había oído a Janhoy rugiendo en la lejanía. Al amanecer sacó de la bolsa los papeles que Gubado había descubierto y los levó. Aún estaban algo húmedos; la tinta se había corrido y muchas letras estaban borrosas, pero logró distinguir la mayoría de las palabras. único lugar donde Africa es como era antes del hombre blanco. Y a diferencia de la mayor parte del Africa precaucasiana, es un lugar bastante saludable. No hay mosquitos, porque carece de aguas estancadas. Incluso el agua del gran pantano se halla en continuo movimiento. Por lo tanto, aquí no hay malaria. Tampoco hay moscas tsé tsé, ni bilarziasis, ni viruela, ni enfermedades venéreas. Los resfriados son algo que no existe entre los wantso y los sharrikt. Las principales causas de muerte son las luchas, los accidentes, los leopardos devoradores de hombres, las mordeduras de serpiente, los cocodrilos (entre los sharrikt) y las infecciones debidas a cortes o heridas. Los ritos de circuncisión de los wantso, aparte de volver medio impotentes a los hombres, suelen acabar ocasionando infecciones y la muerte. Los wantso son muy conscientes de ello; como ocurre con la gente de todo el mundo, persisten en practicar una costumbre aunque ésta vaya en contra de la supervivencia. Sin embargo, la costumbre tiene cierto valor de supervivencia, en un sentido más amplio, ya que mantiene la población a un cierto nivel (50 ± 5), pese a que los conocimientos que tienen los wantso del control de nacimientos hacen que la elevada tasa de mortalidad entre los varones no sea realmente necesaria para mantener el equilibrio de la población. Podría admitir aquí mismo que aborrezco a los wantso..., y tengo buenas razones para ello, como ya irán viendo mis lectores. Son un pueblo depravado y han atraído a Ras dentro de su círculo de perversiones. No sé cómo, pero ha acabado encaprichándose de esos «yahoos» repugnantemente degradados. Participa en sus malignos juegos sexuales, que no voy a describir aquí para no ofender las sensibilidades de mis lectores, que naturalmente no leerán esto hasta después de que yo haya muerto, por lo que en realidad no debería importarme, pero considero que la moralidad es algo a mantener tanto entre los vivos como entre los muertos y La segunda hoja tenía el número 230. mis hijos, cerdos ingratos, se parecen a su madre, aquella desgraciada que me abandonó hace mucho tiempo. Pero ella era más lista. No intentó conseguir demasiado dinero; sabía lo que le ocurriría si trataba de hacerlo. Mis hijos han permitido que su codicia venza a su sentido de la conservación. Han intentado quitarme mi propio negocio, la gran industria que construí empezando con mil dólares (prestados) y que ahora vale treinta millones. ¡Mi negocio, por el que he trabajado como un esclavo, sufriendo privaciones y falta de sueño, el negocio que he convertido en una vasta empresa para un solo fin: este valle, este Ras Tyger, para que así me fuera posible hacer que el Libro se volviera real y para que algún día pudiera mostrarle a quienes se burlaban de mí lo ignorantes que eran, hienas estúpidas y mezquinas! ¡Si he gastado más de tres millones en este proyecto eso es asunto mío y sólo mío! Ellos (mis hijos) quisieron que les dijera adónde había ido a parar ese dinero; contrataron detectives para averiguar adónde iba cuando desaparecía de Johannesburgo. Pero le doy gracias a Dios por tener algunos sirvientes leales que cuidan de mis intereses y que me advirtieron..., sirvientes muy bien pagados, claro está, sirvientes que saben lo que les sucedería si me traicionasen. Y gracias a eso los detectives desaparecieron para siempre cuando intentaron seguirme, y les está bien empleado. Conocieron el mismo destino que otras personas que han intentado contrariar mis planes o que, sin saber de mí ni de mis derechos, intentaron entrar en este valle. La existencia de este lugar ha sido conocida durante mucho tiempo, por supuesto, pero nadie excepto yo y quienes me ayudan sabe su naturaleza, todo lo que contiene, todo lo que se está haciendo en él. Y no Ras no comprendió gran parte de lo que había leído. Había bastantes palabras cuyos significados desconocía: Africa, malaria, bilarziasis, privaciones, venéreas, Johannesburgo, detectives, y muchas más. Si el diccionario de la cabaña del lago no hubiera ardido junto con la cabaña, Quizás hubiera podido encontrar los significados de aquellas palabras. Quizás Yusufu los conociera..., si es que Yusufu seguía vivo y podía encontrarle. Ras dobló las dos hojas de papel y las guardó en la bolsa junto con la primera hoja que había encontrado. Después metió la bolsa en un agujero del tronco, justo encima de la rama, y tapó el agujero con brotes y ramas. Volvió al río, en un punto cercano al extremo sur de la empalizada que había en la península. Las plataformas que dominaban las puertas estaban vacías, sin ningún centinela. Los tambores redoblaban dentro de la aldea, dominados por el rugido del gran tambor toro, y se oía el tintineo de las calabazas secas. Ras se situó en un árbol cercano a la orilla, al sur de la aldea. Desde allí podía ver cuanto sucedía dentro de la empalizada. Los cadáveres y la cabeza de Gubado seguían en el centro del poblado. En un extremo de la hilera había un cuerpo que no había estado allí la noche antes. Su gran obesidad hacía que resultara fácil identificarlo como el cadáver de Tibaso. La herida del muslo debía haber terminado causándole la muerte, a menos que fuera Bigagi quien le hubiera matado, aunque no le parecía demasiado probable. Toda la población de la aldea estaba congregada ante el trono del jefe, en el cual estaba sentado Bigagi. Wuwufa, el rostro y los hombros ocultos por una torre cónica de madera y paja, estaba bailando ante la multitud. En su mano sostenía un matamoscas hecho con la cola de un búfalo de agua y lo iba agitando arriba y abajo, blandiéndolo ante la multitud, deteniéndose de vez en cuando para agazaparse y ladear la cabeza igual que si estuviera escuchando algo. Pasó cierto tiempo antes de que Ras entendiera lo que estaba ocurriendo. El silencio de la multitud, sus posturas de estar esperando algo, y sus ojos clavados en Wuwufa, así como su obvio temor y el matamoscas, acabaron dándole la clave. Aunque nunca lo había visto, había oído descripciones de esto en labios de Wilida. Wuwufa estaba intentando oler el rastro de quien había causado la desgracia. Los wantso habían sufrido una catástrofe. La mitad de los varones adultos habían muerto; un gran mal había caído sobre ellos. Alguien era responsable de aquello, y ese alguien tenía que ser encontrado por su olor antes de que pudiera hacerles más daño. Todos eran malvados, tanto los hombres como las mujeres y los niños, pero había alguien más malvado que los demás, y ese alguien había causado las muertes ocurridas entre los wantso. Había que atrapar a ese alguien antes de que otro mal distinto pudiera atacarles y morderles, igual que una serpiente. Wuwufa se agitaba y pataleaba ante la multitud, sacudiendo el rabo del búfalo. Fue bailoteando a lo largo de la primera fila de hombres y mujeres, agitando el rabo delante de sus caras, y todos se encogieron y dieron un paso hacia atrás. Wuwufa fue recorriendo las filas de los wantso, trayendo el horror con él y dejando el alivio a su paso. Fue moviéndose por entre las hileras sin tocar a nadie con el rabo de búfalo y luego se agachó, pateó el suelo y se inclinó hacia un lado y a otro mientras iba hacia Bigagi, Thiliza, Favina y Wilida. Bigagi era el único que no daba señales de miedo. Clavó los ojos en Wuwufa, como desafiándole a que le tocara con el rabo del búfalo. Las tres mujeres se encogieron sobre sí mismas e intentaron mantener el trono del jefe entre ellas y el cada vez más cercano hombre que hablaba con los espíritus. Ras se preguntó si Bigagi y Wuwufa no habrían discutido entre ellos durante la última noche. ¿Habría protestado Wuwufa al ver que Bigagi se apoderaba del trono del jefe? ¿Pensaba quizá Wuwufa que podía librarse de Bigagi husmeando en su olor la secreción del mal? ¿O estaría pensando en alguna de las mujeres? Wuwufa se detuvo delante del trono, agitó el rabo de búfalo ante Bigagi, y éste apretó su vara con más fuerza pero no apartó los ojos de Wuwufa. El que hablaba con los espíritus pateó el suelo e inclinó la estructura cónica que le cubría la cabeza hacia un lado. Después pasó ante Bigagi y agitó el rabo de búfalo ante las mujeres. Las tres se volvieron hacia él, como si temieran que les tocase la espalda si no le miraban. Cuando el rabo del búfalo se acercó a sus caras, las tres echaron la cabeza hacia atrás. Intentaron protegerse el rostro con las manos, y Thiliza cayó de rodillas de puro terror. Wuwufa se alejó de ella y se volvió hacia Wilida. Primero se le acercó desde la derecha y luego desde la izquierda. Inclinó el cuerpo en una dirección y en otra, quedándose quieto durante largo rato. Agitó el rabo de búfalo alrededor de ella y por encima de su cabeza, y en una ocasión se lo metió por entre las piernas. Después lo acercó a su máscara, como si lo estuviera oliendo. Ras se agarró a la rama. Ahora sabía quién sería la hechicera. Era lógico que ella fuese la causa del mal. Wilida había sido la primera en conocerle, había sido la mejor amiga y, después, la mayor amante del Chico-Fantasma. El Chico-Fantasma había conseguido llegar hasta la gente de la aldea porque ella no había huido al verle. El Chico-Fantasma había alardeado ante todo el poblado de que la amaba más que a ninguna otra. El Chico-Fantasma, Ras Tyger, había causado la muerte de la mitad de los hombres. Por lo tanto, Wilida debía ser culpable sin duda alguna. Ras tuvo la impresión de que en la decisión de Wuwufa debía haber influido otro elemento. Nombrándola como la hechicera, le mostraba al nuevo jefe que su poder no era tan grande como el de Wuwufa. Wuwufa controlaba el mundo de los espíritus, y ese mundo siempre era más fuerte que el mundo de la carne. Eso le había contado Yusufu a Ras, y ahora Ras podía comprender la verdad que había en sus palabras. La multitud lanzó un gemido cuando el rabo del búfalo rozó una y otra vez el rostro de Wilida. Wilida se encorvó sobre sí misma, la cabeza gacha, los brazos colgando a los lados, y sus rodillas se fueron doblando lentamente. Bigagi se había levantado de su trono y estaba gritando y golpeando el suelo con el extremo de su vara, pero Wuwufa no le hacía ningún caso. Llamó a Tuguba y a Sewatu, y éstos se llevaron a Wilida hacia la Gran Casa. Las mujeres se dispersaron para recoger madera con que construir la choza donde se quemaría a la hechicera. Los hombres estaban ocupados con las tareas asignadas. Primero colocaron los cadáveres sobre pequeños taburetes de madera, sosteniéndoles con largos palos apoyados en su espalda. La mayor parte de ellos estaban tan tiesos como troncos de árbol. La cabeza de Gubado también fue colocada sobre un taburete para que pudiera presenciar la quema. Ras estaba a punto de vomitar por lo que iba a sucederle a Wilida. Pero bajó del árbol sin perder ni un segundo porque una mujer, Seliza, venía hacia él por entre los arbustos. Unos metros detrás de ella iba Thifavi, el hijo de Wuwufa, armado con una lanza. Le gritó a Seliza que se apresurara a recoger la madera. Sus nerviosas miradas a un lado y a otro dejaban claro que le daba miedo estar entre la espesura, aunque fuese de día. Ras se colocó detrás de Thifavi mientras Seliza les daba la espalda y usaba un hacha de cobre para cortar un arbusto espinoso. Thifavi debió oír a Ras, o quizás simplemente estuviera dándose la vuelta para mirar hacia atrás. Sus ojos se desorbitaron, se quedó boquiabierto y se dispuso a completar su giro y a levantar su lanza. Ras dio un paso hacia delante, dejando atrás el radio de acción de la punta metálica, y hundió su cuchillo justo bajo la mandíbula de Thifavi, bajándole cuidadosamente al suelo para no atraer la atención de Seliza con el ruido que habría hecho su cuerpo al desplomarse. Sacar el cuchillo requirió cierto esfuerzo, pues se había quedado atascado en la tráquea. Después‚se acercó a Seliza por detrás y la hizo caer de bruces al suelo. Le tapó la boca con la mano izquierda y puso el filo ensangrentado del cuchillo sobre su vena yugular. —Aquí te acostarás con la Muerte, Seliza—le dijo—. Si me cuentas alguna mentira no seré yo quien penetre tu cuerpo, sino el cuchillo. Seliza estaba temblando violentamente. Ras apartó la mano de sus labios y le permitió sentarse. —Cuéntame la verdad—le dijo—. ¿Quién disparó la flecha que mató a mi madre? Los dientes de Seliza castañeteaban de tal forma que apenas si era capaz de pronunciar las palabras. —¡Yo..., yo..., no lo sé..., de verdad! —Vuestros hombres tienen que haber alardeado de cómo entraron en la Tierra de los Fantasmas y mataron a la mona, la madre de Ras Tyger, el fantasma, aunque ella no era ninguna mona y yo no soy ningún fantasma, como tú bien sabes. ¿Quién lo hizo? ¿Bigagi? Es el único que tiene el valor suficiente para eso. Seliza asintió con la cabeza, y luego no fue capaz de parar. —¡Fue Bigagi quien lo hizo! ¡Ya me lo parecía! Bigagi morirá lentamente. Todos vuestros hombres morirán pero su muerte será rápida, salvo la de Bigagi. Y, ahora, dime: ¿dónde está mi padre? ¿Donde está Yusufu? —¿Yusufu? —dijo Seliza, que aún temblaba—. ¿Tu padre? ¡No hay ningún Yusufu en la aldea, no hay nadie que sea tu padre, y yo no sé nada de él! ¡Te digo la verdad! —El hombrecillo negro con muchos pelos grises en su cara—dijo Ras—. Mi amado padre adoptivo. ¡Ya sabes de quién hablo! ¿Dónde está ? ¿En la Gran Casa? Seliza volvió a decir que sí con la cabeza y no pudo parar. —¿Y cuándo planean quemar a Wilida? —¡Hoy, naturalmente! ¡Tan pronto como esté construida la choza! Ras se puso en pie y se apartó un poco de ella, aunque siguió amenazándola con el cuchillo. —Ahora, ve y dile a Bigagi que Wilida y Yusufu deben ser liberados inmediatamente —le dijo—. Tiene que dejarles salir por la puerta oeste para que puedan cruzar el río en una canoa. Y nadie debe seguirles. »Si no son liberados o si reciben algún daño, por poco que sea, mataré a todos los hombres de la aldea y quemaré todas las chozas y las empalizadas, con lo que las mujeres y los niños se quedarán sin hogar y estarán indefensos ante los leopardos. »Y dile también a Bigagi que, aunque suelte a Wilida y a Yusufu... Ras no completó la frase. Sería una estupidez exigir demasiado de Bigagi. Ya tendría tiempo para descubrir que Ras seguía teniendo intención de matarle. Alzó su cuchillo, pero no llegó a completar el gesto. Dijo: —¿Y Wiviki? ¿Qué‚ le mató? —¡Le mató un fantasma de cabellos amarillos!—dijo Seliza—. Él y Sazangu estaban cazando cuando oyeron algo entre los arbustos. Fueron arrastrándose hacia el ruido y de repente vieron al fantasma, más pequeño que tú, más pálido, con una larga cabellera amarilla y cubierto por una extraña cosa marrón. En su mano había una especie de hacha pequeña y sin punta, y el fantasma señaló con el extremo de su mango a Wiviki cuando él se levantó de un salto disponiéndose a arrojarle su lanza. Se oyó un ruido, como el de una rama al partirse, y Wiviki cayó muerto. Después, el fantasma salió corriendo. Wiviki no tenía ninguna herida, sólo un pequeño agujero en el pecho. El... —¡Basta!—dijo Ras. Hirió a Seliza en el brazo con el filo de su cuchillo y le gritó—: ¡Vete! Seliza huyó corriendo tan aprisa como podían permitírselo sus gordas piernas, cruzando la espesura en dirección hacia la aldea. Ras corrió hacia la orilla, atravesó el río a nado, y fue primero hacia el oeste y luego hacia el norte hasta encontrarse en línea recta con el poblado. Desde lo alto de un árbol observó la escena que se desarrollaba detrás de las empalizadas. Seliza seguía gritando mientras unas mujeres se la llevaban hacia su choza. Bigagi iba y venía por entre sus guerreros, que ahora incluían a todos los varones lo bastante mayores como para mantener erguida una lanza. Bigagi les estaba gritando y de vez en cuando blandía su vara hacia los arbustos donde yacía Thifavi. Después de haber contado a los presentes y examinar los alrededores del poblado, Ras vio a uno de los hombres que faltaban entre los arbustos de la orilla, delante del árbol desde el que Ras había saltado al río dos semanas antes. Su nombre era Zibedi. Y cerca del árbol, también oculto detrás de un arbusto, había un chico de doce años, Fatsaku. Bigagi no pensaba dejarse sorprender. Había colocado allí a Fatsaku para que avisara a los demás si Ras trepaba nuevamente por el árbol. Y Zibedi, armado con dos lanzas, un arco y flechas, tenía que matar a Ras si volvía a probar suerte con la misma ruta de huida. Ras volvió a contar los hombres que había dentro de las empalizadas para asegurarse de que ningún otro estaba oculto tendiéndole una emboscada. Bajó del árbol, fue arrastrándose hacia Zibedi, y unos instantes después Zibedi estaba derramando su vida por la yugular mientras Ras le hundía la cara en el polvo para impedirle que gritara. Después de que Zibedi hubiera dejado de sangrar, Ras fue trazando un círculo hacia el nordeste y cruzó nuevamente el río. Se colocó detrás de Fatsaku, pero el chico estaba tan nervioso como un mono que ha olido leopardos. Durante una de sus frecuentes ojeadas a su espalda vio un retazo de piel blanca. Se levantó de un salto, chillando, su lanza abandonada en el suelo, y corrió hacia la aldea. Ras le arrojó su cuchillo, pero falló. Después de recuperarlo, cruzó apresuradamente el río para volver a su puesto en el árbol. Para aquel entonces la choza ya estaba terminada. Era una estructura construida a toda prisa, unida mediante largos tallos de hierba, que amenazaba con derrumbarse a cada momento, pero serviría para su propósito. Wilida fue llevada de la Gran Casa hasta el centro de la aldea, y una vez allí Wuwufa le soltó un discurso desde detrás de su máscara. Bigagi estaba sentado en su trono, el cuerpo inclinado hacia delante. No dijo nada. Wilida tenía la cabeza caída sobre el pecho y guardaba silencio. Incluso desde aquella distancia Ras pudo percibir que tenía la piel grisácea. Cuando la empujaron hacia delante y la metieron de un empujón dentro de la choza, no intentó resistirse. Sus manos estaban atadas a la espalda, y al empujarla se cayó de tal forma que sus pies quedaron asomando por el umbral. Las mujeres se encargaron de darle patadas en los pies hasta que éstos quedaron ocultos dentro de la choza. Después‚ las mujeres amontonaron ramas y arbustos en el umbral hasta dejarlo totalmente tapado. Wuwufa cogió una antorcha que le tendía su mujer y la acercó a los montones de madera situados en el norte, el este, el sur y el oeste. Bigagi, como si supiera que Ras debía estar observándoles desde alguna parte, se levantó del trono y caminó alrededor de la choza, deteniéndose cuatro veces para agitar su vara hacia el mundo que había fuera de la aldea, gritando algo cada vez. No había viento, pero la choza no tardó en incendiarse. Las llamas saltaron hacia el cielo y el humo se alzó en una columna recta. Wilida empezó a gritar, y no paró de hacerlo hasta que la estructura de la choza se derrumbó sobre sí misma y el tejado en llamas se desprendió de sus soportes.     El pago   Ras vomitó. Después se quedó tendido durante un largo rato sobre la rama, con la cara hacia abajo, los ojos clavados en los arbustos y las plantas de taro. Luego bajó del árbol, observando que algunos insectos estaban comiendo ya los restos de vómito pegados al tronco. Fue al río para lavarse la boca y eliminar el mal sabor, limpiándose la garganta y la suciedad del cuerpo. No podía hacer nada por Wilida salvo llorarla y matar a sus asesinos. Pero Yusufu aún no estaba muerto..., si podía creer a Seliza. Ahora no estaba muy seguro de que Seliza no le hubiera dicho lo que él deseaba oír. Lo cierto es que no había visto ninguna señal de Yusufu. Quizá los wantso le habían matado mientras volvían a la aldea. O tal vez Yusufu había logrado huir de ellos en la casa del árbol para esconderse en las colinas. El dolor era tan grande que apenas si podía soportarlo. Las dos personas que más amaba en el mundo, dejando aparte a Yusufu, habían muerto. —Las cosas suceden de tres en tres —solía decir Mariyam. —¡Esta vez no!—gritó Ras. Volvió al lugar donde estaba el cuerpo de Gubado para reunirse con Janhoy. Del viejo ya no quedaba gran cosa. Sus huesos estaban esparcidos por el camino y dos chacales los roían, mientras seis cuervos esperaban en un semicírculo a un par de metros de los chacales. Cerca de allí, detrás de un arbusto, Janhoy dormía tendido de espaldas, con el vientre hinchado, las patas delanteras sobre el pecho y las patas traseras hacia arriba. —Si fuera un wantso podría hundir una lanza en tu gordo estómago y jamás despertarías de tus sueños, aunque no sé qué‚ puede soñar un león—dijo Ras—. Duerme bien y duerme mucho, Janhoy, porque ahora no tendré tiempo para estar contigo, al menos durante un rato Sacó de su carcaj la flecha wantso que había matado a Mariyam. —Y tú...—dijo—. Tú volarás de regreso al hombre que te mandó hacia el corazón de Mariyam. Volverás directamente a su corazón. Bigagi morirá esta noche. Pasó el resto del día durmiendo en el árbol, sin descansar demasiado bien. Los gritos de los monos y los pájaros le sobresaltaban, arrancándole de su precario sueño. En varias ocasiones soñó con Mariyam y con Wilida como si aún estuvieran vivas, y se despertó llorando. En el último sueño que tuvo vio a Yusufu, prisionero en una choza de los wantso. Después de aquello supo que no podía permitirse seguir durmiendo hasta no tener la seguridad de que Yusufu estaba a salvo. Un poco antes de que anocheciera volvió al gran árbol que se encontraba delante de la aldea, al otro lado del río. El crepúsculo se fue volviendo púrpura. Los animales del día dejaron de hacer ruido y los animales de la noche salieron de sus madrigueras. A lo lejos se oyó el grito de un leopardo. Poco después Ras oyó un leve ruido y supuso que un leopardo habría encontrado el cuerpo de Zebedi. Después hubo más ruidos. El leopardo estaba llevándose el cadáver a un sitio más adecuado para devorarlo. Pronto la mayor parte de Zebedi, al que llamaban el Risueño, estaría en el vientre del leopardo. Los huesos serían mondados por los chacales y los cuervos y acabarían siendo cubiertos por la hierba. Y de Zebedi no quedaría nada. Su destino sería parecido al de Gubado, el viejo arpista, convertido en excrementos de león y huesos cubiertos por la hierba. —Sin embargo, recuerdo muy bien la risa de Zebedi y los chistes que hacía y que luego Wilida me contaba. Y recuerdo el arpa de Gubado y su música, y tocar‚ sus canciones en mi arpa. Y Mariyam y Wilida... Intentó dejar de pensar en Mariyam y Wilida. Acordarse de ellas le hería en lo más profundo de su alma. Ahora el interior de las empalizadas estaba iluminado por las antorchas y vio que los cadáveres eran sacados de sus taburetes para ser llevados dentro de la Gran Casa. Algunas mujeres estaban haciendo la cena sobre las piedras y en las marmitas que había delante de sus casas. Las demás lloraban ruidosamente a los muertos. Bigagi estaba sentado en el trono del jefe y comía de un plato de madera sostenido por Seliza. Aunque tenía la boca llena, hablaba con Wuwufa y con los guerreros que estaban acuclillados ante él. Las antorchas ardían sobre cada una de las puertas iluminando las plataformas, en cada una de las cuales había un muchacho. Lo único que asomaba por encima de la V formada por las dos estacas puntiagudas en que terminaba la plataforma era la cabeza del muchacho: estaban intentando ofrecer un blanco lo más pequeño posible. ¿Y dónde estaba Yusufu? Ras fue cambiando de árboles para poder ver la aldea desde ángulos distintos. Tal y como había esperado, vio a un hombre junto a la empalizada, bajo la rama del árbol sagrado: era Pathapi. Le habían puesto allí como centinela por si Ras intentaba entrar en la aldea usando el árbol. La oscuridad se hizo más profunda. La luna aún no había asomado. Las mujeres y los niños fueron a sus chozas, salvo las que estaban velando a los muertos en la Gran Casa. Los guerreros se agruparon alrededor de Bigagi para oír sus instrucciones. Después le dijeron a los niños que bajaran de sus plataformas y los enviaron a sus casas. Todas las antorchas fueron apagadas, dejando sólo una. A su luz Ras pudo ver cómo los hombres se dispersaban por entre las sombras que había bajo las cabañas. Pathapi se metió bajo la cabaña de Wuwufa. Bigagi había entrado en la Gran Casa, pero Ras supuso que estaría sentado en un taburete junto al umbral. La única antorcha que aún ardía fue apagada con una marmita de agua. La oscuridad y el silencio se adueñaron del poblado. Incluso los gemidos y llantos de las mujeres que estaban dentro de la Gran Casa habían cesado. Ras bajó del árbol y atravesó el río. Cogió unas cuantas ramas para hacer antorchas que guardaba en el hueco de un árbol y empezó a preparar un fuego. Después de haber metido una de las ramas más largas y secas en el fuego, fue hacia el árbol sagrado. Aunque sostener la antorcha con una sola mano resultaba bastante incómodo, trepó por él y arrojó la antorcha sobre el tejado de la choza de Wuwufa. Alguien—probablemente el mismo Wuwufa—, lanzó un grito, y unos instantes después se oyó el ruido de unos pies descalzos sobre la tierra. Ras bajó del árbol dando un salto y fue por la empalizada hacia la puerta oeste. Lanzó su cuerda y pasó el extremo con el lazo alrededor de una puntiaguda estaca. Una vez se hubo izado por ella miró a través de los espinos que protegían la empalizada por entre los extremos de los troncos. Las llamas del tejado le permitieron ver a Wuwufa y a su mujer bailoteando ante su choza, mientras que otros hombres gritaban dándoles consejos a los dos que habían subido al tejado e intentaban apagar el fuego golpeando las llamas con anchos remos de piragua. Pero lo único que estaban consiguiendo era arrojar ascuas sobre el resto del tejado. Varias mujeres estaban trayendo ya marmitas de agua. Bigagi no era visible por ninguna parte. De repente, Bigagi apareció de detrás de la casa que estaba más cerca de Ras. Lanzó un grito y arrojó su lanza hacia Ras, pero éste soltó la cuerda para dejarse caer por debajo del nivel de las estacas antes de volver a cogerse a la soga. Después‚ sosteniéndose con una sola mano de la V que había entre dos troncos pese al dolor que le causaban los espinos, aflojó el lazo y se dejó caer al suelo. Al pasar por encima de su cuerpo, el extremo de la lanza había dado contra la parte superior del tronco. Ras cogió el proyectil y fue corriendo por la empalizada hasta encontrarse cerca de la puerta norte. Había esperado que los wantso saldrían por la puerta sur, o que quizá enviarían un grupo por esa puerta y otro por la puerta oeste para pillarle entre los dos. Pero cuando se acercaba a la puerta norte vio que ésta empezaba a abrirse. Cambió de rumbo para dirigirse hacia los árboles y la espesura, alejándose de la aldea. Un instante después, movido por una decisión repentina, se dio la vuelta para esperar hasta que la puerta estuvo abierta casi del todo, y arrojó la lanza. El proyectil dio en el vientre de Gifavu, el primer hombre que salió por la puerta. Gifavu cayó hacia atrás, derribando al hombre que le seguía. Ras vio que la puerta sur también estaba abriéndose y que Bigagi y tres hombres más salían por ella. Cuando oyeron los gritos de quienes se encontraban en la puerta norte giraron en redondo y corrieron hacia ella. Ahora Ras sabía que Bigagi no pensaba ceder hasta no haber matado a Ras o hasta que Ras no le hubiera matado a él. Ras podía ir eliminando a sus hombres uno a uno, retirándose después a la jungla para volver más tarde a matar de nuevo. Podía seguir haciendo aquello tanto tiempo como le viniera en gana, y los wantso no podrían responder quedándose dentro de la aldea. Tendrían que salir para obtener comida y agua. Además, Ras podía acabar decidiéndose a quemar la aldea. Bigagi debía haberle explicado todo aquello a su gente y les había dado el coraje suficiente para que se adentraran en la noche y le persiguieran. Ni la muerte de Gifavu iba a detenerles. Ras huyó hacia el río y lo cruzó a nado. Las flechas silbaron al entrar en el agua, tan cerca de él que se vio obligado a sumergirse. Tanto su arco como sus flechas se habían mojado, por lo que decidió dejarlos junto con la cuerda, pero conservó la flecha que había matado a Mariyam. Se la metió en el cinturón, lo único que llevaba encima. Emergió el tiempo justo para tragar una bocanada de aire y ver que tres hombres le perseguían a nado. En la orilla había seis figuras, más oscuras que la noche, esperando a que saliera del agua. Pero no lograron verle antes de que Ras volviera a sumergirse. Nadó en la oscuridad hacia el árbol del río, haciendo breves pausas para escuchar el ruido causado por sus perseguidores. Cuando estuvo seguro de que uno de ellos se encontraba directamente sobre él, subió a su encuentro. Clavar un cuchillo en el agua con la fuerza suficiente resultaba difícil, pero Ras le cogió por una pierna para darse un punto de apoyo y hundió la hoja con toda su energía. La punta del cuchillo entró en el vientre del nadador. Después de sacarlo, Ras emergió a la superficie para encontrarse metido entre los otros dos nadadores. El hombre al que había apuñalado estaba flotando boca abajo, los brazos extendidos. Bigagi le gritó algo a los dos nadadores y éstos fueron hacia Ras, pero muy despacio. Ras se sumergió cuanto pudo, sintió que unos dedos le tocaban el pie y siguió bajando. Empezaron a dolerle las orejas. Un instante después su mano se hundió en la frialdad del barro. Por encima de él había débiles ruidos, como los que harían manos y pies agitándose a una gran distancia. ¿Estarían persiguiéndole también los hombres de la orilla? Si la mayor parte de ellos se habían metido en el río, Bigagi se aseguraría de que en la orilla quedara por lo menos un arquero, aunque estaba tan oscuro que resultaría bastante difícil disparar con precisión. De momento a nadie se le había ocurrido la idea de traer antorchas. Ras no sabía hacia dónde iba. Fue nadando por el fondo hasta que éste empezó a curvarse repentinamente hacia arriba. Estaba yendo hacia la orilla equivocada. Muy bien, pues que fuera la orilla equivocada. No estarían esperando que apareciera por la misma orilla que acababa de abandonar, y si se lo esperaban Ras no podía hacer gran cosa al respecto. Casi se había quedado sin aire; el pánico y el impulso de abrir su boca y respirar eran como un puño que le oprimía el pecho. La superficie era una banda de oscuridad algo menos densa situada justo por encima de él. Lentamente, luchando con el impulso de subir a toda velocidad y aspirar una bocanada de aire, Ras se dio la vuelta y fue derivando lentamente hacia arriba. Las aguas se rompieron sobre su cara y Ras dejó escapar el aire, muy despacio, y lo tragó con idéntica lentitud. Tanto los chapoteos como los gritos sonaban bastante ahogados porque tenía las orejas debajo del agua. Después, lentamente, volvió a hundirse y avanzó a tientas por el barro, con la superficie a sólo unos centímetros por encima de él. Sus dedos percibieron las raíces, un trozo de un cacharro roto, un hueso que tenía la forma de la pata trasera de un cerdo. Siguió tanteando hasta que la corriente se hizo bruscamente más rápida y supo que se encontraba en el canal situado entre la orilla y la islita. Continuó avanzando hasta sentir que sus últimos restos de aire se habían consumido dentro de él y que todo su ser era un vacío agonizante. Sólo entonces subió a la superficie y, luchando por dominar el pánico, alzó la cabeza hacia el aire. Reprimiendo sus jadeos hasta convertirlos en largas y bien controladas inhalaciones, se arrastró por la orilla hacia la empalizada y se apoyó durante unos instantes en los troncos. En la orilla donde se había zambullido por primera vez había mucho ruido, y ahora estaba llena de antorchas. También se oían voces de mujeres y niños. Daba la impresión de que la aldea entera se encontraba en la orilla o en el río. Quizá fuera así. Era posible que Bigagi hubiera hecho acudir a todos para que se unieran a la búsqueda. Cuantos más fueran, más posibilidades de vencerle tenían, y además el estar juntos les daría valor. Ras se puso en pie con un cierto esfuerzo y fue siguiendo la empalizada hasta llegar a la puerta sur, que seguía abierta. Se asomó a mirar y vio que la choza de Wuwufa era pasto de las llamas; el fuego llegaba hasta casi la rama que había sobre ella. No pudo ver a nadie más que a Wuwufa, sentado en el suelo con los ojos clavados en las llamas. Incluso los bebés estaban en el río. Ras se acercó al viejo por detrás y le dio un golpecito en el hombro. Wuwufa lanzó una ahogada exclamación de sorpresa y alzó la mirada. Sus ojos estuvieron a punto de saltar de sus órbitas y su mandíbula se aflojó. —Tú hiciste quemar a Wilida—dijo Ras. Wuwufa se estremeció e intentó levantarse. Ras le dio una patada en el mentón: la planta de su pie estaba cubierta de unos callos tan gruesos que era como de hierro. Wuwufa cayó hacia atrás inconsciente. Tenía la mandíbula torcida en un ángulo extraño, y la sangre brotaba de su boca. Ras volvió a guardar el cuchillo en su vaina y tomó en brazos al viejo. Lo alzó por encima de su cabeza, se acercó al umbral de la choza tanto como se lo permitía el calor, y arrojó a Wuwufa por la llameante entrada. Unos pocos segundos después el techo de la cabaña se desplomó, seguido por las paredes. Ras miró primero en la Gran Casa. Sus únicos ocupantes eran los cadáveres y la cabeza de Gubado. No había señal alguna de Yusufu, y tampoco ninguna indicación de que hubiera estado jamás dentro de la Gran Casa. Ras cogió una antorcha del montón que había junto a la pared y la encendió en el pequeño fuego que ardía en un gran cuenco de piedra. Después derribó el cuenco contra la pared y le prendió fuego, usando su antorcha en las esterillas que colgaban de ésta. Luego, mientras registraba cada casa, esparció a patadas el contenido de los cuencos usados para el fuego y siguió usando su antorcha. Trabajó con rapidez, porque los wantso no tardarían en ver las llamas. Si Bigagi era tan inteligente como creía, mandaría hombres por las otras puertas antes de entrar por la puerta norte. Las gallinas, los cerdos y las cabras estaban aterrorizados. Las gallinas corrían cacareando en todas direcciones salvo en aquella que las habría llevado a la salvación, la de las puertas. Después de haberse acurrucado junto a una choza que aún no ardía, las cabras siguieron a un viejo chivo a través de la puerta sur. Los cerdos se lanzaban contra las maderas de sus apriscos. Ras estuvo pensando durante un momento en darles la libertad y acabó decidiendo que tardaría demasiado en hacerlo. Ya no le quedaba mucho tiempo. Pese al estruendo de los animales pudo captar un cambio de tono en las voces de los wantso que estaban junto al río. Habían descubierto que su aldea estaba ardiendo. No, no le quedaba mucho tiempo. Aún había tres cabañas intactas. Ras entró corriendo en una, y al ver un arco y un carcaj de flechas recordó que había abandonado las suyas en el río. Se colgó el carcaj de un hombro y el arco del otro después de haberlo tensado. Cogió la antorcha con su mano izquierda y el cuchillo con la derecha. Y, cuando ya se preparaba para salir de la cabaña, tuvo el tiempo justo de colocarse en posición para lanzar el cuchillo. Un hombre que gritaba con la furia de un loco entró corriendo en la choza y arrojó su lanza hacia Ras. Dentro de la choza no había mucho sitio para esquivar el proyectil. Ras arrojó el cuchillo y, al mismo tiempo, se dejó caer hacia delante. El cuchillo alcanzó a Pathapi en el plexo solar, y su lanza le dio a Ras en la coronilla. Su punta resbaló a lo largo de su cuero cabelludo, el extremo sin afilar le golpeó con fuerza. Ras se levantó de un salto, arrancó el cuchillo del cuerpo de Pathapi y se limpió la sangre de los ojos. Su herida sangraba tanto que apenas si le dejaba ver. Pathapi debía haberle atacado con tanta furia porque intentaba demostrarles a los suyos que no era un cobarde, aunque hubiera abandonado su puesto a primera hora de esa noche. Además, ésta era la choza de Pathapi, y casi cualquier hombre es capaz de convertirse en un león defendiendo su hogar, o eso le parecía a Ras. Pero Pathapi había acabado pasando del mero valor a la rabia frenética y por eso había atacado a Ras de una forma estúpida, cuando tendría que haberle esperado fuera de la choza, clavándole su lanza en cuanto Ras asomara por el umbral. Ras volvió a limpiarse la sangre, puso una flecha en su arco y salió corriendo. El fuego ardía con tal vigor que no podría haberse quedado dentro ni un segundo más aunque lo hubiera deseado. En el exterior, el espacio situado entre las empalizadas estaba ya lleno de humo, y Ras no pudo ver nada salvo las llamas de las chozas. Le escocían los ojos, y empezó a toser. Se puso a cuatro patas para arrastrarse bajo la nube de humo, y al hacerlo vio las piernas de los hombres que entraban por la puerta sur. La sangre volvió a cegarle, y cogió un puñado de barro de allí donde una marmita se había volcado sobre el polvo, colocándoselo en la cabeza para detener el fluir de la herida. Después preparó su arco y, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, apuntó un poco por encima del par de piernas más cercano. Oyó un chillido, las piernas retrocedieron, y el cuerpo de un hombre cayó al suelo, con la flecha asomando de su pecho. Las demás piernas se dieron la vuelta y salieron corriendo por la puerta. Un instante después la puerta se cerró. Aunque el humo era demasiado denso para que le fuera posible ver las demás puertas, Ras supuso que también se estarían cerrando. Estaba atrapado en la aldea, el calor aumentaba, y el humo iba bajando hacia el suelo. Se arrastró hasta la pared y pegó el rostro al suelo, y permaneció tendido allí el resto de la noche, esperando. El humo jamás llegó a rodearle por completo y el calor no alcanzó un grado insoportable. Las cabañas ardieron con rapidez, y las empalizadas no llegaron a incendiarse. Ras tenía la sensación de que su cabeza ardía bajo la capa de barro, pero apretó los dientes hasta hacerlos rechinar y no gritó. Tenía mucha sed; era como si su boca estuviera llena de hormigas, un río de hormigas que bebía todas las partículas de humedad que había dentro de sus poros. El sol acabó por ascender en el cielo. El humo había desaparecido, dejando sólo pálidos fantasmas que brotaban de los montículos de cenizas que habían sido las cabañas y la Gran Casa. El cuerpo de Ras se había vuelto gris y negro a causa del humo; sus ojos estaban tan ardientes como le parecía debían estarlo las cenizas. Se quitó un poco del barro seco que le cubría la cabeza. Bajo la capa gris de las cenizas el barro se había vuelto de un negro rojizo debido a la sangre. El sol siguió subiendo. Ras tenía cada vez más sed. El olor del humo y de la carne quemada se pegaba a los muros calcinados igual que el aliento de la Muerte. El hombre al que había matado con la flecha había sido imposible de reconocer debido a la humareda, pero la llegada del sol no le aclaró nada a Ras. El rostro era una máscara grisácea. Ras fue asegurando las puertas una detrás de otra. Si los wantso deseaban venir a buscarle ahora, tendrían que escalar las paredes. En el exterior se oían gritos, y un poco después empezó a oírse ruido de madera apilada contra las empalizadas, así como el restallar de las hachas. Al principio Ras pensó que pretendían quemar las empalizadas, pero poco después vio la cabeza de Bigagi asomar sobre la puerta sur, y supo que habían amontonado la madera para poder trepar por ella. Ras, situado en el mismo centro del poblado, con el ennegrecido trono del jefe detrás de él, apuntó con su arco hacia Bigagi. Bigagi escondió la cabeza. Se oyeron más gritos. Ras se instaló en el trono y esperó. Pronto le atacarían desde cuatro puntos diferentes. Mataría a unos cuantos y después ellos le matarían a él. ¿Cuántos hombres habían sobrevivido? Contó nuevamente a los muertos en su mente y después sonrió. Sólo quedaban cinco. Esos cinco hombres subirían por la empalizada para acabar con él y, amenos que fueran rápidos, no vivirían para mutilar su cuerpo. Quizá después les siguieran las mujeres. El sol seguía subiendo. Ras tenía aún más sed. Mediodía. Los wantso discutían ruidosamente fuera de la empalizada, pero ninguno de ellos le dijo nada. Ras pensó en el río y sintió una sed todavía más grande. Bigagi y dos hombres treparon a los árboles para observarle. Ras les gritó, desafiándoles y burlándose hasta que su reseca garganta fue incapaz de seguir funcionando. Les mostró las dos lanzas, el hacha, el arco y las flechas que había tomado del hombre al que había matado. Bigagi y los dos hombres acabaron bajando de los árboles. Poco después las copas se llenaron de mujeres armadas con arcos que le dispararon. Ras no se movió del trono. Las mujeres no estaban acostumbradas a usar el arco; sus proyectiles fallaron por una gran distancia. Y por cada flecha que disparasen ahora Ras tenía una más y ellos una menos. Entonces la cabeza de Bigagi apareció por encima de la puerta sur. La de Thaigulo apareció en la del oeste; la de Jabubi, el padre de Wilida, estaba en la puerta norte. Wakuba, un anciano de cabellos blancos, se hallaba en la este. Ziipagu estaba trepando a un árbol, con un arco y una flecha a la espalda, maldiciendo a las mujeres porque no servían para nada. Ras se puso en pie y le disparó una flecha a Ziipagu. Su mano temblaba debido al cansancio y la sed, y la flecha se clavó un palmo por encima de la cabeza de Ziipagu. Ziipagu chilló y se apresuró a esconderse. Kanathi, la mujer que estaba en ese árbol, dejó caer su arco y se ocultó detrás del tronco. Bigagi y los demás hombres se incorporaron, cada uno con el arco preparado para lanzar una flecha. Ras disparó primero y después se dejó caer al suelo, protegiéndose con el trono tan pronto estuvo seguro de que había apuntado bien. Su blanco había sido Wakuba, el viejo, pues pensó que él no se agacharía tan deprisa como los otros. Acertó. La flecha de Wakuba falló, igual que las otras, aunque dos se hundieron en el suelo a un par de metros de sus piernas y una rebotó en el trono para perderse a lo lejos. Wakuba recibió la flecha de Ras en el hombro, giró sobre sí mismo y cayó. Los demás volvieron a disparar, pero esta vez no lo hicieron al unísono. Ras dejó caer su arco y rodó por el suelo, alejándose del trono, para levantarse de un salto y lanzarse de nuevo sobre el arco. La segunda salva de proyectiles había fallado y ahora, durante unos instantes, era el turno de Ras. La cabeza de Ziipagu apareció justo a tiempo para hacer que Ras dejara de apuntar a Thaigulo. Giró en redondo y lanzó la flecha con la celeridad y precisión inconscientes nacidas de muchísimos largos días de práctica bajo la implacable disciplina de Yusufu. La flecha se enterró hasta las plumas en la garganta de Ziipagu, y Ziipagu cayó al suelo. Los nuevos proyectiles no lograron acertar a Ras, aunque uno se enterró en el suelo tan cerca de él que el tembloroso astil le rozó la parte interior de la pantorrilla. Los hombres lanzaron un grito de abatimiento; algunas de las mujeres chillaron. Bigagi estaba insultándole a gritos, enfurecido, cuando tendría que haber estado disparando. Ras agitó la flecha que había reservado para Bigagi y, pese a tener la garganta reseca, logró decirle cuál era el destino que tenía reservado exclusivamente para él. De repente, Ras dejó caer el arco, se inclinó, cogió una lanza y corrió hacia Jabubi. Jabubi le miró durante unos instantes; sus ojos estaban tan abiertos que Ras pudo distinguir claramente su blanco. Entonces Jabubi pareció salir de su estupor y alzó el arco. Ras siguió corriendo hacia él hasta que Jabubi disparó su flecha, y entonces saltó a un lado. La flecha de Jabubi falló, pero las dos disparadas por sus compañeros sólo erraron por unos centímetros una y por medio metro la otra. Ras se lanzó de nuevo contra Jabubi, que había tenido tiempo de coger otra flecha y colocarla en su arco. Pero sus gestos parecían torpes y lentos. Quizá le hacía temblar la idea de que el Chico-Fantasma venía a por él, y que hasta el momento el Chico-Fantasma se las había arreglado para sobrevivir, quemar la aldea y matar a casi todos los hombres. La flecha se le cayó de los dedos y Jabubi se inclinó para recogerla, esfumándose durante un segundo. Cuando volvió a erguirse vio la lanza viniendo hacia él, casi rozando la parte inferior de su arco. Soltó un grito y dejó caer arco y flecha por la empalizada al interior de la aldea. Se dio la vuelta como si quisiera bajar corriendo por el montón de madera cuando debería haber aflojado las rodillas para protegerse detrás de la empalizada, y gracias a ello la punta de lanza penetró en el músculo situado sobre su clavícula, y Jabubi se deslizó por el montón de madera. Ras recogió el arco y la flecha que Jabubi había dejado caer, se volvió hacia Thaigulo y le disparó. Thaigulo se agachó. La flecha se enterró en la punta del tronco y el astil se partió. Ras estaba jadeando de tal forma y tenía las piernas tan cansadas que no pudo hacer otra cosa que volver caminando hacia el trono y las armas que había junto a él. Bigagi le disparó por dos veces, pero Ras siguió caminando en línea recta. Las dos flechas pasaron cerca de él con un silbido, pero ahora Ras tenía la sensación de que ya nada podría detenerle. Al menos, nada de lo que pudieran hacer los wantso, aunque quizá su hambre, su sed y el cansancio acabaran lográndolo. Thaigulo apareció de nuevo sobre la empalizada y también le disparó por dos veces, pero sus flechas ni tan siquiera cayeron cerca de Ras. Quizá sentía lo mismo que Ras, que acabaría venciendo. Ahora sólo quedaban él y Bigagi para luchar contra el Chico-Fantasma, y quizá de repente tuviera la impresión de que estaba solo, sin esperanzas. En ese instante se oyó el lejano chop-chop-chop de las alas del Pájaro de Dios. Bigagi, Thaigulo y Ras alzaron los ojos hacia el cielo. Un segundo después Ras apartó la vista y cogió la flecha que había matado a Mariyam y la puso en el arco. Apuntó cuidadosamente a Bigagi, pero Bigagi debió verle por el rabillo del ojo. De repente dejó de ser un blanco inmóvil que se recortaba contra el cielo, encuadrado por dos árboles. Se había ocultado detrás de la pared. Ras lanzó un gruñido, decepcionado, pero esperó a que reapareciera. Y entonces el Pájaro estuvo allí. Voló sobre las copas de los árboles y se situó sobre el río. Subió un poco, se detuvo y se quedó inmóvil. Los wantso gritaron. Bigagi asomó por la empalizada, le disparó rápidamente una flecha a Ras y volvió a esconderse. Su flecha, lanzada con excesiva premura, pasó un par de metros por encima de la cabeza de Ras. Hubo un ruido extraño, una especie de chasquido muy rápido. Astillas de madera salieron despedidas de las estacas tras las que se había ocultado Bigagi. El Pájaro bajó un poco, y Ras pudo ver a uno de los ángeles enmascarados que sostenía en su mano dos objetos de forma cilíndrica. Del extremo de cada objeto brotaba fuego. El Pájaro dejó atrás la empalizada y voló en círculos por encima del poblado. El chasquido siguió; los cilindros gemelos escupieron llamas. Las mujeres y los niños wantso gritaban y gritaban. Finalmente, se hizo el silencio. El Pájaro de Dios subió un poco y desapareció volando a sólo unos pocos metros por encima de los árboles, que se agitaban bajo el viento creado por sus alas. El chop-chop y el rugido se fueron debilitando hasta desaparecer. Ras esperó un poco antes de abrir la puerta oeste. Hizo girar lentamente las hojas de ésta y miró hacia fuera. Ante la puerta había los cuerpos de tres mujeres. En su carne había grandes agujeros. Estaban cubiertas de sangre, y también había sangre en el suelo, alrededor de ellas. La cabeza de una de las mujeres era una masa destrozada de carne y huesos salpicados de sangre. Ras pasó por entre los cuerpos para ir a beber al río. Cuando llegó a él vio flotar en la corriente grandes charcos de sangre que parecían balsas deformes. Un niño pasó flotando junto a él, boca abajo, mientras Ras tomaba un poco de agua en la palma de su mano. Una vez hubo calmado su sed se puso en pie y le dio la vuelta a la aldea, caminando muy despacio y con dificultad, empezando por la pared sur. Algunos cadáveres yacían en el suelo allí donde las piedras invisibles arrojadas por el arma cilíndrica del Pájaro les habían dado mientras corrían hacia los árboles; el resto se alejaba flotando por el río. Mientras pasaba ante la puerta este vio a un hombre que salía de los arbustos situados junto al río, a unos doscientos metros de allí. El hombre era Bigagi. Cogió una canoa que estaba en la orilla, saltó en ella y empezó a remar furiosamente río abajo, su cuerpo inclinado hacia adelante contra los vientos del terror. Ras le estuvo observando hasta que desapareció. En aquel momento no sentía nada salvo una especie de agotado asombro ante el hecho de que Bigagi, el responsable de todo aquello, pudiera acabar escapándose. Y, después de haber registrado toda la aldea, estuvo seguro de que Bigagi era el único wantso que seguía con vida. Dos cuervos se dejaron caer de una rama y avanzaron con cautelosos saltitos hacia el cadáver de un bebé. El cuerpo tenía un costado reventado, dejando ver las costillas, y estaba medio cubierto de hormigas. El primer cuervo empezó a picotear la herida; el segundo hurgó en uno de los ojos, todavía abierto. Los buitres no tardarían en darse cuenta y bajarían de los cielos, y los chacales y las hienas vendrían trotando, atraídos por el olor. Se darían un banquete hasta que los leopardos llegaran con la caída de la noche, e incluso entonces los pequeños devoradores de carroña podrían seguir comiendo dado que, por una vez, había más que suficiente para todos. Ras tomó asiento en el fango de la orilla. Salvo por el graznido de los cuervos y el ocasional aleteo o grito lejano de algún pájaro, todo estaba callado. Ras tenía la sensación de estar tan vacío como el silencio. Las bocas de los wantso no hablarían nunca más. El único sonido que habría en ellas sería el zumbar de las moscas y, pasado un tiempo, incluso las moscas se habrían marchado. Recordó el placer con que escuchaba a los wantso cuando se ocultaba en los arbustos. Recordaba las emocionantes, interesantes y divertidas conversaciones con Wilida, Fuwitha, Bigagi y los demás. ¡Qué‚ ruido habían llegado a hacer los aldeanos, las voces de hombres, mujeres, niños y bebés alzándose en una espiral como humo que fuera de la jungla al cielo! Seguramente Igziyabher debía haber olido el humo de las voces humanas; seguramente debía haberlo paladeado al igual que hacía Su hijo, oculto en la maleza. Ahora no tenía a nadie con quien hablar aparte de Bigagi, nadie en ningún lugar del mundo. Y no podía hablar con Bigagi. Tenía que matarle. Su odio se había esfumado. Ya no era capaz ni de seguir odiando a Bigagi. Pero tendría que matarle. Si bien el deseo de venganza parecía haberse desvanecido, el deber seguía existiendo. Pensó en Igziyabher. Estaba protegiendo a Su hijo. Había visto el fuego del poblado y había mandado ángeles dentro del Pájaro para que lo rescataran. Pero Ras no le estaba agradecido por ello. Podría haberse ocupado de los guerreros sin ayuda, aun estando herido y rodeado. Además, entonces Bigagi no habría escapado. Y las mujeres y los niños seguirían con vida. Podría haberse convertido en jefe de los wantso y, después de haberles explicado a las mujeres por qué‚ había tenido que matar a sus hombres, las habría tomado como esposas. Habrían tenido que aceptarle como hombre, y no como fantasma, porque habría sido el único hombre capaz de protegerlas, cazar por ellas y acostarse a su lado. ¿O todo aquello no era sino un sueño que habría muerto rápidamente cuando una de las mujeres le clavara un cuchillo mientras dormía? Era posible que las mujeres nunca llegasen a perdonarle lo que había hecho, incluso suponiendo que no hubiera tenido otro remedio que hacerlo y el que hubiera debido matar a los hombres fuese culpa de ellos. Quizás aquel sueño era una mentira. Nunca lo sabría. Se puso en pie y volvió a beber del río. Y después, como si el agua del río le hubiera dado el fluido necesario para crear las lágrimas, lloró. Lloró por Mariyam y Yusufu, por Wilida, por las mujeres y los niños muertos e incluso, aunque no comprendía por qué, lloró por los hombres muertos y por Bigagi. Pero le pareció que, sobre todo, lloraba por sí mismo. Los demás, salvo Bigagi, se encontraban más allá del dolor y la pena. El más infortunado era Ras, porque sólo él podía sentir pena y no le quedaba más que la pena. Pasado un tiempo, su cuerpo agarrotado por el dolor fue incapaz de encontrar más lágrimas y la herida de su cabeza le recordó que seguía vivo. Quería librarse del dolor, pero no deseaba hacerlo mediante la muerte. No, ni tan siquiera cuando se hallaba más profundamente sumido en la pena había llegado a desear realmente unirse a los muertos. Lavó la herida de su cabeza y después, viendo que la sangre había empezado a manar de nuevo, volvió a cubrirla con barro. Cogió algunas de las flechas que se les habían caído a los wantso y nadó a través del río, sosteniendo el carcaj y el arco por encima del agua. Su meta era encontrar un árbol donde pudiera hacer un nido para dormir esa noche o, al menos, donde pudiera intentarlo, y mañana cazaría para conseguir algo de alimento. Cuando se encontraba a medio camino tuvo que sentarse para descansar, con la espalda apoyada en un tronco. Le temblaban los músculos y estaba débil y algo aturdido. Fue entonces cuando oyó un ruido entre los arbustos y vio un rostro de piel blanca mirándole por entre las hojas. Una cabellera amarilla brilló bajo la luz del sol.   El ángel (o demonio) de los cabellos amarillos El ángel (o demonio) del pájaro de alas rígidas salió de los arbustos enseñándole que tenía las manos vacías. Estaba sonriendo; sus dientes eran blancos y muy iguales. Tenía un aspecto extraño: ¡estaba tan pálida y su nariz era tan estrecha, con el puente tan arriba y los labios tan delgados! Sus ojos eran tan grises como el metal de su cuchillo. Su cuerpo iba vestido de forma muy parecida al cuerpo del ángel que había caído del Pájaro de Dios envuelto en llamas. Aquella materia de color marrón y aspecto suave cubría su forma con tal holgura que Ras quizá no se habría llegado a dar cuenta de que era una mujer si no fuese porque en la cintura quedaba lo bastante ceñido como para revelar unos pechos grandes y de hermosas curvas. Llevaba los pies y las pantorrillas cubiertas por el cuero de algún animal. Tenía un cinturón con dos fundas. En una había un cuchillo y la otra contenía un objeto de hierro. Le ayudó a llegar hasta el árbol donde estaba el nido y le siguió mientras Ras trepaba por el tronco, despacio y con mucha dificultad. Inspeccionó su herida, chasqueó los labios y después extrajo un saquito de un bolsillo bastante abultado, derramando un polvo blanquecino sobre la herida de su cuero cabelludo. Lo que decía resultaba ininteligible. Ras la miró, agitó la cabeza y cerró los ojos. Si tenía intención de hacerle daño, podía haberle capturado o matado. Además, le parecía que el objeto de hierro era el responsable de la muerte del hombre que había caído del Pájaro en llamas. Estaba seguro de que llevaba en su interior la misma clase de muerte que aquellos cilindros gemelos situados dentro del Pájaro habían escupido sobre los wantso. Era indudable que aquella criatura había matado a Wiviki. Despertó en algún momento de la noche para encontrársela a su lado. La luna estaba saliendo, así que pudo ver cómo le sonreía. También pudo ver que estaba muy cansada y, a juzgar por los gruñidos y gorgoteos de su estómago, muy hambrienta. Le dijo algo en voz baja y esta vez, aunque Ras tampoco logró entenderla, le pareció que estaba utilizando un idioma distinto. Ras le preguntó su nombre en amárico. Ella dijo algo en lo que Ras estuvo seguro era otro lenguaje distinto a los dos anteriores. Después volvió a dormirse. Ras se recuperó rápidamente. En seis días ya era capaz de correr con su vigor de costumbre. Para aquel entonces ya se había acostumbrado a su piel blanca, sus extraños rasgos y su cabellera amarilla. Incluso estaba empezando a pensar que quizá algún día podría encontrarla atractiva. Además, cuando la vio bañarse en el río, al séptimo día, tuvo una erección. Era más delgada que Wilida y tenía las piernas más largas, pero sus pechos eran casi tan grandes y firmes como los de ella..., o al menos lo parecían. Su vello púbico era de un castaño rojizo, un color que Ras encontró bastante estimulante. Abandonó el arbusto que le ocultaba y se reunió con ella. Al verle pareció asustarse un poco y se internó en el río hasta que el agua le llegó al cuello. Ras se preguntó por qué‚ lo haría, pero si por alguna extraña razón particular suya deseaba hacerlo en el agua y de pie, Ras estaba dispuesto a cooperar. Empezó a ir hacia ella mientras volvía a comprobar que no hubiese cocodrilos cerca. Pero ella salió del agua y se apresuró a vestirse. Cuando salió del agua, Ras se vio apuntado por el objeto de hierro y ella le habló en tono áspero, sin dejar de apuntarle. Ras, recordando lo que le había ocurrido a Wiviki, se quedó quieto y no se acercó. Sonriendo, empezó a mover las caderas hacia atrás y hacia adelante, plantado delante de ella. Como contestación obtuvo una mueca de repugnancia y una ronca exclamación de disgusto. Ras se sintió perplejo y, al mismo tiempo, dolido. De todas las mujeres que había conocido, sólo Mariyam le había rechazado. El recuerdo era bastante doloroso porque cuando le preguntó a Mariyam si podía acostarse con ella recibió la peor paliza de toda su vida. Durante la paliza, tanto Yusufu como Mariyam no dejaron de repetirle a gritos que era un pervertido, un ser vil, un degenerado y una bestia. —¡Nunca debes acostarte con tu madre! ¡Nadie había oído nada semejante desde aquellos tiempos de Noé y sus malvados! ¡Si Igziyabher llega a descubrir ese horrible deseo tuyo te fulminará con Su mirada! Ras siguió pensando que no había nada malo en ofrecerle el afecto en su forma más intensa a su amada madre, pero sabía que, si ella estaba convencida de que su deseo era perverso, no conseguiría que cambiara de parecer. Y luego, cuando vio que los wantso también pensaban que aquello era algo monstruoso, empezó a preguntarse si quizá no habría algo malo en su interior.   Pero esta mujer no era su madre. ¿Sería posible que los ángeles (o los demonios) también tuvieran prohibido ese placer, el mejor de todos los existentes? ¿O sería quizá la mujer de Igziyabher, por lo que no quería hacer que su celosa ira cayera sobre ella? Lo que estaba claro es que su entrepierna no era tan lisa como la frente de Ras, y así era como Yusufu había descrito a los ángeles. Fuera cual fuera la razón, le dejó muy claro que no deseaba acostarse con él. Más aún, insistió en que se tapara los genitales, que parecía considerar algo repugnante, aunque Ras no podía entender por qué semejantes hermosuras podían ofender a nadie salvo a los hombres de la tribu wantso, que tan celosos estaban de ellos y tan buenas razones habían tenido para estarlo. Ante su insistencia, Ras fue a otro árbol donde hacía mucho tiempo había escondido el taparrabos hecho con piel de leopardo y se lo puso. Ella pareció complacida, aunque la piel había sido muy maltratada por las mordeduras de insectos y roedores. A esas alturas Ras sabía que uno de los lenguajes con que ella intentaba hacerse entender era el inglés. Saberlo no le servía de mucho. Salvo alguna palabra de vez en cuando, el resto seguía siendo un parloteo ininteligible, y ella tampoco entendía el inglés de Ras, aunque debía reconocer algunas palabras. Inmediatamente después de su primer intento con el idioma, ella se sacó dos papeles a medio quemar del bolsillo. Los papeles eran también Cartas de Dios. Ras las leyó tan bien como pudo. El primero decía lo siguiente: sospecho que están desobedeciendo mis instrucciones y que llevan mucho tiempo haciéndolo. Desde el principio, y muchas veces después, les he explicado exactamente qué deben decirle, dándoles los más minuciosos detalles sobre cómo deben portarse cuando están en su presencia e incluso cuando no está‚ allí, por si estuviera espiándoles. Pero son mezquinos, me odian, aunque les salvé la vida, y así me tienen, trabajando o teniendo que preocuparme de ellos. El segundo decía: acabado familiarizados con los wantso a una temprana edad. Debe haberles estado visitando durante años antes de que yo lo descubriera. De lo contrario no habría conocido tan bien su lenguaje. Esto es un ejemplo de a qué me refería cuando dije que las cosas parecían tener voluntad propia, sin importar mis esfuerzos por intentar que la situación se mantuviera tal y como la describió el Maestro. Naturalmente, soy un hombre tan terco como realista (¡pregúntensenlo a cualquier persona de Sudáfrica que haya tratado conmigo!), y sabía que Pasado un rato el Pájaro volvió y empezó a trazar círculos en el cielo. Ras tuvo la impresión de que estaba buscando algo y que él era su objetivo. Después‚ el Pájaro desapareció en dirección sur. ¿Cuál era la razón de que el Pájaro, o los ángeles que había dentro de él, anduvieran buscándole? ¿Sería quizá que Igziyabher les había dado instrucciones para que se aseguraran de que estaba a salvo? Fuera cual fuese la razón, los ángeles (si es que eran ángeles) tenían sus limitaciones, al igual que las tenía Igziyabher. No podían ver por entre los árboles, e Igziyabher tampoco poseía aquellos ojos omniscientes. Sin embargo los ángeles poseían los objetos que disparaban la muerte invisible, y Ras le tenía un gran respeto a esos objetos. Poco después de que el Pájaro dejara de ser audible la mujer le habló en inglés, muy despacio. —Mío nombre es Eeva Rantanen. Ras estaba encantado. Al responder habló tan despacio y con tanto cuidado como ella. —Yo soy Ras Tyger. Ras quiere decir señor en amárico. Eeva sonrió y dijo: —Decirme, ¿por qué‚ hablar......, hablas tan raro? Ras leyó esos dos papeles medio quemados varias veces antes de sacar su propia colección de la bolsa de antílope y entregársela a la mujer. Mientras los leía lanzó varias exclamaciones, y luego se los devolvió con un encogimiento de hombros. Ras pensó que tenía unos hombros muy bonitos. Esa noche volvió a acercarse a ella, y ella cogió nuevamente su arma (treinta y dos, la llamaba) y le apuntó. Ras sonrió y volvió a acostarse, pero se quitó el taparrabo para que pudiese ver lo que estaba perdiéndose. La mujer le escupió y habló rápidamente en una lengua que no era inglés. Pero no le dio la espalda, lo que Ras pensó demostraba tanto inteligencia como cautela. Cuando la noche estaba más avanzada Ras bajó del árbol para explorar la aldea de los wantso. El ruido procedente de allí había disminuido considerablemente. Durante varios días y noches se habían oído los rugidos de los leopardos, los ladridos de los chacales y las risas de las hienas. La segunda noche Ras había oído los rugidos de Janhoy. Algunos de los sonidos no podían ser otra cosa salvo Janhoy luchando con los leopardos. Ras estaba demasiado cansado para investigar. Además, Janhoy todavía no había perdido ninguna pelea con un leopardo, aunque resultaba imposible saber qué‚ ocurriría si un grupo entero de leopardos se aliaba contra él. Cuando nadó a través del río la luna ya estaba bastante alta. Una rata se escabulló entre las sombras cuando Ras pasó junto al hueso de un brazo. Las osamentas brillaban con una claridad grisácea; un cráneo en el que aún había algunas hebras de carne contemplaba la luna. Ras se aseguró de que no había leopardos en las ramas antes de trepar a un árbol. Llamó a Janhoy, y casi inmediatamente obtuvo un rugido de respuesta. El león apareció en el claro y miró a su alrededor. Ras bajó del árbol para saludarle. Al llegar la mañana volvió con Janhoy al nido en el que estaba la mujer, todavía dormida. Ras hizo las presentaciones con gran cautela. Janhoy se portaba igual que si la considerase como un alimento en potencia. Cuando Ras la atrajo hacia él y empezó a hacerle caricias y abrazarla la mujer protestó, pero pronto comprendió lo que estaba haciendo y le dejó actuar. Ni tan siquiera intentó apartarle la mano cuando Ras le tocó el seno derecho, aunque todo su cuerpo se envaró. Janhoy la olisqueó para asegurarse de que podía aceptarla y de que Ras no estaba cometiendo ningún error..., al menos, eso le pareció a Ras. Cuando la mujer estuvo segura de que Janhoy había decidido que entraba en la clasificación de no peligrosa, apartó la mano de Ras y se alejó, aunque caminando despacio. Ras sonrió. Había notado cómo su pezón se hinchaba y se ponía duro, y gracias a eso sabía que su repugnancia no era auténtica. Pero, ¿por qué‚ fingía? Unos cuantos minutos después oyó el chop-chop de un Pájaro. Lo divisó por entre las ramas de un árbol cuando iba hacia el este. —Hablando despacio podremos conversar. ¿Por qué no lo hiciste antes? Ella se encogió de hombros y dijo: —Pensar que tú no podías hablar bien o quizá nada del todo. Cuando ver tú mirando papeles pensé que tú sólo curioso y no saber qué‚ significar palabras. Pero... Pero pensé que privaría..., probaría de nuevo. ¿Entender mí? —Sí. En una cosa acertabas. En las cartas hay ciertas palabras que no entiendo. ¿Podrías explicarme lo que significan? La mujer le pidió que repitiera su pregunta y Ras así lo hizo. Tomaron asiento en el suelo, uno al lado del otro, mientras Ras le iba indicando las palabras sobre las que tenía dudas. Cuando hubieron repasado todas las páginas ella le dijo: —Tú llamar ellas cartas. ¿Qué‚ tú querer decir con eso? Ras le explicó lo que creía que eran. Ella puso cara de asombro y dijo: —Tener que contarme todo sobre ti. Ras se puso en pie. —Luego. Puedo contártelo mientras vamos de camino hacia la canoa. Fueron hacia el río y lo cruzaron a nado. Janhoy les siguió. Ras les llevó hasta el punto de la orilla que estaba delante de la puerta oeste, allí donde los wantso guardaban las canoas. La noche antes no las había examinado, y se llevó una decepción al ver que ninguna de las cuatro estaba en condiciones de ser utilizada. Las armas del Pájaro habían logrado atravesar incluso aquella gruesa madera. Todas las canoas estaban llenas de agujeros y resultaría imposible repararlas. Sin ganas de trabajar durante cuatro o cinco días para construir una nueva canoa, Ras decidió hacer una balsa. Pero incluso para eso le hicieron falta dos días. Tuvo que hurgar entre las cenizas hasta recuperar la cantidad suficiente de hachas de hierro y cobre, azadones, picos y palas, para los que fabricó nuevos mangos con ramas cortadas usando su cuchillo. La hoja se embotó bastantes veces, y Ras tuvo que perder más tiempo aguzando su filo con la piedra que llevaba en su bolsa de piel de antílope. Después se puso a trabajar, desenterrando algunos troncos de la empalizada. Eeva le ayudó. Janhoy desapareció, presumiblemente de caza. Hacia el ocaso del día siguiente Ras tenía una balsa. La balsa medía seis metros de largo por unos ochenta centímetros de ancho y sus troncos estaban unidos mediante lianas. Su proa tenía la forma adecuada para cortar el agua, y Ras había buscado dos estacas para impulsarse empujando contra el fondo del río o las orillas; también logró encontrar tres remos que habían escapado a la destrucción. Ahora ya sabía qué‚ objetos letales habían escupido los cilindros gemelos. Mientras examinaba los huesos de los wantso había descubierto varios discos irregulares de un metal blando y grisáceo que relacionó rápidamente con el metal gris de forma cónica que había en los cilindros de un amarillo opaco que Eeva introducía en el tambor giratorio de su «treinta y dos». Le pidió que le explicara qué eran, y ella hizo cuanto pudo. Las armas de los ángeles disparaban un «calibre» mayor y los extremos de sus «calibres» tenían muescas para convertirlos en dum-dums. Ras dio un respingo. Esa palabra le hizo recordar su infancia cuando aún vivían los siete «monos». A cada luna llena iban desnudos al bosque y a un claro en cuyo centro había un tambor hecho con tierra apisonada, y allí bailaban el dum-dum mientras Mariyam y Sara golpeaban el tambor con palos y los cinco hombres hacían piruetas a su alrededor lanzando prolongados gritos ululantes. Ras bailaba con ellos y se divertía mucho. Pero después de que murieran los tres primeros «monos» los dum-dum cesaron. Yusufu dijo que ahora no tenía objeto celebrarlos. Ras intentó organizar un dum-dum con los gorilas, pero no logró nada. Algunos de los más jóvenes bailaron con él durante un rato, pero eran incapaces de interesarse en el asunto el tiempo suficiente como para que Ras tuviera la sensación de que realmente estaban bailando tal y como debía hacerse. Ras no le contó nada de todo aquello a Eeva. El recuerdo le hizo sentirse triste. Cada vez que pensaba en sus padres seguía notando un gran dolor Eeva y Ras botaron la balsa a la mañana del tercer día. Apenas la balsa estuvo avanzando por el centro de la corriente desayunaron fruta y carne de mono. Eeva le preguntó por Janhoy. —No me gusta dejarle atrás, porque quizá pase hambre—le dijo Ras—. Pero no puedo llevármelo. No haría más que estorbar y tendría que pasarme demasiado tiempo cazando para él. Ya se las arreglará. En ese instante oyeron rugir a Janhoy cerca de ellos. Estaba en la orilla sur. Ras le gritó que se fuera, pero el león nadó hacia ellos y estuvo a punto de hacer volcar la balsa al subirse a ella. Ras le maldijo en árabe y en amárico, aunque le alegraba que Janhoy hubiera insistido en venir. Abandonarle hacía que se sintiera culpable. Pero el peso de Janhoy hacía que la balsa se hundiera bastante más, por lo que la cubierta siempre estaba llena de agua. Ras necesitó cierto tiempo para conseguir que se tumbara en el centro de la balsa y se quedara quieto. Y el peso extra hacía que impulsar la balsa resultara más difícil. Eeva le preguntó si bajarían por el río. Ras abrió la boca para explicárselo, pero ella le dijo: —¿Es porque tú querer salir lejos valle? Si ser así, no resultar fácil. Quizá no ser posible. —¿Qué valle?—dijo Ras—. No vamos a encontrarnos con ningún valle. Ella le miró durante unos segundos y luego abrió la boca para decir algo. En ese instante, cuando la balsa estaba doblando un recodo del río, apareció el primer cocodrilo. Se impulsó en la orilla con sus cortas patas, se metió en el agua y empezó a nadar en ángulo con la corriente para interceptarlos. Y río abajo había por lo menos unos veinte cocodrilos que ya estaban abandonando el fango de la orilla. Unos cuantos más, situados a cierta distancia del río, levantaron sus cuerpos del suelo y corrieron hacia la orilla, deslizándose en el agua. Sus voces eran como truenos lejanos. Janhoy se incorporó y respondió a su tronar con el rugido que guardaba en lo más profundo de su pecho. —No creo que intenten subir a la balsa, pero con ellos nunca se puede estará seguro de nada—dijo Ras—. Y si se meten debajo de la balsa y Janhoy se pone nervioso y empieza a moverse de un lado para otro, la balsa volcará. Ahora deseaba que su afecto hacia el león y sus remordimientos por haberlo dejado atrás no le hubieran inducido a dejarle subir a la balsa. —Ser mejor que vayamos hacia la orilla—dijo—, para que podamos saltar a ella si nos vemos obligados. Nunca les he visto tan decididos. Eeva empezó a apoyar todo su peso sobre la pértiga, pero de repente la dejó caer. Una espalda llena de escamas había hendido el agua cerca de ella. Ras le gritó que empujara. Eeva sacó el treinta y dos de su funda y apuntó con él a la bestia. La inesperada potencia de la explosión hizo que tanto Ras como Janhoy dieran un salto. El cocodrilo giró sobre sí mismo igual que un pedazo de carne en el asador. Las aguas se enrojecieron a su alrededor, y los demás cocodrilos se lanzaron sobre él. Eeva siguió usando la pértiga, y pronto se encontraron doblando otro recodo. Ahora solo había un cocodrilo visible, y se dirigía hacia la confusión que habían dejado atrás. —Debían estar celebrando una reunión social—dijo Ras— O quizá fuera una reunión sexual. Se rió. Rara vez tenía ocasión de hacer juegos de palabras en aquel idioma. Eeva le miró como preguntándose a qué‚ venía su risa. Ras no se molestó en explicárselo y, durante un momento, el pensar que Yusufu le habría entendido y se habría reído le hizo entristecer. Eeva estaba irritada. —¿Por qué‚ tú no responder mí? Le dijo a Eeva por qué estaba bajando por el río. —Bigagi debe morir—le dijo—. Creo que él lo sabe, sabe que no me detendré hasta que le haya encontrado y le haya matado. Claro, el Pájaro de Dios le aterrorizó y quiso alejarse de él. Creo que ha ido hacia el sur; irá a la tierra de los sharrikt. No puede contarles quién es porque le matarían o le harían esclavo. Pero, una vez esté allí, les buscará para tener compañía, como cuando estaba con los wantso. Tendré que hacerlo, aun si corre el riesgo de que le descubran. Sólo con ver a otros seres humanos o escuchar sus voces, aunque sean enemigos suyos, ya estará mejor que entre el silencio y las bocas de los muertos. Puede que incluso decida entregarse a ellos para que le conviertan en esclavo. Los sharrikt tienen esclavos que descienden de los wantso. Bigagi quizá piense que es mejor ser un esclavo que no un hombre sin nadie con quien hablar o que se preocupe por él. —Si no fuera por ti yo tampoco tendría a nadie con quien hablar —dijo después—. Salvo los sharrikt. Pero yo jamás seré un esclavo. Iría al Pantano de las Mil Patas, donde debe estar ahora Gilluk, y le mataría, con lo que me convertiría en el rey de los sharrikt. Sólo que.., Gilluk me gustaba, aunque fuese.., ¿arrogante? No siento deseos de matarle. Pero, ¿de qué‚ otra forma podría ser rey? ¿Sabes una cosa, Eeva? A veces es difícil comprender las cosas. No importa lo que hagas, siempre es preciso que abandones algo o que hagas algo que no te gusta hacer. —Además, Bigagi, que mató a mi padre y a mi madre.. —¿Tu padre? Tú decir.., decir que tu padre ser Dios. —Mi padre adoptivo, el esposo de Mariyam. —¿Esposo? —Bigagi los mató. Llevó a los guerreros wantso hasta ellos; de lo contrario, jamás habrían tenido el valor suficiente. Creen.., creían que yo era un fantasma. Y eso fue toda una suerte para mí, penso. Si no me hubieran tenido tanto miedo, y si no hubieran temido tanto a la noche, jamás habría sido capaz de matar a tantos de ellos¡ Era su..., ¿Cuál es la palabra? ¡Superstición! Eso los había matado o, al menos, me ayudo a matarlos. Naturalmente que puedo enfrentarme a tres de ellos a la vez, sean los que sean, porque soy mucho más fuerte y veloz que ellos, porque soy más mortífero que el leopardo. De todas formas, si hubieran pensado con el cerebro y no con las tripas, yo jamás habría osado atacar al poblado entero. Y si no hubiera sido por esa estúpida circuncisión suya, quizá sus mujeres no habrían tenido tantas ganas de traicionar a sus hombres. —¿Quién ser Iksiyapher... Igziyabher?—dijo ella. —Es Dios. —¿Tu padre? —Eso me dijo Mariyam, mi madre—replicó Ras—Era una mona. O eso me contó, pero no creo que sea cierto. Y si mintió sobre eso, quizá también mintió sobre Igziyabher. Ras se quedó callado durante un minuto y alejó la balsa de la orilla sur, hacia la que había estado acercándose. Eeva estaba confusa, y no sólo por su forma de pronunciar. Le pidió que empezara su historia por el principio. Ras le dijo que no sabía por dónde empezar. Tendría que seguir callada mientras que Ras acababa de responder a su primera pregunta. —Eres igual que Mariyam: no puedes tener la boca cerrada. Pensar en aquel pequeño rostro moreno al que tanto había querido hizo que se quedara callado durante un instante —¿Qué‚..ser.. . el que pasar? —Los fantasmas existen, pero no son el tipo de fantasmas en que creen.., en que creían los wantso. —No... no comprender todo cuanto tú decir —contestó Eeva. —¿Qué? Y, de repente, Ras le hizo una pregunta que consiguió dejarla perpleja —¿Qué?—dijo ella—. ¿Qué por qué no dejar yo hacer tú qué a mí? —¿No conoces la palabra? De acuerdo, está bien. ¿Por qué no me dejas hacer el amor contigo? Las lágrimas empezaron a caer de los ojos de Eeva. —Mi esposo... murió hace tan sólo tres semanas—dijo—. Y, de todas formas, yo no amar ti. Eso parecía explicarlo todo perfectamente para ella pero, desde luego, ni dejó satisfecho a Ras ni le explicó nada. Podía comprender su pena, y cómo era posible que ésta eliminara su deseo. Pero de eso hacía ya tres semanas y estaba seguro de que Eeva ya debía estar volviendo a sentir un poco la fuerza de aquellos impulsos. Estaba viva y, ¿acaso había otra forma mejor de celebrarlo? ¿Qué‚ manera mejor de alejar a los fantasmas? Ras amaba a Mariyam, a Yusufu y a Wilida, y de vez en cuando sentiría pena por ellos durante un tiempo bastante largo, estaba seguro de ello. Pero, mientras tanto, siempre recordaría que estaba vivo. ¿Acaso Eeva había dejado de comer porque su esposo estaba muerto? Claro, hacer el amor no era lo mismo que comer. Pero se trataba de dos cosas que era preciso hacer si se quería continuar con vida. Los dos se quedaron callados durante un tiempo bastante largo, y después sólo hablaron de asuntos que les parecían estar lo bastante lejanos de la pregunta hecha por Ras. Cuando el sol se hallaba a dos palmos por encima de los acantilados, Eeva exclamó: —¡Un hipopótamo pigmeo! El animal había salido de la espesura y ahora avanzaba lentamente hacia la orilla, dando bufidos y gruñidos. Ras sabía que era un hipopótamo, pero Yusufu jamás le había dicho que fuera un hipopótamo pigmeo. Janhoy se incorporó con un gruñido. —Estás hambriento—le dijo Ras en amárico, y luego se dirigió a Eeva en inglés—. Mata al hipopótamo con tu treinta y dos. —No. Querer ahorrar mis balas para emergencias —dijo ella. Ras puso cara de incomprensión. —Emergencias—siguió diciendo ella—. Peligros en los cuales ser absolutamente requerido yo usar las... balas. —¿Emergencias? ¿Como yo?—dijo. —Sí. Y como los sharrikt. Llevaron la balsa hacia el barro. Ras ató un extremo de su cuerda a la parte metálica de un pico que había clavado entre dos troncos de la balsa y luego ató el otro extremo a un arbusto. Después, los tres fueron siguiendo las huellas del hipopótamo hasta que, al oír gruñidos y bufidos, se arrastraron lentamente hacia la fuente de los ruidos. Había cuatro adultos y una cría, todos alimentándose. Janhoy siguió acercándose cautelosamente a ellos, mientras Ras trazaba amplio círculo hacia el norte, deteniéndose antes de que el viento pudiera llevarles su olor. Eeva se quedó escondida detrás de un arbusto. Ras colocó una flecha en el arco y, agazapándose, avanzó centímetro a centímetro. Un instante después Janhoy salió a la carrera de los arbustos. Los hipopótamos huyeron. Ras acertó con una flecha a la pata de un macho y, cuando caía al suelo, le disparó otra flecha al vientre. Janhoy atrapó a la cría, pero enseguida deseó no haberlo hecho. La madre cargó contra el león, abrió la boca y cerró sus fauces sobre él. Janhoy logró soltarse al precio de dos profundas heridas. De repente uno de los machos que huía, ya fuera por haber dejado de tener miedo o porque el pánico le había hecho emprender un loco zigzag, salió de la espesura y se lanzó ruidosamente sobre Janhoy. El león le esquivó y luego tuvo que correr para huir de la hembra. Chillando, los dos adultos y la cría se alejaron trotando hacia el río. Janhoy les siguió, pero tenía que retirarse cada vez que uno de ellos se daba la vuelta y hacía un amago de cargar contra él. —Volverá dentro de un momento—dijo Ras, mientras empezaba a cortar la pata trasera izquierda del hipopótamo—. Esta noche comeremos carne y Janhoy podrá llenarse el vientre. Aquí hay lo suficiente para que le dure una semana..., si es que puede mantener alejados a los leopardos, los chacales, las hienas y los buitres. Y mientras él se atiborra nosotros seguiremos adelante. No tengo intención de seguirle aguantando por más tiempo. Esa noche, mientras comían la carne junto a una pequeña hoguera, Eeva le preguntó: —¿Es cierto que no has salido nunca de este valle? El oído de Ras había sabido adaptarse rápidamente a su forma de pronunciar las palabras, y su rapidez era tal que ahora las oía como si fueran pronunciadas «correctamente». —Si te refieres a si he estado alguna vez más allá de los acantilados..., te refieres a eso, ¿no? No, no he salido de él. He intentado escalarlos, aunque mis padres decían que Igziyabher me mataría si llegaba a verme hacerlo. Jamás pude llegar a más de medio trayecto. Y puedo trepar igual que un babuino. El cielo es un techo de piedra azul. De todas formas, Mariyam decía que más allá no había nada. El resto del mundo es todo piedra. Pero, ¿dónde vive Igziyabher? ¿Adónde va el Pájaro? ¿De dónde has venido tú? ¿Qué‚ eres? ¿Mujer, ángel, demonio, alguna clase de animal? ¿Un fantasma? —Siendo una mujer, soy todas esas cosas salvo un fantasma —dijo ella. Siguieron hablando durante un rato, con el resultado de que Ras acabó más confuso que al principio. Apagó la hoguera y se alejaron hasta que Ras pensó que ya estaban lo bastante lejos de los restos del hipopótamo. Entonces construyó una pequeña plataforma sobre dos ramas e intentaron dormir. El estruendo que llegaba desde el lugar donde estaba el hipopótamo muerto pareció continuar toda la noche. —¿No tienes miedo de que los leopardos maten a Janhoy?—le preguntó Eeva en varias ocasiones. —Puede cuidar de sí mismo —dijo Ras—. Al menos, más le valdrá hacerlo. No puedo pasarme la noche despierto para dispararle flechas a los leopardos. —¿No estás preocupado por él? —Yusufu decía que Janhoy era el rey de los animales. Claro que si una cantidad suficiente de leopardos se aliaran contra él... Ras empezó a bajar del árbol. —¿Adónde vas?—quiso saber ella. —A matar unos cuantos leopardos—dijo Ras—. Eso hará que los demás se marchen o los mantendré ocupados comiéndose a los muertos y así no molestarán a Janhoy. —¡Pero pueden matarte! —Es cierto. —Por favor, no vayas. Ras volvió a trepar hasta la plataforma y se tumbó en ella. —Quieres tenerme, pero sólo quieres tener una parte de mí—le dijo. —¡No tenías intención de marcharte!—exclamó ella—. Sólo amenazaste con hacerlo para que yo... No llegó a completar la frase. —Piensa en cómo te sentirías si te dejara—le dijo Ras. Eeva siguió en silencio. Ras esperó durante un rato y después‚ sintiéndose repentinamente cansado, se quedó dormido. Cuando amaneció se fueron mientras Janhoy seguía durmiendo. Ras se despidió de él en silencio y se alejó, dejando al león detrás de un arbusto, tendido de espaldas con las patas medio levantadas hacia arriba, su vientre un sólido bulto bien repleto de comida. Ras volvió a sentirse culpable, aunque se aseguró a sí mismo que Janhoy no moriría de hambre. Aquí había suficientes hipopótamos, búfalos de agua y cerdos del río como para que comiera a su gusto, y, si no tenía más remedio, siempre podía perseguir y matar a los cocodrilos o incluso a los leopardos. Desató la cuerda del arbusto y empujó la balsa, apartándola de la orilla y del pequeño montículo sobre el que la había varado antes de asar la carne del hipopótamo. Después tomó asiento en el centro de la balsa y dejó que Eeva se encargara de manejar la pértiga. Ella le miró con expresión interrogativa pero no dijo nada. El sol empezó a subir por el cielo, caldeando la atmósfera y dándole verdor a los árboles. El agua estaba algo marrón a causa del barro que empezaba a subir del fondo del río. Ras estaba encorvado sobre sí mismo y sólo alzaba la mirada cuando algún cuervo pasaba velozmente sobre su cabeza, igual que alguna idea triste. Sacó la flauta de la bolsa y tocó una canción dulce pero melancólica que había compuesto durante su adolescencia, cuando era presa de ocasionales ataques de tristeza que caían sobre él como la sombra de una nube huidiza. Las orillas del río pasaban junto a ellos, mientras Eeva usaba de vez en cuando la pértiga para impedir que la balsa encallara. Pasado un tiempo, Ras dejó de tocar la flauta. —El río serpentea a través del valle igual que si estuviera loco —dijo Eeva—. El valle no debe tener más de cincuenta kilómetros de largo, pero el río como mínimo tiene noventa. —Es igual que una serpiente buscando a su pareja en la estación del celo —dijo Ras. No parecía haber comprendido del todo las palabras de ella. Pasaron más minutos de silencio. Ras empezó a golpear los troncos de la balsa con la palma de su mano derecha. Dos golpes flojos y después uno fuerte. Otros dos golpes flojos y uno fuerte. Una pausa, y después volvió a empezar—. Algunas veces me siento muy bien —dijo, mientras seguía golpeando los troncos—. Algunas veces me siento mal. Entonces cojo un pedazo de madera y tallo una figura para mostrar cómo me siento. Ahora no tengo madera. Pero la flauta puede tallar una figura de música para mí. Y algunas veces puedo tallar una figura usando palabras. Se humedeció los labios y empezó a cantar, golpeando los troncos: Blanco es el cráneo entre el verdor, verde es la hierba en la blancura. Blanco es su fantasma en la luz, claro como su voz en el azul, el azul de la pena en la negrura la negrura del dolor en la noche la noche de los gusanos en el rojo el rojo de la carne sobre el blanco. Blanco es el cráneo entre el verdor verde es la hierba en la blancura. Su palma iba golpeando la madera: ¡Doom! do do ¡DOOM! do do ¡DOOM! Cuando paró, los dos guardaron silencio durante un rato. Las orillas del río pasaban junto a ellos, oscilando, curvándose y retorciéndose. Un martín pescador de brillantes colores, rojo, verde y blanco, pasó sobre ellos, tan veloz como la exclamación de un dios que hablara en pájaros. —¿Es tuyo ese poema?—dijo por fin Eeva—. ¿Se te ha ocurrido a ti solo? —Se me acaba de ocurrir—dijo Ras—. Prefiero hacer mis poemas en amárico, porque lo conozco mejor, pero si lo hubiera hecho en esa lengua no lo habrías entendido. Necesito a alguien que me escuche y que pueda escucharme con el corazón. Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Alzó los ojos hacia Eeva y vio que también ella estaba llorando. —Lloras por tu esposo. —Y también por mí—dijo ella—. No sé cómo salir de esta trampa. Por lo que pude ver cuando estábamos volando, el río entra en las montañas al final de éstas y debe seguir así durante muchos, muchos kilómetros antes de salir de nuevo por el otro extremo. —No te comprendo—dijo Ras—. Explícate. La escuchó y, de vez en cuando, tuvo que interrumpirla para preguntarle algo sobre lo que necesitaba una aclaración. Incluso después de recibir sus respuestas hubo algunas cosas que le resultó imposible creer. —Si hubiera sido criada en este valle y siempre hubiera pensado que era el mundo entero—dijo ella—, que el cielo era una cúpula de piedra azul y que Dios vivía al final del río, en los confines del mundo, y que todas las otras cosas que me has contado eran ciertas..., bueno, yo tampoco lo comprendería. En cuanto a ti, no sé cómo llegaste hasta aquí o por qué‚ razón. Pero sí puedo decirte que estoy asombrada. Y, cuando ese helicóptero nos atacó, me llevé un susto tremendo. —¿El Pájaro de Dios no es más que una... máquina? ¿Una canoa que vuela? ¿Y tú no eres ni un ángel ni un demonio? —No me crees—dijo ella—. Sientes lo mismo que sentiría yo si alguien me dijera que este universo era una ilusión, algo hecho con telones y cartón piedra. —¿Universo? ¿Ilusión? ¿Telones? ¿Cartón piedra? Eeva tuvo ciertos problemas para definir todos aquellos conceptos. —Los Pájaros..., los helicópteros... ¿Los viste? Me gustaría subir hasta allí arriba y ver su nido. Pero Mariyam me dijo que Igziyabher vivía al final del río. Se calló. Si tan sólo una pequeña parte de cuanto le había contado Eeva era cierto, entonces Mariyam había mentido mucho más de lo que Ras nunca hubiera llegado a sospechar. Eeva le preguntó quién era Igziyabher. Ras se lo explicó y luego dijo: —¿Viste a Igziyabher cuando pasaste sobre las montañas? Eeva meneó la cabeza y dijo: —No. Nadie ha visto nunca a Dios. —Es mi padre—dijo Ras. —¿Quién te contó eso?—preguntó Eeva. —Mi madre. Y supongo que ella debía saberlo. —Realmente, no se me ocurre por dónde empezar tu educación... —dijo ella—. Eres único. Creo que te han hecho algo..., algo horrible. Creo que esos papeles, lo que tú llamas Cartas de Dios..., creo que pertenecían a un libro que esa... esa persona..., estaba escribiendo. Explicaba Cuál era su..., ¿qué‚ paiabra es la más adecuada? ¿Experimento? ¿Proyecto? —¿Trayecto? —Proyecto—dijo ella, pronunciando la palabra despacio y con mucho cuidado. Ras no comprendió la palabra ninguna de las dos veces. Una vez más, Eeva se embarcó en un aparentemente interminable laberinto de explicaciones, explicaciones que a su vez requerían más explicaciones. Ras también fue descubriendo algunos hechos sobre ella. Era una suomailinen o, en inglés, una finlandesa. Había nacido en la ciudad de Helsinki, donde había pasado la mayor parte de su vida. Su madre era descendiente de suecos y de religión luterana. Su padre procedía de una familia judía que había emigrado de Alemania hacía doscientos años. El padre de su padre se había convertido al credo de Swedenborg, pero su padre era ateo y Eeva también lo era. Se había doctorado en antropología por la Universidad de Estocolmo, en Suecia. Hizo falta una hora entera para aclararle a Ras el significado de aquellas pocas frases. Ras tenía que conocer la definición de cada palabra que no le resultaba familiar, y las definiciones hacían que ambos se perdieran en nuevos laberintos. El sol acabó quemando el último retazo de azul y dejó entrar a la oscuridad. Fueron hacia la orilla y encontraron un lugar donde había un risco que sobresalía para protegerles las espaldas y donde podían encender un fuego. Ras mató un mono y lo asó tan bien como pudo para Eeva, a quien le había repugnado el brazo sin cocer que le ofreció en primer lugar. Pese a ello, Eeva le preguntó si era necesario que encendieran una hoguera. ¿No era posible que Bigagi anduviera por los alrededores? Ras dijo que lo dudaba mucho. Ahora estaría tan lejos de la muerte que había traído el Pájaro como le fuera posible, por no mencionar (aunque Ras no lo hizo) el hecho de que Bigagi también estaría asustado de Ras y querría poner tanta distancia como pudiese entre Ras y su persona. Además, los wantso jamás abandonaban sus refugios nocturnos salvo en la peor de las emergencias. —Entonces, ¿un antropólogo es alguien que estudia a la gente? —preguntó Ras—. Debo ser un antropólogo. Estudié a mis padres, y a los wantso, y a Gilluk, rey de los sharrikt. —No lo hiciste de forma científica—señaló Eeva—. Aunque, con los métodos que utilizaste, probablemente te sería posible describir a los wantso de forma más profunda que cualquier antropólogo. Eeva reanudó su historia. Había vivido en Suecia durante la guerra porque los alemanes habían venido a Finlandia para ayudar a combatir contra los rusos. Aunque los finlandeses no estaban de acuerdo con el antisemitismo, y no permitieron que los alemanes impusieran esa teoría mientras se hallaban en Finlandia, su padre había enviado a Eeva y a su madre a Suecia. Su padre murió cuando estaba luchando junto a los alemanes. Eeva dijo que aquello resultaba irónico un término que debió explicar), pero su padre había amado a su país y había odiado a los rusos tanto como a los alemanes, pues sabía que los rusos, pese a su política oficial, practicaban también activamente el antisemitismo.   Una breve relación   Al oír todas aquellas palabras y explicaciones nuevas, Ras tuvo la misma sensación como si su cabeza fuera el interior de una colonia de termitas atacada por un oso hormiguero. Las ideas corrían de un lado para otro, chocaban y caían, agitando al unísono sus seis patas, golpeándose contra su cráneo, mordiéndole. —Estás enfadado—dijo ella—. ¿Por qué? —No lo sé. Pero lo que me cuentas hace que me enfade. Me siento igual que si..., igual que si alguien estuviera a punto de atacarme con un cuchillo. O como si estuviera intentando quitarme algo. —¡Así que se trata de eso! ¡No te gusta oír lo que te cuento! ¡Te amenaza! ¡Hace que cuanto creías resulte ser una mentira! ¿Quieres que me calle? —Habla—dijo él con expresión ceñuda. Su esposo también había sido antropólogo. Le había conocido en la universidad donde él estudiaba. Se casaron después de volver a Helsinki. Enseñaron en la Universidad de Helsinki, y también en Munich. Habían hecho un viaje de campo a la cuenca del Amazonas, así como varios viajes al Africa, y esta última expedición la financiaba una beca norteamericana. La existencia de este valle era conocida desde hacía bastante tiempo. Una expedición norteamericana anterior había tenido intención de entrar en él usando un aeroplano anfibio. Pero el aeroplano se había estrellado poco después de su despegue, y todos los que viajaban en él habían muerto. —No hubo ninguna explicación sobre cuál había sido la causa del accidente. Dudo que lo fuera. Nos costó muchísimo conseguir que las autoridades nos dieran permiso para venir hasta aquí. Fue tan difícil que estábamos seguros de que alguien intentaba detenernos. Mika sospechaba que las autoridades estaban siendo sobornadas, pero no podía probarlo. Cuando empezó a investigar el asunto, de repente nos concedieron el permiso. Pero ése no fue el final de nuestros problemas. Mi esposo tuvo que vérselas con un nativo que intentaba prenderle fuego a nuestro avión la noche antes de que partiéramos hacia aquí. Y, después, el ataque por parte del helicóptero... Alguien no quería que estuviéramos aquí. Creo que se trata de la misma persona que escribió lo que tú llamas las Cartas de Dios. Alguien que está jugando a ser Dios... —Si me estás contando la verdad... —dijo Ras, hablando muy despacio—. Has dicho que este... ¿valle? Has dicho que este valle era conocido desde hacía cierto tiempo. ¿Qué significa eso? —Oh, algunos aviones de líneas comerciales que se desviaron de su curso informaron sobre él, y en una ocasión fue cruzado por un avión militar. —¿Por qué no los he visto? —Porque volaban muy alto. ¿Has visto alguna vez cómo aparecían en el cielo, muy arriba, varias nubes largas y delgadas, y cómo se esfumaban después de haber estado allí durante unos cuantos minutos? Ras negó con la cabeza. —Pues entonces no estabas allí cuando pasaron. Pero si alguna vez ves nubes como esas, debes saber que son los gases de escape de un reactor. Aquellas palabras llevaron a nuevas explicaciones. Finalmente, Ras lanzó un suspiro y dijo: —Creo que deberíamos irnos a dormir. Estaba tan nervioso y preocupado que abandonó su idea anterior de pedirle que se acostara con él. Eeva parecía soñolienta, pero no quería dejar de hablar. —Los helicópteros vienen de la cima de esa columna que hay en el lago. Me has dicho que no se puede trepar por ella, ¿verdad? —He dicho que todavía no he sido capaz de hacerlo. —¿Tienes intención de volver a intentarlo, quizá de noche, cuando no puedan verte? —De noche resultar mucho más difícil. Pero lo haré. Más adelante. Primero quiero matar a Bigagi y luego quiero encontrar a Igziyabher. Él puede responder a mis preguntas. —No existe ningún Igziyabher, ni al final de este valle ni en el gran mundo que hay fuera de él. No está en ninguna parte. —Ya lo veré. Ras se puso en pie. —Creo que voy a recoger unos cuantos arbustos más. Bigagi no me preocupa, pero por esta zona hay leopardos. Eeva estaba ya dormida cuando Ras acabó de recoger los arbustos y arrojó unas cuantas ramas bien gruesas a la hoguera. Ras volvió a desearla. La inquietud causada por su historia y la pena que sentía al pensar en sus padres y en Wilida le habían deprimido, pero ahora ya no estaba inquieto, y los fantasmas de Wilida, Mariyam y Yusufu se estaban desvaneciendo: aunque sólo fuera por esta vez, podía pensar en ellos sin sentir lo mismo que si un cuchillo muy agudo se estuviera clavando en su pecho. Eeva, como si le hubiera leído la mente, se despertó con un jadeo ahogado y le miró con unas pupilas de las que el sopor desapareció rápidamente. —No pienses en mí, Ras—le dijo—. No quiero pegarte un tiro. —¿Por qué no quieres acostarte conmigo? —Porque mi esposo lleva muerto poco tiempo y aún no he superado el dolor de esa muerte. Cierto, no nos llevábamos demasiado bien; estuvimos bastante tiempo a punto de divorciarnos. Parte de la razón para eso es que él era... No era fértil. Tenía la sensación de que no era un hombre completo. Yo le dije que podíamos adoptar niños, bien sabe Dios que hay montones de ellos que necesitan padres, pero él dijo que no. O teníamos hijos suyos o no tendríamos hijos. Y..., había otras cosas. »Pero, incluso si no fuera así, incluso si no tuviera a nadie por quien llorar, no querría hacer eso contigo, no de esta forma. No quiero quedarme embarazada y verme obligada a dar a luz una criatura en esta tierra salvaje. »Y sigue habiendo otra cosa, la más importante. No te amo. Ras se quedó asombrado. —Pero no me odias, ¿verdad? —No. —Yo no amaba a las hembras de los gorilas y tampoco amaba a ninguna de las mujeres wantso, salvo a Wilida, pero me acosté con ellas. ¿Por qué no puedo acostarme contigo? ¿Es que no te gusta acostarte con un hombre? —¿Cómo puedo explicarte a qué‚ me refiero?—dijo ella—. Eres el inocente por excelencia, no en tus acciones, sino en cuanto respecta a tu conocimiento de ciertas cosas. Eres el Noble Salvaje de Rousseau..., al menos, en algunos aspectos. —¿Rousseau? Hubo más explicaciones. Ras, que sólo estaba escuchándola a medias, pensó en acercarse a ella cuando estuviera dormida, sin hacer ruido. Entonces sería fácil quitarle la pistola. Eeva debía saberlo. Pero, aun así, dormía. ¿Querría acaso que le quitara el arma? La fuerza. Eeva había dicho algo sobre hombres malignos tomando por la fuerza a mujeres que no lo deseaban. Ras jamás había tomado a una mujer por la fuerza, y ni tan siquiera había llegado a ocurrírsele semejante idea. Aunque quizá eso no fuera del todo cierto. Cuando había sorprendido a las mujeres wantso por la noche había utilizado el miedo que le tenían como fantasma para salirse con la suya. Pero en aquel momento no había esperado recibir ninguna negativa, y ni tan siquiera había pensado que hubiera motivo alguno para recibirla, aparte de que era un fantasma. —No entiendo por qué no me deseas—dijo Ras—. Han pasado semanas enteras desde que tuviste a un hombre y no has estado enferma. ¿Es que soy feo? Mis padres y las mujeres wantso me han dicho que soy hermoso. Y no soy como los hombres de los wantso. Ningún cuchillo de piedra ha hecho que me resulte imposible conseguir algo más que una media erección. No soy como el leopardo que está medio muerto de hambre; río y hago bromas, y me gusta hablar y escuchar. Me encanta acariciar y amar. Amo la risa, la diversión y el tacto de la carne. Si no me amas y tampoco me odias y si no me has dicho que no te gusto o que te resulto repulsivo... No lo entiendo. —Estás dolido por lo que te he dicho—respondió ella—. Supongo que crees tener razones para estarlo, pero no debes sentirte herido. He crecido en un lugar que te resulta totalmente extraño. Vengo de una sociedad diferente, tan diferente que ni tan siquiera puedes imaginártela, así que no debes sentirte dolido. Acepta mi palabra si te digo que tengo buenas razones para negarme. Ras suspiró y dijo: —No es una palabra muy corta pero muy grande. Detrás de ella puede haber un mundo entero. —Un mundo que ser mejor que no llegues a conocer nunca —dijo Eeva—. Por desgracia, el mundo no va a dejarte en paz. Cada día se está haciendo más pequeño y los seres humanos que hay en él cada vez tienen menos espacio, y pronto se desparramarán por este valle. Habrá otros que sigan mi camino y el de mi esposo. Entonces..., no sé qué ocurrirá. No me gusta pensar en ello. ¿Qué opinarán de ti; qué‚ harán contigo? Sus palabras hicieron que Ras se sintiera inquieto. Algo enorme, negro y mortífero se alzaba al otro lado de las montañas. Eeva hablaba de una forma tan convincente... Quizás el cielo no estuviera hecho de piedra azul. —Anda, vete a dormir y olvídate de ello mientras puedas—dijo Eeva. —¿Qué‚ se supone que debo hacer?—preguntó Ras—. ¿Hacerme una paja? Eeva dijo algo en lo que Ras supuso sería finlandés. Sonó igual que si fuera una maldición. —¡No me importa lo que hagas! ¡Me basta con que no intentes violarme! ¡Y ahora, vete a dormir! Cuando Eeva volvió a despertarse la luna estaba bastante alta. Se irguió bruscamente, pistola en mano, y con voz muy aguda dijo: —¿Qué pasa? ¡Ras! ¿Qué está agitando las ramas? ¡Ras! ¡Un leopardo! Ras siguió moviéndose. Las sombras de las ramas y las hojas cubrían casi toda su silueta, pero un haz de claridad lunar le daba en el centro del cuerpo, por lo que Eeva pudo ver lo que estaba haciendo. Un chorro plateado surcó el aire. —¡Jumala!—dijo Eeva con repugnancia. Y luego, en inglés, añadió—: ¡Bestia repugnante! —Es mejor que sufrir—dijo Ras, jadeando. Eeva se quedó callada durante unos segundos y luego dijo: —¿En quién estabas pensando? —¡En Wilida!—dijo Ras con un gemido. Eeva lanzó una exclamación de disgusto. —Y quieres que haga el amor contigo para poder imaginarte que soy tu negra—dijo—. ¡Ugh! Ya noto el olor de esa cosa asquerosa. Ve al río a lavarte. —¿Te excita?—dijo Ras. —¡Tendría que pegarte un tiro! —¿Te excita? No obtuvo respuesta. Ras cerró los ojos y acabó quedándose dormido. Por la mañana, Eeva estuvo mucho rato sin decir nada. Tenía los ojos enrojecidos y bajo ellos había bolsas azuladas. Se movía de forma envarada, como si hubiera pasado toda la noche en una postura incómoda. Ras sonrió y le dijo que parecía tener cien años de edad. Había esperado que Eeva le chillara o que intentara golpearle, como habían hecho sus padres algunas veces cuando les hacía enfadar demasiado, tomándoles el pelo antes de que hubieran desayunado. En vez de eso, Eeva se echó a llorar. Ras le puso una mano en el hombro para decirle que lo sentía, pero ella lo apartó de una sacudida. Más tarde, al verle mandar un gran arco de orina por encima de la pared que formaban los arbustos, Eeva no pudo contenerse y empezó a gritarle: —¿Es que no tienes ni la más mínima vergüenza? ¡Te odio! ¿Qué eres, un hombre o un bebé? ¡Tu forma de obrar, de pensar y de comer hace que sienta ganas de vomitar! ¡Y tus modales cuando comes...! ¡Gruñes, tragas, babeas y dejas caer la comida de tu boca igual que un cerdo! ¡Eso es lo que eres, un cerdo! Empezó a llorar de nuevo. —Creo que seguir‚ solo—dijo Ras—. Haces que me enfade continuamente. Y, de todas formas, puedo ir mucho más deprisa sin ti. Además, cuando no estoy enfadado tengo ganas de acostarme contigo, y eso me resulta muy duro de soportar. No me gusta. Eeva empezó a llorar aún con más fuerza. —Tengo tanto miedo... —le dijo entre sollozo y sollozo—. ¡Y estoy sola! —¿Por qué has de estarlo? Estás conmigo. Estás a salvo. Y me tienes a tu lado para hablar y para hacer el amor, si no estuvieras tan loca... —Entonces, ¿soy yo la que está loca?—gritó ella. Y, pasado un rato, dejó de llorar y se limpió los ojos—. Siempre pensé que era fuerte... Soy una persona muy capaz. Jamás me he encontrado en una situación que no pudiera manejar. Soy tan capaz como cualquier hombre. Y no soy ninguna cobarde. Solo que... esto... ha ocurrido tan de repente, este lugar es tan salvaje, tan profundamente distinto a todo. Y es tan duro de soportar... Creo que no podré salir de este valle, y puede pasar mucho tiempo antes de que nadie venga a buscarme. Y hay alguien que desea matarme; pero no sé por qué razón... —Si eres mi mujer estarás a salvo. —Sé cuidar de mí misma—dijo ella. Ras se rió. —He tenido un momento de debilidad, eso es todo —insistió ella—. Se me pasar . Ahora ya me encuentro mucho mejor. —Pareces una hiena de ojos rojos. —¡Jumala! ¿Qué esperabas? No me he maquillado, estoy medio muerta de hambre y jamás consigo dormir más de media hora seguida, estoy sucia, tengo las ropas hechas pedazos y medio podridas, mi cabello está hecho un desastre y... —En una ocasión Yusufu me contó que Igziyabher había prometido que la mujer blanca que sería mi compañera tendría el cabello dorado—explicó Ras—. Sería una jane rubia. Tú tienes el cabello dorado. ¿Eres una jane? No actúas como si fueras mi compañera, actúas más bien como si fueras el demonio que Mariyam dijo debías ser. Y estoy seguro de que no actúas como una mujer mandada por Igziyabher, a menos que Él me odie. Eeva le estuvo mirando durante un buen rato antes de contestar. —Creo que jane debe ser una palabra de argot para significar mujer. Me parece que ahora ya no se utiliza. ¿Qué quieres decir con eso de que te habían prometido una? Ras se lo explicó, pero Eeva no logró entender del todo lo que le dijo. Y, cuando Ras pensó un poco en su explicación, tampoco él logró entenderla del todo. Pero hablar daba la impresión de ayudarla. Incluso llegó a sonreír ante algo que dijo Ras y luego desapareció un rato entre los arbustos. Ras fue en dirección opuesta y acabó encontrando a una rata de pelaje dorado y la clavó al suelo con una flecha. Cuando volvió, Eeva le estaba esperando con lo que parecía un cierto temor en la mirada. Se había bañado y se había lavado el cabello tan bien como le había sido posible en el agua fangosa. Contempló la rata con expresión dubitativa, pero le ayudó a encender la hoguera y, después de que la rata hubiera quedado lo suficientemente asada como para que no fuera posible calificarla de cruda, comió con bastante apetito. Después de apagar el fuego, Ras le pidió que echara una mirada a la herida de su cabeza. —No parece estar infectada—dijo ella—. De hecho, se está curando de una forma sorprendentemente rápida. Debes tener unos tremendos poderes de recuperación. —Después le explicó lo que significaba recuperación. Ras se afeitó en el río. Eeva le observó mientras aguzaba su navaja con la piedra de afilar, mojando después su cara con agua y el poco jabón que aún le quedaba para ablandar la barba y eliminando luego el pelo, acuclillado ante el árbol caído sobre cuyo tronco había colocado el espejo. —¿Quién te enseñó a hacer eso?—quiso saber. —Yusufu. Dijo que debía afeitarme cada mañana porque así lo ponía en el Libro. El Libro dice muchas cosas a las que no hago caso, pero me gusta afeitarme. Odio sentir esos pelos en mi cara. Creo que siento un odio especial hacia las patillas porque Jib tiene patillas. Jamás aprendió cómo afeitarse; es tan idiota como un gorila. Tiene una barba tan larga que le llega hasta el vientre, y siempre la lleva sucia y llena de espinas y hojas. Apesta. —¿Jib?—preguntó ella. —Jib quiere decir hiena en amárico—explicó Ras—. Vive con un grupo de gorilas en lo alto de las colinas, pero no está en el grupo de Negus sino en el de Menelik. Jib también es blanco. De hecho, es mi hermano. Eso es lo que decían Mariyam y Yusufu... Mariyam decía que Jib tiene el cerebro de un gorila porque hizo enfadar a Igziyabher. Solía contarme que yo acabaría igual que Jib si no hacía lo que Igziyabher quería..., hasta que yo fingía asustarme y empezaba a chillar, y entonces se callaba. Además, Yusufu le decía que si no dejaba de contarme esas cosas le daría tal paliza que la dejaría sin sentido. Eeva puso cara de asombro y se quedó callada y pensativa durante un rato. Pero cuando llegó el momento de impulsar la balsa hacia el río ya volvía a estar de buen humor. Se había recogido el largo cabello rubio en lo que llamó un «nudo de Psique», y le deletreó la palabra a Ras. Ras le dijo que estaba mucho más bonita, y aquello pareció alegrarla todavía más. Eeva hablaba mucho, y algunas veces parecía muy contenta. Le habló de cómo esquiaba en las montañas de Europa. Ras pensó que resultaría muy divertido lanzarse por las pendientes y salir despedido por aquellas colinas. Eeva señaló hacia el este, donde había una montaña con manchas blancas, y le explicó cuál era la sensación de tener nieve en la cara y en las manos y entre los dedos de los pies. Ras conocía la palabra, pues Yusufu le había explicado qué era aquella cosa blanca de las montañas. —Siempre andas husmeando en mi vida igual que un zorro siguiendo el rastro de una liebre —le dijo Ras—. Todo lo que te cuento parece asombrarte. —Ya te dije antes que eras algo único. Creo que nunca ha existido nadie como tú. Ras se remontó hasta donde su memoria era capaz de llevarle. Podía describir algunas cosas que habían ocurrido poco después de que aprendiera a caminar. —¡Increíble!—dijo Eeva—. Hay muy pocas personas que puedan recordar tantas cosas de una época tan temprana con semejante detalle. ¡Si pudieras recordar algo de lo sucedido antes...! Lo primero que puedes ver es el rostro de Mariyam, ¿no? Y antes, ¿no hay nada, absolutamente nada? Ras lloró un poco al pensar en Mariyam. Jamás volvería a ver aquel pequeño rostro moreno que tanto había amado, nunca sentiría sus abrazos, sus besos, no volvería a oír su voz, riñéndole, insultándole, riendo, amándole. Eeva pareció algo preocupada al verle llorar, pero siguió haciéndole preguntas. —No puedes haber nacido en este valle. Al menos, no lo creo. Y, desde luego, estoy segura de que los enanos que te criaron (porque eso eran, enanos, seres humanos deformes, y no monos) no se originaron aquí. Las cosas que te contaron..., olvidémoslas. Yo diría que eso demuestra que conocían bien el mundo exterior. Pero, ¿por qué‚ fingir que eran monos? ¿Por qué‚ esa cabaña junto al lago, los libros y todas esas cosas? ¿Y qué hay de ese otro chico blanco, Jib? ¿Es cierto que vive con los gorilas? Pero me has contado que tus padres y tú vivisteis también con ellos durante un tiempo... ¿Y Jib no podía hablar? Quizá sea un retrasado mental... o un sordomudo. —Podía oír mucho mejor que yo —dijo Ras—. Y era capaz de repetir cuatro o cinco palabras que yo le enseñé. Agua. Comida. Duele. Hombre. Y mi nombre. Pero necesité mucho tiempo para enseñárselas. Solía jugar con él, aunque Yusufu me había dicho que no debía hacerlo. Yusufu no estaba de acuerdo con Mariyam en cuanto al porqué Jib no podía hablar. Decía que Jib no podía hablar porque los gorilas no sabían hablar. Yusufu nunca quería hablar mucho de Jib. Cuando le preguntaba por Jib, siempre se enfadaba o se ponía triste. Eeva sacó sus cartas del bolsillo de su camisa y le pidió que le dejara ver las suyas. Volvió a leerlas y dijo: —Ahora todo está un poco más claro, aunque no demasiado. También hubo un tercer bebé. Debió ser el primero. ¡Dios! ¡Menudo monstruo ! —¿Quién, el bebé? —No, idiota... ¡Lo siento! Me había llegado a enfadar tanto que.... no importa. Me refiero al monstruo que os hizo esto a ti y a los otros dos niños. Debió secuestraros a los tres. Quien escribió esto era un hombre de negocios de Sudáfrica, pero vino de Norteamérica. Al menos, eso está claro... ¿Quién es el Maestro al que menciona? ¿Qué es el Libro? —No lo sé—dijo Ras. Le dio un buen empujón a la pértiga e hizo avanzar la balsa con tal rapidez que los troncos se cubrieron de agua con un fuerte chapoteo. Las palabras de Eeva le habían enfurecido, como si alguien hubiera estado haciéndole agujeros a una estatua tallada por él o se hubiera estado burlando de alguno de sus dibujos. La mañana y la tarde habían sido interesantes y divertidas. Pero ahora tantas preguntas y lo segura que parecía estar Eeva de que en su mundo había algo extraño y fuera de lugar hicieron que Ras se sintiera lleno de amargura. Estaba a punto de contárselo cuando oyó el chop-chop del Pájaro acercándose tras las verdes murallas de árboles situados en las orillas del río. Eeva lanzó un jadeo ahogado, se quedó paralizada durante un segundo y después se zambulló en el río. Nadó diez o doce brazadas, se incorporó y subió por la orilla para meterse corriendo entre la jungla. Ras decidió que lo mejor sería no seguirla. No necesitaba esconderse. El Pájaro nunca había intentado hacerle daño. De hecho, le había ayudado cuando creía que se hallaba en peligro. No tenía razón alguna para pensar que hubiese cambiado de actitud. Aun así, sintió una cierta inquietud al verlo aparecer, rugiendo y reflejando la luz del sol a unos pocos metros por encima de las copas de los árboles situados al norte. Un instante después el Pájaro vino hacia él. En su interior había dos hombres. Uno estaba a los controles, como los había llamado Eeva. El otro se encontraba detrás del piloto y miraba por encima de los cañones de sus dos ametralladoras, que Eeva también le había descrito y nombrado. Los dos hombres —Eeva había dicho que eran hombres—, iban vestidos con ropas de color marrón y llevaban máscaras blancas. El Pájaro—el helicóptero—, pasó por encima de él, tan cerca que su vendaval le golpeó, agitando las aguas, meciendo la balsa y ensordeciéndole. Después bajó unos veinticinco metros siguiendo el curso del río mientras Ras se daba la vuelta para observarle. Entonces se detuvo, giró sobre sí mismo y volvió hacia él. El hombre situado detrás de las ametralladoras estaba señalando hacia las huellas que Eeva había dejado en el barro de la orilla. El Pájaro volvió a girar para que las armas quedaran encaradas hacia la jungla, y los cañones empezaron a escupir fuego. Ras pudo oírlos pese al rugido del helicóptero. Las hojas y los arbustos saltaron y se agitaron. —¡Basta! ¡Basta!—gritó Ras. De repente el helicóptero se alzó un poco y luego desapareció, yendo tan sólo la altura de un hombre por encima de las copas de los árboles. Pero un instante después apareció de nuevo, porque ahora estaba subiendo en línea recta. Se encontraba a cien metros del río, quizá a ciento cincuenta. Algo que tendría el tamaño de un hombre cavó del vientre del helicóptero; era un objeto reluciente en forma de lágrima. Un rugido, una mancha roja que saltó hacia el cielo, humo, ramas y arbustos sacudiéndose bajo el vendaval repentinamente creado por aquel objeto. Después llegó el calor, y las hojas y los arbustos se sacudieron en dirección opuesta. Ras notó un olor extraño. El calor aumentó. La jungla se convirtió en una muralla de calor. Ras empujó la balsa hasta unos cincuenta metros corriente abajo, saltó a la orilla, y llevó la balsa al barro para que la corriente no pudiera arrastrarla. Después entró en la jungla. Avanzó a través de la espesura tan deprisa como pudo, siguiendo un curso paralelo al de las llamas. Un pájaro que no paraba de chillar y tenía las plumas ardiendo se estrelló contra un árbol y cayó al suelo. El humo que brotaba de sus plumas incendiadas hizo toser a Ras. El fuego formaba un círculo de unos cien metros de diámetro y unos treinta metros de altura. Iba creciendo hacia el exterior a medida que devoraba la espesura y los árboles que lo rodeaban, pero acabó muriendo al encontrarse con la vegetación húmeda empapada por la fuerte lluvia caída dos noches antes. Pasaron muchas horas antes de que Ras pudiera aproximarse a la zona, e incluso entonces las cenizas estaban demasiado calientes para sus pies descalzos. Hacia el amanecer se habían enfriado lo bastante como para que Ras pudiera caminar por entre aquella desolación. Los arbustos habían desaparecido. Los árboles de mayor tamaño seguían en pie, pero se habían quedado sin hojas y ramas, consumidas por el fuego. Los tocones habían sido mordisqueados por los dientes de las llamas. Allí donde terminaba la tierra muerta había algo que podía haber sido un mono. Tenía la cabeza quemada, su rabo, sus manos, pies orejas y nariz habían desaparecido, y huesos ennegrecidos asomaban por entre los carbonizados restos de la cabeza. Ras sintió un gran asco y miedo. Parecía imposible que Eeva pudiera haber escapado. Aunque los ocupantes del Pájaro quizá no fuesen más que hombres, tal y como afirmaba ella, tenían los poderes de un dios. Después de buscar un poco encontró otros dos montículos de carne calcinada, también cercanos a la zona exterior del fuego. Si Eeva había estado en algún punto cerca del centro se habría consumido por completo. Hasta los huesos estarían convertidos en cenizas. Al amanecer, el Pájaro volvió para examinar la zona. Ras se escondió hasta que se hubo alejado y no pudo oírlo. Aturdido, volvió hacia la balsa. No estaba allí. Por un instante sintió una gran alegría, pues pensó que Eeva debía haber escapado de las llamas y habría cogido la balsa. Pero en el fango no había ninguna huella aparte de las suyas. No había llevado la balsa a una distancia suficiente orilla adentro, y el río había tirado de ella hasta que consiguió hacerla girar sobre sí misma, sacándola de donde la había encallado, y la corriente se la había llevado. Ras se agazapó detrás de un arbusto durante un tiempo muy largo. Incluso en su rabia era muy consciente de las imágenes que cruzaban por su cerebro. Sabía que sus pensamientos eran como el sol cuando empieza a hundirse por debajo del horizonte. La bola roja era su ira; la negrura que se aproximaba con la desaparición del sol era la tristeza que le amenazaba. Tenía la sensación de estarse hundiendo en la noche y de llevarse con él todos aquellos hermosos colores: el rosa que teñía el vientre de una nube, el azul del cielo por encima del horizonte al este, el pequeño fuego azulado del corazón de una nube ardiendo sin humo, la mancha color verde claro de una rana y un grupo de puntos, amarillos como picos de loro, que se agitaban en el polvo a los dos lados del sol. Si se hundía, todas las hermosas bandadas de la vida se hundirían con él. Todo sería tan negro como el ojo de un chacal, tan negro como las intenciones de un leopardo. La muerte de Eeva Rantanen era el último empujón, el que mandaría el sol hacia su abismo.   El Pantano de las Mil Patas   No había amado a la mujer de piel blanca tal y como había amado a Mariyam, Yusufu y Wilida. Pero la ternura que sentía hacia ella había ido aumentando, pese a que su compañía le frustrara, le enfureciera y le hiciera sentirse perplejo. Ahora su rabia era como el sol que se hunde, enfriándose pero aún rojo, y Ras no permitiría que acabara de hundirse en la gélida y entumecedora melancolía. El sol del cielo tenía que ocultarse, su sol interior no tenía que hacerlo. Quería vengarse. Quería matar a Bigagi por lo que había hecho, y quería matar a Igziyabher porque Él había enviado al Pájaro para que matase a Eeva. Ahora seguiría a Bigagi y terminaría con aquella tarea tan pronto como le fuese posible y después iría hasta el final del río y haría que Igziyabher pagase por sus actos, y después volvería al lago y, aunque no sabía cómo, llegaría hasta la cima del pilar de piedra y tanto el Pájaro como los hombres que iban dentro de él morirían. La bola roja que había en el horizonte de su cerebro empezó a subir. Ras podía verla claramente. Los colores de la bóveda interna empezaron a volverse más brillantes. El sol del interior podía ir hacia atrás, del oeste al este, trayendo de nuevo el día y librándose de la noche igual que una serpiente se desprende de su piel. Ésta era la diferencia entre el mundo inexorable que había fuera de su piel y el mundo interior. Volvió a la orilla. Al menos, no había dejado la bolsa y las dos hachas de los wantso en la balsa. Fue al arbusto detrás del que lo había arrojado todo cuando bajó de la balsa. Encontrar ramas del grosor y la longitud deseadas y cortarlas le tuvo ocupado hasta bastante después del mediodía. Ató las ramas con lianas, y después aún tuvo que perder más tiempo para cazar. Una flecha derribó a un loro, y desplumarlo, encender una hoguera y asarlo requirió otra hora. Cuando hubo terminado ya era demasiado tarde para ponerse en marcha. Pese a ello, media hora después, Ras se dio cuenta de que estaba demasiado impaciente para posponer el viaje hasta mañana. Apartó la balsa de la orilla, y el río la fue llevando suavemente por varios recodos durante un kilómetro y medio. El curso de agua se fue estrechando; la corriente aumentó de fuerza; la balsa empezó a ir más deprisa. De repente las orillas se apartaron bruscamente la una de la otra. Habían sido vecinas durante una gran distancia, pero ahora debían despedirse. El río ya no existía. El pantano, el Pantano de las Mil Patas, se extendía ante él, y la pértiga con la que había estado empujando la balsa se hundió apenas un metro en el agua marrón antes de quedar absorbida por el fango. Ras tuvo que manejarla con mucho cuidado para impedir que éste la engullera. Ahora el sol se encontraba detrás de las montañas. El cielo, visible a retazos a través de las hojas y las ramas, seguía siendo de un azul brillante. Bajo las ramas, la penumbra iba haciéndose cada vez más espesa. Las lianas colgaban por todas partes, como si aquí hubiera una ciudad de serpientes que se suspendieran de sus colas para sorber el agua. Racimos de nenúfares aplanados y muy gruesos se iban abriendo de mala gana ante la balsa. Un gran insecto pasó cerca de Ras, tan cerca que su mejilla sintió el viento creado por sus alas. Un pensamiento triste en un lugar triste. El agua cubría la balsa, y Ras sentía su calor en los pies. Algo delgado y pegajoso cayó sobre su rostro, y Ras se agazapó para quitárselo. Después alzó la mirada para ver a una araña tan grande como su cabeza que bajaba rápidamente por su tela hacia la fuente de aquella perturbación. La negrura ya casi era total, pero Ras había visto la suficiente cantidad de ellas bajo la luz diurna durante su primer viaje al pantano y sabía que era de color púrpura, con minúsculos crecientes lunares amarillos por todo su cuerpo, y sus ocho ojos eran de color escarlata. Los wantso decían que una mordedura de aquella boca ribeteada de amarillo haría que un hombre gritase hasta ahogarse a sí mismo para ponerle fin a su agonía. Aunque Ras no estaba totalmente seguro de creer en aquellas historias, no tenía intención de comprobar su veracidad, y lo cierto es que las arañas tenían aspecto de ser venenosas. Algo se deslizó por el agua junto a la balsa, dejando una curva plateada a su paso. Ras sacó la pértiga de un tirón y estrelló su extremo en la parte más oscura de la negrura. La pértiga dio en algo sólido, algo que empezó a debatirse en el agua. Ras empujó la balsa hacia delante mientras la vieja herida de su pie ardía con el fantasma de una mordedura de víbora. Unos segundos después algo duro y frío le rozó el hombro. Ras lanzó un grito ahogado y se arrojó de bruces sobre la balsa. La balsa siguió avanzando. Ras siguió tendido durante un rato, el cuerpo tembloroso. Cuando se puso de rodillas y empezó a usar nuevamente la pértiga se mantuvo medio encogido, mirando todo el rato a derecha e izquierda. Una telaraña le cubrió la cabeza. Mientras se la quitaba, algunas de las hebras más largas se le pegaron a los dedos. Su mano se cerró sobre el vacío y reseco cascarón de una mariposa de gran tamaño y la arrojó al agua. La mariposa se alejó, una cruz que giraba lentamente flotando sobre el agua. La noche seguía siendo cálida, pero Ras tenía la piel de gallina. Sentía como si los insectos acuáticos que moran en las frías profundidades de un manantial de montaña estuvieran arrastrándose por todo su cuerpo. La sensación era tan vívida que no pudo contenerse y se tocó el hombro para asegurarse. Esto era mucho peor que encontrarse en una jungla llena de leopardos. Aquí no había belleza alguna. Las arañas y las serpientes estaban teñidas por la negrura de la noche, vestidas con el silencio y el veneno. Las arcadas que formaban las gruesas ramas bajas y los troncos, oscuros y achaparrados, parecían una puerta tras otra, y todas llevaban a la muerte. Las telarañas se agarraban a él como si fueran manos débiles pero insistentes. Aquella sustancia gris y pegajosa estaba envolviéndole cada vez más apretadamente, encerrándole en un capullo igual que si fuera una gran mariposa servida a las arañas. Incluso el extremo superior de la pértiga se había vuelto gris debido a las telas; ahora la misma pértiga se había convertido en un largo y flaco fantasma. Ras pensó que era como el fantasma de una serpiente, y un instante después deseó que le fuera posible no pensar en serpientes. ¿Cuándo saldría la luna? Entonces habría luz allí arriba, entre las hojas y las lianas, y un poco de esa luz se filtraría hasta aquí abajo. Entonces por lo menos podría ver a las grandes arañas justamente como eso, como arañas, y no confundiría el gran nudo de un tronco con una araña esperando el momento adecuado para saltar sobre él, y no creería que cada liana era un reptil. Casi dio un salto. Una masa de oscuridad corría por la rama que tenía delante. Ras la golpeó con la pértiga, pero falló. La balsa empezó a ir más despacio y chocó con el tronco de un árbol. Ras no podía oír nada aparte de su respiración. Después..., el roce de algo sobre la madera. Se dio la vuelta, pero no pudo distinguir nada más que un débil destello lejano que se encontraba al final de las interminables hileras de arcos formados por ramas y troncos. Lanzó un profundo suspiro. En este lugar había muchas cosas que daban miedo, pero, ¿por qué asustarse de esa manera? ¿Sería quizá debido a los cuentos con que le había llenado la cabeza Mariyam desde que había sido lo bastante mayor para hablar? ¿O era el que hubiese estado a punto de morir por una mordedura de víbora? ¿O era quizá alguna otra cosa, algo tan viejo como la mismísima muerte? El pantano apestaba. Ahora las flores de las plantas acuáticas eran invisibles, pero emitían el mismo olor que el de una rata que llevase dos días muerta. La madera muerta, saturada de agua y de gusanos ahogados, añadía una sutil pestilencia a ese olor. El agua se movía lentamente pero se movía pese a todo, por lo que no debería tener ese olor de estancamiento. Aun así, apestaba. Cargada de fango, se movía tan lentamente como la sangre de un hombre que agoniza. Incluso tenía el olor de la sangre. Tenía el olor de muchas cosas desagradables. Es mi nariz la que piensa todo eso, se dijo Ras, mi nariz que se llena de olores que son ideas temerosas y enloquecidas. El agua no apesta a sangre. Soy yo quien piensa eso, nada más. Las arañas no están esperando lanzarse sobre mí. Me tienen miedo. Si alguna cayera sobre mí sería por puro accidente. ¡Y las serpientes! Si se me acercan será sólo por casualidad. No me atacarán; no pueden comerme, y lo saben. Pero siempre es posible que ocurran accidentes. Cuando entró en el pantano por primera vez, seis años antes, sólo había avanzado unos pocos metros bajo los árboles antes de ser mordido. En aquel entonces le pareció que la víbora estaba esperándole. Había sido enviada allí por Igziyabher para impedirle que entrara en el pantano. Por lo tanto, si ahora Igziyabher no quería que cruzara el pantano, haría caer sobre él una araña gigante. —¡Pues déjala caer sobre mí!—gritó Ras—. ¡La aplastaré y seguiré adelante! No ocurrió nada. Ras siguió impulsándose con la pértiga, y por fin la luna se alzó en el cielo, igual que si hasta entonces no hubiera tenido ganas de manchar su gloria con el mal del pantano. Sus rayos bailaron sobre las hojas de las ramas más altas, revoloteando en la ligera brisa que las agitaba. Bajo ellas, la atmósfera estaba tan quieta como el animal emboscado a la espera de su presa. Un poco de luz logró serpentear por entre las hojas y manchar el agua aquí y allí con la claridad lunar, o teñir de verde y gris un montículo, o pintar un verde medio putrefacto sobre un retazo de vegetación, y en un momento dado le mostró un tallo largo y delgado que se inclinaba bajo el peso de una flor, amarilla como un muerto, que brotaba de una grieta en el tronco de un árbol. La luz de la luna tocaba las telarañas igual que si fueran las cuerdas de un arpa, el tañido no podía oírse, pero Ras lo percibía. Un objeto de forma redonda con doce largas patas pasó corriendo por una telaraña, produciendo un oscuro destello purpúreo, y se esfumó. La telaraña era asimétrica, con espesos grupos de hebras formando una enloquecida proliferación de diamantes en algunas zonas y apenas unas pocas hebras ampliamente separadas entre sí en otras. Ras pensó que la araña que había tejido esa tela debía estar enferma o trastornada. ¿Qué ideas enfermizas podían apoderarse de la mente de una araña loca? ¿Minúsculas cosas rojas que avanzarían saltando sobre muletas absurdamente torcidas, cruzando el negro y esponjoso suelo de aquella mente infinitesimal? ¿Irían dando saltos hacia una mota brillante, el diamante resquebrajado que había en el corazón de aquel cerebro con el tamaño de un puntito de polvo, para adorarlo y calentarse las garras ante su llama cristalina? ¿Y, arriba, habría quizá grietas irregulares por las que caería la luz de cada ojo, luz filtrada por las telas que había dentro de los tallos que sostenían esos ojos? Un chapoteo. Ras dio un salto y lanzó una maldición en amárico. Un instante después se rió al ver aparecer la cabeza de una gran rana en mitad de un charco luminoso. El pesado croar de una rana empezó a sonar cerca de él: gurrook-gurronk. Otras ranas se unieron al coro. De repente el pantano se había vuelto menos amenazador. Ras siguió empujando la balsa hacia delante. La rana le precedía, nadando hacia su objetivo, fuera el que fuese. Ras pensó que probablemente sería una hembra o algo que comer. De repente la rana desapareció bajo el agua. Pero no se había zambullido. Se había levantado de golpe, con sus patas palmeadas agitándose hacia lo alto, y luego se había visto arrastrada hacia abajo, dando la vuelta sobre si misma. Por un breve segundo Ras pudo ver la cola negra y aplanada de algún animal, y después sólo quedaron las ondulaciones del agua y una burbuja solitaria, muy grande, que tardó bastante tiempo en reventar. Los arcos que tenia delante estaban cubiertos por más telarañas. Ahora Ras podía verlas gracias a la luz lunar, e iba rompiéndolas con su pértiga, limpiándola de vez en cuando, impulsándose después hacia la siguiente telaraña. Las arañas bajaban corriendo hacia lo que creían haber capturado en sus hebras, y se detenían bruscamente cuando éstas eran destruidas. Ras alzaba la pértiga para golpear a las arañas o para empujarlas y hacer que se retirasen. En una ocasión una de las arañas cayó sobre la balsa, y Ras casi logró volcarla en sus esfuerzos por apartarse de ella y, al mismo tiempo, aplastarla con la pértiga. La araña avanzaba y retrocedía rápidamente y, de repente, se lanzó hacia él. La pértiga la golpeó en mitad de su salto y la mandó hacia el agua y la oscuridad. Aquello continuó durante toda la noche. Al amanecer ya estaba en una zona donde las telarañas eran escasas y de poco grosor. Los árboles no estaban tan juntos. El agua empezó a perder profundidad, y la balsa acabó atascándose en el barro. Ras tuvo que abandonarla y caminar por el agua, que sólo le llegaba hasta los tobillos, o por el barro. Suponía que en el pantano había caminos que la balsa podía recorrer, va que los sahrrikt y los wantso cruzaban toda su extensión en botes cuando hacían incursiones. Pero encontrarlos requeriría demasiado tiempo. Le pareció que sería mejor avanzar a pie, aunque la sola idea hacia que se estremeciera de repugnancia. La vegetación que emergía del agua era lo bastante densa como para ocultar a las serpientes. Ras fue usando la p‚pértiga para tantear ante él, lo que le obligaba a un avance lento y lleno de nerviosismo. El fango le llegaba algunas veces hasta los tobillos y otras hasta por encima de las pantorrillas. Sus pies salían de él con un ruido de succión, igual que si el pantano estuviera intentando engullirle. La hierba era dura y sus bordes tenían la forma de los dientes de una sierra que iba hiriéndole las piernas. En una ocasión fue mordido por un pequeño insecto. El dolor hizo que saltara, y un grito escapó de sus labios. Pasado un rato la mordedura cesó de dolerle, pero dejó en su pierna una marca púrpura tan grande como la yema de su pulgar. Después de haber avanzado un kilómetro y medio de esa forma empezó a encontrar algunos trozos de tierra más seca y a un nivel ligeramente superior al del pantano. Entonces avanzó con una cautela todavía mayor, pues le parecía que Quizás estuviera aproximándose al final del pantano. Una serpiente que tendría un metro veinte de largo, con la cabeza de un negro reluciente y el cuerpo de un apagado color escarlata, intentó escapar a su pértiga. Ras le partió el lomo, le cortó la cabeza, la despellejó, le quitó las entrañas y se la comió cruda. Aún no había terminado de comérsela cuando oyó gritos delante de él. Arrojó al suelo los restos de la serpiente y se arrastró por el fango, tan silenciosamente como le fue posible. Ante él había un pequeño brazo de agua, y la pequeña colina o islita de la que venia el ruido. Antes de que empezaran a bajar de nivel, las aguas le llegaron hasta la cintura. La pequeña isla estaba cubierta de árboles, y entre sus troncos había una vegetación bastante densa. Aquí los árboles estaban lo bastante cerca unos de otros como para permitirle viajar por las ramas, si lo hacia con cautela. Subido a un árbol situado casi al extremo de la isla, Ras pudo contemplar una extensión de tierra llana y de aspecto arenoso, casi negra, que tendría unos veinte metros de largo. Al otro lado de ella se encontraba otra islita no tan alta como aquella en la que se encontraba él. Aunque también se hallaba cubierta de árboles, allí estaban lo bastante separados como para permitirle distinguir ocasionalmente los movimientos de dos hombres. Los dos vestían túnicas blancas. Ambos eran delgados y tendrían aproximadamente un metro noventa de estatura. Sus pieles eran de un marrón oscuro y tenían las piernas largas y flacas. Se movían dando saltitos, gruñendo o gritando, y uno de ellos blandía una lanza mientras el otro le atacaba con una espada. El hombre de la espada era Gilluk, rey de los sharrikt.   Carcelero, ¿quién es el cautivo?   Tres años antes, una de las visitas periódicas que Ras hacia a la aldea de los wantso coincidió con el tercer día de la captura de Gilluk. Desde su puesto de observación situado en un árbol al otro lado del río, delante de la puerta oeste, Ras había visto la jaula que había delante de la Gran Casa. La jaula de bambú tenia unos dos metros de alto por ochenta centímetros de ancho. Estaba colgada de una cuerda atada a una caña de bambú situada en posición horizontal, sostenida a cada extremo por tres postes de madera muy resistente. Tanto la jaula como los soportes habían sido construidos especialmente para aquella ocasión, como descubrió Ras cuando se acercó lo suficiente para poder oír algo. Escuchó hablar a las mujeres que quitaban las malas hierbas de los campos y a los centinelas de la puerta norte. Toda la aldea había estado oscilando violentamente del júbilo al temor. La captura del rey de los sharrikt sería algo sobre lo que se hablaría y se cantaría durante generaciones enteras. Los wantso habían capturado a otros sharrikt (el último de ellos cuatro años antes), pero jamás habían hecho prisionero a un rey. Seria tratado como correspondía a la realeza, antes de que se le quemara vivo dentro de la jaula, su tortura duraría por lo menos un mes, si es que no más tiempo. Aquella era la causa del júbilo. El temor venia motivado por la posibilidad de que los sharrikt acudieran en gran número para rescatar a Gilluk. Había sido necesario colocar centinelas adicionales en la aldea, y también se habían mandado exploradores para que averiguaran los movimientos de los sharrikt. Aquello había causado ciertas dificultades, pues los wantso no podían permitirse tener a tantos hombres ocupados en esas dos tareas. Los guardias y los exploradores tendrían que haber estado cazando. La reducción en el suministro de carne ya había ocasionado algunas quejas. Tibaso, el jefe, había reunido a sus hombres y pronunciado un discurso en el que les instaba a que tuvieran paciencia y soportaran las privaciones. Si sus esposas se quejaban por ello, era misión suya hacerlas callar. Estaban pasando por una grave crisis pero, al mismo tiempo, aquel era un momento de gran alegría. Nada tan bueno como aquello podía ocurrir sin exigir sacrificios, trabajo duro, una devoción incesante al deber y una vigilancia que no conociera el desfallecimiento. Los wantso mantendrían un frente unido y derrotarían a cualquier fuerza de invasión, tal y como habían hecho en el pasado. Los wantso eran un gran pueblo—de hecho, la palabra wantso significaba El Pueblo—, y la misma naturaleza de las cosas exigía que vencieran a los sharrikt, que no eran sino una especie de animal de dos patas sumido en la depravación. Etcétera. Al discurso siguieron grandes gritos de aprobación, una repetición de sus frases más incendiarias entre quienes lo habían oído, y un abundante beber cerveza y agitar de lanzas. Esa primera noche toda la aldea, hombres, mujeres y niños, con los centinelas incluidos, llegó a tal grado de ebriedad que los sharrikt podrían haber aparecido antes del amanecer y les habría sido posible llevarse a su rey sin que nadie, salvo las gallinas y los cerdos, se hubiera enterado de ello. Ras se lo había oído comentar a las mujeres, que habían estado riéndose de ello al tiempo que se dedicaban a intercambiar cotilleos sobre lo ocurrido aquella noche. Al día siguiente Tibaso le había soltado una severa reprimenda a su pueblo y dijo que debían mantenerse sobrios hasta tener la seguridad de que el peligro había pasado. Mientras pronunciaba su discurso, iba bebiendo cerveza para refrescarse la garganta y acabar con su resaca. Ras no tuvo ninguna dificultad para averiguar cómo habían capturado a Gilluk. Las mujeres y los centinelas habían repasado minuciosamente el acontecimiento un montón de veces. Al parecer, los sharrikt tenían la costumbre de hacer una incursión cada año, incursión que siempre tenia lugar en el séptimo día siguiente a la séptima luna nueva del año, razón por la que dos jóvenes wantso habían sido apostados en una plataforma situada sobre un árbol cercano al sitio donde el río se convertía repentinamente en el Pantano de las Mil Patas. Habían visto la canoa de guerra que llevaba a los siete sharrikt entrar en la boca del río justo antes del crepúsculo. Los invasores se habían detenido para acampar en la orilla a un kilómetro y medio río arriba, y los muchachos wantso habían pasado junto a ellos una hora después, remando sigilosamente en la oscuridad. Al día siguiente los sharrikt cayeron en una emboscada cuando se acercaban al poblado. Un grueso pedazo de caoba dejado caer desde un árbol había hecho que el rey quedara sin sentido. Los wantso habían surgido de los árboles y de la maleza para apoderarse del inconsciente cuerpo de Gilluk. Los sharrikt, superados en número, con tres heridos a causa de la primera salva de flechas y lanzas, no se habían dejado arredrar y habían cargado contra los wantso que rodeaban a Gilluk. Uno de los sharrikt había muerto y otros dos habían sido heridos. Después de aquello los sobrevivientes huyeron, aunque a los wantso les habría resultado fácil atraparlos. Los wantso no les persiguieron porque habían obtenido una gloriosa victoria sin ningún muerto o herido por su parte, así que, ¿por qué debían abusar de la suerte? Aunque los sharrikt habían dejado abandonado a Gilluk, habían rescatado al bibuda, tal y como le llamaban los wantso. Ras había reconocido el arma que llevaba el rey porque las mujeres la habían descrito. No era más que una espada. Al parecer se trataba de la única que existía, incluso entre los sharrikt, y sólo el rey tenia derecho a llevarla. De hecho, y si había que creer a los wantso, la espada era el auténtico rey de los sharrikt. El hombre que ganaba el derecho a llevarla no era sino el guardián de la espada, y si se le llamaba rey era tan sólo por cortesía. Gilluk, el hombre de la jaula, era de piel tan oscura como los wantso. Era muy alto y delgado, a diferencia de quienes le habían capturado, que eran bajos y corpulentos. Su cabello parecía tener un rizado mucho más suave que el de los wantso, aunque Ras no podía estar seguro a esa distancia. Lo llevaba largo y recogido en una especie de panal encima de la cabeza. Su rostro era delgado y más bien angosto, y la frente despejada y muy lisa. Tenia los ojos oscuros y muy grandes. Su nariz era tan aguileña como la de la madre de Ras. Sus pómulos eran prominentes; sus labios delgados, y el mentón sobresalía bastante. Con excepción de una capa corta hecha con piel de leopardo, su atuendo no se parecía a nada de lo que Ras había visto hasta ahora. Vestía una túnica de mangas largas que le cubría todo el cuerpo, cayendo hasta las rodillas. La túnica estaba hecha de una tela blanca con símbolos y figuras geométricas en rojo y negro por todo el dobladillo. Gilluk estaba en su jaula, sujetando los barrotes con las manos y contemplando fijamente a quienes le habían capturado. Los wantso se burlaban de él y le pinchaban con palos afilados. Gilluk no se había encogido ni una sola vez, salvo cuando algún palo amenazaba sus ojos. Entonces había apartado la cabeza. Ras sabia lo que los wantso pensaban hacer con él. Cuando estaba con Wilida y los demás niños había escuchado vividas descripciones de la tortura sufrida por su último cautivo. Los niños habían puesto los ojos en blanco y se habían lamido los labios, o soltaban risitas y temblaban fingiendo un gran terror. Sólo Wilida parecía haber sentido un poco de pena por aquel sharrikt. Ése era uno de los rasgos que habían hecho que Ras se sintiera atraído hacia ella. Sin embargo, no había comprendido demasiado bien que le gustara esa leve demostración de simpatía hacia aquel cautivo. Si los sharrikt se hubieran mantenido lejos de los wantso, ahora no se vería en tal apuro ¿Por qué‚ no se había ocupado de sus propios asuntos y se había quedado al sur del pantano? Ras se dijo que probablemente no lo había hecho por la misma razón que ahora le impulsaba a él a correr el riesgo de espiar a los wantso. Era emocionante y requería valor. Pero si te atrapaban tenias que sufrir las consecuencias. Ras acabó decidiendo robarles al rey por curiosidad y por lo atrevida que le parecía la idea, no por un deseo de salvar a Gilluk de la tortura. También influyeron el que le dolía haber sido rechazado por los hombres de los wantso y el deseo de vengarse. Y, además, pensaba que sería una travesura soberbia. ¡Qué‚ hazaña tan emocionante, y qué divertido resultaría! Sólo pensar en ello hacia que seestremeciera. Sabia que no sería sencillo. Necesitaría cierto tiempo para conseguirlo. La primera noche trepó al árbol sagrado para poder ver las cosas más de cerca. Junto a la jaula había una hoguera, y un hombre montaba guardia continuamente ante ella. Era relevado aproximadamente cada dos horas, y el nuevo centinela y el hombre al que relevaba solían quedarse un buen rato junto a la hoguera, hablando. La jaula tenia un lado que podía abrirse y que se mantenía sujeto con una cuerda hecha con cuero de antílope. Sólo la presencia del centinela impedía que el mismo Gilluk desatara el nudo. También había guardias en las plataformas situadas dentro de la empalizada, uno para cada una de las cuatro puertas. Teóricamente se suponía que los guardias vigilaban los alrededores del poblado, pero se pasaban todo el tiempo mirando hacia el prisionero. Al día siguiente el poblado había vuelto más o menos a su rutina normal, salvo por el desacostumbrado número de centinelas. Las mujeres habían ido a los campos, y dos hombres y dos muchachos habían partido de caza o a explorar. Tibaso se había sentado en su trono y había conversado con Gilluk mientras bebía cerveza. Wuwufa, el que hablaba con los espíritus, había bailado alrededor de la jaula mientras hacia girar una gran carraca, llevando un inmenso tocado de forma cónica y una máscara de madera. El ronco sonido de la carraca y el tañir del arpa que tocaba el viejo Gubado no habían parado en todo el día. Al mediodía, la mayor parte de los hombres se habían marchado de la aldea en pequeños grupos. Ras pensó que probablemente andarían buscando a los sharrikt. Los wantso no se pintaban las caras para ir de caza, a menos que quisieran matar a un leopardo o un cocodrilo que se saliera de lo corriente, uno que hubiera conseguido una reputación y, por lo tanto, un nombre. Y, cuando lo hacían, formaban un solo grupo. Los únicos adultos que permanecieron en el poblado eran Tibaso, el jefe, Wuwufa, el que hablaba con los espíritus, el viejo Gubado y tres mujeres que cuidaban de los niños más pequeños. Las otras mujeres y los niños de mayor edad estaban trabajando en los campos. Dos hombres más se habían quedado como centinelas, uno en la plataforma situada sobre la puerta de la empalizada que atravesaba la península, y otro en la plataforma de la puerta oeste. Ras había pensado que, si un grupo de guerreros sharrikt les estaba observando desde la jungla, ahora les resultaría fácil rescatar al rey. Pero, aunque lo pareciese, los wantso no habían cometido tal descuido. Había muy pocas probabilidades de que el grupo de guerreros original intentara nada, y los invasores necesitarían unos cuantos dais para volver a la tierra de los sharrikt, organizar un grupo más numeroso y volver a la aldea. Mientras veia marcharse a los exploradores, Ras tuvo una idea tan osada que fue incapaz de resistirse a ella. ¿Por qué no entrar ahora por la puerta norte y sacar al rey de su jaula? Cuando el guardia de la puerta oeste hubiera bajado de su plataforma (si es que tenia valor suficiente para enfrentarse al fantasma), Ras ya habría abierto la puerta de la jaula. Le entregaría al rey una lanza y un cuchillo y, si el guardia osaba atacarles, le matarían. El gordo Tibaso y el viejo Wuwufa no serian ningún obstáculo. Ras y el rey cogerían una de las canoas varadas en el fango para cruzar el río y adentrarse en la jungla. Era posible que Gilluk no quisiera ir hacia el norte con Ras, pues su piel blanca le dejaría bastante sorprendido, aparte de las implicaciones fantasmales que sugería, pero la premura de la situación seguramente haría que venciera tal resistencia. De lo contrario, Gilluk era un estúpido y probablemente no merecía que Ras se esforzara de tal forma. Por otra parte, a Ras le había gustado bastante la idea de entrar silenciosamente por la noche, dominar al centinela y llevarse al rey. La mayor dificultad de esa idea había sido que tanto la entrada como la salida deberían realizarse por la rama que había sobre la choza del que hablaba con los espíritus y por la misma choza. Si había demasiado ruido, o si alguien daba la alarma demasiado pronto, toda la población de la aldea saldría corriendo de sus chozas, y, mientras que Ras confiaba en su rapidez y su agilidad para salir bien librado, no estaba muy seguro en cuanto al rey. Y, si el primer intento fracasaba, no habría muchas ocasiones para hacer un segundo, ya que aumentarían la vigilancia alrededor de la jaula. Además, los centinelas de las puertas verían a Ras tan pronto como entrara en la zona iluminada por la hoguera que había junto a la jaula. ¡Lo haré ahora!, se dijo Ras. Nunca supo por qué llegó a la decisión de que aquel era el momento adecuado; sencillamente, lo había sabido. Bajó del árbol y se fue ocultando detrás de otros árboles y matorrales hasta hallarse junto a la puerta norte. La puerta estaba cerrada, pero no la habían asegurado con el gran tronco que tenia por la parte interior. Al abrirla lo suficiente para deslizarse de costado por entre ella y la pared la puerta crujió, pero la carraca, el arpa y los canturreos de Wuwufa ahogaron el ruido hecho por los goznes de madera. Una vez hubo cruzado el umbral, Ras corrió hacia la choza de Wuwufa y se agazapó durante un instante debajo de ella. Ningún ruido, ningún grito. Chufiya, el centinela de la puerta oeste, le daba la espalda. Sazangu, el chico que montaba guardia en la pared del este, la que miraba a los campos, estaba bebiendo de una calabaza. El corazón de Ras había latido tan ruidosamente como la tierra al ser golpeada por los pies de los wantso durante una danza. Estaba temblando, pero aun así apretó con más fuerza su lanza, tragó una honda bocanada de aire, abandonó el refugio ofrecido por la choza y se dirigió hacia el centro de la aldea, caminando bajo el sol de media tarde igual que si hubiera pasado allí toda su vida. Nadie le vio hasta que no estuvo a unos veinte metros de la jaula. Wuwufa dejó de cantar y de agitar su carraca. La pieza de madera unida a la cuerda siguió girando por encima de su cabeza, porque el brazo que la sujetaba se había quedado rígido. La carraca fue parándose poco a poco; el ruido del aire que entraba por sus agujeros fue muriendo hasta convertirse en un silbido casi inaudible. Los niños gritaron y salieron huyendo en todas direcciones salvo en la que llevaba hacia Ras. Tibaso se había medio incorporado en su trono dejando caer su copa de madera y derramando la cerveza por el polvo. Lanzó un grito e intentó esconderse debajo del trono. Chufiya, el centinela de la puerta oeste, había aullado. Gilluk, con los ojos muy abiertos, se había agarrado a los barrotes de su jaula, sacudiéndolos. Wuwufa había acabado saliendo de su parálisis para caer al suelo, y una vez allí había empezado a rodar sobre si mismo, chillando igual que un chacal herido. Ras había pasado junto a él sin hacerle nada, pero no había sido capaz de resistir la tentación de pararse el tiempo suficiente para darle una leve patada al inmenso trasero de Tibaso. Tibaso, con la cabeza metida bajo el trono, había soltado un graznido y se había arrastrado, intentando esconderse mejor. Ras se rió y fue hacia la jaula, usando su cuchillo para cortar la soga hecha con piel de antílope. —¡Sal, Gilluk!—le había dicho en la lengua wantso—. ¡Tenemos que irnos, deprisa! Si Gilluk le comprendió, no dio señal alguna de ello. Su piel estaba más bien grisácea por debajo de la pigmentación oscura, y le castañeteaban los dientes. Cuando Ras le cogió de la mano y le sacó de la jaula, no se resistió. Había actuado igual que si la mismísima Muerte se lo estuviera llevando. —No soy un fantasma. Soy el Hijo de Dios—le había dicho Ras. Gilluk lanzó un gemido y siguió actuando igual que si su alma hubiera abandonado su cuerpo—. ¿Entiendes el wantso?—le dijo; y, un instante después, añadió—: No importa. Había decidido que sería mejor no darle ningún arma. Cuando Gilluk saliera de su conmoción actual quizá la usara para atacar a quien le había rescatado. Ras fue hacia la puerta oeste empujando a Gilluk por delante de él. Chufiya, el medio idiota que era hijo del jefe, tenia los ojos cerrados y agitaba su lanza en todas direcciones mientras farfullaba algo ininteligible. Ras y Gilluk atravesaron la puerta por debajo de él, y Chufiya siguió agitando ciegamente su lanza. No hubo persecución alguna. Gilluk se había quedado inmóvil, sentado en la proa de la canoa mientras Ras remaba. Ras había decidido que seguiría el río durante varios kilómetros y después se adentraría en la protección ofrecida por la jungla. Pasaría cierto tiempo antes de que volviera el grupo de exploración, y en aquellos momentos nadie de la aldea tenia el valor suficiente para intentar seguirles. Mientras salían de la canoa e iban hacia el sitio donde pensaba dejar al rey Ras no paró de reír. Se había sentido muy feliz. Ahora que el peligro había pasado todo lo ocurrido le parecía tremendamente delicioso. Había sentido deseos de tirarse al suelo, dar vueltas y vueltas sobre si mismo y pasarse horas enteras riendo a carcajadas. Incluso había llegado a dar unos cuantos pasos de baile. Cada vez que Ras se aproximaba a Gilluk, el rey de los sharrikt palidecía y se encogía sobre si mismo. Y de esa forma Ras llevó al rey hasta lo que sería su prisión durante los seis meses siguientes. La prisión era una jaula de bambú que Ras había construido originalmente como trampa para leopardos. Se encontraba en el bosque, cerca de los acantilados bajo los que empezaba el país de los wantso. Gilluk se había metido a rastras en la jaula nada más indicárselo y Ras cerró la puerta, asegurándola. Gilluk, al ser un hombre, habría sido capaz de liberarse en unos pocos minutos, pero Ras había preparado una trampa que dispararía una flecha contra Gilluk si ‚éste levantaba la armazón que servia de puerta. Además, si Gilluk se hubiera inclinado para evitar la flecha, habría tenido que empujar la pesada puerta en un ángulo tal que habría requerido los músculos de un hombre muy fuerte, y al tiempo que se abría la puerta había un mecanismo que bajaría otra puerta, la cual estaba provista de afiladas estacas de bambú en su parte inferior. Las estacas caerían sobre el hombre que estuviera tendido en el suelo de la jaula mientras éste levantaba la puerta exterior. Cuando esa puerta llegaba a un ángulo de 45 grados la flecha, que se encontraba muy cerca, saldría disparada, y el mecanismo dejaría libre la puerta interior de tal forma que ésta caería sobre el hombre. Ras estaba muy orgulloso de aquel ingenio, y por algunos momentos llegó a desear que Gilluk intentara escapar para que le fuese posible ver cómo funcionaba el mecanismo. Le había explicado a Gilluk lo que sucedería. Al principio Gilluk no había parecido comprenderlo, pero cuando se lo explicó por segunda vez asintió con la cabeza y dijo algo en wantso. Desde luego, no se trataba del wantso que Ras conocía, diferencia explicada por lo que luego le contó el rey, quien hablaba tan sólo una parte del lenguaje, aprendido de los esclavos de los sharrikt. Los esclavos descendían de los cautivos wantso conseguidos muchas generaciones antes, y aquellos esclavos hablaban un lenguaje que se había apartado bastante del utilizado por los aldeanos que Ras conocía. Ras había preparado un poco de carne de mono, dejándola casi cruda, y se la ofreció a Gilluk, que la rechazó. Ras no había sabido si la carne de mono era tabú o si se trataba de que Gilluk temía comer los alimentos ofrecidos por un fantasma, por lo que se encogió de hombros y dejó que fuera Gilluk quien decidiese cuándo comería..., si es que llegaba a comer alguna vez. Por la mañana Ras ya había empezado a aprender el lenguaje de los sharrikt. Gilluk se había negado a hablar hasta que Ras le dijo que sería liberado si cooperaba, pero que de lo contrario moriría. El rey decidió empezar a hablar inmediatamente. Hacia el mediodía ya había comido algo. Ras le dejó salir de la jaula con la punta de su lanza pegada a la espalda, para que no la ensuciara con sus excrementos. La noche siguiente Ras volvió al poblado. Quería descubrir qué clase de tormenta había quedado sembrada a su paso. Trepó a la rama que se encontraba sobre la choza de Wuwufa y, acostado en ella, observó y escuchó. Toda la población de varones adultos, salvo los centinelas, estaba alrededor de una gran hoguera delante del trono del jefe. Bigagi, lanza en ristre, había estado pronunciando un discurso. —¡Este fantasma no es ningún fantasma! —¡Ahh! —dijeron los hombres—. ¿Este fantasma no es un fantasma? —Este fantasma no es ningún fantasma—había repetido Bigagi—. Viene de la Tierra de los Fantasmas. —¿Viene de la Tierra de los Fantasmas? —Viene de la Tierra de los Fantasmas —había dicho Bigagi—. ¡Pero este fantasma no es ningún fantasma! —¡Este fantasma no es un fantasma! Bigagi había empezado a pasearse ante ellos blandiendo su lanza hacia la oscuridad que había fuera de las empalizadas. —Este fantasma no es ningún fantasma. No es un fantasma. Es el hijo de una hembra de mono y de un gran espíritu. —¿Es el hijo de una hembra de mono y de un gran espíritu? —canturrearon todos. —¡Es el hijo de una hembra de mono y de un gran espíritu!—les había dicho Bigagi—. ¡Ha sido el mismo fantasma quien me lo ha contado! —¿Ha sido el mismo fantasma quien te lo ha contado? —Fue el mismo fantasma que no es un fantasma quien me lo contó. Eso ocurrió cuando yo era pequeño, antes de convertirme en un hombre. Wilida, Sutino, Fuwitha, Pathapi y yo jugábamos con el fantasma cuando yo era niño. ¡Jugábamos con él en los arbustos, a la orilla del río! —¡Ahh!—jadearon los hombres. —Ahora Sutino está  muerto y es un fantasma. No se lo podéis preguntar a menos que Wuwufa hable por nosotros. Pero si no me creéis, preguntádselo a Wilida o a los que aún están vivos. —¿Preguntádselo a Wilida o a los que aún están vivos?—habían dicho los hombres. —¡Os dir n que no miento! —¡Este fantasma se llama Lazazi Taigaidi! —¡El fantasma se llama Lazazi Taigaidi! —¡Este fantasma no es ningún fantasma! —¡Este fantasma no es ningún fantasma! —¡Este fantasma sangra! —¡Ahh! ­Este fantasma sangra! —¡Le he visto sangrar! ¡Su sangre es roja! —¡Su sangre es roja! ¡Ahh! —¡La sangre de fantasma es blanca! ¡La sangre de fantasma es blanca! —¡La sangre de fantasma es blanca! —¡El fantasma derrama sangre roja! —¡El fantasma derrama sangre roja! —¡Este fantasma no es ningún fantasma! ¡Este fantasma es el hijo de una hembra de mono y de un gran espíritu! Antes de que los hombres pudieran repetir lo dicho por Bigagi, Tibaso, el jefe, les interrumpió. —¿Y acaso el hijo de un gran espíritu no es un fantasma? —¡Este fantasma puede morir!—había gritado entonces Bigagi—. ¡Por lo tanto, no es un fantasma! —¿Este fantasma puede morir? —¡Ahh! —había dicho Tibaso—. Pero este fantasma vive en la Tierra de los Fantasmas. ¿Habrá algún hombre vivo que se atreva a vivir en la Tierra de los Fantasmas? —¡Shabagu, nuestro gran antepasado, nos llevó a esta tierra!—había gritado Bigagi. —¡Shabagu, nuestro gran antepasado, nos llevó a esta tierra! —Shabagu era el hijo de un gran espíritu—había dicho Bigagi—. Su madre era Zudufa, una mujer wantso. —Shabagu era el hijo de un gran espíritu. Su madre era Zudufa, una mujer wantso. —¡Shabagu murió!—había gritado Bigagi. —¡Ahh! ¡Shabagu murió! ¡Cierto, cierto, murió! —¡Lazazi Taigaidi es el hijo de un gran espíritu! ¡Shabagu era el hijo de un gran espíritu! ¡Shabagu murió! ¡Lazazi Taigaidi puede morir! —¡Ahh! ¡Puede morir! ¡Puede morir! Los hombres agitaron sus lanzas y gritaron: «¡Puede morir!», una y otra vez. Wuwufa se levantó de un salto del sitio donde estaba acuclillado y empezó a bailar. En su mano agitaba una vara a cuyo extremo había tres calabazas que contenían guijarros. —¡Puede morir!—había gemido—. ¡Puede morir! ¡El Chico-Fantasma puede morir! Los guerreros se habían puesto en pie y empezaron a bailar mientras cantaban: «¡Puede morir!». Tibaso se levantó de su trono y golpeó la plataforma de tierra con la punta de su vara. Los hombres dejaron de bailar. —Entonces, ¿quién matará al fantasma? —¡Este fantasma no es ningún fantasma!—había dicho Bigagi—.¡Yo mataré al hijo de una hembra de mono y un gran espíritu! ¡Yo, Bigagi, con la lanza de mi padre! Unos segundos después la lanza arrojada por Ras se estrelló en el suelo a los pies de Bigagi. Su astil tembló durante unos momentos. Los hombres se quedaron callados, se miraron unos a otros y miraron a su alrededor, poniendo los ojos en blanco. En ese momento Ras lanzó el prolongado grito ululante que Yusufu le había enseñado. Los hombres alzaron la vista y, gracias a la luz del fuego, vieron la blanca silueta de Ras en la rama que estaba sobre la choza de Wuwufa. Huyeron hacia sus casas con tal rapidez que tropezaron y chocaron unos con otros, gritando y chillando. El único que no buscó refugio fue Wuwufa. El viejo estaba tendido en el suelo, con los ojos muy abiertos y moviendo la boca, con la saliva brotando de sus labios y el cuerpo agitado por las convulsiones. Ras lanzó nuevamente su grito y se marchó. A la siguiente visita descubrió que Bigagi se había quedado con su lanza. Ahora Bigagi afirmaba que Lazazi Taigaidi podía ser muerto con su propia lanza y que él, Bigagi, se encargaría de matarlo. Cuando la noche estaba bien avanzada Ras entró en la aldea y cogió su lanza, que Bigagi tenía junto a él mientras dormía. Cuando iba por el círculo exterior de chozas para volver hacia el árbol sagrado se paró. ¿Por qué no ir a la choza de Wilida? Cuanto más pensaba en ello más le gustaba la idea. Fue hacia su choza, que se encontraba en el círculo interior, delante de la casa más cercana a la puerta oeste. Tal y como había hecho en la cabaña de Bigagi, apartó cautelosamente uno de los lados de la esterilla de bambú que servía como puerta durante la noche. En los extremos inferiores de la esterilla había unas cuerdas que la ataban a unos pequeños postes. Ras se deslizó de lado por entre el extremo de la esterilla y el marco de la puerta, entrando en la choza. Una vez dentro esperó hasta que sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra. La choza estaba dividida en dos habitaciones por una pared de bambú que no llegaría al metro ochenta de altura. El padre y la madre de Wilida dormían en la habitación situada más hacia dentro. Wilida y su hermano, que tenía siete años de edad, estaban durmiendo en unas esterillas situadas una a cada lado de la primera habitación. Ras se tendió junto a ella y le murmuró su nombre al oído. Al oírla gemir suavemente Ras puso una mano sobre su boca. Entonces Wilida despertó del todo e intentó levantarse, pero Ras le hizo bajar la cabeza y le habló en un feroz murmullo. Wilida dejó de luchar, aunque su cuerpo temblaba violentamente. Ras tenía la otra mano sobre su pecho, y había sentido cómo su corazón exprimía con fuerza los jugos del terror. —No te haré daño, Wilida—le dijo—. Si no gritas apartaré mi mano de tu boca. Wilida asintió y Ras apartó su mano. —Oh, Ras, ¿qué‚ quieres? —le había dicho ella en voz baja. —¡A ti, Wilida! Hace mucho tiempo que te deseo. Y tú, ¿es que no me has deseado también? Entonces Wilida le había besado, pero antes de que Ras pudiera devolverle el beso le dijo: —¡Espera! Se puso en pie y atravesó la habitación, hurgando en varias marmitas cuyo tintineo había puesto algo nervioso a Ras. Después volvió junto a él y le dijo: —He tomado la poción que me impedir  concebir. —¿Por qué‚ no quieres llevar dentro a mi hijo?—le había dicho él. —Porque sabrían que era el niño del fantasma. Lo arrojarían a los cocodrilos y a mí me echarían a la hoguera. Una hora después‚ el hermano de Wilida se incorporó en su esterilla y empezó a llorar. A Ras no le extrañó demasiado que llorase, teniendo en cuenta todo el ruido que habían estado haciendo. La madre de Wilida dijo algo a gritos, y Wilida le respondió diciendo que ella se encargaría de consolar al niño, que debía haber tenido una pesadilla. Ras se había movido para quedar oculto por su cuerpo. Cuando Wilida se apartó de él para ir hacia donde estaba su hermano quedó al descubierto, pero Ras permaneció inmóvil, esperando que la oscuridad haría que Thizabi no se fijase en aquel bulto blanco que había encima del suelo. Wilida había calmado a su hermano y el niño acabó volviéndose a dormir. Después le pidió a Ras que se marchara, porque aquello había sido demasiado peligroso para los dos. Le había prometido que volvería a encontrarse con él apenas tuviera ocasión de hacerlo, pero tendría que ser fuera de la aldea. —He oído hablar a las mujeres—le había dicho después—. ¡Creen que Seliza ha estado reuniéndose contigo en la espesura! ¿Es cierto eso? Ras era muy hábil mintiendo, pues había descubierto que era el mejor sistema para escapar al castigo de sus padres. —Oh, no se me ocurriría tocar a Seliza ni aunque lo necesitase tanto que tuviera esto tan largo como una lanza. ¡Tú eres la única a la que deseo, Wilida¡ Abandonó la aldea una hora antes del amanecer, justo cuando de la choza de Bigagi brotaba un grito. Las casas vomitaron a sus ocupantes y todos se congregaron alrededor de Bigagi, quien les dijo que se había despertado y enseguida se había dado cuenta de que la lanza del Chico-Fantasma había desaparecido. ¿Quién la había cogido? Bigagi apenas acababa de hacer la pregunta cuando esa misma lanza salió volando de la oscuridad para caer en el centro de la aldea, cerca de la plataforma de tierra, y fue seguida por un grito ululante. En menos de diez segundos todos los presentes, Bigagi incluido, habían vuelto al interior de sus chozas. Ras bajó por el árbol y volvió al sitio donde estaba enjaulado Gilluk. Gilluk había empezado a superar su miedo. Le enseñó su lengua, y Ras no tardó más de unos veinte días en ser capaz de mantener una conversación fluida a un nivel sencillo. Gilluk había aprovechado que su carcelero aprendiese el idioma de los sharrikt para quejarse de lo incómoda y pequeña que resultaba su jaula. Ras le construyó una más grande. Un mes después Gilluk había vuelto a quejarse. Ras construyó una jaula que realmente más parecía una casa, un cubo de ocho metros por ocho y tres metros. La jaula tenía un tejado hecho con hojas de palmera y esterillas que podían desenrollarse para formar paredes. Gilluk se quejó de que su comida no estaba lo bastante bien cocinada. A partir de entonces Ras siempre le sirvió la carne bastante asada. Gilluk se había quejado de que sufría por no tener ninguna mujer a su alcance. En su hogar tenía tres esposas, a cada una de las cuales debía satisfacer todas las noches salvo, naturalmente, durante los períodos menstruales en los que estaba prohibido tocarlas. De lo contrario... —De lo contrario, ¿qué?—le preguntó Ras. —De lo contrario todos pensarían que empiezo a perder las fuerzas, y un rey que se debilita significa un reino débil. Si eso ocurriera me darían de comer a nuestro dios, el cocodrilo Baastmaast. —No puedo hacer nada respecto al problema de las mujeres—le había dicho Ras—. Tendrás que hacer el amor con tu mano. —Un rey no puede hacer eso—le había dicho Gilluk—. Eso sólo pueden hacerlo los muchachos. —¿De veras?—le había dicho Ras—. Quizá  eso sea cierto para los sharrikt, pero jamás se me ha ocurrido ninguna razón por la que deba sufrir y aguantarme, aunque mis padres me dicen que debo hacerlo. En algunos aspectos me recuerdas a mis padres... Pero cuéntame más cosas sobre vuestras curiosas costumbres. Un día, Ras se había dirigido a él como rey y Gilluk le había respondido: —Ya no soy el rey. En cuanto perdí a Tookkaat, la espada divina, dejé de ser rey. Podría volver a convertirme en rey durante la séptima luna nueva del año cuando el guardián de la espada, es decir, el rey actual, tenga que internarse a solas en el Gran Pantano y una vez allí deba defenderse durante siete días contra todos los que se le acerquen. Gilluk le explicó que cualquier persona de sangre real que fuera capaz de matar al rey durante ese período de tiempo se convertía en rey. Durante los últimos siete años Gilluk había logrado matar a todos los que entraron en el Gran Pantano para enfrentarse a él. Pero ahora daba la impresión de que la espada había decidido abandonarle. —¿Qué harías si te dejase en libertad?—le había preguntado Ras. —Me escondería en el Gran Pantano hasta que llegara la séptima luna nueva. Después mataría a quien sea rey ahora y volvería a mi aldea. Pero si regreso a ella antes de ese momento el rey ordenará que me maten. Estará en su perfecto derecho y será un estúpido si no lo hace. En todo mi pueblo no hay ningún guerrero tan grande como yo. —¿Cuántos hombres de sangre real hay entre tu gente? —Todos los sharrikt son de sangre real. —Yo soy el hijo de Dios—le había dicho Ras—. ¿Crees que los sharrikt me aceptarían como rey si matase al hombre que posee la espada? Gilluk había tardado tanto tiempo en responder que la pregunta debía haberle dejado realmente sorprendido, o quizá  fuese que no tenía ni la menor idea de cómo responder a ella. —¿Cómo es posible que un hombre que no pertenece al pueblo de los sharrikt sea rey de los sharrikt? —había acabado diciendo. —No veo por qué‚ no puede serlo—había contestado Ras. —No ha sucedido nunca. —¿Quiere decir eso que no puede suceder? —Las manos de mi mente son incapaces de aferrar esa idea—había dicho Gilluk. —¿Qué‚ ocurriría si matase al hombre que posee la espada y entrara en la aldea de los sharrikt llevándola conmigo? —Creo que los sharrikt no sabrían qué‚ hacer. Puede que te mataran, puede que salieran huyendo, y puede que no te hicieran ningún caso. —No hacerme caso resulta bastante difícil—había señalado Ras. Unas cuantas semanas después‚ Gilluk había protestado diciendo que necesitaba más espacio. —Pero si ahora tienes dos habitaciones—había dicho Ras—.Tienes una casa tan grande como cualquiera de los wantso..., dejando aparte a su jefe, claro está , y él vive en la Gran Casa, que además es un sitio donde adorar a los dioses. —La casa que paseo en mi tierra tiene muchas habitaciones—le había respondido el rey—. Tiene más habitaciones que dedos tengo yo en las manos y los pies. Está hecha de piedra y tiene tres pisos de alto. Y, además, tiene un gran porche de madera que da la vuelta a todo el segundo piso, y también tiene un patio muy espacioso en el centro. —Cuando eras rey tenías todo eso porque vivías en la casa del rey—le había dicho Ras—. Ahora ya no eres rey. —Sí, pero aún me porto como un rey y tengo las costumbres de los reyes. Sin saber muy bien por qué razón, Ras se sintió obligado a construirle por lo menos otra habitación. Gilluk se había sentido un poco más feliz, pero no quedó totalmente satisfecho. A esas alturas Ras ya había empezado a interesarse por el arte de la construcción, y también sentía cierta curiosidad por saber hasta dónde acabarían llegando las exigencias de Gilluk, por lo que le construyó dos habitaciones más. Gilluk dijo que la casa era excelente, aunque le faltaba un porche en el cual pudiera tomar el aire. Ras construyó el porche. El rey le observaba de vez en cuando y luego le sugería mejoras o formas de trabajar con mayor eficiencia. Cuando Ras hubo terminado el porche tuvo que construir una jaula gigantesca para rodear la casa. No podía permitir que Gilluk saliera al porche a menos que tuviera algún medio de impedirle que se marchara, y tuvo que construir una jaula muy sólida, a la que luego debió añadir un tejado para que Gilluk pudiera pasear por el peque¡ ño patio cuando llovía. Mientras construía la casa, Ras necesitaba también tiempo para cazar y cocinar para el rey, aparte de lo cual iba a su casa cada pocos días para visitar a sus padres, y además iba a la aldea de los wantso para observarles, para hacer el amor con Wilida o, si ésta no podía escaparse, con Seliza y también con Fuwitha. Una noche se encontró con Thiliza, la más joven de las esposas del jefe, cuando ésta volvía del río llevando una olla de agua. Thiliza estuvo a punto de sufrir un desmayo, pero Ras le habló en voz baja y suave mientras sostenía un cuchillo junto a su garganta, y pasado un rato le dijo lo que deseaba. Thiliza había estado demasiado asustada para decirle que no y, después de aquello, también ella se dedicó a reunirse con él entre la espesura, dado que su terror había durado poco y se había convertido en un notable entusiasmo. Y, a medida que iba pasando el tiempo, hubo otras mujeres. Ras le había hablado a Gilluk de las mujeres. Gilluk había disfrutado mucho oyéndole contar los detalles, y parecía pensar que Ras les estaba gastando una broma excelente a los hombres de los wantso. Pero poco después empezó a estar triste y deprimido. —Supongo que sigues deseando tener una mujer wantso, ¿no? —le había preguntado Ras. —Sí, a menos que puedas conseguirme a una mujer de los sharrikt —le había dicho Gilluk—. Después de todo, cuando era rey me acostaba con mis tres esposas cada noche y, de vez en cuando, también me acostaba con alguna esclava guapa o con una mujer libre durante el día. —Si te traigo una mujer, entonces me veré obligado a dejarla también prisionera en esta casa. Jamás podré dejarla marchar. Volvería trayendo a sus hombres con ella, y entonces serías capturado de nuevo. —Pues no la dejes marchar—había dicho Gilluk, aparentemente más contento de lo que nunca le había visto Ras. —Pero entonces la mujer sería desgraciada—había dicho Ras—. No odio a las mujeres wantso. De hecho, las amo. ¿Por qué debería hacer que una de ellas fuese desgraciada sólo para complacerte? El rey no le respondió. —Hay dos cosas que me tienen perplejo—le había dicho Ras—. Una es: ¿Por qué me esfuerzo tanto por tenerte contento? La otra es: ¿Por qué no has intentado escapar? Sé que si me encontrara en tu situación ya habría logrado escaparme hace mucho tiempo. Y creo que tú también habrías podido hacerlo. —Pasarán seis meses antes de que llegue la séptima luna nueva del próximo año—le había respondido Gilluk—. En este momento no tengo ningún sitio adonde ir. No quiero vivir en el Gran Pantano hasta entonces. Ras alzó los ojos al cielo con una mueca exasperada y dijo: —Así que piensas quedarte aquí, cómodo y bien alimentado, igual que si estuvieras en tu palacio de piedra. —Estás siendo recompensado por tus esfuerzos—le había respondido Gilluk—. Estás aprendiendo el lenguaje y las costumbres de los sharrikt, y además tienes el placer y el beneficio de mi compañía. —Pero podría conseguir todo eso con mucho menos trabajo—le había dicho Ras. —No. Si no estoy a gusto me negaré a hablar contigo. —Un poco de fuego en tus flacas nalgas haría que parloteases igual que un mono. —No, no lo conseguiría. Un sharrikt no sucumbe a la tortura. Ríe, canta e insulta a su enemigo hasta que se le cae la piel, le humea la carne y le empiezan a arder los huesos. Jamás haría lo que deseas de mí. Después de aquella conversación, Gilluk le dijo que ahora la casa empezaba a ser lo que debía. Pero no estaba amueblada adecuadamente. Ras lanzó un gemido y le preguntó qué‚ clase de mobiliario deseaba tener, y Gilluk le describió detalladamente una gran cantidad de objetos. —¿Y cuánto tiempo necesitaste para fabricar todas esas cosas? —le había preguntado Ras. —¿Yo? Yo no fabriqué nada de todo eso. Un rey no trabaja con sus manos para fabricar cosas. Eso es asunto de los artesanos. Un rey gobierna a su pueblo; lo moldea, y ellos son su obra. —No eres mi rey. Pero haré esos muebles que pides. Debes entender una cosa: si hago esto es tan sólo porque me gusta fabricar cosas, especialmente si hay que tallar madera para hacerlas. Me encanta coger la madera y los bloques sin desbastar e ir revelando lo que hay escondido dentro de ellos. —Y a mí me encanta coger a la gente en crudo y a las mentes que no han sido moldeadas y revelar lo que hay escondido dentro de ellas..., si es que hay algo. —A mí también me gusta, pero no en la misma forma que a ti —le había replicado Ras—. Con la gente yo utilizo las palabras, no un cuchillo como hago con la madera, pero uso las palabras para ayudar a que los demás me revelen cómo son y se revelen a sí mismos lo que son. Pero tú, si te comprendo correctamente, moldeas a la gente siguiendo tu idea de lo que deberían ser para servir a tus propósitos. Yo no tengo ningún propósito, aparte de mi curiosidad y el deleite que obtengo conociendo a la gente. —Les doy la forma que deberían tener para su propio bien y para el bien del reino—había dicho Gilluk. —Creo que para un reino lo mejor sería tener personas que se moldearan a sí mismas siguiendo su auténtica forma, al igual que un pedazo de madera tiene una forma auténtica que yo dejo al descubierto con mi cuchillo. Pero se trata de una forma que sólo yo puedo encontrar. Si talla esa madera un wantso encuentra otra forma, y un sharrikt encontrar  otra distinta. Pero tú obligas a todas las personas a que adopten una sola forma..., si he comprendido correctamente cuanto me has contado sobre tu trabajo como rey. Eso no es bueno. Cada hombre debería ser su propio escultor. —Entonces un reino jamás sería un reino. Sería igual que una manada de babuinos. —Creo que no has escogido un buen ejemplo pensando en los babuinos—le había dicho Ras—. Cada manada es un reino, un reino como el que tú me has descrito. —Eres un gran ignorante—le había contestado Gilluk. —Estoy de acuerdo—había dicho Ras, y se había puesto a trabajar en la construcción y la talla del mobiliario para Gilluk. Cuando Ras le presentó el mobiliario para la primera habitación, consistente en sillas, una mesa, un diván, dos jarrones y una estatuilla, el rey no estuvo demasiado contento. —Los muebles y los jarrones empezaron siendo del estilo sharrikt, pero han terminado siendo algo extraño. Los muebles de mi gran casa de piedra son de formas cuadradas, sólidos y pesados. Inspiran confianza y seguridad. Pero tus obras están llenas de curvas, de gracia y de luminosidad, y primero siguen este camino y luego aquel otro, y me confunden. Se parecen un poco a una mesa, unas sillas, un diván y unos jarros, pero hace falta buscar bastante para encontrarles ese parecido. —Pues yo las encuentro deliciosas—le había contestado Ras—. Y extrañas, sí, pero extrañas de una forma estimulante. Me divertí mucho haciéndolas, y al mismo tiempo estaba creando belleza. Los muebles que me has descrito me han parecido de una fealdad indecible. —¿Y la estatuilla?—había dicho Gilluk—. Venga, ¿de veras crees que tengo ese aspecto? —No para el ojo que ve el sol y el mundo que éste pinta. Pero detrás de los ojos que tengo sobre la nariz hay otro ojo, y ese ojo te ve así. Si no te gusta lo que hago para ti me lo llevaré. Puedes encargarte de hacer tus propios muebles. —Supongo que siempre serán mejor que nada—había admitido Gilluk—, y supongo que puedo acostumbrarme a ellos. Naturalmente, me harás una cama, ¿no? —Eso será lo siguiente que haga —le había contestado Ras—. Pero no quiero que te quejes de ella. —¿Para qué‚ sirve una cama sin una mujer dentro?—había dicho Gilluk. Ras alzó las manos, exasperado, y se alejó de la inmensa jaula. Tuvo la impresión de que si seguía intentando complacer al rey acabaría teniendo una casa que iría de un acantilado a otro y desde las cataratas del norte hasta el sitio donde el río desaparecía en las montañas del sur, fuera el que fuese. Tendría que cortar todos los árboles del mundo y tallarlos en forma de muebles, y aun así el rey seguiría sin estar satisfecho. Ras había tomado la decisión de liberar pronto a Gilluk. La séptima luna nueva del año se encontraba a sólo tres semanas de distancia. Después acabaría la casa para él mismo. Sería un sitio espléndido para cuando quisiera estar lejos del hogar, aunque haría falta proporcionarle varias salidas subterráneas. Ras no tenía ninguna intención de verse atrapado en ella con sólo una salida. Después había empezado a pensar en el placer que sentirían sus padres al verla y en cómo la alabarían. Aquello le había ocasionado una cierta lucha interna, pues había querido tener un lugar secreto para él solo y, al mismo tiempo, había querido compartirlo con Yusufu y Mariyam. Sin embargo, dudaba de que sus padres vinieran tan lejos para verla. Jamás habían ido al sur de la meseta..., o eso le habían dicho. No pudo llevar a cabo ninguno de los dos planes. El día en que había esperado liberar a Gilluk se encontró con que Gilluk se había liberado a sí mismo. Y, además, tanto la casa como la jaula que la rodeaba habían sido convertidas en cenizas. Durante un tiempo Ras sintió tal ira que pensó en seguir a Gilluk y matarle. Pero la ira y el dolor acabaron disminuyendo, y después no estuvo seguro de que hubiera llegado a cobrarse venganza ni aun teniendo la oportunidad de hacerlo. Gilluk no había podido evitar el obrar de esa manera porque no había sido capaz de apreciar la belleza y no tenía ninguna deuda de gratitud hacia Ras. En cambio él, Ras, había obtenido más provecho conociendo a Gilluk del que había obtenido Gilluk conociéndole a él. No había tenido ninguna obligación de construir la casa; la había construido porque deseaba hacerlo, al igual que Gilluk había estado tanto tiempo prisionero solamente porque deseaba ser un prisionero.   Ahora te toca a ti   Un instante de silencio, al que siguieron más gritos. Más silencio. Un golpe ahogado, y un grito breve y muy agudo. Otra vez silencio. Después, ruidos de algo siendo cortado. Ras bajó del árbol y avanzó cautelosamente por la empinada y fangosa orilla. Sus piernas se hundieron en lo que había parecido terreno sólido. Logró sacarlas y empezó a caminar lentamente, esperando que el chapoteo que producía no fuera oído por quienes se encontraban en la islita aunque no le parecía probable. Antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia ya no le importaba si hacía ruido o no. Aquella sustancia medio sólida le llegaba hasta la cintura y sus pies no encontraban ningún punto de apoyo. Se estaba hundiendo. El pánico estuvo a punto de hacer que manoteara ciegamente a su alrededor, pero se acordó de lo que Yusufu le había dicho sobre qué‚ debía hacer si se encontraba atrapado en una situación semejante. Luchando contra el impulso de manotear y debatirse violentamente, se arrojó hacia atrás con toda la fuerza de que fue capaz, los brazos extendidos hacia fuera y las manos con las palmas hacia abajo. Dejó caer su lanza, que se hundió rápidamente. Aunque la parte superior de su cuerpo empezó a hundirse, sus piernas quedaron libres. Ras empezó a remar hacia atrás, y logró liberar del todo sus piernas, que extendió hacia delante. Su cuerpo seguía hundiéndose lentamente, pero ofreciendo una mayor superficie en relación al peso había logrado que la velocidad de su hundimiento descendiera un poco. Pero su siguiente movimiento, el rodar rápidamente sobre sí mismo, se vio bastante estorbado por el arco y el carcaj que llevaba a su espalda. Aquella sustancia parecida al cieno estaba llenando el carcaj, y añadía tanto peso al de su cuerpo que había empezado a tirar de él hacia abajo. Cuando logró librarse del arco y del carcaj ya casi tenía la cabeza sumergida. El carcaj desapareció casi inmediatamente. El estar de lado le hizo perder casi toda su flotabilidad, por lo que Ras empezó a hundirse más aprisa. Con un giro desesperado, en el que puso toda su rapidez, logró quedar nuevamente de espaldas, y abrió al máximo los brazos y las piernas. Tenía la cabeza ladeada, lo que le permitía ver los agujeros que había dejado en el sitio que acababa de ocupar su cuerpo. Los agujeros se estaban llenando rápidamente. La delgada y pegajosa capa de arenas movedizas cubrió su cuerpo y su cara. Ras sintió su pestilente olor y notó cómo sus partículas chirriaban entre sus dientes. Olía igual que la muerte. Los cuerpos que había en el fondo enviaban hacia arriba el hedor de su podredumbre. Y, en lo alto, el sol seguía brillando. Desde los árboles lejanos le llegaban los gritos de los pájaros y el parloteo de los monos, todos muy absortos en sus problemas particulares de alimentarse, excretar, aparearse, detectar a los enemigos y discutir entre ellos. Un gran cuervo pasó volando sobre él y le graznó. Ras sintió una lúgubre diversión ante la idea de que, si las arenas movedizas acababan con él, ese cuervo no conseguiría picotear su cuerpo. Pese a todo, Ras no tenía intención de morir aquí. La bolsa hecha con piel de antílope que llevaba atada a su cinturón no parecía tirar de él. Aunque contenía el espejo, la navaja y la piedra de afilar, había en ella una cantidad de aire suficiente para sostenerla. En cuanto al cuchillo, era pesado, pero Ras estaba decidido a conservarlo hasta que no tuviera más elección que hundirse o librarse de él. Volvió a rodar sobre sí mismo y, mientras lo hacía, sacudió su cuerpo para que girase y quedara paralelo a la orilla. Con un esfuerzo más, se encontraría en la posición necesaria para empezar con la serie de vueltas, tenderse, vueltas y tenderse, que debería proseguir hasta llegar a la parte menos profunda de las arenas movedizas. La bolsa le estorbaba un poco, pero no suponía ningún obstáculo serio a sus movimientos. Entonces oyó que alguien pronunciaba su nombre. Alzó la cabeza y vio a Gilluk a su derecha: en ese mismo instante Gilluk estaba saltando a un árbol caído que formaba un puente de una islita a la otra. Gilluk llevaba su espada, cubierta de sangre casi hasta la empuñadura, y en la otra mano sostenía por la cabellera una cabeza cercenada. Ras intentó aumentar la velocidad de su sistema de huida. Cuando fue capaz de empezar a incorporarse, con algo parecido a un suelo firme bajo sus pies, se encontró a Gilluk de pie en la orilla, por encima de él. Gilluk sonrió y dijo: —¡Ras Tyger! Ras sonrió y dijo: —¡Gilluk, rey de los sharrikt! —No seré rey hasta que no mate a todos los que podrían serlo —dijo Gilluk—. De los cuatro que entraron al Gran Pantano para matarme y apoderarse de la espada divina, tres han muerto ya. Dos cabezas están ocultas en un árbol hueco, y aquí puedes ver la cabeza del tercero. Hay uno que todavía no me ha encontrado, y yo no he logrado encontrarle a él. Ras estaba en desventaja. Las arenas movedizas le llegaban hasta la rodilla, y no podía ni saltar a un lado ni lanzarse hacia delante. Podía coger su cuchillo y arrojarlo pero la empuñadura estaba resbaladiza, y Gilluk se dejaría caer al suelo en cuanto viera el primer movimiento de su mano hacia el cuchillo. Si Ras intentaba subir por la orilla, se vería expuesto al peligro de la espada. Podía sacar su cuchillo y actuar como si fuera a lanzarlo para después intentar salir a la orilla antes de que Gilluk se diera cuenta de que le estaba engañando, pero Ras estaba seguro de que no podría moverse con la rapidez suficiente para conseguirlo. —¿Qué‚ pretendes hacer?—dijo Ras. Gilluk puso cara de pensárselo. La cabeza que colgaba de su mano, sostenida por su larga cabellera, se parecía mucho a la de Gilluk. El cráneo era más bien angosto; el rostro, delgado y de rasgos pronunciados. Las cejas eran bastante densas y las pestañas tan largas y gruesas que parecían los pétalos de una flor. La nariz era delgada y en forma de arco, el labio superior largo y ancho y el mentón puntiagudo y hendido por un hoyuelo. Los ojos estaban cerrados y, sorprendentemente, también lo estaba la boca. Su expresión era una mezcla de tristeza y concentración, como si la cabeza estuviera meditando sobre su nueva condición de muerta. Una gota de sangre cayó del cuello. —¿Qué‚ voy a hacer contigo?—dijo por fin Gilluk. Ras pensó que si Gilluk tardaba mucho en decidirse no le sería preciso tomar ninguna decisión. Ras estaba hundiéndose y, aunque la velocidad con la que bajaba era mucho menor que estando en el centro de las arenas movedizas, dentro de unos pocos minutos su cuerpo quedaría totalmente sumergido. Gilluk debía haberse dado cuenta de esto, pero cuando volvió a hablar lo hizo con mucha lentitud. —Esas arenas movedizas han matado a muchos animales y hombres. En su fondo hay un dios horrible y muy poderoso que vive allí junto con sus dos esposas. Casi nunca deja escapar a sus víctimas. Sin embargo, tú lograste escapar..., al menos para llegar hasta aquí. Debes ser un favorito de los dioses o, si no, alguien a quien cuesta mucho matar. O las dos cosas a la vez. Pero, ¿no me dijiste que eras el hijo del dios al que llamabas...? —Igziyabher—dijo Ras—. Y no es un dios. Es el Dios. —Naturalmente, no hay más que un solo Dios—dijo Gilluk—. Pero tiene muchas formas y muchas vidas simultáneas. ¿Puedes comprenderlo? Esta espada es un dios. Yo soy un dios, aunque puedo morir. De todas formas, no pienso quedarme aquí discutiendo de religión contigo. —Entonces, ¿por qué te quedas?—dijo Ras. —Si te matara y me llevara tu cabeza, mi pueblo se quedaría muy asombrado y estoy seguro de que me considerarían un gran rey. Los trovadores compondrían canciones sobre mí y las cantarían hasta el fin del mundo, cuando el cielo se romper  en fragmentos helados de piedra azul y el gran cocodrilo llevar  a todos los sharrikt devotos más allá del hielo y el fuego hasta la tierra de la abundancia y las muchas guerras, donde un hombre puede combatir todo el día porque aun si llega a morir se volver  a levantar en cuanto llegue la noche para comer cuanto quiera y acostarse con cuantas mujeres le venga en gana. —Qué interesante—dijo Ras. —Ningún rey ha matado a un demonio desde los tiempos del gran rey Tabkut—dijo Gilluk. —Los wantso afirman que soy un fantasma —dijo Ras. —Se te puede matar, así que eres un demonio y no un fantasma —dijo Gilluk. —¿Cuál es la diferencia entre los dos?—preguntó Ras—. Y, además, ¿cómo sabes que se me puede matar? ¿Acaso no he sobrevivido a la mordedura de una víbora verde del pantano, es que no he luchado contra el leopardo con mis manos desnudas y he vencido, no sabes que he sido fulminado por el rayo y no he muerto? ¿Por qué piensas que se me puede matar? Estaba hablando para ganar tiempo, aunque no podía ganar demasiado o, sencillamente, desaparecería de la conversación. Pensó en intentar un lanzamiento de cuchillo, ya que parecía ser lo único que podía hacer. Pero, aunque ahora las arenas movedizas le llegaban a las rodillas, no quería obligar a Gilluk a que le atacase. Prefería esperar un minuto más. —Te vi cortarte mientras construías mi casa—dijo Gilluk, y sonrió—. Los fantasmas no sangran, y la sangre de los demonios es de color verde y hierve cuando es derramada. —Mi sangre es roja y no hierve. —Eso no fue más que una ilusión para engañarme. Pero no pudiste llegar a engañarme lo suficiente como para ocultar el hecho de que sangras. Ras se encogió de hombros. Todas las personas que había conocido sabían inventarse razones con las que justificar sus actos. —¿Por qué estás aquí?—preguntó Gilluk—. ¿Acaso huyes de los wantso porque sus hombres ya no consienten que te acuestes con sus mujeres? ¿O sigues teniendo esa ridícula idea de convertirte en rey de los sharrikt? —Todos los wantso han muerto salvo uno—dijo Ras, y le explicó lo sucedido. Gilluk se quedó bastante preocupado. —¿Todos muertos?—murmuró—. Eso es increíble. Y triste. ¿Contra quién haremos la guerra ahora? Ya no tenemos enemigos..., salvo tú. —No soy ningún enemigo—replicó Ras—. A menos que tú insistas en que lo soy. Pero no te olvides del Pájaro de Dios. Mató a los wantso porque ellos creyeron que podían matarme. Igziyabher, mi Padre, está  buscándome. Si llegara a descubrir que tus sharrikt me habían matado, o incluso que tenían la intención de hacerlo, o que habían llegado a hacerme prisionero... Gilluk había visto al Pájaro bastantes veces durante los últimos veinte años, aunque jamás lo había visto de cerca. Para él no era el Pájaro de Dios, sino una divinidad del aire, Faalthunh. Ras se dio cuenta de que el cuervo que había volado por encima de él cuando estaba hundiéndose en las arenas movedizas había vuelto para posarse en una rama sobre la cabeza de Gilluk. Ahora tenía nuevas esperanzas de conseguir a Ras, y probablemente anhelaba probar la cabeza que colgaba de la mano de Gilluk. De hecho, ahora que Ras pensaba en ello, el cuervo saldría beneficiado sin importar quien ganara o perdiese aquí. La vida de un carroñero no era demasiado difícil, a menos que uno se tropezase con un devorador de carroña más grande. —No puedo creer que los dioses se preocupen más de ti que de cualquier sharrikt—le dijo Gilluk—, especialmente del rey de los sharrikt. Además, poseo la espada divina, y estoy seguro de que me protegerá. —No protegió al hombre a quien se la quitaste, y tampoco impidió que los wantso te capturaran—dijo Ras—. ¿Cómo sabes que no ha decidido concederme su posesión? Gilluk pareció nuevamente preocupado. Hubo una larga pausa de silencio. Ras movió primero una pierna y luego la otra, desplazándose levemente hacia un lado sin que Gilluk protestara por ello. Ahora las arenas movedizas le llegaban sólo hasta las pantorrillas, pero ya estaba empezando a hundirse de nuevo. —No eres un sharrikt—dijo Gilluk, como si el asunto hubiera quedado resuelto de una vez para siempre gracias a una lógica indiscutible—. La espada divina jamás permitiría que te apoderases de ella. —Déjame llegar a la orilla y ya lo veremos—dijo Ras. —No. Sería ridículo—dijo Gilluk—. Creo que... El cuervo lanzó un ronco graznido y se alejó de la rama con un sonoro aleteo. Gilluk dio un salto. —¡Cuidado, mira detrás tuyo!—gritó Ras. Aunque no había visto a nadie sabía que alguien —o algo— había alertado al cuervo. Gilluk giró en redondo. Un hombre gritó algo en la lengua de los sharrikt. Gilluk echó a correr y desapareció. Ras salió lentamente de las arenas movedizas y se arrastró por la orilla. Atisbando cautelosamente por encima de ésta vio a Gilluk blandiendo su espada ante un sharrikt que enarbolaba una gran maza. La maza tenía pinchos de cobre en el extremo y parecía estar hecha de una madera muy dura Cada vez que la espada golpeaba la madera, rebotaba y sólo conseguía mellarla un poco. Quien enarbolaba la maza era tan alto como Gilluk, más joven y de constitución más corpulenta. Su rostro tenía unos rasgos parecidos a los de Gilluk y la cabeza cercenada. Ahora la cabeza se encontraba reposando sobre su nuca cerca de la orilla, en el sitio donde la había dejado caer Gilluk, y estaba mirando hacia arriba: al caer la sacudida había hecho que los párpados se abrieran. Ras pensó que si hubiera sido Gilluk le habría arrojado la cabeza al atacante en vez de tirarla al suelo, y que se habría lanzado sobre él mientras ‚éste intentaba esquivarla. O quizás hubiese esperado hasta encontrarse cerca del hombre, momento en el cual le habría tirado la cabeza a la cara. Ras se limpió las arenas movedizas de las manos, los pies y el cuchillo y esperó. El combate parecía tener la forma de un ritual, o eso le pareció a él. Primero el aspirante a rey hacía girar su maza, y Gilluk bloqueaba el golpe con su espada. El aspirante, en vez de contestar intentando clavar los pinchos en Gilluk, con lo que estaría utilizando la maza igual que si fuera una lanza o una espada mientras Gilluk tenía la guardia baja, daba un paso hacia atrás y esperaba. Entonces Gilluk alzaba su espada y el aspirante a rey golpeaba con su maza la espada, y todo volvía a empezar. A cada impacto de las armas los dos contrincantes lanzaban un gruñido. Sus pieles de un marrón oscuro relucían y sus túnicas, que en tiempos fueron blancas, estaban oscurecidas por el sudor. Después de cierto tiempo se hizo evidente que Gilluk se estaba cansando más deprisa que su oponente. Sus anteriores combates habían consumido una gran parte de sus fuerzas. —¡Clávasela! —gritó Ras. Gilluk no le hizo caso—. ¡Utiliza la punta de tu espada!—añadió Ras. Gilluk no tardó en quedar acorralado contra el tronco de un árbol. Unos cuantos golpes más de la maza harían que la espada cayera de su mano, cada vez más debilitada. Ras supuso que entonces Gilluk se quedaría tan inmóvil como el árbol que tenía detrás para recibir el golpe de gracia. Todo aquello era repugnante. Una batalla por tu vida no era el momento adecuado para someterse a un ritual ni a ningún tipo de convenciones. Era el momento de utilizar todos los trucos que conocías y cualquier truco nuevo que pudiera ocurrírsete sobre la marcha Finalmente, Gilluk vio cómo un golpe le arrancaba la espada de entre los dedos y se quedó quieto, erguido, sin apartar la vista y sin encoger el cuerpo. En aquella noble actitud había algo digno de ser admirado, pero no de que se lo imitara. Y Ras no veía razón alguna por la que debiese permitir que la ejecución se llevara a cabo. Cogió una gruesa rama y avanzó hacia el vencedor, dispuesto a dejarlo sin sentido. No dijo nada, pero la expresión de Gilluk debió advertir a su contrincante, que giró sobre sí mismo, levantó su maza y cargó contra Ras. Ras dejó caer la rama, se pasó el cuchillo de la mano izquierda a la derecha y lo lanzó. El sharrikt gritó y cayó de costado. Ras le empujó hasta dejarle de espaldas y sacó el cuchillo, que se había clavado en la base de su estómago. —Si hubiera tenido tiempo suficiente habría intentado razonar con él—dijo Ras. Gilluk no contestó. Ras supuso que eso era debido a que no sabía qué hacer a continuación. Jamás se había encontrado en una situación semejante. No hizo ningún gesto de que desease recoger la espada y, cuando Ras la tomó, lo único que hizo fue murmurar algo ininteligible. —¿Hay algún aspirante más? Gilluk asintió con la cabeza, el gesto sharrikt para decir no. —Antes te pregunté qué pensabas hacer. Gilluk se dejó resbalar por el tronco, manteniendo la espalda pegada a él. —¿No vas a matarme? —No a menos que me obligues a hacerlo. —No puedo volver como rey. No puedo volver de ninguna forma. Perdí la espada y... —Bueno, pues ya la tienes de nuevo en tus manos —dijo Ras. Sopesó la espada, admirando su longitud, su peso, lo agudo de su filo, la dureza del metal y los extraños símbolos que había en la guarda y la empuñadura. Después la arrojó de tal forma que la punta se hundió en la tierra y la espada quedó vibrando en posición vertical—. Ahora eres el rey. —No es justo—dijo Gilluk. —Graznas igual que ese cuervo—dijo Ras. Se puso en cuclillas para que su rostro estuviese al mismo nivel que el de Gilluk. Las lágrimas hacían que los ojos de Gilluk brillaran igual que dos bolas de ébano pulido bajo una triste lluvia—. No te lo tomes así—dijo Ras—. Míralo de esta forma: la espada divina es un dios, ¿no? Y determina quién se convierte en rey, ¿no? Ha terminado en tus manos, y todos los aspirantes a rey está n muertos. Por lo tanto, la espada ha decidido que sigues siendo el rey. —No estoy llorando porque no sepa lo que he de hacer, sino porque Tannup, mi hermano menor, ha muerto. —Gilluk señaló hacia la cabeza—. Y porque mi primo Gappuk está  muerto también. Y porque los otros dos a los que maté eran mis sobrinos. Les quería mucho a todos. Y lloro porque dentro de unos pocos años mi hijo Tinnup estará intentando matarme. —Si te amaban tanto como tú a ellos, ¿por qué‚ intentaron matarte?—preguntó Ras. Gilluk se incorporó con un gemido y arrancó la espada del suelo. —Es costumbre que los hombres de los sharrikt vayan al Gran Pantano y una vez allí intenten matar al rey. Hace muchos años, yo maté a mi padre casi en este mismo lugar. Alzó su espada y dejó caer el filo sobre el cuello de Gappuk. La hoja debía estar algo embotada, o quizá  fuese que Gilluk estaba debilitado por el combate, por la pena o por ambas cosas. Hicieron falta dos golpes más antes de que la cabeza de Gappuk quedara cercenada del cuello. Gilluk cogió ambas cabezas por sus largas cabelleras y, sosteniendo las dos en una mano y la espada en la otra, empezó a caminar. Dieron la vuelta a las arenas movedizas, cruzaron el tronco caído y llegaron a un claro en el que yacían dos cadáveres, el uno junto al otro. Gilluk, aún llorando, cogió sus cabezas del tronco hueco donde estaban guardadas, anudó las cabelleras hasta formar una larga trenza, y después de haber unido los extremos de cada trenza, se colgó las cuatro cabezas del hombro. Después empezó a caminar hacia el oeste. Ras le acompañaba, caminando a su izquierda y asegurándose de que se hallaba fuera del alcance de la espada. —¿No vas a enterrar los cuerpos?—dijo Ras—. Al menos podrías echarlos a las arenas movedizas... —Mandaré esclavos para que los traigan y, como también soy el gran sacerdote, me encargaré de dirigir el funeral. Después, los cadáveres serán entregados a Baastmaast. —Oh, sí, el dios cocodrilo. —Dios como cocodrilo—dijo Gilluk—. Creo que te hablé de él cuando era tu... invitado. Miró a Ras de una forma tan peculiar que Ras se preguntó en qué estaría pensando. —Me coloco bajo tu protección—dijo Ras. —Puedes confiar en que actuaré tal y como debe hacerlo un rey —dijo Gilluk. —No pareces estar muy agradecido porque te haya salvado la vida—dijo Ras—. Si hubiese sabido que eso iba a complicarte tanto las cosas y que te ibas a preocupar de tal forma, no habría interferido. —El problema está  en que no hay ningún precedente. Ya se me ocurrirá algo. De todas formas, no digas nada acerca de lo sucedido. No pienso mentirle a mi pueblo, ni tan siquiera si es por su propio bien. No a menos que me vea obligado a mentir, claro está ... Me limitaré a mostrarles la cabeza de Gappuk y dejaré que piensen que le he matado. Tras vadear un kilómetro y medio de pantano llegaron a un terreno más alto y seco. Gilluk guió a Ras por un sendero serpenteante que avanzaba a través de un bosque bastante frondoso. Cuando emergieron a un terreno más despejado ya se encontraban cerca de las orillas del río. A partir de aquel punto el nivel del suelo iba bajando lentamente. Tuvieron que cruzar otra extensión de espesura y árboles antes de llegar nuevamente al río, que había reanudado su curso sinuoso. Treparon a una colina desde la que Ras pudo ver en un radio de varios kilómetros a la redonda. El río se ensanchaba bruscamente para convertirse en un lago con forma de corazón que tendría aproximadamente un kilómetro y medio de ancho en su punto más espacioso. En las azules aguas del lago había multitud de botes con pescadores vestidos de blanco, y en la orilla más alejada se veía una nube rosa. Ras sabía que se trataba de una gran bandada de flamencos. En la parte central de la orilla norte había una pequeña isla, y en ésta se alzaba un edificio circular hecho de piedra que relucía con una claridad blanca bajo el sol. —La Casa de Baastmaast —dijo Gilluk—. Los cadáveres serán colocados dentro de ella, y Baastmaast los devorar  para poder llevar sus almas al otro mundo dentro de su vientre. Cerca de la orilla del lago había una colina de pendiente bastante abrupta en lo alto de la cual se encontraba un edificio, el más grande que Ras había visto en toda su existencia. El edificio era de forma circular y estaba construido con grandes bloques de piedra negra y blanca. De las cuatro esquinas del tejado se alzaban cuatro torres altas y delgadas, una para cada uno de los cuatro puntos cardinales. Entre la orilla del lago y la estribación este de la colina había un grupo de edificios más pequeños: Gilluk le dijo que eran la ciudad donde vivían los artesanos, los pescadores y los esclavos. Zonas de tierra cultivada se extendían durante varios kilómetros partiendo de los otros tres lados de la colina. Su verdor estaba cruzado por el marrón de los senderos y caminos, así como por un gran número de canales azulados a los que alimentaba el lago. Ras se quedó asombrado. Había imaginado una pequeña aldea rodeada por una empalizada y un campo, igual que entre los wantso. Gilluk le había explicado muchas cosas de los sharrikt cuando estaba prisionero, pero no le había hablado de esto. Y ahora, pensando en ello, Ras supo la razón de que no lo hubiera hecho. Las descripciones de Gilluk siempre habían llegado en respuesta a las preguntas de Ras, y esas preguntas se habían referido básicamente al lenguaje, las costumbres y la manera de actuar de los sharrikt. Muy pocas veces le había preguntado por sus casas o los objetos que construían, salvo en cuanto a las obras de arte y los instrumentos musicales. Tras haber recorrido medio kilómetro desde la colina llegaron a un puesto de vigilancia donde había dos hombres encima de una plataforma sostenida por una gran armazón de bambú. Los centinelas llevaban unos grandes sombreros cónicos hechos con piel de cerdo del río, de un brillante color anaranjado, y túnicas blancas. Iban armados con largas lanzas cuya punta estaba hecha de cobre y tenían grandes escudos redondos de cuero de hipopótamo. Cuando vieron a Gilluk hicieron entrechocar sus lanzas como saludo y, después, se quedaron boquiabiertos contemplando a Ras. Gilluk acabó impacientándose y les preguntó si se habían vuelto idiotas. ¿Habían olvidado lo que debían hacer cuando el rey victorioso volviera del Gran Pantano? Los centinelas salieron de su estupor y sus ojos volvieron a su posición natural dentro de sus órbitas. Uno de ellos empezó a golpear un gran tambor. El otro bajó rápidamente por la escalera, puso una rodilla en tierra y dejó su lanza en el suelo. Al levantarse miró más de cerca a Ras y, un instante después, empezó a temblar. Pasó cierto tiempo antes de que sus dientes dejaran de castañetear. Gilluk tuvo que dar una seca orden para que el centinela se diera la vuelta y les precediera en su marcha triunfal hacia el castillo del rey. Los centinelas tenían el mismo aspecto que si fueran medio wantso y medio sharrikt. Eran más altos que los wantso pero más bajos que Gilluk, y su constitución era más robusta: tenían los labios más gruesos, las narices más achatadas y el cabello muy espeso y rizado. Gilluk se encargó de corroborar la suposición de Ras. La familia real, la clase administrativa y los sacerdotes eran los únicos sharrikt de pura sangre que aún existían, y los únicos a los que se consideraba sharrikt. Los hombres libres descendían de esclavos wantso y amos sharrikt. Al explicarle todo aquello Gilluk casi dio la impresión de estarse disculpando. Le dijo que en el principio, cuando los sharrikt llegaron al mundo, habían sido puros. Atacaron a los wantso, que en ese tiempo vivían donde ahora moraban los sharrikt, mataron a unos cuantos, convirtieron a otros en esclavos, e hicieron que el resto tuviera que marcharse a través del Gran Pantano. Desde el principio, la pena para los sharrikt que tuvieran hijos con una esclava fue la muerte. Pero, pese a ello, las mujeres wantso tuvieron hijos de sus amos, y la pena dejó de aplicarse pocos años después de haber sido decretada. Un rey que había tenido una docena de hijos de distintas esclavas cambió la ley y, con el tiempo, hubo tantos hijos de granjeros y artesanos que acabaron convirtiéndose en hombres libres mediante algún proceso histórico que Gilluk no conocía. La aristocracia de pura sangre contaba con unos treinta y cinco miembros. Treinta y uno, ahora que cuatro habían muerto en el pantano. Había unos ochenta hombres libres, entre granjeros y artesanos, y alrededor de sesenta esclavos. Un cierto porcentaje de los hombres libres podía utilizar las armas como centinelas, soldados para la defensa y en tareas de policía, pero sólo los de sangre pura podían ir a la guerra. Esto explicaba por qué‚ Gilluk se había preocupado tanto al enterarse de que todos los wantso habían muerto. Ahora no podría haber más expediciones con que poner a prueba el valor y la habilidad guerrera de los jóvenes sharrikt y para distraer a los más mayores. —Los wantso exigían de sus jóvenes que mataran a un elefante, un búfalo o un leopardo antes de que pudieran convertirse en auténticos guerreros—dijo Ras. —¡Oh, los wantso!—dijo Gilluk despectivamente—. Entre nosotros, un joven tiene que matar un leopardo como primer paso para convertirse en guerrero. Después tiene que participar en una incursión en la que debe matar o por lo menos herir a un wantso, teniendo dos testigos de lo que hace. Después si es que lo desea, se le permite participar en la lucha por el trono. »Oh, por cierto, quítate esa piel de leopardo. Sólo los sharrikt tienen permiso para llevar pieles de leopardo. Si te vieran llevándola, es posible que hubiera algunas confusiones. —Si hago eso—dijo Ras, riéndose—, entonces todos los hombres de este reino tendrán que encerrar bajo llave a sus esposas. Gilluk se puso muy serio y dijo: —Quizá  tengas razón. Muy bien. Déjatela puesta..., por ahora. —Sólo estaba bromeando—dijo Ras. Entraron en las tierras de cultivo y, una vez allí, las mujeres y los niños vinieron corriendo por el sendero para presentarle sus respetos al rey, y los hombres les siguieron para ver cuál era la causa de todo aquel tumulto. La mayor parte de ellos se detuvieron a cierta distancia cuando vieron a Ras. Los niños se ocultaron detrás de las holgadas faldas de sus madres, y los mayores le contemplaron con los ojos muy abiertos. Ras sonrió, consiguiendo que gritaran y se taparan los ojos. —Ya veo que tendré que educar a mi pueblo —dijo Gilluk—. Deben comprender que no eres más que un hombre desteñido, y no un fantasma. —Eso espero—dijo Ras—. Estoy empezando a cansarme de asustar a la gente. —Creo que puedo resolver ese problema —dijo Gilluk. Ras se sintió algo inquieto ante esa observación, una de las muchas frases enigmáticas pronunciadas por el rey desde el combate en el pantano—. Ponte detrás mío—le dijo Gilluk—. Nadie puede caminar a mi lado, y los únicos que pueden precederme son los heraldos o los cadáveres y quienes los lleven en el cortejo de un funeral. Ras retrocedió unos cuantos pasos. Ahora había más gente a lo largo del camino. Las granjas estaban más cerca unas de otras. Se veían muchos cerdos, gallinas y cabras, así como unos cuantos de los búfalos domesticados por los sharrikt. Los campos estaban repletos de ñame, patatas dulces, sorgo, mijo y otras plantas. Aquel pueblo era más numeroso y rico que los wantso. Estaba claro que podrían haber enviado un ejército para barrer a los wantso, si así lo hubieran deseado. ¡Y Ras había creído a los wantso cuando alardeaban de que algún día matarían a todos los sharrikt y librarían a la tierra de su presencia! Cuando estaban llegando a la cima de la colina donde se alzaba la casa del rey aparecieron diez guerreros y hombres libres, mandados por un primo del rey (como descubrió Ras un poco después), que se convirtieron en su guardia de honor. Las tres esposas de Gilluk acudieron a saludarle, cada una protegida por un parasol sostenido por un joven esclavo. Gilluk les besó los dedos y llevó las humedecidas puntas de éstos a sus frentes mientras ellas permanecían de rodillas ante él. Las tres se parecían mucho a Gilluk. Dos eran primas suyas, y la esposa principal era su hermana. Las esposas se pusieron en pie para ir detrás del rey. Habían tenido intención de colocarse inmediatamente detrás suyo, pero Ras las asustaba tanto que se quedaron por lo menos veinte pasos más atrás. La madre de Gilluk, con el cabello ya canoso, bajó la colina en una silla de manos transportada por dos fuertes esclavos wantso y vino a saludarles. Lloró de alegría porque Gilluk estaba vivo y de pena porque el más joven de sus hijos había muerto. Un sacerdote vestido con una túnica blanca tan larga que se arrastraba por el cuello y llevando una triple tiara con una cría de cocodrilo disecada en la punta saludó a Gilluk, y después de hacerlo pronunció un largo discurso mientras todos, salvo las esposas y la madre de Gilluk, debían aguantar el sol sin ningún tipo de protección. Ras, hambriento e impaciente, interrumpió el discurso varias veces con unas sonoras ventosidades. Las esposas se rieron. Gilluk se dio la vuelta y las miró fijamente, lo que las hizo callar al momento. El sacerdote terminó por fin su discurso, y el cortejo subió la colina por unos anchos peldaños de piedra. Una vez en la cima, Gilluk guió al cortejo por una gran entrada de forma cuadrada que daba al edificio, el cual era todavía más enorme de lo que había creído Ras y, en realidad, lo que desde lejos había parecido un solo edificio resultó ser dos, con una pared bastante alta rodeándolos. En el espacio que había entre los edificios, sobre una plataforma de madera, se veían varias jaulas de bambú. Bigagi estaba en una de ellas. Ras se llevó una gran sorpresa. Abrió la boca para preguntarle a Gilluk cómo habían capturado a Bigagi, y también por qué‚ no le había dicho nada sobre aquello. Gilluk señaló a Ras y le ordenó a los centinelas que le metieran dentro de una jaula. Dado que los centinelas tenían rodeado a Ras y que las puntas de sus lanzas se encontraban tan sólo a unos treinta centímetros de él, Ras no intentó resistirse. Después de haber sido enjaulado, Ras le preguntó a Gilluk por qué‚ había hecho eso. —Es un asunto de pura justicia—dijo Gilluk—. Me tuviste encerrado en una jaula durante seis meses, así que... —Y cuando se hayan acabado los seis meses, ¿qué‚ harás? —No lo sé. Eres un problema. —¿Por qué? —le preguntó Ras—. ¿Por qué no puedo vivir con vosotros los sharrikt siendo un sharrikt? No tengo intención de haceros ningún daño. —Bueno, no sé qué actitud tomar hacia ti—dijo Gilluk—. No se te puede tratar como a un sharrikt divino. Por otra parte, eres demasiado peligroso para ser un esclavo. Escaparías a la jungla y nos harías el mismo tipo de guerra que les hiciste a los wantso. No puedes ser un hombre libre dado que jamás trabajarías en una granja y no aceptarías recibir órdenes de nosotros. »Aun así, no me has hecho daño, y no has amenazado la existencia de los sharrikt. Y me gustas, aunque seas un salvaje. Ésa es la razón de que en este momento no sepa qué haré cuando los seis meses hayan terminado. Mientras tanto, debes pagar el haberme tenido prisionero. Gilluk sonrió y dijo: —Serás tratado bien, al igual que tú me trataste bien. Naturalmente, eso quiere decir que no tendrás mujeres. Ya recordarás que te pedí mujeres y que tú no quisiste traerme ninguna, ¿verdad? —No es que no quisiera. No podía. —Oh, sí que habrías podido. No querías, eso es todo. Ras señaló hacia Bigagi. —Tengo que matarle porque mató a mis padres. ¿Qué hay de él? —Ya me lo pensaré—dijo Gilluk—. Le capturaron la noche antes de que me fuera al Gran Pantano. Estaba intentando convencer a una esclava para que huyese con él, pero ella no quería. Tenía un esposo que le gustaba..., compréndelo, los wantso que han nacido aquí no están circuncidados, y Bigagi no tenía nada que ofrecerle salvo peligros y pasar mucha hambre. La mujer le delató, y Bigagi mató a la mujer y a un soldado antes de ser capturado. Es una hiena enloquecida. Normalmente sería torturado como ejemplo público, pero en este caso..., no sé. Sería interesante hacerle luchar contigo. Algunas veces hacemos luchar entre ellos a los guerreros wantso que hemos capturado. No quieren luchar, pero siempre acaban haciéndolo porque de lo contrario los dos morirían. Claro que en este caso a cada uno de vosotros le gustaría matar al otro así que en realidad el que lucharais a muerte sería mucho más gratificante para vosotros que no para nosotros. Ras preguntó Cuál sería el destino del ganador. —Bueno, si el wantso supiera que iba a ser torturado en caso de que ganara, quizá te dejara que le matases para escapar a la tortura. Por lo tanto, le prometeré que si vence vivirá, aunque será preciso dejarle ciego. Si le matas serás torturado. Creo que es justo, teniendo en cuenta que nos habrás dejado sin el placer de torturarle. Ras dijo que no lograba ver dónde estaba la lógica de todo aquello. Gilluk le contestó que no se podía esperar de él que hubiese dado, que no era más que un salvaje desteñido. Sin embargo, no debía quejarse, porque se le iban a dar seis meses de vida cómoda y fácil..., dejando aparte la falta de mujeres, claro está . —Quizá  no te haga luchar con el wantso—siguió diciendo Gilluk—. ¿Quién sabe? Puede que te permita seguir con vida, y quizás incluso llegue a dejarte marchar. —¿Conservando la vista? —¿Quién sabe?—La sonrisa de Gilluk mostraba bien claramente su conocimiento de que aquella incertidumbre iba a ser seis meses de tortura—. No quiero hacerlo —dijo—. Me gustas. Pero un rey debe procurar que se haga justicia, sin importar lo mucho que eso le apene personalmente. Y ahora, ¿qué‚ puedo hacer por ti? —Traerme comida—dijo Ras—. Tengo hambre. Y luego márchate, para que el verte no me estropee el apetito.   Un muerto, un agonizante, un vivo   —¿Qué‚ quieres ahora?—preguntó Gilluk. Ras no podía explicárselo en una sola palabra, pues el idioma de los sharrikt no tenía el concepto de la «jaula para ardillas», por lo que describió detalladamente lo que deseaba y cómo se podía construir. —Ya te he construido una jaula más grande con barras para que te ejercites dentro de ella —dijo Gilluk—. He instalado cañerías, desagües, una noria para llevar agua, y esclavos que se encargan de moverla para que puedas beber y bañarte cada vez que lo desees. Para eso hicieron falta muchos materiales y mucho trabajo... —Pero te resultó interesante, ¿no? —dijo Ras—. Impidió que te aburrieras, ¿verdad? Gilluk lanzó una risita, frunció el ceño y dijo: —Cierto. He estado pensando en construir un sistema parecido para mis aposentos. ¡Pero esta jaula rotatoria...! ¿Para qué‚ la quieres? —No tengo el espacio adecuado para ejercitarme adecuadamente. Necesito correr y correr deprisa, un kilómetro detrás de otro. En esta jaula tan estrecha no puedo hacerlo a menos que tenga una jaula rotatoria. Naturalmente, podrías construirme una jaula que tuviera un kilómetro de largo, y entonces tendría el espacio suficiente. Ras se rió. —¿Y si te construyo una jaula que abarque todo mi país?—le dijo Gilluk—. ¿Te quedarías satisfecho con eso? —Seguiría estando dentro de una jaula—dijo Ras. —Est  bien—dijo Gilluk—. Haré esa jaula para ti, dado que me trataste muy bien cuando era tu prisionero. Pero no me pidas más cosas. No me pidas la luna. —¿Podrías conseguirla? —le preguntó Ras—. Tengo entendido que uno de tus títulos es Domador de la Luna. —En tanto que jefe de los sacerdotes tengo jurisdicción sobre ella —dijo Gilluk—. Algunas veces tengo la sensación de que te burlas de mí. No pareces comprender lo seria que es tu situación. Puedo hacer que te torturen o te maten en cualquier momento. —Me prometiste seis meses. ¿Acaso tu palabra no es mejor que la de cualquier esclavo? —Algunas veces las consideraciones de estado obligan a un rey a romper su palabra. El bienestar del pueblo es lo primero.—Y, con un gesto, hizo callar a Ras, que se disponía a protestar—. Todavía no te has quitado la piel de leopardo. Sé que te dije que la conservaras puesta, pero he cambiado de opinión. Ver que la llevas hace que mi pueblo esté algo confuso. —Diles que soy el hijo de Dios, y que eso me hace divino y me da derecho a llevar la piel del leopardo. —No lo entenderían, porque no eres un sharrikt. Y no puedo admitir ese razonamiento porque va contra el bienestar de mi pueblo. —Oh, entonces, ¿admites que podría ser el hijo de Dios? —No en el sentido de que El sea tu Padre inmediato. Naturalmente, todas las criaturas son hijas de Dios en el sentido de que ha sido Él quien las ha creado. Y, ciertamente, los sharrikt son Sus hijos en el sentido de que Dios se acostó con la madre divina, la Tierra. Pero tú, según tú mismo has admitido, eres hijo de una hembra de mono. Esto parece indicar que eres un wantso desteñido, ya que ellos descendían de una hiena y una hembra de chimpancé. —Los wantso no piensan..., no pensaban de esa forma. Afirmaban ser los únicos hombres auténticos. De hecho, wantso quiere decir «Hombres Auténticos». —Al chacal le gustaría ser un leopardo—dijo Gilluk—. Basta ya de estupideces. ¿Vas a darme tu piel de leopardo? —¿Y si no te la doy? —Te dejaré sin agua y sin comida. —Yo no te privé de nada —dijo Ras—. ¿Acaso amenacé con quitarte tu ridícula túnica blanca? —No tenías ninguna razón para hacerlo. Ras vaciló durante unos instantes. Entregarle la piel de leopardo le parecía como abandonar uno de sus principios, como rendirse. Por otra parte, la piel no le importaba en lo más mínimo, y lo cierto es que Gilluk era lo bastante terco como para dejarle morir de sed. Con todo, si accedía perdería el respeto de Gilluk..., y también el suyo propio. Pero..., Ras quería vivir para poder escapar. —¿Y bien?—dijo Gilluk. —Tendrás que quitármela—dijo Ras—. Manda a tus hombres; haz que lo intenten. Gilluk sonrió levemente. —Te gustaría matar a unos cuantos si pudieras, ¿eh? Y probablemente conseguirías hacerlo antes de que te dominaran... No. Entrégame la piel a través de los barrotes. —Entonces, admites que soy superior a los guerreros sharrikt —dijo Ras—. En tal caso yo también debo ser divino, y más divino que los sharrikt. Por lo tanto, tengo derecho a llevar la piel de leopardo. Gilluk frunció el ceño. —Es difícil encontrarle defectos a tu lógica—dijo—. De todas formas, tengo un argumento más fuerte que tu lógica, y ese argumento es mi poder. Veremos cuán lógico o resistente te muestras después de que tu lengua empiece a hincharse en tu garganta y tu cuerpo llore polvo porque tiene sed. Ras estaba luchando consigo mismo, y la intensidad de aquel conflicto era tal que le hacía temblar. Rechinó los dientes y, después de varios minutos, le dijo: —Toma. Puedes quedártela. Alargó la piel a través de los barrotes y la dejó caer al suelo. Gilluk, sonriendo, le hizo una seña a una esclava para que la cogiera. Las tres esposas de Gilluk, que estaban unos cuantos pasos detrás de él, lanzaron una risita y se murmuraron algo entre ellas. Gilluk dejó de sonreír y les ordenó secamente que se marcharan, con el rostro oscurecido por la ira. —Ya te lo advertí—dijo Ras. Agarró un barrote de bambú con cada mano y puso el rostro entre ellos—. Puede que ahora tengas mi piel de leopardo, pero aun así continuo llevándola. Gilluk puso cara de asombro. —¿Qué quieres decir?—le preguntó. Ras intentó acordarse de Cuál era la palabra sharrikt para «espiritual». Quizá los sharrikt no tuvieran semejante palabra. —Te has llevado mi piel material —dijo—. Sin embargo, aún llevo la idea de una piel de leopardo. Una piel fantasma, por así decirlo. Aunque Gilluk soltó un bufido al oírle decir eso, estaba intrigado y le pidió a Ras que se explicara. —Puedes quitarme mi piel de leopardo. Puedes matarme. Pero no puedes hacer nada para arrebatarme la idea de que soy merecedor de llevar la piel del leopardo. Aunque me mates, seguiré sin estar de acuerdo contigo. Y, además, está  la idea, la idea de que llevo la piel. Sigue existiendo aunque yo esté muerto. —Pero...—dijo Gilluk y se detuvo, con el ceño fruncido. Sus ojos parecieron volverse hacia el interior de su ser—. Tendrá que pensar un poco más en eso —dijo—. Haces que sienta un picor en el cerebro y, cuanto más me rasco, más me pica. Cuando me tenías en tu jaula ocurría igual. Ahora eres tú quien está en mi jaula, pero sigues haciéndome lo mismo. —La idea de mi libertad sigue existiendo incluso cuando estoy encerrado—dijo Ras. Gilluk se alejó agitando la cabeza. Ras se alegró de que no se hubiera quedado para seguir conversando. No estaba demasiado seguro de lo que había querido decir con aquellas palabras. La «idea» había venido a él como un fruto maduro que cae de un árbol. Las ideas eran sombras. Aparecían tan repentinamente como la sombra cuando un hombre salía de su casa y empezaba a caminar bajo el sol. Ras sintió una nerviosa excitación. ¿Serían las «ideas» criaturas con una vida propia? ¿Eran como los fantasmas o los demonios, que podían poseer a un hombre y cambiar luego de morada cuando el hombre moría o cuando las «ideas» eran exorcizadas? Si esto era verdad, entonces debían tener un cierto sentido de la discriminación, pues de lo contrario todos los hombres tendrían las mismas ideas. Por ejemplo, ¿por qué‚ esta «idea sobre las ideas» se le había ocurrido a él y no a Gilluk? Al día siguiente llegaron los artesanos para recibir instrucciones de Ras sobre cómo construir la jaula de ardillas. Gilluk y dos lanceros estuvieron vigilando la jaula para asegurarse de que los artesanos no se acercaban demasiado a Ras y de que éste les hablaba tan sólo del proyecto. Después, cuando los artesanos volvieron con bambú y empezaron a trabajar, se les advirtió que debían mantener bien lejos de Ras todas sus herramientas, tanto los cuchillos de cobre como las sierras, punzones, leznas, taladros y hachas. Se construyó un pequeño anexo incorporado a la jaula y dentro de él se instaló la rueda. Los artesanos usaron sierras atadas a los extremos de largos palos y cortaron los barrotes de la jaula grande allí donde formaban un lado de la jaula pequeña. Después le pidieron cortésmente a Ras que arrojara los pedazos de madera aserrada fuera de la jaula. Ras, cortésmente, les obedeció. La construcción de la jaula duró una semana. Durante ese tiempo, tanto la madre de Gilluk como sus tres esposas acudieron con frecuencia a observar los trabajos. Las esposas pasaban más tiempo observando a Ras que a los artesanos, aunque siempre lo hacían cuando Gilluk tenía la espalda vuelta hacia otro lado. Gilluk no les permitía hablar con Ras y tampoco quería que su madre hablara con él, pero ella no le hacía caso. Su vida era aburrida y estaba llena de dolor, por lo que no pensaba perderse aquella diversión. Llevaba unos cuantos años sufriendo hinchazón en las articulaciones y cierta rigidez en las manos y los pies. La conversación con sus hijas y sus sobrinas le resultaba insufrible, y las trivialidades que llenaban la conversación de las esclavas la irritaban. En la vida de la corte había muy pocas cosas interesantes, por lo que la captura de Ras fue un autentico deleite para ella. Al principio se contentó con estar sentada en una silla de madera con un almohadón y contemplarle mientras dos esclavas la abanicaban y ahuyentaban las moscas. Escuchaba las conversaciones de Ras y Gilluk. Pero, pasado un tiempo, empezó a hacerle preguntas a Ras. Ras acabó cobrándole afecto a la anciana, especialmente cuando descubrió que tenía una mente tan aguda como la de su hijo, y que, cuando el dolor de sus enfermedades no la molestaba demasiado, también poseía un notable sentido del humor. Gracias a ella consiguió recuperar su bolsa de piel de antílope y la mayor parte de su contenido. Desde su segundo día de confinamiento se quejó a Gilluk de que necesitaba afeitarse. Gilluk se había negado a entregarle la bolsa, diciendo que no le permitiría tener en su poder ni la navaja ni el espejo. La navaja podía ser usada para cortar la cuerda de cuero que sujetaba la puerta de la jaula. En cuanto al espejo, era un objeto maligno. Si un hombre miraba en él durante el tiempo suficiente, el espejo acabaría capturando su alma. Ras dijo que devolvería la navaja cada mañana cuando hubiera terminado de afeitarse. Y para afeitarse necesitaba el espejo. ¿Qué le importaba a Gilluk que el espíritu de Ras acabara atrapado en el espejo? Gilluk siguió diciéndole que no. A medida que iba creciéndole la barba, Ras sentía un agudo picor en todo el rostro. Empezó a volverse irritable. Además, había planeado usar el espejo como algo más que un utensilio para afeitarse. Shikkut, la madre de Gilluk, estaba fascinada por su barba y, al mismo tiempo, sentía una gran repugnancia hacia ella. Ras le explicó de qué‚ forma podía librarse de la barba, lo incómodo que le hacía sentirse, y cómo sus padres le habían dicho que el afeitado diario era un deber religioso. Al día siguiente Gilluk le arrojó la bolsa a través de los barrotes, con cara de mal humor. Dejó órdenes de que Ras debía devolver la navaja cada mañana, tan pronto como hubiera terminado con ella. Todo lo demás que había en la bolsa podía quedárselo. Gilluk se marchó sin responder a la pregunta que Ras le hacía sobre por qué había cambiado de opinión. Una hora después, Shikkut vino a verle y le contó lo sucedido. Le había suplicado a Gilluk que le permitiese tener los utensilios de afeitarse. Cuando se dio cuenta de que los argumentos amables no servían de nada, le dio una buena reprimenda verbal. Cuando hacía eso, su hijo siempre se mostraba incómodo y acababa llegando a preocuparse. Finalmente, se había rendido. Ras le dio las gracias y, después de aquello, tuvo más conversaciones con Shikkut. Gracias a ella aprendió muchas cosas sobre la estructura del palacio y la topografía del país de los sharrikt. Salvo Gilluk, nadie más tenía permiso para hablar con él de nada que no fuera lo estrictamente relacionado con la jaula y su mantenimiento. A pesar de eso, de noche hablaba con los dos centinelas. También había intentando hablar con Bigagi, pero el wantso no quería hablar ni con él ni con nadie. Se pasaba el tiempo encogido en una esquina de la jaula, y rara vez se movía. Un día, el Pájaro de Dios pasó volando por encima del castillo. Ras no pudo verlo porque su jaula estaba cubierta por arriba. Los sharrikt se refugiaron en el interior del edificio, dando gritos. Sólo el centinela de día y Gilluk permanecieron en el exterior. Al centinela le habían dicho que moriría si abandonaba su puesto fuera por la razón que fuese, y Gilluk, el defensor de su pueblo, debía demostrar que estaba dispuesto a morir por ellos. Agitó su espada y le gritó desafíos al Pájaro, de pie junto a la gran entrada en forma de cuadrado. El Pájaro no tardó en alejarse hacia el río, para alivio de todos. Volvió una media hora después, y entonces se repitió la misma escena de antes. —¿Crees que te estaba buscando?—le preguntó luego Gilluk a Ras. —No lo sé—dijo Ras—. Nunca he hablado con el Pájaro. Sabía que Gilluk estaba preocupado, y que pensaba en lo que el Pájaro les había hecho a los wantso. Dos días después, Gilluk anunció que encabezaría una expedición río arriba. Quería examinar el sitio donde estaba la aldea de los wantso. Además, tenía la esperanza de capturar o matar a Janhoy. La descripción del león hecha por Ras le había intrigado. Ras no hizo ningún comentario. —He dado instrucciones sobre ti—le dijo Gilluk—. No pienses que podrás escaparte. Ras se limitó a sonreír. Sin embargo, pronto descubrió que no tenía ninguna oportunidad de poner a prueba su plan. Durante el día estaba rodeado por demasiadas personas, y de noche había tres centinelas montando guardia, y no sólo dos. Ras se concentró nuevamente en Bigagi, haciendo un esfuerzo por atraer su atención. Bigagi permanecía inmóvil, en la misma postura que una gigantesca rana tallada en ébano que se preparase para saltar. Sus hombros encorvados, su ancha boca y sus ojos, que parecían no parpadear nunca, todavía hacían más intensa esa impresión. Las moscas se arrastraban sobre su cara, moviéndose por su nariz y sus labios y llegando incluso hasta sus párpados. Sus únicos movimientos eran levantarse unas cuantas veces al día para beber agua, comer o utilizar el recipiente de los excrementos. De noche se quedaba dormido en la misma postura. Ya habían pasado cuatro días desde que el rey partió en dirección norte cuando Ras se dio cuenta de que Bigagi apenas si estaba comiendo nada. Al quinto día Ras le vio vaciar su vejiga sin levantarse del suelo. No lo hacía por pereza, ni tan siquiera por indiferencia. Sencillamente, Bigagi ya no sabía lo que estaba haciendo. Fue entonces cuando Ras se dio cuenta de que Bigagi estaba dejándose morir. Su pueblo estaba muerto, pero había hecho un esfuerzo para hacer resurgir a la tribu con la esclava de raza wantso. Derrotado, se había rendido. Ahora su vida se evaporaba de él tan inexorablemente como el arroyo que, viéndose separado de su manantial, va desapareciendo lentamente bajo el sol. Su agonía era un estado en el que caían los wantso cuando estaban embrujados o cuando les exiliaban. Entumecidos e insensibles, oprimidos por el peso de las sombras, iban dejando que el alma se les escapara, mientras el poder que la mente y el cuerpo ejercían sobre ella se iba volviendo cada vez más y más débil. Cuando comprendió lo que ocurría, Ras se irritó mucho. Empezó a burlarse de Bigagi, gritándole y amenazándole con torturas. Le insultó y le comparó con una babosa, un chacal, una hiena, un insecto maloliente y un babuino. Bigagi no dio señal alguna de haberle oído. —¡Tu gente murió, sí!—gritó Ras—. ¡Pero los míos también murieron! ¡Yusufu y Mariyam, las únicas personas a las que he amado aparte de a Wilida! ¡Y ella también está  muerta! Tú, gusano que moras en los anos de los buitres muertos y que te alimentas de ellos, ¿por qué les dejaste matar a Wilida? No tienes cerebro, no tienes coraje, no tienes ni polla ni pelotas, ¿por qué no les plantaste cara y luchaste por ella? ¿Y por qué mataste a mi padre y a mi madre? ¡Jamás te habían hecho nada! ¡No tenías por qué‚ matar a mi Yusufu y a mi Mariyam! Ras lloraba de pena y de rabia. La madre de Gilluk, que estaba sentada cerca de la jaula, protegida bajo su parasol, le miró y dijo: —¿Por qué‚ haces esto? ¿No te das cuenta de que se ha ido o de que está  a punto de irse? ¡Su fantasma ya está  a medio camino de la Tierra de las Sombras! —¡No quiero que muera, todavía no! —dijo Ras—. Quiero que, cuando yo le mate, esté bien vivo y con ganas de vivir. ¡Me está engañando, me roba mi derecho! —No creo que sea ésa la razón por la que intentas hacerle volver de entre los fantasmas—dijo Shikkut—. Creo que sigues queriéndole, o que te gustaría quererle, y por eso no deseas que muera. Ras se quedó tan sorprendido que durante un minuto entero fue incapaz de contestar. —¿Por qué‚ debería querer al hombre que mató a mis padres y permitió que mataran a Wilida?—dijo—. ¡Quiero matarle! —¿Hubo un tiempo en que le quisiste? —Le quise mucho —dijo Ras—. Pero él se volvió contra mí. —Entonces sigues amándole, aunque también le odias. Durante los días siguientes Ras estuvo pensando mucho en aquella observación, y en ningún momento fue capaz de comprender que Shikkut le estaba diciendo la verdad. Odiaba a Bigagi; en eso se resumía todo. Bigagi siguió adelgazando. La piel de entre sus costillas empezó a hundirse, y su cráneo intentaba asomarse al aire. Cuando se ensuciaba y sus guardianes querían limpiar la jaula, sólo se apartaba si le empujaban con una larga pértiga de madera. Después, en silencio y sin mover ni un músculo, soportaba el cubo de agua que arrojaban sobre él. Luego estuvo tres días enteros sin evacuar, quizá  porque en sus entrañas no había nada de qué‚ librarse, pero orinó un poco. Sus ojos se hundieron todavía un poco más adentro de su cabeza, apartándose de la luz. —Mi hijo no podrá torturarlo—dijo la madre de Gilluk—. Si no vuelve pronto, ni tan siquiera podrá  entregarlo vivo como alimento a Baastmaast. —Si muere, ¿seguir  dentro de la jaula para pudrirse y apestar hasta el regreso de Gilluk?—preguntó Ras. La madre de Gilluk se encogió de hombros. —No tengo autoridad para hacer otra cosa. Hubo una época en que los sharrikt eran gobernados por mujeres, y entonces no había sacerdotes, sólo sacerdotisas. Entonces el gran Tannus, que no era más que el consorte de la reina Fakkuk, mató a la reina y se convirtió en gobernante con el apoyo de unos cuantos hombres. Eso ocurrió hace mucho tiempo, antes de que los sharrikt pasaran por el agujero de las montañas y salieran del mundo inferior para vivir aquí. Desde aquel entonces los sharrikt no han hecho sino ir empeorando. Esa última frase quería decir, literalmente, «ser devorados por chacales», y en inglés también habría podido ser traducida como «irse a la mierda». —Eso es muy interesante—dijo Ras—. Pero, ¿qué‚ se puede hacer por Bigagi? —Nada. —No le entiendo. Mi pérdida y mi dolor también fueron muy grandes, pero yo no me limité a quedarme quieto y dejarme morir. —No eres un wantso —dijo Shikkut—. Y tampoco eres un sharrikt. Creo que lograrás salir de esa jaula y, cuando lo hagas..., ay de los sharrikt y, especialmente, ay de mi hijo Gilluk. —Bueno, ya somos dos en pensar lo mismo—dijo Ras—. Cuéntame una cosa. ¿Quieres a Gilluk? —Le quiero mucho. —Creo que también le odias mucho —dijo Ras—. Mató a tu esposo, su padre, y también mató a tu hijo menor, su hermano. Shikkut dio un respingo, pero se recuperó rápidamente. —Quizá  tengas razón—dijo—. Sin embargo, tenía que matarles. Es la costumbre. Pero, tal y como te he dicho, creo que lograrás salir de esa jaula. Mi hijo cometió un error al no matarte enseguida. —¿Me ayudarás a escapar?—le preguntó Ras, sonriendo. —¡Jamás! —respondió ella con una risita—. Pero me interesará mucho ver cómo te las arreglas para conseguirlo, y si te digo esto es porque desciendo de reinas y de sacerdotisas. Poseemos una sabiduría que va más allá de los conocimientos normales. Podemos ver lo que se esconde tras la piel de los hombres y la cáscara de las cosas. Ras no dijo nada. Estaba pensando que, pese a la resistencia de su hijo, Shikkut le había entregado un posible medio de huida. ¿Lo sabía o era quizá  que, sencillamente, tenía la impresión de ser una herramienta del destino, una impresión que estaba más enraizada en el deseo que en el don de ver el futuro? Ras dudaba mucho de que Shikkut supiera lo que hacía cuando había reñido y gritado a su hijo hasta conseguir que éste le devolviera el espejo y la piedra de afilar. Aun así, quizás hubiera alguna parte de ella enterada de que con eso estaba causando la ruina de su hijo. Gilluk volvió ocho días después de su partida. Su llegada le fue anunciada a Ras por el distante sonar de los tambores, las arpas, las flautas, las gaitas y las marimbas. Unos minutos después un soldado entró corriendo en el patio y gritó lo que todos sabían ya. La servidumbre, los esclavos, las tres esposas y Shikkut, llevada en una silla de manos, se apresuraron a bajar por la colina para saludar al rey. En el palacio sólo quedaron Bigagi, Ras y los dos centinelas. Uno de ellos fue corriendo hacia la gran puerta para mirar hacia abajo e irle explicando al otro cómo era el cortejo. El otro centinela no se movió de su puesto, pero les dio la espalda a sus prisioneros para oír mejor. Ras pensó en usar aquel momento para poner en práctica el primer paso de su plan. Después de algunas vacilaciones, decidió que la situación estaba lejos de ser la adecuada. Cerró su bolsa de piel de antílope y fue al lado de la jaula que estaba más cerca de la entrada. Pasado un tiempo el heraldo apareció por ella, seguido de Gilluk, que sostenía su espada en alto con las dos manos, la empuñadura al nivel de su rostro. Detrás de Gilluk apareció una cabeza. Era enorme y estaba rodeada por una melena marrón amarillenta. Sus ojos estaban tan muertos como dos piedras verdes y su roja lengua colgaba por entre sus fauces a medio abrir. Un instante después se hizo visible el palo en el que estaba clavada la cabeza. Ras lanzó un grito de dolor y se agarró a los barrotes de su jaula. Detrás del hombre que avanzaba tambaleándose bajo el peso de la cabeza de Janhoy venían los otros jóvenes de la expedición. Cuatro de ellos llevaban el cadáver de un hombre, cada uno sujetando un miembro. Los dos que iban detrás de ellos llevaban la piel del león. La guardia de honor venía pisándoles los talones. Uno de sus miembros sostenía una cuerda cuyo extremo rodeaba el cuello de una prisionera. La mujer estaba sucia y cubierta de harapos, y la fatiga hacía que se tambaleara a cada paso. Su rostro estaba hinchado y mostraba las rojas marcas dejadas por las mordeduras de los insectos. Sus ojos estaban rodeados de bolsas negras. El cabello, que en tiempos había sido rubio, tenía ahora un sucio color amarronado. Al ver a la mujer que había creído quemada viva, Ras se quedó como paralizado. Después venían Shikkut y su silla, y detrás de ella estaban las tres esposas y los tíos, tías, primos, sobrinas y sobrinos de Gilluk. La banda de música venía detrás de ellos, seguida por los hombres libres y unos cuantos esclavos. Gilluk se detuvo ante la jaula de Ras. No dijo nada hasta que el patio estuvo lleno de gente, pero en su rostro había una expresión de triunfo. —Tu bestia era enorme y de aspecto muy feroz—dijo—. Pero cuando nos acercamos a ella la encontramos tumbada de espaldas, durmiendo, con el vientre hinchado por la carne de hipopótamo. No despertó hasta que no estuvimos a un par de metros de ella. Puso sus patas en el suelo justo a tiempo de recibir tres lanzazos, y yo me encargué de acabar con su vida usando la espada divina. Ese era el gran gato que, según tú, era rey de todas las bestias. Ras señaló hacia el cadáver que habían dejado en el suelo. —¿No fue Janhoy quien le mató? —¡No! ¡Fue ella! Gilluk señaló hacia Eeva Rantanen. —Tattniss dio con ella cuando estábamos examinando los alrededores del poblado wantso. Estaba escondida detrás de un arbusto. Tattniss intentó acertarle con su lanza, pero estaba dominado por el pánico. He procurado convencer a mi gente de que no eres un fantasma, pero la única que realmente me cree es mi madre. Tattniss no puso toda su furia en el ataque, y por eso la mujer consiguió coger su lanza. Se echó hacia atrás y se la arrancó de la mano. Tattniss no supo alejarse con la rapidez suficiente y ella le clavó su propia lanza en la espalda. Después la rodeamos y, aunque estaba claro que no nos comprendía, se dio cuenta de que yo deseaba capturarla y no matarla, así que se rindió. —Muy inteligente para ser una mujer—dijo Ras. —Tú tampoco intentaste luchar —dijo Gilluk con una sonrisa maliciosa. —Había demasiados y estaban demasiado cerca—dijo Ras—. Sin embargo, de haber estado en el lugar de ella, habría luchado. Pero, tal y como he dicho, actuó correctamente..., siendo ella. —Es mejor vivir y esperar la oportunidad de que luego puedas escapar, ¿verdad? Olvídate de eso. Estarás en la jaula durante seis meses. Después... El cadáver de Tattniss, acompañado por su llorosa esposa, su padre, su madre y su hermano, fue llevado a la Casa de Baastmaast, que se encontraba en la isla. Eeva fue colocada en una jaula vacía. Gilluk tomó asiento en un enorme trono de caoba cubierto de almohadones hechos con piel de leopardo y bebió cerveza mientras la banda iba tocando. La guardia de honor hizo que los esclavos y los hombres libres salieran por la gran puerta y dejó en el patio tan sólo a los sharrikt y los artesanos. Una vez que el lugar hubo quedado algo más despejado los sharrikt bailaron y los hombres libres y los esclavos dieron palmadas siguiendo el ritmo de la música. La cabeza de Janhoy y su piel fueron depositadas a los pies de Gilluk, y dos esclavos se encargaron de asustar a las moscas atraídas por la sangre seca y la carne a medio pudrir. Pasado un rato, el olor y las moscas le resultaron excesivos a Gilluk, y acabó ordenando que se llevaran los trofeos. Dos curtidores que no parecían demasiado felices por tener que abandonar la fiesta se llevaron la cabeza y la piel colina abajo. Ras observó cómo la oscilante cabeza clavada en el palo desaparecía por la pendiente. —¡Supongo que está s planeando cobrarte venganza por lo del león!—le gritó Gilluk a Ras por encima del estruendo. —¡Me vengaré!—le respondió Ras, también a gritos. Gilluk se rió y bebió más cerveza de una gran calabaza. Le dijo algo a sus esposas que las hizo sonreír y mirarse entre ellas mientras movían las caderas hacia delante y hacia atrás. Gilluk, viendo que Ras se había dado cuenta de aquello, le dirigió una sonrisa. Ras le miró frunciendo el ceño. Trajeron cerveza del almacén que había en uno de los edificios y también de la ciudad. Después de que hubieran pasado unas cuantas horas, los parientes del rey dejaron de bailar para tomar asiento en las sillas y beber cerveza. Los hombres libres empezaron a bailar, apartándose ocasionalmente de la danza para ir corriendo hacia el rey y besarle las rodillas. La madre de Gilluk acabó cansándose y fue llevada a sus aposentos. Bigagi seguía inmóvil en su jaula, con la cabeza caída sobre el pecho. Eeva estaba sentada en el suelo de su jaula, arrancando pedazos de carne de unas costillas de cerdo y bebiendo agua de una jarra. De vez en cuando miraba a Ras, como si tuviera ganas de hablar con él en cuanto fuera posible hacerse oír. La cerveza eliminó el miedo que todos sentían hacia las dos personas de piel blanca. Algunos hombres se aproximaron a las jaulas de Bigagi y Eeva para gritarles insultos y hacerles gestos con un significado sexual. Bigagi no les hizo más caso del que hacía a las moscas que se arrastraban por encima de su cuerpo. Un hombre orinó sobre Bigagi mientras todos los presentes se reían, salvo los otros dos prisioneros. Otro hombre alargó la mano por entre los barrotes de la jaula de Eeva y ésta le mordió la mano. Todos se rieron menos el hombre que había sido mordido. Algunos hombres y mujeres intentaron tocar a Eeva. Una mujer chilló cuando Eeva le retorció la muñeca. Gilluk se levantó de su trono y les gritó que se apartaran de la jaula. Pero llegaba demasiado tarde. Un hombre había ido retrocediendo hasta tocar los barrotes de la jaula de Ras. Antes de que se diera cuenta de dónde estaba se vio cogido por detrás, su cabeza fue golpeada contra los barrotes y, después de hacerle girar en redondo, Ras volvió a estrellarla contra éstos ahora por la frente. Tuvieron que llevárselo sin sentido, con la nariz sangrando y probablemente rota. A partir de entonces ninguno de los presentes necesitó nuevas órdenes de Gilluk para mantenerse lejos de los prisioneros. Después de aquello Ras se sintió un poco mejor. El rey no parecía enfadado y la multitud estaba incluso de mejor humor que antes, con excepción de quienes habían resultado heridos, pues ahora se había derramado un poco de sangre. La música y las danzas continuaron hasta que salió la luna, momento en el cual Gilluk decidió que ya había tenido bastante de aquello. Se puso en pie con cierta dificultad, le gritó a la banda y a los bailarines que se marcharan a casa y, sostenido por sus esposas, subió las escaleras que llevaban a su dormitorio. A Ras le alegró que el jaleo hubiera terminado, pero sintió envidia hacia el rey. —¡Deja una aquí abajo para mí! —gritó, pero el rey no le oyó. La luna fue subiendo por el cielo mientras el castillo iba quedando en silencio y la ciudad se preparaba para dormir. En el patio no se oía ni un solo ruido, con excepción del lejano aullar de un chacal. Los centinelas, que también habían bebido algo de cerveza, se apoyaban vacilantes sobre sus lanzas. Eeva era una silueta negra y plata encerrada en una jaula. Estaba tan inmóvil y silenciosa que Ras pensó que se había quedado dormida. —¡Eeva!—dijo. Eeva se agitó y se incorporó. —¿Sí?—dijo con voz cansada. —Pensaba que habías muerto. —Estuve muy cerca de que me mataran—dijo ella—. Pensé que te habían matado a ti. Tuve la impresión de que la bomba de napalm te había acertado por error. O quizás a propósito, no lo sé. No tengo ni idea de lo que pretendían esos tipos del helicóptero. Le contó lo sucedido después de que huyó hacia la jungla. Corrió, cayó, se arrastró y volvió a correr, intentando alejarse cuanto pudiera del fuego de aquellas ametralladoras que disparaban contra los árboles y la maleza. Pese a lo denso de la vegetación, ya casi había recorrido cien metros cuando dejaron caer el napalm. No estaba en la zona de la explosión, pero sí lo bastante cerca como para que la onda expansiva la hiciera caer de bruces. Saltó por encima de un risco y aterrizó sobre barro, pero el calor le había chamuscado el cabello y había hecho que sus ropas humearan. Después de aquello había tenido la parte posterior de las manos y los brazos roja y dolorida durante varios días, así como las orejas. Por suerte, cuando el fuego casi llegó a envolverla había estado dejando escapar el aire pues de lo contrario quizá  hubiera sufrido heridas en los pulmones. Contuvo el aliento durante el tiempo suficiente para escapar del peligro más inmediato, aunque sentía grandes deseos de gritar. Posiblemente se encontraba tan lejos que aquella precaución resultaba innecesaria, pero de todas formas la había tomado. Y había perdido su pistola un poco después de que la bomba estallara. Cuando se encontraba a un kilómetro y medio del fuego dio con un pequeño arroyo. Se metió en él hasta el cuello y se echó agua fría en La cara, con la intención de reducir la importancia de sus posibles quemaduras. En aquel momento no sabía Cuál era el grado de éstas y si eran muy graves o no. No creía que lo fuesen, pero siempre cabía la posibilidad de que sufriera una cierta conmoción y no fuera capaz de sentirlas. Estaba claro que en aquellos momentos estaba algo trastornada aunque se debía a su reacción por haber estado tan cerca de la muerte, y no a las quemaduras. El helicóptero había pasado varias veces por encima de su escondite. En una ocasión, un chorro de balas atravesó un arbusto a pocos metros de ella. Eeva siguió inmóvil, sabiendo que no podían haberla visto. Habían estado disparando a ciegas confiando en acertarle por casualidad, si es que había logrado escapar a la bomba —No sé por qué‚ tenían tantas ganas de matarme—dijo—. No represento ningún peligro para ellos, y tengo muy pocas posibilidades de salir de este valle. Tengo la impresión de que tienen alguna razón para no desear que esté contigo. ¿Por qué‚? —Quizá  Igziyabher nos lo dirá cuando Le veamos —dijo Ras. Eeva lanzó un bufido de incredulidad o de disgusto. No volvió al sitio donde habían dejado la balsa hasta dos días después. Aunque estuvo buscando su pistola, no logró encontrarla. Supuso que Ras habría seguido avanzando hacia el pantano o, si no, que la balsa se había alejado a la deriva. Eeva volvió a la aldea de los wantso siguiendo la ruta más directa, caminando donde había tierra firme y cruzando el río a nado cada vez que se encontraba con él. En varias ocasiones tuvo que dar un rodeo a causa de los cocodrilos. Logró desenterrar algunos huevos de cocodrilo y sorbió su yema, y después mató a una pitón no demasiado grande usando un palo. Los huevos y la carne de serpiente cruda la habían mantenido viva hasta que llegó a los campos de los wantso, donde tenía la esperanza de encontrar algo que comer. Pero las civetas, los monos, las liebres, los pájaros y los insectos habían llegado allí antes que ella. Los campos estaban vacíos. Mientras registraba la selva de los alrededores del poblado encontró una liebre que había caído en una trampa de los wantso. Eeva se la comió, aunque la carne ya empezaba a oler mal. Después estuvo enferma durante tres días y creyó que acabaría muriéndose. Luego mató a un cerdito con una rama, pero lo único que consiguió fue verse obligada a trepar a un árbol para escapar de su rabiosa madre. Sus esperanzas de comer el cerdito después de que la piara se hubiera ido desaparecieron cuando los miembros de ésta lo devoraron. —Daba la impresión de que sólo yo pasaba hambre —dijo—. Mirara donde mirase había pájaros y animales comiendo o a punto de comer. Estaba adelgazando y cada vez me encontraba más débil tan débil que pronto sería devorada por alguna fiera. Entonces encontré a una cría de antílope con una pata rota. Tuve que echar de allí a su madre... Era muy valiente, pero también muy pequeña, y después tuve que alejar a dos chacales. Terminé con los sufrimientos de aquella pobre criatura y encendí una hoguera para asarla. Estaba tan harta de comer carne cruda y llena de sangre que no me importaba en lo más mínimo el que alguien viera mi fuego o no. Después comí algunos frutos que veía comer a los monos y atrapé una liebre con la misma trampa en que había encontrado ese cadáver maloliente. »Volví al poblado de los wantso para buscar puntas de lanza y herramientas. Pensaba conseguir algún arma, construir una balsa e intentar la travesía del pantano. Creía que, si seguías vivo, Quizás estuvieras rondando por las tierras de los sharrikt y, de todas formas, tenía intención de buscar alguna ruta de huida al final del río. No me parecía que tuviese muchas posibilidades de conseguirlo, pero debía intentarlo. Entonces fue cuando los sharrikt me hicieron prisionera. Y aquí estoy. Bostezó y se quedó dormida antes de que Ras pudiera hacerle ninguna pregunta. Ras les dio las buenas noches a los centinelas que habían estado escuchando aquella conversación ininteligible con cierta inquietud. Despertó al amanecer y esperó el desayuno, que llegó tarde porque los esclavos tenían tanta resaca como sus amos. Eeva, despertada por las moscas, se levantó varias horas después. Utilizó el pote para los excrementos que había en un rincón de la jaula sin mostrar la incomodidad de cuando estaban solos en la jungla. Pareció alegrarse de que le dieran una buena comida, y los anillos negros que había alrededor de sus ojos palidecieron un poco. —Gilluk llevaba varios días sin tener una mujer cuando te encontró—le dijo Ras—. Si lo que cuenta es cierto, es un hombre muy apasionado. ¿Se acostó contigo? —No. No entiendo el idioma de los sharrikt, claro está , pero tuve la impresión de que habló con sus hombres acerca de mí. Creo que si no me molestaron es porque me tenían demasiado miedo, pero acabé con cualquier idea que pudiera ocurrírsele a Gilluk dejándole ver sin ninguna clase de dudas que tenía la menstruación. Naturalmente, no podía estar segura, pero me parecía probable que los sharrikt tuvieran un tabú sobre la menstruación, como lo tienen casi todos los pueblos que aún no poseen el lenguaje escrito. Y acerté. Estaba claro que todos me consideraban impura y sucia, y desde luego lo estaba bastante, porque no tenía otra compresa que un trozo de mi camisa. De hecho, tengo la impresión de que al final de cada jornada tanto él como los otros se sometían a un rito de purificación, y todos se esforzaban por tocarme lo menos posible.   El descenso   Al principio, el charco negro que había debajo de Bigagi había sido bastante pequeño. A medida que el alma iba desprendiéndose de su cuerpo gota a gota, como el agua que cae de un tejado después de la lluvia, el charco fue haciéndose más grande. Las gotas tenían la misma forma que un globo ocular, eran negras, y al caer hacían tan poco ruido como una sombra. Con cada gota y cada nueva mancha un poco de la carne de Bigagi se convertía en vapor bajo la piel morena y se desprendía por los poros. El cráneo y el esqueleto iban abriéndose paso hacia el exterior, como si anhelaran bañarse en el sol y olvidar la oscuridad. Sus ojos iban hundiéndose en los huesos, pegándose al cerebro. Cada nuevo sol difundía una luz que parecía más incapaz de iluminar a Bigagi. —¡Bigagi! —gritó Ras—. ¡No te mueras! ¡Si lo haces me habrás engañado! ¡Tengo que matarte con mis propias manos, tengo que romperte el cuello! Bigagi no parecía oírle. Su boca colgaba fláccida mientras las moscas entraban y salían de ella. Una mosca empezó a moverse por uno de sus ojos, y Bigagi ni tan siquiera parpadeó. —¿Qué has dicho?—le preguntó Gilluk. Ras se lo repitió, y el rey sonrió—. De acuerdo—dijo—. Puedes matarle. Dio una palmada y gritó unas cuantas órdenes. Los lanceros formaron un semicírculo alrededor de la puerta de la jaula donde estaba Ras. Un esclavo intentó desatar las cuerdas de cuero que mantenían cerrada la puerta. Impaciente, Gilluk le ordenó que se apartara y cortó las cuerdas con su espada. Después de haber abierto la puerta Gilluk retrocedió, colocándose detrás de los lanceros. Ras salió lentamente de la jaula. Tenía la misma sensación que si su cuerpo estuviera entumecido; no lograba comprender del todo que fuese libre de matar a Bigagi. —Ahora que ha llegado el momento de tu venganza, no pareces demasiado contento—le dijo Gilluk. —Es tan inesperado...—dijo Ras—. Y Bigagi..., ¡no se enterará! Quiero decir que..., pensé que él lucharía por su vida y sabría que debía pagar lo que había hecho... Pero ahora... —¿No quieres matarle? —Debería hacerlo—dijo Ras. Gilluk lanzó una estruendosa carcajada y alzó los ojos al cielo. —Ni tan siquiera es como matar a un leopardo que se ha comido a tu madre—dijo Ras—. Matas al leopardo, pero no le odias. Es un animal, y lo que hizo lo hizo de una forma inocente. Ahora Bigagi ni tan siquiera es un animal. No es nada. —¿Por qué no me explicaste todo eso antes de que destrozara unas excelentes tiras de cuero? —le dijo Gilluk—. ¿Por qué me contaste hasta qué punto anhelabas vengarte? —Es igual que si empiezas a caminar por una orilla fangosa y con mucha pendiente—dijo Ras—. Puedes cambiar de opinión y decidir que no quieres seguir bajando, pero a esas alturas sigues bajando, aunque tus piernas hayan dejado de moverse. Gilluk frunció el ceño y se mordió el labio inferior. Después sonrió. Le hizo una seña a Ras para que volviera a entrar en su jaula. Ras así lo hizo, y la puerta quedó asegurada con una nueva cuerda de cuero. Los espectadores, entre los que estaban incluidas la madre de Gilluk y sus esposas, parecían algo decepcionados. El rey le habló a Ras por entre los barrotes. —Ahora es demasiado tarde para que vuelvas a cambiar de opinión, porque te di la oportunidad de que actuaras y no volverás a tenerla. Creo que deberías haberle matado, aunque sólo fuera para dejar satisfechos a los fantasmas de tus padres. Les has fallado. Pero, si no deseas cumplir con tus deberes, yo me encargaré de cumplirlos por ti. Gilluk dio una orden, y dos hombres entraron en la jaula de Bigagi. —¿Qué‚ vas a hacer?—preguntó Ras. —Baastmaast aún no tiene hambre—dijo Gilluk—. Hace sólo tres días que se comió a Tattniss. Pero, si esperamos demasiado tiempo, el wantso morir . —¿Vas a arrojar a Bigagi al estanque?—dijo Ras. —Mañana, antes de que el sol acaricie las cumbres del oeste. Mientras tanto, tenemos que realizar ciertas ceremonias, y Bigagi debe pasar una noche encadenado a la plataforma del estanque para que así Baastmaast pueda ver lo que vamos a entregarle. Un trono tallado con madera de limonero fue sacado de una habitación y llevado al patio. Cuatro de los parientes del rey se encargaban de transportarlo, dos delante y dos detrás, y cada uno de ellos sostenía el extremo de una pértiga metida por los agujeros que había en el trono. La silla estaba cubierta con cocodrilos tallados en la madera. Bigagi fue colocado en el trono y, una vez en él, se quedó allí con el cuerpo desmadejado, un brazo colgando fuera y la cabeza apoyada en un hombro. Los tambores empezaron a sonar; las gaitas gimieron; las lanzas chocaron entre sí. El heraldo real encabezó el desfile que salió por la gran puerta con el rey a doce pasos detrás suyo, sosteniendo la espada delante de su rostro con las dos manos. Detrás del rey iba Bigagi. Cuando su trono se encontraba a tan sólo unos pasos del umbral, alzó bruscamente la cabeza y, un instante después‚ irguió el cuerpo. Su grito fue tan potente que tanto los tamborileros como los flautistas y los gaiteros se asustaron y la música se esfumó en el silencio. Gilluk giró en redondo. Después de aquel gran grito, la voz de Bigagi sonó débil y sin fuerzas. Pero Ras pudo oírle. —¡Lazazi Taigaidi! ¿Puedes oírme? Ahora Bigagi tenía la cabeza doblada hacia atrás, con la coronilla tocando el respaldo del trono, y sus ojos estaban alzados hacia el cielo. —¡Te oigo, Bigagi!—gritó Ras. La voz de Bigagi era muy débil. Sólo podía oírse porque los sharrikt estaban tan callados como si hubieran creído que era un fantasma quien hablaba. —¡Yo no maté a tus padres! ¡Ningún wantso mató a tus padres! —¿Quién los mató? —gritó Ras—. ¡Bigagi! ¿Quién los mató? No hubo respuesta. Bigagi se dobló sobre sí mismo y suspiró igual que si fuera una gaita deshinchándose. El gemido hizo que los párpados de los sharrikt se abrieran un poco más y sus cuerpos se estremecieron. Los hombres que sostenían las pértigas del trono se sobresaltaron, pero no lo dejaron caer. Gilluk fue hacia Ras y dijo: —No tenía ninguna razón para mentir. —Tiene que haber mentido —dijo Ras—. Tenía que estar mintiendo. Gilluk se rió y dijo: —Mataste a todos los wantso por algo que no hicieron. Ras le contempló por entre los barrotes. El rostro de Gilluk y cuanto había detrás de él estaba tan oscuro como si el sol se hubiera eclipsado de repente. Sentía un rugido en su cabeza y una gran opresión en el pecho. —Te mataré por haberte reído—dijo Ras. —¿Es que aún no has matado bastante? —dijo Gilluk. Volvió a reírse, y le hizo una seña al cortejo para que reemprendiera la marcha. De todos los presentes, la única que le prestaba atención a Ras era la madre de Gilluk. Volvió la cabeza para mirarle hasta que su silla de manos desapareció por la colina. Después de aquello reinó el silencio, roto sólo por un rugido distante que llegaba de la ciudad situada al pie de la colina. —¿A qué‚ venía todo esto?—dijo Eeva. Ras le hizo una seña indicándole que se callara, pues quería pensar en lo que le había dicho Bigagi. Pero Eeva insistió en que se lo contara. —¡No debes sentirte tan mal! —le dijo—. ¡Si te engañaron, no pudiste evitar el obrar de esa forma! ¿Qué otra cosa podías pensar con las pruebas de que disponías? —Los maté a todos —dijo Ras—. Maté incluso a los que no murieron por mi mano. Bajó la mirada hacia sus pies, esperando ver el charco negro que ya estaría formándose junto a ellos. No había nada, sólo el sol y las sombras de los barrotes. Sin embargo, Ras sentía como si su alma hubiera escapado de su cuerpo. —Ahora Bigagi también morirá a causa de mis actos. ¿Quién ha hecho todo esto? ¿Quién le disparó una flecha wantso a mi madre? ¿Y por qué? —Sólo hay una persona que pueda haberlo hecho, aunque no sabes el porqué—dijo Eeva—. Es la persona que escribió esas páginas que tú llamas las Cartas de Dios. Creo que lo hizo porque quería engañarte y hacerte creer que los wantso habían matado a tu madre e impulsarte a que te vengaras de ellos. Pero no sé por qué. —¿Quieres decir que fue Igziyabher quien lo hizo? Eeva negó con la cabeza y dijo: —No, no fue Dios. Fue un hombre, el que te ha traído aquí y ha hecho que te criaran igual que a un Tarzán. —¿Tarzán? Eeva repitió la palabra cuidadosamente, y esta vez logró pronunciar bien la z. —Tarzán. El héroe de una serie de novelas sobre... —¿Héroe? ¿Novelas? Eeva se lo explicó tan bien como pudo sin hacer muchas divagaciones para elucidar Cuál era el telón de fondo de las palabras «héroe» y «novelas» . —Es difícil explicarte cualquier cosa del mundo exterior porque no tienes un marco de referencia, y además yo tengo bastantes problemas para explicarte esto porque jamás he leído un libro de Tarzán. Vi una película cuando era niña, mi madre no llegó a saberlo, pero tengo entendido que hay muy poca relación entre los libros sobre Tarzán y las películas. La verdad es que sé muy poco de Tarzán, salvo lo que vi en la película y algunas referencias ocasionales en periódicos y libros. Era un hombre blanco que fue criado en la jungla africana por alguna especie de monos parecidos a los gorilas. Es algo así como un arquetipo de la libertad respecto a las inhibiciones, molestias y tabúes de la civilización. Un Noble Salvaje. —¿Qué quiere decir todo eso? —Quiere decir que quien escribió esas páginas, el hombre responsable de que se te haya criado aquí, es un psicópata... Es decir, está loco, trastornado, chiflado, fuera de sus cabales. Te secuestraron cuando eras pequeño y se te trajo aquí para que interpretaras el papel de un Tarzán, sólo que las cosas no salieron tal y como se había pretendido que salieran. Ras se quedó callado durante un tiempo bastante largo. Aunque la revelación de Bigagi no le hubiera afectado tanto, habría tenido dificultades para comprender las palabras de Eeva. Tal y como decía ella, no poseía ningún «marco de referencia». De repente, lanzó un aullido y empezó a golpear los barrotes de la jaula con los puños. Los centinelas le gritaron, pero Ras no les hizo ningún caso. —¡Le mataré!—chilló Ras—. ¡Mataré a Igziyabher! —No era Dios—le dijo Eeva—. Era un hombre. —¡Le mataré!—gritó Ras, y empezó a gemir y sollozar. Eeva esperó hasta que se hubo calmado. —Ese hombre tiene que estar en la cima de la columna que hay en medio del lago—dijo. Ras soltó un largo y tembloroso suspiro y se apartó de ella. Los centinelas, Tukkisht y Gammumm, estaban el uno al lado del otro, apuntándole con sus lanzas, con las rodillas flexionadas y los cuerpos medio encorvados, mirándole con los ojos muy abiertos. —Si tienes algún plan para salir de aquí, ahora es el momento de utilizarlo—dijo Eeva—. Todos han ido a la isla. Por lo menos, eso es lo que me contaste que hacen cuando alguien es entregado como alimento a Baastmaast. Ras farfulló algo ininteligible. —¿Qué?—le preguntó Eeva. —Tenía intención de hacer esto alguna noche en que hubiera tormenta, cuando estuviera muy oscuro y lloviese —le dijo Ras. Abrió la bolsa de piel de antílope y sacó de ella el espejo y la piedra de afilar. Golpeó el centro del espejo con un extremo de la piedra, y el espejo se rompió en siete fragmentos triangulares. Dado que Ras no lograba arrancarlos con las uñas de los dedos golpeó uno de los fragmentos hasta que éste se desprendió del marco. Después usando un trocito de cristal, logró quitar un triángulo sin romperlo. Una vez quitado ése, los demás salieron con facilidad. Gammumm se acercó un poco más a la jaula. —¿Qué estás haciendo?—preguntó. Ras alzó los ojos, sonrió y dijo: —Un poco de magia para liberarme. Gammumm puso los ojos en blanco. Dio un paso hacia atrás pero, con un gran esfuerzo de voluntad, logró acercarse nuevamente a la jaula. —¡Para o te mataré! —Puedes intentarlo —dijo Ras, y empezó a usar la piedra de afilar para hacer más agudos los bordes del pedazo de cristal. Después empezó a cortar la cuerda de cuero que aseguraba la puerta de a jaula. Gammumm introdujo su lanza por entre los barrotes para hacer que Ras se apartara de la puerta. Ras, que había esperando eso, cogió el astil del arma justo por detrás de la punta y se echó hacia atrás. Gammumm intentó sujetar su lanza pero se vio atraído con tanta fuerza hacia los barrotes que el golpe le hizo bizquear, empezó a sangrar por la nariz y se le aflojaron las rodillas. Sus dedos soltaron la lanza. Tukkisht lanzó un grito y fue corriendo hacia la jaula para meter su lanza por entre los barrotes. Ras ya le había dado la vuelta al arma que había capturado, metiéndola por entre dos de los barrotes. La punta se clavó en el brazo de Tukkisht. Éste cayó hacia atrás con el arma aún hundida en su carne, pero se levantó de inmediato, se la arrancó de un tirón, le dio la vuelta y la alzó para arrojarla por entre los barrotes. La sangre fluyó sobre su brazo y costado. Ras había cogido la lanza de Tukkisht, que había quedado medio dentro y medio fuera de la jaula. Gammumm intentó retroceder, pero no tuvo tiempo de conseguir apartarse lo suficiente. Ras no quería perder su lanza, así que introdujo casi dos centímetros de cobre en el muslo de Gammumm. Gammumm soltó un grito, giró sobre sí mismo y cruzó el patio con paso tambaleante, hacia la gran entrada. Sus manos se agitaban de un lado para otro y de su boca salían confusos gruñidos. Ras utilizó el filo de la lanza para cortar la cuerda de cuero. Para cuando hubo logrado aserrarla del todo Gammumm ya había desaparecido colina abajo. Tukkisht gritó el nombre de Gammumm, pero al ver que iba a quedarse solo avanzó hacia Ras. Ras le dio una patada a la puerta de la jaula, haciéndola girar bruscamente, y salió de ella dando un salto. Tukkisht era valiente y un hábil lancero, pero se estaba enfrentando a un hombre que creía que era un fantasma, un hombre que en unos pocos segundos había logrado salir de una jaula que parecía ser a prueba de fugas, y además estaba sangrando profusamente y se debilitaba por momentos. Ras paró sus pocos intentos de alcanzarle con el arma, le fue empujando hacia atrás y, después de apartar su lanza a un lado, hundió la suya en el estómago de Tukkisht. Éste cayó de rodillas y se dobló sobre sí mismo mientras sus manos iban hacia su vientre. Ras le hizo perder el sentido golpeándole la cabeza con la punta roma del astil y lo dejó tendido en el suelo. Corrió hacia el umbral y lo atravesó. Gammumm, con sus casi dos metros diez de estatura, avanzaba tambaleándose por la cuesta igual que una cigüeña enferma, y ya había recorrido la mitad de la distancia. La ciudad al pie de la colina estaba desierta, salvo algunos niños pequeños que jugaban en las calles y una mujer de cabellos blancos que les observaba. En la orilla de la isla había botes y figuras vestidas de blanco que formaban una columna cuya cabeza ya había entrado en el oscuro umbral del edificio situado en el centro de la isla. El último bote se encontraba a unos pocos metros de tierra. Estaba lleno de esclavos que sólo iban vestidos con faldellines blancos. Ras clavó su lanza en la espalda de Gammumm. El centinela bajó un par de metros, medio cayendo medio deslizándose, y acabó quedándose inmóvil. Cuando Ras sacaba su lanza del cuerpo oyó un grito que venía de más abajo. La mujer de los cabellos blancos tenía la cabeza levantada hacia él y estaba mirándole con la boca abierta. Un instante después se dio la vuelta y corrió por la calle que llevaba hacia la orilla del lago. Algunos niños la siguieron con paso vacilante, mientras otros seguían jugando. La mujer se encontraba demasiado lejos para que Ras tuviera esperanzas de alcanzarla. Dentro de unos minutos habría remado el medio kilómetro de lago que había hasta la isla y daría la alarma. No podía hacer nada salvo subir corriendo los escalones e ir a la jaula de Eeva. Una vez allí cortó el cuero que aseguraba su puerta con un cuchillo de cobre que le cogió a Tukkisht. —¿Qué hacemos ahora?—dijo ella. Tenía la piel pálida bajo el bronceado, pero sus ojos de color gris estaban muy brillantes. —Quiero mi cuchillo—dijo Ras—. Y, dado que Gilluk quemó la hermosa jaula y la casa que construí para él, tanto su jaula como sus edificios arderán. —¡No tenemos tiempo!—exclamó ella—. ¡Si nos marchamos ahora mismo podríamos cogerles delantera y escapar a través del pantano! Ras agitó la cabeza, se dio la vuelta y fue corriendo hacia el umbral más cercano. La escalera era de bloques de granito incrustado de cuarzo, y los bordes de cada escalón habían sido desgastados por generaciones de pies. La escalera subía en espiral hacia un salón situado entre las habitaciones de la muralla exterior y las que daban al patio. El salón estaba sumido en la penumbra. La luz del sol entraba por las ventanas de las habitaciones, que estaban abiertas, pero quedaba ahogada por las cortinas de hierba y bambú que cubrían las entradas a cada estancia. En los muros de granito había unos agujeros dentro de los que estaban colocadas antorchas sin encender, formando un ángulo de 45 grados con las paredes. Ras cogió varias antorchas y le dijo a Eeva que cogiese también unas cuantas. Apartó una de las cortinas y entró en una habitación de gran tamaño que contenía varias camas con cabeceras de caoba tallada, colchones de hierba y pieles que servían como mantas. Una de las paredes estaba cubierta con estantes de piedra que iban desde el suelo hasta las vigas del techo, y en los estantes había por lo menos trescientas calaveras, los antepasados de Gilluk, tanto directos como colaterales, y también un número bastante considerable de calaveras más anchas y redondeadas, de un prognatismo mayor, wantso que habían sido víctimas de las incursiones hechas por los sharrikt. También había cráneos de gorilas y leopardos. Junto al gran ventanal había una silla de respaldo muy alto con los brazos y el asiento cubiertos por piel de cocodrilo. Un estante de madera sostenía lanzas, mazas de guerra y el cinturón de Ras, con su cuchillo dentro de la vaina. En la habitación sólo había un mueble más: un pequeño brasero de cobre situado en el centro, y que contenía unas cuantas ascuas de alguna madera muy gruesa y resistente. Ras se puso el cinturón con el cuchillo y encendió las antorchas usando las ascuas del brasero. Eeva encendió sus antorchas utilizando las de Ras. —¿Por qué insistes en perder el tiempo?—preguntó. —Porque Gilluk debe comprender que no soy ningún prisionero corriente. Porque Gilluk debe pagar por lo que ha hecho. Ras le explicó lo que debía hacer. Arrancaron las cortinas, las amontonaron junto a una gran viga vertical que sostenía el techo, y después colocaron las camas encima de la pila formada por las cortinas. Ras le prendió fuego a las telas, y después hizo caer los cráneos de los estantes con su lanza. Los arrojó al fuego y vio cómo las llamas iban enroscándose a su alrededor. Después de aquello, Ras y Eeva bajaron corriendo por las escaleras y recorrieron todo el primer piso y el segundo, encendiendo fuegos en varios lugares. Antes de volver al patio Ras miró por una ventana que daba a la isla. Siluetas vestidas de blanco estaban saliendo apresuradamente del templo e iban hacia las canoas y las embarcaciones hechas con bambú que había en la playa de la isla. Mientras Eeva amontonaba unos cuantos colchones y esterillas junto a los lados de las jaulas, Ras empezó a golpear los barrotes de la suya con un gran brasero de cobre que tenía tres patas. Los barrotes de bambú no tardaron en ceder, y pronto hubo hecho unorificio que le permitía llegar a la gran rueda de ejercicios. —¿Qué estás haciendo ahora?—le preguntó Eeva. Su cabellera y su rostro estaban ennegrecidos por el humo y sus ojos grises, desorbitados por la emoción y con el blanco enrojecido por la tensión y el humo, se clavaron en su rostro. Al ver la salvaje expresión que había en su mirada, Eeva dio un paso hacia atrás y dijo—: ¡No importa! ¡Me rindo! ¡Estás loco! Ras no le hizo caso y cruzó corriendo el umbral de su jaula, dejando atrás el chisporroteo de las llamas para entrar en el anexo que contenía la rueda de ejercicios. La levantó de su soporte, aunque habían hecho falta cuatro hombres para transportarla, la bajó, y logró meterla por la abertura que había creado rompiendo los barrotes. Para aquel entonces tres canoas y una embarcación de guerra, la del mismo Gilluk, estaban atracando ya en la orilla, con más canoas viniendo detrás de ellas. La gigantesca silueta blanca del rey, con la espada que reflejaba el sol levantada por encima de su cabeza, corría a lo largo de la lanzas reluciendo a la luz. Hombres libres armados con lanzas seguían a los parientes del rey. Ras hizo girar la rueda una vez más y la llevó hasta una posición cercana a la esquina noreste del edificio. Cuando el humo acabó envolviéndoles, él y Eeva se tendieron en el suelo y miraron hacia donde terminaba la colina. —Me gustaría preguntarte qué piensas hacer—dijo Eeva—, pero no me atrevo. —He llevado la rueda hasta aquí para que no fuera hacia las casas —dijo Ras—. Ahora bajará rodando en línea recta hasta el lago y nos dejará cerca de las canoas. Las uñas de Eeva se hundieron en sus bíceps. —¿Quieres decir...?—preguntó. —De esta forma conseguiremos una buena delantera sobre ellos —le explicó Ras con una sonrisa—. Habrán subido casi toda la colina antes de que empecemos a rodar. Podremos cruzar el lago y meternos por las colinas, y desde allí nos ser  posible regresar al pantano. Podríamos coger un bote para ir hasta la boca del río, pero a ellos les sería posible ir más deprisa por tierra y, si supieran que íbamos a seguir ese camino, estarían en el río antes de que llegáramos allí. Pero en las colinas no conseguirán encontrarnos. Me aseguraré de ello. Eeva casi dejó escapar un gemido. —Pero podríamos habernos ido dando un rodeo por atrás, y entonces también llegaríamos a las colinas llevándoles mucha ventaja. —No. De esa forma hay que cruzar casi seis kilómetros de llanura antes de que puedas llegar a las colinas. Yo podría dejarles atrás, pero tú...—Hizo una pausa y luego dijo—: Además, quiero hacerlo de esta forma. —De acuerdo. Eeva apartó las uñas de su brazo y se rió. —¡Jumala! ¡Si mis colegas pudieran verme ahora! ¡Jamás lo creerían! ¡Nadie podría creerlo! A través del humo, Ras vio cómo Gilluk subía por los peldaños, con su guardia y sus parientes masculinos siguiendole a unos pocos pasos de distancia, mientras que los hombres libres se desplegaban a los dos lados de la escalinata de piedra para formar dos líneas que atravesaban la pendiente de la colina. Diez de ellos corrieron hacia un lado y siete hacia el otro, aparentemente para aparecer en partes opuestas de la colina, y seguramente también para examinar el terreno y localizarle si es que Ras pretendía escapar por allí. Al pie de la colina, saliendo de la ciudad para empezar la ascensión de los peldaños, había una turba de esclavos y artesanos, algunos granjeros libres y las mujeres sharrikt. El trono de la madre de Gilluk iba sostenido en ángulo sobre los hombros de los esclavos. Ella misma se encargaba de sujetar su parasol mientras echaba la cabeza hacia atrás para mirar hacia arriba. —Por el amor de Dios, ¿cuánto tiempo tenemos que esperar? —dijo Eeva. Ras volvió a sonreír y se puso en pie. —Ahora. El humo era tan denso que en algunas ocasiones Eeva no podía verle aunque Ras se encontraba a menos de dos metros de distancia. Tosiendo, pegó el vientre al suelo y se arrastró hacia delante hasta que su mano tocó un radio de madera. Ras ya estaba dentro de la rueda, tosiendo violentamente. —¡Deprisa! Eeva se deslizó por entre la abertura de dos radios. —¡Apenas si puedo verte!—jadeó. Ras estaba suspendido en el centro de la jaula, con las manos rodeando un radio de cada lado y sus pies apoyados en otros dos. —Así no va a funcionar bien—le dijo entre tos y tos. Inclinó el cuerpo hasta que su espada quedó apoyada en la curvatura de la rueda y después volvió a erguirse. —Va a ser un viaje bastante duro—dijo—. Pase lo que pase, no te sueltes. Viendo que Eeva ya estaba sujeta, Ras empezó a moverse hacia arriba, de tal forma que su peso hiciera deslizarse la rueda hacia delante. La rueda se movió un poco y se paró. Ras volvió a trepar, poniendo los pies en los radios de más arriba. La rueda giraba lentamente porque el peso de Eeva la retenía. Ras lanzó un grito que terminó en una tos. Se dobló hacia delante, sus manos agarradas firmemente a los radios y los empeines haciendo fuerza contra ellos, y después se arrojó violentamente hacia atrás. La rueda volvió a girar, se fue frenando, pareció detenerse y, de pronto, cayó por la pendiente. Eeva chilló. Ras siguió tosiendo sin parar mientras su cuerpo bajaba y subía para repetir luego el movimiento con el avance de la rueda. Cuando sintió que se hundía y su cuerpo quedó apretado contra la rueda, se agarró con más fuerza. De lo alto de la colina les llegaban gritos y chillidos. Ras volvió la cabeza con el tiempo justo de ver a Gilluk, a unos cuarenta metros de él y a un lado, inmóvil sobre uno de los peldaños, mirándole y bajando lentamente la espada. Un instante después Gilluk quedó cabeza abajo y el sol se puso bruscamente debajo de Ras, subiendo luego por la derecha hasta quedar suspendido del revés y desaparecer. Los radios que giraban velozmente parecieron hendir un agudo chillido; una figura vestida de blanco con el rostro negro y los ojos ribeteados de blanco, sus blancos dientes muy visibles en la negrura de su boca, pasó como un relámpago junto a ellos. La rueda se agitó al chocar con un pequeño montículo, recorrió una corta distancia por los aires y cayó nuevamente al suelo, casi arrancando a Ras de su posición en la parte superior de la estructura. La rueda estaba oscilando. Eeva chilló. La rueda recuperó el equilibrio y siguió bajando por la colina, ahora siguiendo una ruta levemente distinta, una ruta que les llevaba hacia la ciudad. O eso le pareció a Ras, que no lograba obtener una imagen precisa de cuál era su trayectoria de huida. De repente los muros de piedra y el tejado de paja de una casa aparecieron ante ellos en posición invertida, con el cielo colgando bajo la casa, y en la ventana se vio un rostro aterrorizado que giró sobre sí mismo y desapareció para ser reemplazado por otra casa de cuyo umbral les llegó un grito que se alejó rápidamente, el cacareo de una gallina, un golpe ahogado, una pluma flotando en el aire, una sacudida y un chapoteo, y después de aquello la rueda frenó tan repentinamente que logró hacerle perder su asidero y el lago le tapó para destaparle un segundo más tarde, y Ras se encontró tendido sobre la estructura de la rueda con el agua hasta el cuello y mirando a Eeva, cuya húmeda cabellera le ocultaba el rostro igual que si estuviera hecha de algas. Para salir tuvieron que contener el aliento mientras se deslizaban por entre los radios de la rueda. Fueron hacia la orilla, donde las huellas de la rueda eran como la senda de una serpiente monstruosa. En el fango de la playa, a unos treinta metros de ellos, había una pequeña canoa con dos remos. En algunas casas situadas al comienzo de la ciudad se veían rostros asomados a las ventanas y dedos que les señalaban. Gilluk y los demás se encontraban ya a media pendiente, con el rey bajando dos escalones a cada zancada y sosteniendo su espada por encima de su cabeza con una sola mano. Los demás perseguidores estaban algo dispersos pero iban convergiendo; el punto común sería el formado por Ras y Eeva. —¡Sube a la canoa! —gritó Ras, y corrió hacia la choza más cercana mientras Eeva graznaba una pregunta ininteligible a su espalda. Cuando se acercaba a la choza oyó gritos, y un instante después vio cómo una mujer y dos niños salían corriendo de ella. Entró en la casa y encontró dos jabalinas, un arco de caza y un carcaj de flechas. Antes de marcharse derribó de una patada un trípode de cobre que contenía el fuego de cocinar y arrojó sobre él unas cuantas esterillas usadas para dormir. Encendió una antorcha y le prendió fuego a la techumbre. Las casas estaban tan cerca que, si una de ellas se incendiaba, muchas o quizá  todas acabarían en llamas, aunque la brisa viniera del oeste y aquella casa se encontrara en la parte sureste de la ciudad. Eeva estaba esperándole en la canoa, arrodillada, con el remo preparado y mirando por encima del hombro. Durante el descenso había perdido la camisa y el sujetador, que ya estaban hechos trizas y medio podridos, o quizá  los hubiera perdido cuando se deslizó por entre los radios. La piel de sus pechos y su estómago estaba roja e irritada por el roce contra la madera. Ras vaciló durante unos segundos y luego dijo: —¡Adelántate; sácales una buena ventaja! ¡Yo iré en otro bote! Arrojó una lanza a su canoa y la empujó hasta meterla en las aguas del lago. Después arrojó la otra lanza a otra canoa y se pasó la tira del carcaj por encima del hombro. Sosteniendo el arco en una mano, empezó a meter el resto de las embarcaciones en el agua. No le resultó demasiado difícil, pero después tuvo que dejar el arco y usar toda su fuerza, clavando los pies en el fango, para poner a flote las dos pesadas canoas de guerra. Afortunadamente para él, los sharrikt habían tenido tanta prisa que no habían metido las embarcaciones demasiado adentro de la orilla. Cuando todas las embarcaciones estuvieron flotando en el agua Ras volvió corriendo hacia la canoa. Mientras corría miró hacia la calle principal. Gilluk y los demás estaban cerca. Ras disparó una flecha, pero el rey le vio mientras colocaba la flecha en el arco y corrió hacia la choza más cercana. La flecha se clavó en un poste de bambú cerca del umbral y allí se quedó, vibrando. Los demás guerreros se dispersaron para esconderse detrás de las casas de piedra o se arrojaron al suelo. Ras se metió en la canoa y empezó a remar furiosamente. Cuando había recorrido unos treinta metros miró hacia atrás. Gilluk estaba bailoteando en la orilla, aullándoles órdenes a sus hombres, que se habían metido en el agua y nadaban o chapoteaban para recuperar las embarcaciones. La casa del sureste estaba ardiendo, y sus llamas empezaban a moverse hacia la casa contigua. Una hilera de esclavos y hombres libres se encargaba de pasarles recipientes con agua del lago a los que combatían el incendio.   La isla emergía del lago tan suavemente como la curvatura del caparazón de un dios tortuga medio sumergido. Veinte metros tierra adentro, en el centro de la isla, se encontraba la Casa de Baastmaast. Era un cuadrado de unos treinta metros de lado y estaba construida con bloques de piedra caliza. Carecía de ventanas y tenía una puerta de umbral cuadrado lo bastante grande como para que por ella pudieran entrar dos hombres, uno al lado del otro. El edificio brillaba bajo la claridad solar, y la única oscuridad que había en él era las sombras que se agazapaban detrás del umbral y un cuervo posado en una de sus esquinas. Eeva le estaba esperando en la playa, y Ras le dijo que cogiera dos remos y las lanzas. Metió una canoa en las aguas del lago y levantó la otra por encima de su cabeza. Sosteniéndola en alto empezó a caminar junto al profundo y espacioso canal que atravesaba la isla y se metía por un agujero cuadrado que había en los cimientos del templo. Una vez en el umbral, Ras apoyó la canoa contra la pared y entró en el edificio. —¿No pensarás...?—empezó a preguntarle Eeva, y se calló antes de terminar la frase. Una vez dentro, la razón de haber cavado aquel canal resultaba evidente. El agua pasaba bajo las piedras del suelo para alimentar un estanque hundido en el centro del edificio. El estanque era cuadrado y estaba formado por bloques de piedra caliza que se levantaban unos treinta centímetros por encima del suelo. Una lengua de sólida piedra iba desde un extremo del estanque hasta adentrarse unos seis metros en el agua. Formando anillo alrededor del estanque había un espacio despejado de tierra apisonada que tendría unos tres metros de ancho, y rodeándolo, salvo por un pasillo que servía como entrada, había una serie de asientos de piedra situados encima de varios estrados. Ras imaginó que aquellos asientos servirían para acomodar a los espectadores mientras Gilluk y sus ayudantes celebraban los ritos del sacrificio a Baastmaast. Las víctimas debían ser arrojadas desde el extremo de la lengua de piedra a las fauces del cocodrilo. No había techo; el edificio estaba abierto por la parte superior. Cuando el sol se encontrara directamente encima de él, su claridad iluminaba el interior de la estructura. Ahora el sol se hallaba lo bastante al oeste como para que las paredes que daban al lago arrojaran su sombra encima del estanque. En el extremo más alejado había un bloque de piedra situado al mismo nivel que el agua, y encima de ese bloque estaba echado Baastmaast. El cocodrilo debía ser tan viejo como afirmaban los sharrikt. Cuando los sharrikt llegaron al valle ya debía morar en aquel estanque. Los dattum, habitantes de esa tierra antes de la llegada de los wantso, constructores del templo y del castillo que había sobre la colina, así como de las casas de la ciudad, les habían dicho a los wantso que el cocodrilo ya vivía cuando ellos entraron en el mundo, v los wantso, a su vez, se lo habían dicho a los sharrikt. Los dattum habían adoptado al cocodrilo como su primer dios y construyeron el templo a su alrededor, y el cocodrilo había estado allí desde entonces. Los wantso lo habían alimentado y lo habían convertido en un dios, y después los sharrikt les expulsaron de aquellas tierras y se apoderaron del templo. Al cocodrilo le llamaron Baastmaast. Según decía Gilluk, el cocodrilo había seguido creciendo durante toda su existencia: Gilluk afirmaba que las serpientes y los cocodrilos no dejaban de crecer mientras estuvieran vivos y, dado que Baastmaast tenía ahora por lo menos quinientos años de edad, según la cronología de Gilluk, era casi dos veces tan grande como el mayor cocodrilo que Ras hubiera visto en toda su existencia, midiendo por lo menos doce metros de largo. —Viejo como la piedra, tan antiguo como el primer latido del primer corazón—murmuró Ras, y añadió—: Pero la piedra se desgasta, e incluso el corazón de un dios debe acabar deteniéndose. El templo estaba silencioso, tan silencioso que Ras creyó poder oír el latido de aquel frío corazón de reptil. Las aguas eran oscuras, tan oscuras que le resultó imposible ver por ningún sitio el cuerpo de Bigagi. Ras caminó alrededor del estanque buscando el cuerpo, pero no podía mantener la vista apartada del enorme e impresionante Baastmaast. Eeva se dedicó a vagar por el templo y, pasados unos instantes, lanzó una exclamación ahogada y le llamó. Estaba delante de un pozo situado junto a la pared del otro extremo. El pozo era profundo y oscuro, pero no tanto como para que no pudiesen ver a Bigagi encogido en el fondo. —Estaba casi segura de que la ceremonia había sido interrumpida demasiado pronto para que lo hubiesen podido entregar como alimento al cocodrilo—dijo ella—. Deben haberle metido en este pozo hasta que llegase el momento en que Bigagi interviniera en el ritual. Los extremos de las cuerdas atadas a la cintura y el cuello de Bigagi estaban anudados a un pequeño poste de madera situado a un par de metros del pozo. Ras cogió las cuerdas y sacó a Bigagi del pozo. El no se movió; ni tan siquiera parecía estar respirando, y el latir de su corazón era indetectable. Si no estaba muerto, se encontraba muy cerca de estarlo. —Ya no puedes hacer nada por él y, en su estado, tampoco puedes hacerle daño alguno—dijo Eeva—. Olvídate de él. ¡Piensa en nosotros! Le rodeó el brazo con las dos manos y alzó los ojos hacia su rostro. —¡Ras! ¡Quizá  no le tengas miedo a esa gente, pero yo sí les tengo miedo! ¡Pronto estarán aquí! ¡Vámonos, aprisa! ¿Por qué sigues esperando? Ras apartó su brazo de una sacudida y le dijo: —Tengo que matar a un dios. Fue hacia el extremo del estanque y miró hacia abajo. Los ojos del cocodrilo estaban abiertos. Los iris era lanzas negras que atravesaban un campo amarillo, u hojas brotando del frío cerebro escondido tras aquella armadura. Aquellos ojos habían visto cinco siglos enteros del estrecho mundo encerrado en aquel estanque. La carne humana lo había alimentado y, durante la temporada del celo, cuando había gritado de frenesí, le habían traído hembras de su especie. Los sharrikt decían que todos los cocodrilos de este mundo eran hijos suyos, y por eso Eeva, que había comido los huevos del cocodrilo, se había alimentado con la divinidad. Ras puso una flecha en el arco y apuntó. Baastmaast no se movió; uno de sus ojos, carente de párpados, le contemplaba sin la más mínima curiosidad. La flecha le mataría entrando por el ojo y atravesando el nudo del cerebro que había detrás. Y quinientos años morirían. La voz de Eeva sonó de forma tan repentina como el chasquido de la cuerda de un arco al ser liberada de su tensión. —¡Vá monos ! Ras dio un salto. Había estado con la flecha preparada en el arco y sin moverse durante un tiempo más largo del que pensaba. Un tiempo demasiado largo. Volvió a poner la flecha en el carcaj. ¿Por qué matar a Baastmaast? Destruir al dios de los sharrikt no les destruiría a ellos. Sí, sería algo terrible y les impresionaría mucho, pero lo único que harían sería convertir a otro cocodrilo en Baastmaast. Este animal era único; había vivido tanto tiempo que matarlo sería cometer una horrible maldad. En cierto aspecto, era igual que Ras. Los dos eran únicos; los dos habían logrado sobrevivir a muchas cosas. —Vámonos—aceptó Ras. Eeva echó a correr por delante de él a lo largo del angosto pasillo que había entre los estrados y que terminaba en el umbral. De repente, se detuvo con tanta brusquedad que Ras casi tropezó con ella. Había oído el leve pero inconfundible chop-chop del helicóptero. Ras la apartó suavemente a un lado, fue hacia la entrada y asomó la cabeza por el umbral. El bote más cercano, la canoa de guerra de Gilluk, se encontraba a medio cruzar el canal, con las demás embarcaciones varios metros tras ella formando algo parecido a un semicírculo. El helicóptero se encontraba a un kilómetro y medio de distancia, volando a unos ciento cincuenta metros por encima del lago. Los ocho remeros del bote de Gilluk habían dejado de manejar sus remos y estaban mirando hacia el helicóptero, igual que hacía el rey, sentado en un pequeño trono situado sobre una plataforma a popa. Las otras embarcaciones también estaban yendo más despacio, porque sus remeros habían dejado de esforzarse y miraban hacia el cielo. —Vieron el humo—dijo Eeva a sus espaldas. Se acercó a Ras y le cogió por los hombros. Ras pudo sentir cómo temblaba—. Me matarán. Gilluk gritó algo. Sus hombres salieron de la parálisis y empezaron a remar, haciendo que el bote diera la vuelta. Las demás embarcaciones les siguieron, y el grupo se dirigió rápidamente hacia la orilla del lago. Ras se preguntó dónde pensaban esconderse, dado que el castillo estaba ardiendo y en la ciudad ya había cuatro casas en llamas, y la magnitud del incendio prometía que pronto habría bastantes más. Eeva dejó caer las manos de sus hombros y se quedó inmóvil junto a él. —¿Qué‚ puedo hacer?—dijo—. Si salgo de este edificio no cabe duda de aue me ver n. —Puede que no vengan aquí—dijo Ras—. ¿Por qué iban a hacerlo? —Pueden haber visto cómo todos los sharrikt se dirigían hacia aquí, y quizá  se estén preguntando por qué hacían eso cuando el castillo y la ciudad están ardiendo. Parecía probable, pero que Ras se lo dijera no haría que Eeva se sintiera mejor. Ras guardó silencio mientras observaba el helicóptero, suspendido a unos seis metros por encima de la ciudad. Sus alas hacían volar el polvo de las calles y llevaban las llamas de los edificios incendiados hacia las otras casas. En el cuerpo transparente del helicóptero había dos hombres, sus perfiles siluetas negras recortadas contra el sol. Los sharrikt habían huido corriendo hacia la parte oeste de la ciudad, donde intentaban esconderse del helicóptero. El helicóptero subió hasta situarse sobre uno de los lados del castillo, le dio la vuelta por tres veces y tomó altura para examinarlo mejor. Después se dirigió en línea recta hacia la isla. Ras y Eeva retrocedieron hacia el interior del edificio hasta que el ruido les indicó que el aparato estaba pasando por encima del templo. Mientras el helicóptero estaba suspendido directamente encima del edificio, Ras y Eeva volvieron hacia el profundo hueco de la entrada. Baastmaast gritó lo bastante alto como para ser oído por encima del ruido que hacía el helicóptero. Cuando la parte inferior del helicóptero apareció en su campo visual, Eeva le dio un tirón a Ras, pero Ras ya había empezado a salir del umbral. Los dos se pegaron a las paredes del exterior mientras el viento y el rugido entraban por la abertura. Después el ruido fue disminuyendo a medida que el helicóptero iba subiendo, y los dos volvieron a esconderse dentro del umbral. De repente el rugido se hizo bastante más fuerte. El helicóptero estaba bajando para posarse justo delante del edificio. Eeva dijo algo ininteligible y corrió hacia el interior del templo. Ras la siguió. —¡No hay ninguna otra salida!—gritó ella—. ¡Estamos atrapados! Ras le apretó el hombro y la atrajo hacia él. —¡Antes tendrán que matarme, y no creo que quieran hacer eso! ¡No lo creo! La hizo atravesar la estancia y tiró de ella por el pasillo/rampa hasta que llegaron al nivel de asientos situado más arriba. Después de aquel estrado había tierra y la pared, que terminaba unos tres metros por encima de la cabeza de Ras. —Voy a subirte—dijo Ras—. No podrán verte ahí a menos que entren en el edificio o vuelvan a despegar ahora mismo. El rugido se convirtió en un petardeo apagado, un silbido y silencio. Ras la puso de cara a la pared, dobló las rodillas, la sujetó por las nalgas y se irguió bruscamente. Eeva salió disparada de sus manos y se agarró al final de la pared. Ras la cogió por los tobillos y la levantó un poco más arriba, tensando las piernas. Después de que Eeva hubiera logrado encaramarse a la pared, se dio la vuelta y alargó la mano para coger la lanza que le tendía Ras. —Baja por la parte exterior y manténte pegada a la pared—dijo Ras. —¡Me romperé las piernas!—exclamó ella, y al ver su expresión añadió—: ¡Está bien! ¡Lo haré! Ras giró en redondo, corrió a lo largo del pasillo y por la tira de tierra curvada que había entre la primera fila de asientos y el estanque. No se atrevía a mirar por el umbral, porque los hombres de fuera podían verle. No podía permitir que descubrieran que había alguien dentro del templo, porque entonces podían regresar al helicóptero, emprender el vuelo y hacerle salir. El hombre que entró en el edificio caminaba despacio pero hacía ruido. El extremo de su sombra atravesó el umbral, pero se detuvo y se quedó inmóvil durante por lo menos un minuto entero. Ras se preguntó si los dos hombres estarían al otro lado del umbral, aunque parecía lógico que uno de ellos se quedara algo rezagado para cubrir al otro. La sombra volvió a moverse. Ras, cuchillo en mano, se pegó a la pared. Él jamás habría entrado en un sitio donde resultaba tan fácil tender una emboscada pero, naturalmente, él no poseía las armas de aquellos hombres ni la arrogancia que engendraban, o quizá fuera que el hombre no creía que hubiera nadie escondido en el templo ya que había visto el edificio tanto por fuera como por dentro. El cañón del rifle asomó por la entrada y se movió hacia un lado y hacia otro igual que si fuera una serpiente husmeando el peligro. Ras alargó la mano y tiró de él, arrastrando al hombre que lo sostenía y haciéndole dar la vuelta. Las explosiones le ensordecieron y algo pasó junto a él con un agudo silbido; partículas de piedra se estrellaron contra su cuerpo. Un instante después el cuchillo entró en el vientre y en aquel pálido cuello, y Ras se encontró poseyendo un arma que no sabía cómo utilizar. Alguien gritó desde fuera del templo, en inglés: —¡Al! ¿Qué ha pasado? Ras cogió el rifle y la pistola que el muerto llevaba en la funda y echó a correr por el interior del templo, subiendo por la rampa y depositando las dos armas encima de la pared. Cuando el hombre oyó aquel ruido volvió a gritar. Ras dio un salto, se agarró al final de la pared y se izó sobre ella para quedar encaramado en lo alto del muro. Eeva estaba agazapada junto a la pared, al otro lado. Alzó los ojos y le hizo una seña para indicarle que se encontraba bien. —¡He matado a uno!—dijo Ras—. ¡Toma! Dejó caer la pistola, y Eeva se apresuró a dejar su lanza para cogerla. La lanza hizo un ruido tintineante al caer, y Ras esperó que no hubiera sido lo bastante fuerte como para ser oído al otro lado del edificio. Dejó que el rifle cayera horizontalmente, y Eeva logró cogerlo con ambas manos. En ese instante el helicóptero tosió, y los dos oyeron una especie de gemido agudo. —¡Dispárale antes de que pueda alejarse!—le dijo Ras. Eeva fue corriendo alrededor del edificio y, mientras corría, hizo algo en el rifle. Ras se dejó caer nuevamente al interior del edificio y corrió hacia el umbral, junto al que había dejado el arco y las flechas. Cogió el arco y una flecha y salió al exterior justo cuando el helicóptero se encontraba a unos tres metros por encima del suelo y empezaba a subir en ángulo para cruzar el canal. Las explosiones del arma de Eeva le hicieron dar un salto, aunque estaba esperándolas. La superficie transparente que cubría la parte delantera del helicóptero tenía ahora unos agujeros. El hombre que iba dentro de él —era blanco— se agitó espasmódicamente, pero el aparato siguió ascendiendo, y ahora iba en dirección al pantano. Eeva dejó de disparar. —¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!—gritó, y un instante después se echó a llorar. —¡Creo que le has dado!—dijo Ras. Eeva se colocó el rifle en el hueco del brazo y apoyó el rostro en el pecho de Ras. Sus hombros temblaban, y las lágrimas empezaron a bajar por el pecho de Ras. —¡Si pudiera haberle acertado antes de que se metiera dentro del helicóptero! —dijo—. ¡Sé manejarlos! ¡Sé manejarlos! ¡Podríamos haber salido de aquí! —Sigues viva y ahora tenemos sus armas—dijo él—. Y si no le hubieras herido quizás hubiese regresado para dejar caer una bomba de fuego. Tendrás que enseñarme cómo disparar. Pero eso ser  luego, ahora tenemos que marcharnos. Ese hombre les dirá a los otros que sigues viva, y empezarán a buscarte. Y puede que también me busquen a mí. Señaló hacia el otro lado del canal. —Los sharrikt están saliendo de las casas. Ocho casas estaban en llamas. La gente de la ciudad empezó a formar tres hileras entre las casas que ardían y el lago. Gilluk y sus parientes estaban conferenciando junto a la orilla. Miraban frecuentemente en dirección a la isla y señalaban hacia ella. —Este rifle tiene mira telescópica—dijo Eeva—. Puedo matar a Gilluk desde aquí. Ras sabía que las balas podían recorrer una distancia muy larga, pero aun así se quedó asombrado. Tuvo la sensación de que en un arma semejante había algo injusto, algo malo. Quizá  la palabra monstruoso fuera una descripción mejor. —No—dijo—. Pasará cierto tiempo antes de que Gilluk reúna el valor suficiente para perseguirnos. Eeva miró por el tubo que había en lo alto del rifle, hizo algunos ajustes y dijo: —Podría acabar por lo menos con cinco de ellos antes de que se metieran dentro de una casa. Ras le dijo que sentía deseos de hacer pedazos el rifle golpeándolo contra una pared. —¿Por qué está s tan disgustado? —preguntó ella—. ¡Acabaste con casi todos los guerreros wantso! —Pero lo hice por mí mismo. ¡No utilice una máquina! —¡Tu arco es una máquina! ¡Y tu lanza también lo es! ¡Y tu cuchillo! —Hay una diferencia—dijo él. Entró en el edificio, y Eeva le siguió. Examinó los bolsillos del muerto y encontró tres cargadores de balas de 7.5 milímetros, así las llamó Eeva, que cogió para usarlas con el rifle. En uno de sus bolsillos había también veinte cartuchos del 32 para el revólver, y Eeva cogió el cinturón con un cuchillo en la vaina y se lo puso. En el curso de su búsqueda encontró también un paquete de cigarrillos, un encendedor y un sobre. Ras lo examinó y vio que contenía una carta. Estaba escrita a mano, en inglés. Ruth Bevans, una mujer de Liverpool, Inglaterra, le había escrito una carta de amor a Al Lister, que ahora yacía muerto en el templo de Baastmaast y que pronto acabaría alimentando a un cocodrilo de quinientos años de edad. Ruth anhelaba el día en que su amante volvería junto a ella, aunque tenía la esperanza de que no se mostraría tan celoso e irritado como en su última visita al hogar. Podía confiar en ella; sólo le amaba a él, y nunca se le ocurriría ni mirar a otro hombre. La carta le afectó mucho porque, por primera vez, Ras sintió que podía existir un mundo fuera de los acantilados, perdido en algún lugar de la nada. Tenía que haber otro mundo. —La carta fue enviada desde Inglaterra hace un mes y entregada en Adis Abeba, Etiopía—dijo Eeva—. Debieron recogerla allí. Encendió el mechero, consiguiendo que Ras diera un salto al ver brotar la llama. Después prendió un cigarrillo y aspiró profundas bocanadas de humo con cara de éxtasis, que perdió rápidamente cuando empezó a toser. Acabó tirando el cigarrillo al suelo con una mueca. —¡Sabe horrible! Bueno, quizá  sea mejor, porque me los habría fumado todos y después habría tenido que pasar otra vez por el mismo síndrome de abstinencia. Arrojó el paquete de cigarrillos y dijo: —El piloto debe haber enviado un mensaje por radio, y estoy segura de que nuestro desconocido enemigo debe tener más de un helicóptero. No creo que quiera correr el riesgo de verse clavado encima de esa columna. Tendremos que marcharnos. Ras dejó caer el cadáver en el estanque. El cuerpo se hundió con un chapoteo y desapareció en la oscuridad. Ahora el gran cocodrilo estaba debajo del agua. Ras volvió a examinar a Bigagi y se convenció de que había muerto o se encontraba tan cerca de la muerte que no tardaría en estarlo. Le llevó hasta el borde del estanque y dijo: —¡Perdóname, Bigagi! Estaba absolutamente seguro de que habías matado a mi padre y a mi madre. Mataré al hombre responsable de todo esto; ¡le mataré incluso aunque no sea un hombre sino un dios! Alzó el fláccido cuerpo por encima de su cabeza y lo arrojó a las aguas. Bigagi se hundió inmediatamente pero no tardó en emerger de nuevo, flotando con el rostro hacia arriba, como si deseara echarle otra mirada a Ras. Después se hundió. Unos cuantos segundos más tarde Baastmaast apareció al otro extremo del estanque, agitó su cola para impulsarse unos cuantos metros hacia delante y se sumergió. Una vez fuera del templo, Ras cogió la canoa para llevarla hacia la orilla este de la isla. Eeva transportaba el rifle v el revólver. Los dos remos iban dentro de la canoa. Gilluk se dio cuenta de su marcha pero no hizo nada salvo quedarse inmóvil y mirarles. Fueron hacia el otro lado del edificio, recogieron las dos lanzas, y pronto estuvieron remando a través del lago hacia la orilla este. Una vez en ella, Ras llevó la canoa tierra adentro durante casi un kilómetro antes de esconderla en una cañada. Después, siguieron avanzando a través‚s de la espesa vegetación hasta llegar a una colina bastante alta. Eeva recogió madera mientras Ras iba de caza, volviendo una hora después con un pangolín. Eeva le preguntó si había visto al helicóptero y Ras dijo que no lo había visto, pero lo había oído. Debía haber estado examinando la isla y la orilla del lago, buscándoles. Eeva se acostó en el suelo y empezó a roncar mientras Ras destripaba y limpiaba al devorador de hormigas. Después usó el encendedor para prenderle fuego al montón de madera que Eeva había preparado. El encendedor le parecía maravilloso, pero dejó de utilizarlo después de haber hecho aparecer la llama unas cuantas veces. El fuego desprendía un poco de humo pero a Ras no le importaba. Asó la carne, y después apagó la hoguera y despertó a Eeva. Comieron. Después de comer, Eeva se encargó de la primera guardia y Ras durmió. Se hizo de noche. Las estrellas ya habían salido pero la luna no aparecería hasta pasadas unas horas. Comieron un poco más de carne, y uno durmió mientras el otro montaba guardia. Los animales de la noche se encargaban de hacer todo el ruido y alboroto que los animales del día habían dejado acallar con la llegada del crepúsculo. Volvieron a la canoa, y Ras la llevó hasta la orilla. Al otro lado del lago ya no se veía señal alguna de que hubiera fuego: o todas las casas se habían consumido, o habían logrado apagar los incendios. La mayor parte de la travesía por el lago hasta la boca del río la hicieron bajo la luz de las estrellas. El cielo ya empezaba a palidecer por el este, traicionando el lento y cauteloso trepar de la luna cerca del horizonte. Delante de ellos, los árboles situados en la parte norte del lago se agrupaban para formar una masa continua de tensa oscuridad. En su centro había un hueco que Ras presentía pero que aún no podía ver. Ese hueco carente de árboles era su primer objetivo, el ensanchamiento del río que fluía desde las raíces del pantano situado a unos cuantos kilómetros hacia el norte. Ras estaba sentado en la proa de la canoa. Remaba con golpes lentos pero poderosos. El viento del oeste ya casi había dejado de soplar. Sintió, o creyó sentir, que un pez rozaba su remo. Algo escamoso con las fauces abiertas y los ojos saltones había tocado su remo y se había escabullido rápidamente. Ahí abajo reinaban el frío y la oscuridad. Pero jamás había lágrimas. Era demasiado frío y húmedo para las lágrimas. Cuando vivías en medio de las lágrimas, respirando lágrimas y moviéndote entre ellas, no llorabas. Eeva, que había estado empezando a gemir y agitarse, dijo: —¡Para un minuto para que pueda descansar! ¡Ya no puedo levantar los brazos y tengo la espalda cristalizada; de un momento a otro se hará añicos! Ras podría haber seguido remando mientras ella descansaba, pero aprovechó aquella oportunidad para quedarse muy quieto y escuchar. El bote fue yendo cada vez más despacio, se detuvo, y después empezó a deslizarse hacia atrás, impulsado por la corriente, y su proa comenzó a dar vueltas como si estuviera buscando el olor del este. Ras escuchaba. De todos los sonidos, el más fuerte era la respiración de la mujer. Entre aquel sonido y la orilla del lago había una zona de silencio, y en la orilla se oía el apagado kul-kul-gurruk de un pájaro. Muy débil, en la lejanía, el rugir de un cocodrilo. Y, bajo ese rugido, casi tan indistinguible como una huella en el fango cuando el pie que se acaba de posar sobre ella vuelve a levantarse un ruido que era casi familiar. Pero desapareció antes de que pudiera ser identificado. Su recuerdo le dejó lleno de una inquietud que no tardó en desvanecerse. Ras se inclinó hacia un lado con mucha cautela para no hacer volcar la siempre inestable canoa y acercó su oreja al agua tanto como le fue posible. Lo único que podía oír era el suave lamer de las pequeñas ondulaciones del agua contra la madera del bote. Ahora el viento no le llevaba ningún sonido: lo único que transportaba era el olor de la madera mohosa, del barro que era en parte carne vuelta a convertir en barro, la pestilencia de la fruta podrida, un olor verde de alguna flor nocturna imposible de identificar, y un zarcillo maloliente que se le escapó en un instante, como salido de un huevo de cocodrilo que había contenido un feto muerto hasta que la cáscara fue reventada por los gases en expansión. Ras volvió a su posición anterior, sentado en la canoa. Eeva dijo que ya podía volver a remar... durante un rato. La canoa empezó a deslizarse nuevamente hacia delante, y pronto el escudo de la oscuridad se hendió para revelar una oscuridad más pálida encuadrada por dos masas negras. Ahora la canoa resistía más tercamente los impulsos de su remo. Estaban cerca de la boca del río. Cuando se encontraban a unos doce metros del hueco ocurrieron dos cosas a la vez. La luna impulsó su arco de un reluciente gris amarillo por encima del acantilado, y su luz rebotó en un objeto metálico que se alzaba por el aire. El objeto brillante era la punta de una lanza, y el arco que estaba describiendo terminaría en el agua, en la madera de la canoa o en la carne de Eeva. Ras gritó al mismo tiempo que lo hacían quienes habían tendido la emboscada. La punta de lanza arrancó astillas de la proa y el astil, impulsado hacia un lado por el golpe, se estrelló contra el costado de la embarcación: un instante después la lanza se había esfumado, tragada por el agua. Cinco canoas pequeñas y una gran canoa de guerra asomaron por entre las sombras de los árboles a los dos lados de la boca del río. Ahora la luz de la luna era lo bastante fuerte como para que Ras pudiera distinguir cuatro siluetas en cada canoa pequeña y nueve en la gran canoa de guerra. Veintiocho remos subían y bajaban como si los brazos que los sostenían estuvieran unidos por un hilo al que el rey iba dando tirones. Gilluk iba en una pequeña plataforma situada en la proa, y ya levantaba otra lanza por encima de su hombro. Probablemente ahora estaría reprochándose el no haber esperado a que Ras estuviera más cerca. Pero la brusca aparición de la luna le había hecho temer que Ras viera a los sharrikt. —¡Pon la canoa de costado hacia ellos! ¡De costado!—dijo Eeva. A su espalda hubo un chasquido metálico. Estaba preparándose para utilizar el arma contra los sharrikt. Gilluk lanzó un grito y arrojó su lanza al mismo tiempo que gritaba. E, inmediatamente después, el sonido que Ras había creído oír antes se hizo inconfundible. Después, el rifle hizo erupción junto a su oreja. No pudo oír nada más que la detonación y sintió el calor que brotaba de su cañón. Largas líneas blancas aparecieron en el aire, líneas que venían de su espalda, fantasmas de los pequeños heraldos de muerte que había en el vientre del arma. Eeva había dicho que eran trazadoras. La luna centelleó en la punta de la segunda lanza, que no se aproximó tanto como la primera. La lanza creó su propio blanco en el agua, formando su ojo y los círculos de plata que brotaban de su centro. El sonido que había oído antes se convirtió en una especie de jadeo, y después el sonido devoró las voces de los hombres y fue el único ruido que se pudo oír, dado que Eeva había dejado de disparar el rifle. En ese mismo instante apareció una luz. Era un gran ojo que proyectaba un haz luminoso tan brillante como la ira de Dios. Volaba a unos seis metros por encima de la superficie del río y había aparecido por detrás de un recodo. La claridad iluminó los árboles de ambas orillas; primero se movió hacia un lado y hacia otro, por encima de ramas y troncos, y después brilló sobre la superficie verde marrón del mismo río. El ojo se lanzó por el pasillo que formaban los árboles de las dos orillas, y un instante después estuvo fuera de la boca del río, sobre el lago, dominando a los botes de los sharrikt. El ojo se detuvo de repente, todavía a unos seis metros de altura, y su brillante dedo rozó la zona que tenía debajo. Tocó las canoas y mostró los cuerpos desparramados dentro de ellas, los fondos entre negros y marrones de las canoas que habían sido volcadas cuando los hombres cayeron al agua, muertos, o se pusieron en pie para saltar de las embarcaciones, así como los cadáveres que flotaban en el agua y el debatirse de los vivos. —¡Agáchate!—gritó Eeva—. ¡Voy a disparar! ¡Agáchate! Ras hizo lo que ella le decía. El rifle estalló una vez más en sus oídos, tan cerca que casi era más potente que el rugir de las alas del Pájaro. El fuego voló por encima de Ras; hebras blancas pintaron el rostro de la noche; las hebras fueron subiendo y subiendo y al trepar se desviaron hacia la derecha. Hacia el Pájaro, el helicóptero. De repente el ojo parpadeó y acabó sumiéndose en la negrura, para no volver a encenderse. Por debajo del ruido de las palas se oyó una especie de chasquido, y líneas de fuego asomaron del negro cuerpo del helicóptero; destellos blancos recorrieron velozmente la superficie del lago, levantando salpicaduras de plata bajo la luz de la luna y acercándose a Eeva y a Ras. Las líneas del lago y las líneas del aire se cruzaron e, inmediatamente después de que lo hicieran, como una idea maligna a la que se ha contenido demasiado tiempo, un globo de fuego floreció en el aire. El viento de la explosión ahogó todos los demás sonidos, incluso el grito de Ras. El resplandor le cegó durante un segundo y, cuando salió del agua, a la que había saltado sin ni tan siquiera pensarlo, ya podía ver de nuevo. El helicóptero estaba sumergido pero su sangre ardía brillantemente en un charco, a sólo unos metros de distancia. Los sharrikt que aún seguían con vida ya habían tenido suficiente. La mayor parte de ellos habían saltado al agua. La canoa de Gilluk era la única que aún contenía hombres; de esos hombres, todos estaban muertos o heridos salvo Gilluk, que seguía sobre su pequeña plataforma y miraba por encima del fuego, hacia Ras. De repente Gilluk dejó de ser piedra, bajó dando un salto de la plataforma, y cogió un remo. Hundió el remo en el agua, pero él solo no podía hacer que la canoa girase con rapidez. Eeva estaba ahora junto a Ras. Cuando habló en su lengua nativa estaba jadeando, y después, cuando le habló en inglés, confirmó lo que Ras había creído oír: juramentos. —¡He perdido el rifle! ¡Oh, maldición, maldición, maldición! Su canoa había volcado y tenía el fondo hacia arriba. La canoa de guerra de Gilluk, entorpecida por el peso de los muertos, se acercaba tan despacio como un elefante caminando sobre un barro que no le resulta familiar. Gilluk se esforzaba frenéticamente, hundiendo el remo primero a un lado de la canoa y luego al otro para hacer que avanzara en línea recta. Se dio cuenta de que se estaba acercando demasiado al fuego y se inclinó, clavando el remo en el agua aún más deprisa para alejarse de las llamas. Ras vio un remo que pasaba a la deriva ante él, lo empujó hacia Eeva, le dijo que se agarrara a él y nadó hacia otro remo, que mandó también hacia donde estaba Eeva antes de enderezar la canoa. Al ver lo que hacía, Gilluk gritó algo y después no dijo nada más. Ras se izó a la canoa, cogió los remos que le tendía Eeva, y después la ayudó a subir, cuidando de que la embarcación no volviera a volcarse. El fuego ya se había extendido tanto como si fuera una llaga y el lago estaba sangrando. Seguía sin hacer viento, por lo que el humo se mantenía suspendido encima de las llamas, subiendo un poco y difundiéndose lentamente. Gilluk había quedado oculto por el humo. Ras se quedó quieto durante un minuto para recuperar el aliento y poner un poco de orden a sus pensamientos. Podía ir hacia la derecha y escapar a la orilla del lago y, desde allí, a la boca del río. Podía ir a la izquierda y enfrentarse a Gilluk, Quizás incluso sorprenderle cuando saliera del humo, con lo que conseguiría acabar con él antes de que Gilluk pudiera usar su lanza. Y también podía rodear el fuego yendo hacia la derecha e intentar sorprender a Gilluk por detrás. Se dio la vuelta y le explicó a Eeva lo que podían hacer. —Es posible que pronto aparezca otro helicóptero para averiguar lo que le ha sucedido al primero—dijo ella—. Creo que haríamos mejor saliendo del lago y buscando algún sitio donde escondernos tan pronto como nos sea posible. ¿Por qué preocuparse por Gilluk? Las llamas estaban viniendo hacia ellos, impulsadas por la corriente del río. Su calor estaba secando el agua que cubría sus cuerpos y les hacía apartar las caras del incendio. Un heraldo de la masa principal de humo les hizo toser. Ras intentó que sus ojos atravesaran las llamas y el humo para ver a Gilluk, pero no tuvo más remedio que apartar nuevamente el rostro del incendio. —Lo que más deseo es matar al hombre, al dios o lo que sea que mató a mi madre y que me hizo matar a los wantso—dijo—. Pero Gilluk mató a Janhoy y ha intentando matarme, y si ahora le dejo con vida me perseguir  y siempre ser  un peligro que tendré a la espalda. Ahora lo tengo cerca. Sería un idiota si le dejara marchar. Le sorprenderemos atacándole directamente. Saldremos por entre el humo y el fuego y caeremos sobre él antes de que sepa lo que está  pasando. Eeva lanzó un gemido y dijo: —¡Eres terco, tan terco como una mula! Ras se quedó algo asombrado ante aquella comparación, ya que no conocía a ese animal y no podía imaginar en qué‚ se podía parecer a él. Pero no era momento de hacer preguntas. Hundió el remo en el agua y llevó la canoa a lo largo del frente de llamas, que cada vez era más grande. Apenas habían pasado unos segundos cuando se vio obligado a desviarse de él para evitar que le quemaran, pero intentó mantenerse tan cerca como le era posible de aquella maleza formada de humo y fuego para que siguiera ocultándole. Gilluk no debería tardar en hacerse visible. Lo último que esperaría era que su enemigo fuese hacia él. ¿O quizá lo estaba esperando? A esas alturas ya había tratado lo suficiente a Ras como para saber que intentaría lo más imprevisible. ¿Estaría Gilluk esperándole al otro lado de esa esquina formada por el fuego? ¿O habría dado la vuelta en la otra dirección para sorprenderle por la espalda? Ras estaba demasiado ocupado manejando el remo para encogerse de hombros, pero su mente se encargó de hacer ese gesto. El futuro era el presente materializado a partir de muchas cosas posibles. El futuro estaba escondido entre un humo igual a este humo que iba extendiéndose por encima del lago, oscureciendo la luna haciéndole sentir deseos de toser. Muy pronto estaría dentro del humo y lo vería. Lo vería...   El corazón del cocodrilo   La negrura se apartó para revelar la luz y el dolor. Le dolía la cabeza. Sentía un dolor en la espalda, allí donde algo afilado se clavaba en ella. Tenía la boca seca y algo le obstruía la garganta. Tosió, sentándose o intentando hacerlo, y el dolor de su cabeza se hizo todavía más fuerte. La sustancia que le obstruía la garganta se desprendió, haciéndole sentir náuseas. Ras se apoyó en el codo izquierdo y la escupió. Se encontraba sobre el fango, debajo de un arbusto. Por encima del arbusto y rodeándole en todas direcciones había grandes árboles unidos por lianas. —Vuelve a tenderte—dijo Eeva. Ras le obedeció, lanzando un gemido, y después dijo: —¿Y bien? Tenía las piernas medio hundidas en la humedad del barro, y tanto su espalda como sus brazos reposaban sobre la hierba, una hierba áspera y de bordes cortantes. Cuando se llevó la mano a la sien derecha tocó la sangre seca que había en sus cabellos y sintió un corte en la piel, no demasiado profundo. El contacto de sus dedos hizo nacer un relámpago de dolor. Volvió a gemir. —¿Y bien?—dijo. —Una lanza te acertó en la cabeza—dijo ella—. Salió volando por entre el humo..., no sé cómo pudo verte Gilluk. Quizá  no te viera, puede que se limitara a lanzarla y tuviera suerte, aunque no me parece probable que estuviera dispuesto a desperdiciar una lanza. —Debió verme—dijo Ras—. Yo no le vi. Y tampoco vi ninguna lanza. —Si te hubiera acertado de lleno habría atravesado el hueso hasta tu cerebro—dijo Eeva—. Pero venía en ángulo y rebotó en tu cabeza. Casi me acierta a mí, me pasó unos dos o tres centímetros por encima del hombro. Cayó al agua. No pude cogerla. —¿Dónde estamos ahora?—dijo Ras. Después de haber quedado inconsciente y sangrando en abundancia—tenía el cuerpo cubierto de sangre, y había sangre por toda la proa de la embarcación—, Eeva hizo girar la canoa y se dirigió hacia el sur. El fuego se estaba extendiendo; no sabía en qué‚ momento podía aparecer Gilluk y habría estado casi indefensa ante él, por lo que huyó tan rápidamente como pudo, mirando frecuentemente hacia atrás. Pero Gilluk no apareció. Eeva remó tan deprisa como pudo, bañada por la brillante claridad lunar, y dejó atrás la isla situada ante la ciudad de los Sharrikt, llegando a un punto situado unos cuatro kilómetros hacia el sur. Ahora estaban fuera del lago, en la orilla izquierda del río, lo bastante tierra adentro como para quedar escondidos a los ojos de cualquiera que estuviera en el río o en el aire. Ras volvió a tenderse y lanzó un gemido. Estaba muy débil. Pero pese al dolor de su cabeza sentía un poco de hambre. Eeva agitó la mano ante su cabeza para asustar a una mosca. —¿Dónde está  la canoa?—preguntó Ras. —Debajo de un árbol, aquí mismo. Me costó bastante arrastrarte hasta aquí y traerla. Y, además, tenía que borrar las huellas. Fue un trabajo bastante duro, y yo estaba muy asustada. Oí el rugido de un leopardo en algún sitio, cerca de aquí. Ras sabía que Eeva le estaba contando todo aquello porque deseaba oírle decir lo bien que se había portado. Ras se lo dijo, y Eeva sonrió y le cogió la mano. 9 —Estoy terriblemente desanimada—dijo—. ­Y me siento tan cansada! Además, estaba muy preocupada por ti. Si hubieras muerto... No hacía falta que terminara la frase. Y, además, se había echado a llorar. Ras esperó hasta que ella hubo terminado de llorar y le apretó la mano. —Tan pronto como pueda meterme dentro algo de comida estar‚ lo bastante fuerte para remar—dijo—, y después podremos volver hacia el norte. Entonces oyeron un sonido chasqueante, débil al principio, después tan fuerte que parecía estar directamente encima de ellos. Se tendieron de espaldas bajo un arbusto y miraron hacia arriba, atisbando el azul del cielo por entre el verdor de las hojas. No llegaron a ver al helicóptero en ningún momento, pero sabían que debía estar cerca. Después de que pasara un minuto el rugido fue disminuyendo y acabó desvaneciéndose hacia el sur. —Tendremos que esperar hasta la noche antes de intentar llegar al pantano—dijo Ras—. Pero aquí podemos cazar algo; la jungla es tan densa que nos ocultar. Eeva no pareció animarse mucho al oírle. Estaba pálida y delgada, y todo su cuerpo se estremecía debido a los nervios y el frío de la noche, que aún no había cedido ante el sol. La expresión de Eeva le indicó a Ras que no deseaba que la dejara sola, pero ella no dijo nada al respecto. Sabía que necesitaban conseguir comida, y que Ras tenía más posibilidades de obtener algún tipo de alimento que ella. Incluso en su estado actual, Ras podía desenvolverse mucho mejor que ella en este mundo..., su mundo. Ras le dijo que buscara insectos, roedores y pequeñas serpientes o cualquier cosa que resultara comestible debajo de las rocas y los troncos caídos. Eeva necesitaba tener alguna ocupación mientras Ras estaba fuera y, aparte de eso, Ras le advirtió de que no debía considerar esa tarea como una simple forma de matar el tiempo. Era muy posible que a su regreso fuera ella quien hubiese encontrado la mayor cantidad de comida. Eeva se estremeció y dijo que, siendo antropóloga, había comido algunas cosas repugnantes, pero que no le habían gustado. Sin embargo, ahora tenía tanta hambre que casi estaba dispuesta a disfrutar comiendo escarabajos y gusanos, sin cocinar y vivos..., casi. Se quedó debajo de un árbol y le vio alejarse. Ras miró una sola vez hacia atrás, y en esa única ojeada captó todo su ser: el cabello revuelto, amarillo y sucio, el rostro manchado con los ojos que parecían más grandes debido a los arcos que la fatiga había pintado debajo de ellos, el torso casi desnudo y despellejado, los pantalones medio rotos a través de los que asomaba un poco de piel blanca, un poco de piel quemada por el sol y otro poco de piel cubierta de tierra, así como el aura de soledad y dependencia de él que la rodeaba. Después asustó a las moscas que intentaban posarse en la herida de su cabeza y se internó en el laberinto verde. Pero no durante mucho tiempo. Cuando apenas llevaba unos minutos comprendió dentro de él que en este lugar no conseguiría capturar ninguna presa a no ser por casualidad. Ahora no tenía ni las fuerzas ni la paciencia necesarias para andar buscando durante largo tiempo y, una vez que hubiera encontrado algo, para esperar, acercarse cautelosamente y lanzarse él mismo o su cuchillo en el último segundo. Intentó conseguir que algunos monos curiosos se aproximaran lo bastante como para arrojarles el cuchillo, pero los monos se negaron a dejarse atraer, pese a que Ras hizo toda clase de extravagancias y piruetas para conseguir que se acercaran. Volvió hacia el río a través‚s de la jungla, y en una ocasión se detuvo unos instantes para identificar un ruido extraño. Se dio cuenta de que era Eeva, moviéndose por entre la espesura, cerca del punto donde la había dejado. Siguió avanzando, y acabó acuclillándose detrás de un arbusto y contemplando el barro de la orilla del río, que bajaba en una suave pendiente hacia las aguas. De no ser porque la temporada ya había terminado, habría ido a buscar algunos huevos de cocodrilo enterrados en el fango. El único ser vivo que podía ver era un martín pescador posado en la rama de un árbol de la orilla opuesta, cerca del agua. —¡Oh, mamago, mamago, mamago! —dijo Ras, en voz baja y suave. Era la palabra wantso para designar al cocodrilo, y Ras tenía la esperanza de que el martín pescador abandonara su rama para dirigirse hacia las carnosas orejas de uno de esos animales, llevándole hasta quien había emitido la llamada. Pero cuando hubo pasado media hora y no apareció saurio alguno empezó a utilizar la palabra sharrikt. Éste era territorio sharrikt, y era de suponer que los cocodrilos responderían mejor a un lenguaje familiar—. ¡Tishshush! ¡Tishshush! ¡Tishshush!—dijo entonces. Pasado un rato, abandonó su escondite y se acercó al agua. Metió la mano en ella, cogió un poco y la derramó sobre la herida de su cabeza. Cuando hubo conseguido que la sangre volviera a fluir, inclinó su cabeza hacia el agua y dejó caer unas gotas de sangre en ella. La sangre se disolvió rápidamente, pero Ras sabía que estaba siendo llevada corriente abajo, y que incluso diluida de esa forma sería lo bastante fuerte como para no pasar desapercibida a la nariz de ningún cocodrilo en un radio de un kilómetro o quizá  todavía más. Después de unos cuantos minutos alzó su cabeza y dejó que el sol le secara el cabello y la herida. Las moscas zumbaban alrededor de su cabeza igual que si estuviera muerto o agonizando y, cuando descubrieron que Ras no intentaba asustarlas, se posaron en la herida como si Ras fuera un cadáver. Se tendió de bruces con la cabeza ladeada para poder ver corriente abajo, y su mano derecha mantuvo apretado el cuchillo junto a su muslo derecho. Los aguijonazos de las moscas en la carne herida estaban empezando a parecerle insoportables, y ya pensaba en rendirse cuando vio que el agua del recodo se hinchaba empujada por una masa marrón, hendiéndose y deslizándose en dos direcciones distintas. Primero vio los dos agujeros del hocico, como dos órbitas vacías, y luego vinieron los nudos de hueso, como dos agujeros a los que les faltaban los ojos, con un gran espacio entre ellos, y un instante después Ras no pudo ver más que la roma silueta de aquel hocico, casi cuadrado, que hendía el agua viniendo directamente hacia él. Ras lo observó por entre sus párpados a medio cerrar y, conociendo bien a los cocodrilos, no se sorprendió cuando el cocodrilo se esfumó repentinamente, igual que si se hubiera disuelto en el agua. Si la inteligencia era un firmamento y el cráneo de un hombre albergaba muchas estrellas, el cráneo de un cocodrilo era una bóveda oscura y opaca que contenía tan sólo unas pocas y minúsculas estrellas que ardían con una fría llama. Pero había las suficientes como para arrojar cierta luz, y el cocodrilo no era lo bastante estúpido como para lanzarse en línea recta sobre lo que parecía un cadáver tendido en la orilla. Se acercaría cautelosamente, por debajo del agua, emergiendo de repente en un lugar tan próximo al humano que éste sería cogido por sorpresa incluso si estaba haciéndose el muerto, y muy pronto dejaría de estar fingiendo. O eso le pareció a Ras. Cambió de posición lo suficiente como para poder ver al cocodrilo cuando emergiera del agua, sabiendo que si no podía verlo en las aguas amarronadas en aquellos momentos el cocodrilo tampoco podría verlo a él. Por eso no se sobresaltó cuando el agua empezó a hervir a un par de metros, convirtiéndose en un surtidor y saliendo disparada en dos columnas que se deslizaron por la cabeza y la espalda del cocodrilo. No se movió hasta que el largo hocico y los numerosos dientes se encontraron a menos de un metro de él. Los dientes avanzaban con rapidez; el viejo Mamago parecía tan lento como la manteca en una fría mañana de invierno, pero no era tan lento cuando su cuerpo estaba caliente, y en aquel momento el sol brillaba con fuerza. El cocodrilo salió del agua como si el río rechazara repentinamente una parte enferma de su ser, como si estuviera vomitando algo aborrecible y repugnante. Por entre la rendija de sus párpados Ras vio el marrón oscuro de su joroba asomar por entre el marrón más claro de las aguas. Después vino el grito del cocodrilo y, casi al mismo tiempo, una sombra cayó sobre él. Siguiendo la cola de esa sombra venía la masa principal del reptil. El agua desplazada por el animal cayó con un frío chapoteo sobre su brazo y su cabeza. Las fauces, que habían estado a unos pocos centímetros por encima de él, fueron bajando a medida que el animal las hundía en el fango con la intención de colocarlas de tal forma que pudiera pillar el brazo o el hombro de Ras entre sus mandíbulas. Y entonces Ras se movió. Rodó sobre sí mismo, muy poco; las mandíbulas se cerraron con un tintineo casi metálico. El ojo izquierdo estaba al mismo nivel que la cabeza de Ras, su ojo carente de párpados, hendido por una pupila tan fría como la carne del vientre de un pez, pasó junto a él. Volvió a rodar sobre sí mismo, ahora hacia el cocodrilo, porque no tenía intención alguna de permitir que la cola le rompiera los huesos. La pata de cinco dedos siseó al pasar junto a su nariz y se hundió en el barro, levantando un surtidor que llegó hasta el mentón de Ras. El cocodrilo volvió a gritar mientras empezaba a dar la vuelta, apartándose de él, y un instante después se lanzó a la carga. Sus movimientos de serpiente quizás hubieran sido diseñados para actuar como un freno pero, fuera cual fuese la razón para esas contorsiones, el cocodrilo avanzó rápidamente por el barro, cavando un surco con su cuerpo y otros cuatro surcos, más pequeños, con las dos patas de cada lado. Mientras las patas delanteras seguían avanzando, Ras continuó con su giro y adelantó su brazo derecho, el que sostenía el cuchillo, pasándolo por encima de la espalda del animal. Clavó el cuchillo, y un instante después se vio arrastrado hacia delante. Su otro brazo subió rápidamente y se colocó allí donde se unían la pata y el cuerpo. Aquella presa le permitió izarse hasta el punto en que podía pasar su pierna derecha por encima del cocodrilo. A esas alturas, el cocodrilo ya había conseguido detener su avance. Era posible que el animal no supiera dónde había ido a parar aquella carne-muerta-que-había-vuelto-a-la-vida, pero Ras no lo creía así. Aunque el cuero de la parte superior de un cocodrilo parece tan muerto e insensible como una armadura, tiene que ser capaz de percibir la presión. Pero era posible que la bestia no hubiera sentido que Ras estaba encima suyo porque, sencillamente, su cerebro no era capaz de concebir tal idea. Fuera cual fuese la razón de su inmovilidad, el cocodrilo se quedó quieto durante lo que quizá  fueran unos treinta segundos. Ras esperó igual que una mosca que acaba de posarse sobre una herida reciente pero que aguarda recibir el golpe de la mano. En esos momentos esperaba cualquier cosa, incluido un esfuerzo del cocodrilo por rodar sobre su espalda y aplastarle. Y lo que ocurriera entonces era asunto del azar o de la conducta establecida anteriormente por el animal, aunque quizá  esa conducta no tuviera nada que ver en ello, pues para el cocodrilo aquella situación resultaba bastante nueva. Y para Ras también lo era, pues sabía que deseaba lograr que la bestia se tendiera sobre su espalda para clavarle el cuchillo en la relativa blandura del vientre, pero por el momento no tenía ni idea de cómo iba a conseguirlo. Ras podía oír su propia respiración, un débil jadeo, y el potente gruñir del cocodrilo, así como el yayaya del martín pescador, convertido ahora en un manchón azul oscuro recortado contra el azul claro del cielo, subiendo en una aguda tangente como una piedra disparada desde la honda del terror. Después oyó el chasquido de las alas, el ruido que podría haber oído hacía mucho tiempo de no ser por el estrépito que armaban el cocodrilo y el martín pescador. El helicóptero apareció por el recodo del río con un rugido y un destello de sol. El cocodrilo gritó, alzándose sobre sus patas, y, no teniendo que tomar ya ninguna decisión, se dio la vuelta y corrió hacia el agua. Ras se aferró a él por razones que sólo después sería capaz de analizar. Podría haberse dejado caer, levantándose de un salto y corriendo hacia la espesura, pero entonces era casi seguro que los hombres del helicóptero le hubieran visto. Si permanecía sobre el lomo del animal quizá  no le vieran. O, si le veían, quizá  no dieran crédito a sus ojos. Los hombres de la máquina pensarían que se habían equivocado, que el sol les había gastado una broma. ¿Qué podía estar haciendo un hombre montado en el lomo de un cocodrilo? Y el hambre y la terquedad de Ras eran aún más fuertes que todos aquellos factores. Si dejaba que el cocodrilo se le escapara no volvería, y tanto él como Eeva necesitaban comer. El cocodrilo entró en el agua con una sacudida y un chapoteo que casi lograron hacerle caer, tanta era su fuerza. Se metió bajo la superficie del río y empezó a sumergirse sin perder ni un momento, pero, justo antes de que las aguas cayeran sobre su cabeza, Ras vio cómo la máquina se lanzaba hacia él. Y un instante después se encontró sujetándose al reptil como si ‚éste fuera el mejor de todos los camaradas, con un brazo alrededor de su cuello. Esta situación duró quizá  unos diez segundos, después de los cuales Ras se deslizó por su cuerpo hasta el vientre y empezó a hundir su cuchillo en él. No era fácil, porque el agua suavizaba los golpes; tenía que vencer la resistencia del líquido y de aquel cuero parecido a una coraza. Pero el cuchillo logró entrar, una y otra vez, y la bestia empezó a girar sobre sí misma en un esfuerzo por librarse de él. Y acabó consiguiéndolo: pese a sus frenéticos intentos, Ras no logró seguir sujetándose a él, y se encontró a la deriva en un agua ennegrecida por la ausencia del sol y la sangre que brotaba de un reptil agonizante. No creía las historias contadas por los wantso acerca de que el cocodrilo era capaz de oler a su presa por debajo del agua, pero sí debía ser capaz de oír debajo de ella, y por esa razón Ras empezó a nadar lentamente, no alejándose de la bestia, aunque no tenía forma alguna de saber en qué‚ dirección iba, sino hacia donde esperaba que se encontraría ésta. El temor estaba bastante cerca de él pero no había logrado tocarle, y el pánico se encontraba todavía más lejano. Estaba irritado porque había perdido su alimento, y no tenía intención de permitir que se le escapara. Sin embargo, tenía la sensación de que la bestia se le estaba aproximando por detrás o pensaba emerger de la negrura que tenía debajo o, quizá , incluso de la oscuridad que había sobre él. Tuvo que contenerse para no empezar a dar vueltas sobre sí mismo, con un brazo extendido igual que una antena para detectar al cocodrilo o, por lo menos, para percibir el movimiento del agua desplazada por su cuerpo. Seis brazadas, y las yemas de los dedos de su mano izquierda tocaron la rugosa piel de su flanco. Interrumpió la brazada para hacer que su mano volviera a sentir ese contacto, pero nada se opuso al avance de sus dedos. El animal se había ido a la derecha o a la izquierda, arriba o abajo. Un barrido a su alrededor y un desplazamiento hacia arriba o hacia abajo (no sabía muy bien cuál de las dos cosas) no consiguieron hacerle tocar más que agua. Estaba empezando a necesitar aire. Unas cuantas brazadas más, y sintió dolor en los oídos; se dio la vuelta y avanzó en lo que esperaba resultara la dirección opuesta. Bastaría con una ligera inclinación y no estará situado directamente en ángulo recto con el fondo del río para que no tardara en ahogarse. Tenía la impresión de que necesitaba respirar y, por lo tanto, morir, cuando vio cómo la negrura se iba volviendo de color marrón. Unas brazadas y unas pocas patadas más le hicieron pasar del marrón al amarillo y después a la blancura del sol, el brillante azul del cielo y el áspero verdor de los árboles sobre el fango marrón amarillento, con una nube entre rojiza y marrón apareciendo lentamente en la superficie desde aquel mundo negro de las profundidades. El helicóptero había desaparecido detrás del recodo, y el ruido de sus alas se estaba haciendo más débil. El martín pescador se encontraba posado en una rama unos treinta metros río arriba, chillando indignado. El río olía a pescado, a reptil y a barro arcilloso, y bajo esos olores había el débil olor de la madera muerta y las hojas empapadas por el agua. Y había otro olor, apenas perceptible, el fantasma de una vaharada pestilente: olor a sangre de reptil y a excrementos de pájaro flotando sobre el agua. Aunque nadie le había hablado de ello, Ras siempre había pensado que los pájaros y los reptiles tenían algún tipo de relación muy estrecha. El monstruoso cocodrilo con su pesada armadura y el  ágil martín pescador de hermosas plumas eran primos, y podían reclamar como abuelo común a alguna criatura de cuerpo rechoncho y sangre fría que había vivido en los días inmediatamente posteriores a la Creación. Ahora Ras estaba más seguro que nunca de aquella relación. Los excrementos de pájaro no podían pertenecer sólo al pájaro; pertenecían al cocodrilo por lo menos tanto como su sangre. Pero también eran del pájaro. Ras fue dejándose flotar corriente abajo y, mientras recuperaba el aliento para una segunda zambullida, vio cómo la sangre que había a un par de metros río abajo empezaba a hervir y se volvía aún más oscura. Un instante después, el corazón de la negrura se puso blanco y el vientre del cocodrilo, pálido como el globo ocular de un hombre, hendió las aguas y la sangre igual que si algo estuviera empujándole desde abajo. Las cuatro patas sobresalieron un poco del río, como si el cocodrilo estuviera indicando que se rendía: haz conmigo lo que quieras. Ras tuvo que esforzarse bastante para llevar la bestia hasta la orilla, y arrastrar sus más de cien kilos primero por encima del barro y luego por entre los arbustos requirió un esfuerzo todavía mayor. Ras se encontraba debilitado por el golpe recibido en la cabeza la noche anterior, así como por la falta de alimentos, la tensión y los nervios del combate contra el cocodrilo. Mientras tiraba, empujaba y jadeaba oyó varios rugidos que venían de más abajo. A medida que los reptiles iban siguiendo los vientos líquidos de la sangre, los ruidos se hicieron más fuertes. Cada instante requería tomar una decisión. Decidir hacia dónde iba y qué‚ coger era algo que necesitaba tiempo. Sin la necesidad de tomar un curso de acción con preferencia a los otros, Ras no habría conocido el tiempo y se encontraría suspendido en la eternidad. Ahora tenía que escoger entre llevarse el cocodrilo a través de la jungla hasta un terreno más alto donde podría destriparlo y asar su carne en una relativa y cómoda seguridad, lo que requeriría mucho esfuerzo, o prepararlo aquí mismo, donde el leopardo, el cocodrilo o los carroñeros podían caer sobre él desde cualquier dirección y donde, si encendía una hoguera, el humo podía atraer a los sharrikt, que se encontraban a tan sólo unos kilómetros de distancia, o quizá también al helicóptero. Ras deseaba comer en abundancia y ahumar la suficiente cantidad de carne como para que les mantuviera satisfechos durante unos cuantos días. Los grandes animales como los cocodrilos, los búfalos, los elefantes, los hipopótamos y los leopardos resultaban más difíciles de matar que de encontrar. Y encontrarlos tampoco era demasiado fácil. Los gruñidos y rugidos se estaban acercando, y Ras no tardó en ver aparecer el hocico marrón grisáceo de un cocodrilo, seguido por el cuerpo largo y ahusado suspendido entre las cuatro cortas patas emergiendo lentamente de la espesura. Ras no esperaba que ninguno de los grandes reptiles le atacara, pero era posible que alguno de ellos perdiera su miedo cuando el olor de la sangre derramada durante la preparación de su presa le resultara excesivo. Se encogió de hombros y empezó a colocarse el cuerpo a la espalda como preparativo para alejarse con él. Una vez lo tuvo a la espalda, el cuerpo colgó fláccidamente tanto por detrás como por delante de él, con el hocico hundiéndose en el barro por delante y la cola rozando el fango a su espalda. Ras tuvo que levantarlo un poco para que el hocico no frenara su avance, y eso requirió un esfuerzo que se sabía incapaz de seguir haciendo durante mucho tiempo. Además, las ramas de los árboles, las lianas y la espesura parecían desear aquellos despojos todavía más que él. Después de haber recorrido unos cuantos metros teniendo que detenerse de vez en cuando para soltar el cadáver de los obstáculos, y habiendo estado a punto de caer dos veces con todo aquel peso sobre él, Ras acabó bajándolo al suelo y siguió avanzando arrastrándolo por la cola. Eeva estaba sentada en un tronco a medio pudrir, llorando. A sus pies había una blanca masa de gusanos y orugas que seguían removiéndose, así como escarabajos a medio aplastar que aún agitaban las patas, una rana arborícola de un color verde claro con brillantes manchas rojas cuyos ojos saltones hacían pensar que había sido asfixiada, y un lagarto de color amarronado con las patas hacia arriba y el vientre blancuzco. El lagarto parecía una versión en miniatura y con el hocico más corto de la bestia que Ras hizo entrar a tirones en el pequeño claro. —Estoy llorando porque siento pena de mí misma—dijo ella—.Encontrarme en un estado tan lamentable que incluso estas cosas repugnantes me puedan parecer apetitosas. Comer esto... ¡Esto! Los hombros de Eeva temblaban a causa de sus sollozos. —Tendrías que estar llorando de alegría porque has tenido la suerte de conseguir tantas presas —le dijo Ras—. Yo estoy muy contento. Si hubiera vuelto sin esto habríamos tenido que comer lo que has encontrado, y nos habríamos alegrado de tenerlo. Dejó que la cola del cocodrilo cayera con un ruido ahogado sobre la húmeda tierra. Eeva dejó de llorar y le preguntó qué‚ había ocurrido. Aunque podía ver las heridas ensangrentadas que había en el vientre del animal, parecía creer que Ras lo había encontrado muerto en la orilla del río, y que el cocodrilo quizás estuviese en las últimas etapas de la descomposición. Dijo que había oído el helicóptero, naturalmente, y le había aterrorizado pensar que quizá  hubiesen visto a Ras. Pero cuando el helicóptero había seguido su curso supo que Ras se encontraba a salvo. —¡A salvo! —dijo Ras—. ¡Monté en ese cocodrilo, nos metimos en el río y me fui hasta el fondo con él, y después logró hacerme caer de su espalda, y sólo Igziyabher sabe lo que habría ocurrido después de eso si no hubiera tenido suerte! ¡Mato a un cocodrilo con un cuchillo en las aguas más oscuras y profundas, y tú dices que estaba a salvo! ¡Traigo toda esta soberbia cantidad de carne, y te parece que la he conseguido sin hacer nada! —Lo siento, de veras—dijo ella, pero no daba la impresión de lamentarlo mucho—. Sé que debe haber sido toda una hazaña, y en cualquier otro momento me encantará oír todos los detalles, pero estoy tan cansada y hambrienta que no me interesa nada aparte la comida. —Pues entonces deberías estar loca de alegría—dijo él—. Aquí hay carne suficiente como para alimentar durante semanas a toda una bandada de buitres. Había cambiado de opinión en cuanto a llevar al animal hasta el pie de las colinas y limpiarlo una vez estuvieran allí. Cortaría toda la carne que pudieran transportar entre los dos, la envolvería en hojas, y después irían hacia las colinas. Eeva se encargó de recoger las hojas mientras Ras iba cortando y aserrando con su cuchillo. De vez en cuando cortaba un buen pedazo de la oscura carne y se lo comía, crudo y sangrando. Cuando hubo terminado ya se encontraba mejor y más fuerte que cuando empezó. Para su sorpresa, Eeva no rechazó la carne cruda que le ofreció. Tuvo algún problema para masticarla e hizo varias muecas de asco, pero cuando hubo terminado con el primer pedazo le pidió más. Ras envolvió la rana arborícola y el lagarto en unas hojas. Hacia el mediodía se encontraban al pie de las colinas, y media hora después se hallaban en una cornisa de roca que corría por el centro de un risco. Los restos de pieles y excrementos, así como los huesos medio rotos y masticados de algunos pequeños animales, unidos a una leve pestilencia aún perceptible en el aire, le indicaron a Ras que aquel sitio era utilizado de noche por los babuinos. El saliente de roca que tenían sobre sus cabezas formaba un refugio que podía resultar a prueba de leopardos si los centinelas apostados por los babuinos eran lo bastante valerosos, y normalmente lo eran. Eeva se preocupó un poco al oírselo decir, pero Ras le explicó que dos seres humanos también podían defender aquel sitio contra los babuinos y que, de todas formas, no era probable que éstos intentaran nada, especialmente si hacían una hoguera. Además, la carne de los babuinos era bastante sabrosa. Ras no había estado muy seguro de si debían encender una hoguera porque era posible que los sharrikt estuvieran buscándole, le pareció bastante improbable que Gilluk y los demás pusieran mucho entusiasmo en la búsqueda. No creía que les hubieran quedado muchos hombres después de la batalla acaecida en la boca del río. No sabía muy bien cuántas bajas habían tenido, pero su número debía haber sido relativamente elevado. El fuego de ametralladora procedente del helicóptero había caído sobre cada una de las embarcaciones, o sobre casi todas. El número total de varones sharrikt, la aristocracia divina, era de unos veinte, y Ras había matado a dos de ellos antes de huir del castillo. Estaba casi seguro de que por lo menos la mitad de los dieciocho restantes habían muerto o estaban heridos. Los supervivientes pensarían en vengarse, claro está , pero no se encontrarían en posición de hacer gran cosa al respecto, al menos por el momento. Los incendios del castillo y de la ciudad y las muertes de tantos varones sharrikt debían ser problemas que exigirían todas las energías de Gilluk durante cierto tiempo. Era el rey, el guardián de su pueblo, y como tal tenía que cuidar de ellos. Además, aun pensando en la probabilidad de que anduvieran por aquella zona y les estuvieran buscando, Ras quería hacer una hoguera y asar la carne. No tenía ganas de aguantar otra noche de frío y temblores, y en aquellos momentos le parecía haber perdido su afición a la carne cruda. Eeva se había sentado apoyando la espalda en la piedra, con la cabeza caída hacia delante. De vez en cuando levantaba la cabeza y le miraba por entre el sucio cabello amarillo que le caía sobre la cara. Ras había pensado que estaba dormitando, pero cuando se acercó a ella mientras preparaba el fuego vio que tenía los ojos abiertos y que las lágrimas corrían por sus mejillas. El llanto limpiaba la suciedad, dejando tiras de piel limpia y rosada que corrían en paralelo junto a las tiras de negrura. El color de la piel limpia se parecía al del corazón del cocodrilo que Ras había dejado sobre una piedra plana junto a los otros pedazos de carne y el lagarto, los insectos y los ratones que Eeva había cazado. El corazón tenía la forma de una punta de flecha alargada y latía de forma lenta e irregular. Ras se puso de rodillas y le pasó el brazo alrededor de los hombros. Eeva apoyó la cabeza en su pecho, y cálidas lágrimas gotearon sobre éste para resbalar hacia su vientre y humedecer el verlo púbico de Ras. Eeva debió abrir los ojos en ese mismo instante, porque se envaró y se arrancó de su abrazo con una brusca sacudida, y se alejó un poco de él antes de mirarle. —¿Es que sólo piensas en eso?—le dijo—. ¿Es que ni tan siquiera puedo tocarte sin que...? —Ha pasado mucho tiempo—dijo Ras, y se apartó de ella para bajar por el risco. Volvió después de unos cuantos minutos con los brazos cargados de madera, y no tardó en preparar una hoguera usando el encendedor que Eeva llevaba en el bolsillo de sus pantalones. Eeva no dijo nada durante todos aquellos preparativos, pero pareció sentirse algo más tranquila ante el silencio y la pasividad de Ras, y se acercó un poco más a la hoguera y a él. El mundo que había debajo de los acantilados se hundió en la oscuridad, y pasados unos minutos el cielo se oscureció lo bastante como para que apareciesen unas cuantas estrellas. Ras atravesó con una rama una pata de cocodrilo que había despellejado y lo sostuvo sobre las llamas hasta que los jugos empezaron a gotear sobre el fuego y se fue formando una costra negra encima de la roja carne. Eeva aspiró una honda bocanada de aire, sintiendo el olor, y se le acercó un poco más. Ras sacó la pata del fuego y la partió en dos pedazos iguales. La carne estaba tan caliente que Eeva la dejó caer con un leve grito ahogado. Pero volvió a cogerla y se la comió sin preocuparse de quitarle la tierra. Ras cogió su pedazo de pata con una mano mientras sostenía el hígado que había clavado en la rama encima del fuego. Cuando hubieron terminado con la pata le ofreció su parte del hígado. A esas alturas Eeva ya tenía sangre en la boca y en el cuello, así como manchas de sangre en su amarilla cabellera. Ahora no parecía importarle: se lamió los labios para limpiárselos e incluso llegó a pasarse la mano por el pecho y luego se la lamió. El corazón del cocodrilo, que se encontraba lo bastante cerca del fuego para absorber su calor, seguía latiendo, aunque ya no tan vigorosamente. Ras se preguntó cuánto tiempo seguiría viviendo si se lo tragaba de un solo bocado. No podía hacerlo, naturalmente, ya que se atragantaría, pero casi le pareció sentir cómo se hinchaba y se encogía dentro de él. Pensar en aquel corazón latiendo junto al suyo era muy excitante, y la idea tuvo su efecto. Eeva bajó la mirada y dejó de masticar. Después de haber tragado ruidosamente lo que tenía en la boca dijo: —¡No hagas eso! —¿Por qué‚ no?—dijo Ras, aunque no tenía ningunas ganas de discutir. —No quiero hablar de ello —respondió Eeva, y empezó a levantarse. —No quieres acostarte conmigo—gruñó Ras—. ¡Estás muerta y no eres mejor que un fantasma, mujer fantasma de piel blanca y pelo amarillo! —No me hables así—dijo ella. Ahora estaba de pie y empezaba a retroceder lentamente, apartándose de Ras. El fuego posaba sus pálidas manos sobre ella de tal forma que su piel brillaba con un resplandor blanco allí donde la habían limpiado las lágrimas, rojo sobre los labios, el mentón, el cuello y los cabellos manchados de sangre, y gris y blanco por entre sus ojos, muy abiertos y clavados en Ras. Ras se puso en pie y, mientras lo hacía, cogió el corazón del cocodrilo con su mano izquierda. Lo sopesó, contemplándolo, y volvió a dejarlo sobre la piedra, cortándolo en dos con el cuchillo. Después guardó el cuchillo en su vaina y cogió una de las mitades. Tanto la mitad que había en la piedra como la que sostenía en su mano izquierda seguían latiendo. —¿No me quieres?—le dijo—. ¡Pues entonces, toma esto! Y saltó hacia adelante, agarrando el brazo izquierdo de Eeva con su mano derecha. La atrajo hacia él y la obligó a ponerse de rodillas, retorciéndole el brazo de tal forma que Eeva tuvo que volverse hacia él. Una vez la tuvo así Ras dejó caer el corazón y utilizó las dos manos para hacerla tenderse de espaldas en el suelo. Eeva luchó cuanto pudo, pero Ras le arrancó los pantalones, medio podridos, y acabó dejándola desnuda. Eeva se retorció y se agitó en silencio, los ojos muy abiertos y la boca contorsionada, pero Ras la inmovilizó poniéndole una mano entre los pechos mientras con la otra cogía la mitad del corazón de cocodrilo. Aunque no dijo nada, tanto su sonrisa como la forma en que le enseñó el pedazo de carne debieron indicarle claramente a Eeva lo que pensaba hacer. Sus esfuerzos por mantener juntas las piernas resultaron inútiles. Ras le sujetó una pierna con todo el peso de su cuerpo y le hizo separar la otra con el dorso de la mano que sujetaba el corazón. Después alzó su mano y, antes de que Eeva pudiera volver a unir las piernas, le metió dentro el extremo del corazón de cocodrilo. La carne era gruesa y sólida, pero no estaba demasiado rígida, y Eeva estaba seca. Pese a todo, Ras se lo acabó metiendo del todo, y una vez hubo terminado se puso encima de ella para que no pudiera moverse. Sus ojos estaban muy cerca. El corazón de Eeva latía tan deprisa que daba la sensación de que intentaba salir volando de su piel para entrar en el cuerpo de Ras. Eeva seguía callada y Ras seguía mirándola, sonriendo. —¿Qué se siente? —le dijo cuando ya habían pasado unos instantes. Eeva cerró los ojos. Tenía los labios algo separados. Ras no repitió su pregunta. Eeva empezó a temblar levemente, como si estuviera respondiendo al hincharse y encogerse del corazón que había dentro de ella, como si temblara cada vez que aquel latir rozaba los muros de su carne. Se estremecía, se relajaba, se estremecía, se relajaba. De repente, las lágrimas volvieron a fluir de sus ojos y sollozó unas cuantas veces. Después‚ las lágrimas dejaron de brotar. —Cuando quieras tenerlo fuera ya me lo dirás —contestó Ras. —¿Y entonces tú...? —Naturalmente. A menos que desees tenernos dentro a los dos al mismo tiempo. Eeva negó con un gemido. Era la única palabra fin— Ras, algo inseguro. Meneó la cabeza—. Muy bien. Di que sí. Y di también que no. Sólo hablar‚ con la parte que diga sí. que le aclarara el significado de su pregunta. Eeva sabla muy blen a qué‚ se estaba refiriendo. —A ninguno de los dos—dijo ella, respondiendo a su pregunta anterior—. Por favor, sácalo—murmuro un instante después—. Y déjame en paz. —No—dijo él. Eeva abrió los ojos, le miró y volvió a cerrarlos Lanzó otro gemido y, con voz muy débil, dijo: —¡Oh, ojalá estuviera muerta! ¡Quiero estar muerta! —Ya estás muerta—gruñó él—. No has empezado a vivir Ese corazón muerto está  más vivo que tú. Por ahora, al menos. Metió la mano entre sus piernas y sonrió. Eeva estaba tan húmeda que a Ras le costó un poco encontrar el extremo del corazón y sacárselo. El corazón seguía latiendo, como si el calor, la humedad y la negrura le hubieran hecho creer que se encontraba nuevamente en el cuerpo del cocodrilo. Pero tan pronto como estuvo fuera de Eeva fue latiendo más despacio y, pasados unos pocos segundos, empezó a morir rápidamente. Se estremeció por última vez, y después Ras lo arrojó a la piedra que había junto al fuego, que ahora era tan sólo ascuas rojizas. El golpe de la caída hizo que el corazón volviera a ponerse en marcha. Latió por tres veces y, finalmente, murió. —No sirve de nada—dijo ella—. No sirvo de nada. Estoy fría, más fría que ese pedazo de carne, fría como... Su voz acabó haciéndose inaudible. Giró lentamente sobre sí misma, como si no lograra creer que Ras la dejaba libre. Se puso a cuatro patas, temblando como si el corazón estuviera aún dentro de ella, latiendo contra su carne, y se quedó durante unos instantes en esa posición, agitando la cabeza a un lado y a otro y gimiendo. Ras tocó la parte interior de su muslo, todavía mojado por el líquido que la lubrificaba. —Me quieres tener debajo. No, me quieres tener encima—le dijo F.PVA ~IP;n rl~ rrín~pr 1A ~h~V~ 7~ ~ qDartar.se de Pl Anteg de que hubiera podido mover por dos veces las manos y las rodfllas cayó sobre la tierra y las rocas con Ras encima de ella. Cuando le sintió entrar en su cuerpo por detrás lanzó un gemido. Ras gritó casi de inmediato y tembló como había temblado ella cuando tenía dentro el corazón. Había pasado tanto tiempo... La carga que llevaba encima había hecho que estuviera a punto de estallar. Se quedó dentro de ella, y no tardó en decirle que se diera la vuelta ' N h ' f I deseara h cerlo pero SUpl s q e ‚ obliga 1 a ob decer —¿De que clase de mundo vienes. —le pregunto., o acla a ta negaba. Aun así, estaba empezando a respirar de forma más rápida, y después empezó a gemir y a agitar la cabeza hacia un lado y hacia otro, y pasado un rato le arañó la espalda y le besó los labios, y se los mordió y empezó a gritar en finlandés Cuando se quedaron dormidos aún faltaba un poco para que amaneciese, pero antes de eso Ras volvió a encender la hoguera y asó un poco más de carne. Preparó el corazón despacio y con mucho cuidado y le ofreció un pedazo. Eeva vaciló durante un segundo y después lo mordió. Se lo comió todo y después se acostó para dormir, pero antes le besó y le murmuró algo que a Ras le pareció era una palabra cariñosa.     La sabiduría de los muertos Los aguijonazos de las moscas les despertaron cuando el sol se encontraba a unos tres palmos por encima de los acantilados. Eeva le maldijo por lo que había hecho y le dijo que si se quedaba embarazada le mataría. Ras la miró y sonrió, aunque su sonrisa era más de disgusto que de diversión. Eeva estaba sucia, sus costillas eran como unos dientes muy grandes apenas ocultos detrás de unos labios delgados, tenía la piel llena de morados y marcas debido a lo que Ras le había hecho y al dormir encima de la piedra, y con las heridas dejadas por las mordeduras y arañazos de cien insectos; su rostro estaba pálido y cansado, y tenía unas grandes bolsas azules debajo de los ojos. Parecía encontrarse mal, y lo estaba. Un instante después sufrió un agudo ataque de diarrea. Siguió teniendo ataques durante todo el día. Acabó quedando tan débil que no pudo caminar y tuvieron que permanecer el resto del día y toda la noche en la cornisa rocosa. Pero aun así no se encontraba tan mal como para no poder maldecir a Ras de vez en cuando. Ras no hacía ningún caso de sus palabras. Estaba muy ocupado limpiándola, trayéndole agua y cuidando de que estuviera cómoda. Cuando le arrancó las ropas las dejó tan destrozadas que ahora no servían para nada más que para limpiarla. Ras también exploró la zona buscando a los sharrikt y algunas hierbas que Mariyam había utilizado para la disentería. Encontró unas cuantas y preparó una tisana, que Eeva bebió y que a Ras le pareció la responsable de los comienzos de una mejoría. Ras la sostuvo cuando fueron hacia el río y tuvo que llevarla en brazos durante una parte del trayecto. Una vez en el río la ayudó a bañarse y le lavó el cabello, lavándose después él. Eeva le preguntó si ahora tendría que ir desnuda, y añadió que se moriría de frío durante las noches si no conseguía algo con que cubrirse. —No necesitarás ropa durante el día—dijo él—, y de noche yo me encargaré de mantenerte caliente. No te preocupes por eso. El final del río no puede quedar a más de unos cuantos días de viaje. No quiero tener que pasarme una semana por esta zona mientras cazo para conseguir comida con que engordarte y algunas pieles para que te tapes. Para curar pieles hace falta tiempo y mucho trabajo. Esperaremos uno o dos días más y después seguiremos avanzando. Puedes tomártelo con calma; yo haré la mayor parte del trabajo. Una vez estemos allí y Wizozu nos haya contado cómo llegar hasta el sitio donde vive Igziyabher ya nos preocuparemos de encontrarte ropas. La noche anterior al día en que deberían reemprender su viaje Ras tomó asiento detrás de Eeva y le peinó la cabellera con el peine de carey que su madre le había dado. Eeva le dijo que no tenía por qué‚ hacer eso, pero Ras insistió. Eeva se inclinaba hacia delante como para alejarse de él tanto como le fuera posible, y estaba temblando. Ras le habló suavemente durante un rato y fue pasando con delicadeza el peine por entre sus largos cabellos. Después dejó caer el peine al suelo y le pasó los brazos alrededor del cuerpo, tocándole los pechos, y aunque ella dijo «¡No!», estaba temblando y no se resistió. Después Eeva le contó que hasta ahora sólo había conseguido tener tres orgasmos en toda su vida. Uno de ellos había sido cuando estaba borracha por haber bebido demasiado vino (pero después se negó a beber vino nunca más), otro después de haber fumado marihuana (pero la segunda vez que fumó marihuana, seis meses más tarde, no consiguió nada), y la tercera la noche en que creyó que ella y su esposo iban a separarse para siempre. Hasta ahora, le había dicho. Pero lo que Ras le estaba proporcionando no hacía que le amara. Le odiaba. Y no quería quedarse embarazada. Pero no podía impedirle que siguiera haciendo el amor con ella. ¿Verdad que no? Ras dijo que podía huir o matarle. Después de aquello Eeva no le habló más de sus sentimientos y tampoco parecía disgustarse cada vez que Ras le ponía las manos encima. La espalda de Ras acabó cubriéndose de heridas que era preciso tapar con barro durante el día para mantener alejadas a las moscas. Poco después del mediodía de la tercera jornada las orillas se estrecharon hasta quedar reducidas a una extensión de apenas veinte metros. Allí donde antes habían subido en una suave pendiente alejándose del agua ahora empezaban a levantarse en una línea vertical. Además, las orillas se estaban haciendo más altas, y pronto la superficie del río acabó quedando a unos seis metros por debajo de ellas. El aumento de velocidad no resultaba demasiado alarmante, aunque Ras se preguntaba si no sería mejor ir a la orilla y recorrer alguna distancia por tierra para ver lo que tenían delante. Cuando acabó decidiendo que eso sería lo mejor descubrió que ya era demasiado tarde. Las orillas se habían vuelto tan abruptas que no había sitio alguno donde dejar la canoa. Entonces doblaron un recodo del río y los muros de seis metros de alto se convirtieron en muros que tenían treinta metros de altura; el barro había desaparecido cediendo su lugar a la roca; el canal se hizo todavía más angosto, la canoa empezó a viajar mucho más deprisa y el agua se volvió agitada y turbulenta. —Tendría que haber reconocido este sitio, pero ha pasado cierto tiempo y lo vi desde el aire—dijo Eeva—. Desde aquí abajo parece diferente. El cañón se iba curvando poco a poco y acababa volviéndose recto. Los acantilados se hicieron aún más altos y empezaron a extenderse por encima de sus cabezas. La roca era de color negro, rugosa e irregular. Ahora no había ningún sitio donde Ras y Eeva pudieran protegerse, ni aun abandonando la canoa. —Más adelante hay una isla—dijo Eeva. Estaba muy cerca de él, como si deseara algún tipo de protección ante aquellas lúgubres rocas, y hablaba más alto que antes, como si necesitara hacerse oír por encima de algún potente ruido. Pero el río, de momento, seguía limitándose a gruñir; todavía no había empezado con los rugidos. El río se dividió unos ciento cincuenta metros más adelante. El agua empezó a correr por dos angostos canales que nacían de un promontorio rocoso no demasiado alto y que tendría aproximadamente unos dos metros en su punto más ancho. Por esta parte—Ras no podía ver la otra—, la isla tenía la misma forma que una punta de lanza, con el extremo dirigido hacia la corriente. La isla surgía del agua de forma bastante gradual, por lo que desde el lado probablemente tendría la misma forma que el caparazón de una tortuga. Más allá de la isla, a unos trescientos metros de distancia, estaban los acantilados, y en su base se veía un agujero que tendría unos treinta metros de ancho por unos quince de alto. El agujero contenía el final del río y del mundo que en un tiempo Ras había pensado era el único mundo existente, así como una negrura parecida al final de ese mundo. En lo alto de la isla había una choza bastante grande con un tejado hecho de ramas y hojas. Rodeándola por todas partes había muchas estatuas de madera, así como algunas estatuas de piedra. Ras sintió un escalofrío, pero estaba demasiado ocupado usando el remo para llevar la canoa hacia la isla. La canoa acabó llegando al punto exacto donde quería situarla, con su proa deslizándose hacia arriba para acabar chocando con una cornisa de roca a la que traicionaba la blanca espuma de las aguas. El frenazo fue tan brusco que tanto él como Eeva cayeron de bruces, pero no se vieron arrojados fuera de la embarcación. Se incorporaron de un salto y se lanzaron al agua. Llevar la canoa hasta la roca les costó bastante, porque el río intentaba apoderarse de ella, pero finalmente lo consiguieron. —¿Quién puede desear vivir en semejante sitio?—dijo Eeva en cuanto hubo dejado de jadear. —El viejo mago al que los wantso llaman Wizozu y los sharrikt llaman Vishshush—dijo Ras—. Ya te he hablado de eso. Los wantso dicen que vivía aquí antes de que los thatumu, el pueblo al que los sharrikt llaman los dattum, cruzaran el agujero por el que salieron del mundo inferior. Eeva sonrió, como si supiera muy bien de qué‚ estaba hablando, y dijo: —Dudo que esa choza hubiera durado tanto tiempo, o que alguien haya salido nunca por ese agujero. ¿Cómo podrían haber ido en contra de la corriente? —Gilluk me dijo que en el pasado existía un camino que iba por las cuevas de la montaña, y que ese camino seguía el río y acababa encima de él. Además, en aquellos tiempos el río era más pequeño. —Quizá  —dijo Eeva—. De todas formas, aquí no hay ningún Viejo Mago Sabio. —Entonces, no tengo ni idea de con quien pudieron hablar Wuwufa y Gilluk cuando vinieron aquí de jóvenes para conseguir poder y sabiduría—dijo Ras. —Ah, ¿no? ¿Y cómo consiguieron volver remontando el río en contra de esa corriente?—le preguntó ella. —No lo sé, pero hay una forma de hacerlo. Wizozu les dijo a Wuwufa y a Gilluk cómo podían volver sin peligro, pero también les hizo prometer que no se lo contarían a nadie más. Eeva agitó la cabeza en un gesto de impaciencia. —Hablando no vamos a resolver nada—dijo—. Veamos lo que hay dentro de la choza. —Tú te quedarás aquí hasta que yo te diga que puedes subir —replicó él—. A Wizozu no le gustan las mujeres. Le roban su poder y su sabiduría. Las mata tan pronto como las huele. Eeva puso los ojos en blanco con una mueca de disgusto, pero acabó tomando asiento en una roca relativamente lisa. Ras subió la pendiente que llevaba a la cabaña. La isla no tenía ninguna clase de plantas, y en ella tampoco había pájaros: el aire estaba vacío, sin ningún pájaro visible. El sol, que se encontraba casi directamente sobre su cabeza, llenaba de luz el cañón, pero Ras tenía la impresión de que la oscuridad rezumaba de las aguas. Las estatuas, hechas con troncos de árboles, eran dos veces tan altas como él. Algunas tenían cuerpos de rana, de cocodrilo, de leopardo o de bestias desconocidas. La mayor parte de las cabezas eran mitad de hombre y mitad de animal. También había algunas cabezas talladas en madera y sostenidas por postes. La choza que se encontraba detrás de las estatuas era de forma redonda y tendría unos seis metros de di metro. Al estar más cerca Ras pudo ver que casi toda la pared de aquel lado estaba hecha con pequeños tablones de madera. El umbral era bastante espacioso y estaba cubierto por una tela que Ras no logró identificar desde aquella distancia. Pero pudo ver que al otro lado de la tela había algo enorme y oscuro. Gilluk había dicho que el viejo mago estaba sentado al otro lado de la cortina y que le habló con una voz parecida al grito de Baastmaast. Gilluk también le había dicho que su tío vino a este lugar para conseguir más poder y sabiduría y para que así le fuera posible matar al padre de Gilluk, pero que su tío no volvió nunca. Y, cuando Gilluk fue a la isla, descubrió los huesos de su tío esparcidos delante de la choza, huesos que reconoció porque estaban junto a su maza de guerra. Vishshush le había dicho que arrojara los huesos de su tío al agua y que arrojara también todos los demás huesos que encontrara. Vishshush no le había contado por qué‚ mató a su tío, y Gilluk no tenía grandes deseos de preguntárselo. Si la historia de Gilluk era cierta, había dejado la isla limpia de huesos, pero ahora había un esqueleto en mitad del sendero, a unos seis metros de la choza. El cráneo y los huesos parecían haber pertenecido a un wantso, y junto a ellos no se veía ninguna clase de arma. Ras pasó ante la primera estatua, hecha de caoba pulida, y que representaba a una rana con una cabeza parecida a la de un gorila. La estatua debía pesar por lo menos una tonelada, y eso hizo que Ras meditara en el poder que debía poseer aquel Wizozu, ya que había sido capaz de traer aquella estatua tan pesada hasta la isla. Dejó atrás la estatua. Cuanto más se acercaba a la choza y a la cortina tras la que se alzaba la negra masa de Wizozu, más nervioso iba poniéndose. En una ocasión se detuvo y miró hacia Eeva para asegurarse de que le obedecía, pero también para consolarse un poco y sacar algo de valor de que en ese sitio hubiera otro ser humano. Le dio la espalda y siguió avanzando, pero se detuvo después de haber dado un paso. Ahora tenía aún más frío y el vello de su nuca estaba aún más tieso, si es que aquello era posible. Cuando pasó ante ella, la estatua de la rana con cabeza de gorila había estado mirando hacia el extremo de la isla. Ahora estaba mirando hacia Ras. El cuerpo no se había movido, pero la cabeza había girado. Ras se quedó inmóvil durante un minuto y después siguió avanzando hacia la choza. Había esperado encontrarse con fenómenos maravillosos, extraños y aterradores, así que, ¿por qué vacilar? Pero oyó que Eeva le llamaba y se dio la vuelta. Estaba corriendo hacia él y gritaba algo. Ras le hizo señas, irritado, indicándole que volviera, pero ella siguió corriendo. Cuando estaba a unos seis metros de Ras le dijo: —¡Ras, la cabeza de la estatua se ha movido! ¡Se ha movido! —¡Ya lo sé!—gritó él—. ¡Ya lo sé! ¡Vuelve antes de que Wizozu te mate! La voz que rugió desde la choza era tal y como Ras había imaginado que sería la voz de Igziyabher. Era más potente que el grito de Baasmaast; resonó por todo el cañón, rebotó en una de las paredes rocosas y volvió hacia él. La voz le llenó de terror y le dejó débil y entumecido. —¡Ras Tyger! ¡Mata a la mujer! ¡Yo, Wizozu, te ordeno que la mates! Ras salió de su estupor igual que si abandonara las frías aguas del lago. Se volvió hacia la choza y la inmensa y oscura presencia que había dentro de ella. —¡Wizozu!—gritó—. ¿Por qué‚ debería matar a la mujer que me ha salvado la vida y a la que amo? La voz no respondió. —¡Ras!—dijo Eeva—. Todo esto... La voz se llevó las palabras de Eeva igual como si fueran pedacitos de madera cayendo por una catarata. —¡Ras Tyger! ¿Quieres ver de nuevo a tus padres adoptivos, a tu Mariyam y tu Yusufu? ¡Yo, Wizozu, puedo traerte sus fantasmas, y podrás verles y hablar nuevamente con ellos! —¡Ras, es un truco!—gritó Eeva—. ¡Mira hacia lo alto del acantilado! ¿Ves la antena de televisión? ¡La estatua debe tener una cámara en la cabeza, y tiene que haber otras! ¡Y esa voz sale de algún sistema de megafonía! ¡Ras! Ras no sabía a qué‚ se refería Eeva cuando hablaba de televisión o megafonía. Pero cuando miró hacia el acantilado que le señalaba pudo ver un árbol muy grande que no tenia ramas y de cuya parte superior sobresalían unos brazos delgados, largos y rígidos. —¡No pierdas el tiempo Ras!—tronó la voz—. ¡Mátala enseguida! ¡No es la mujer adecuada para ti! ¡Hay otra mujer destinada a ser tu auténtica compañera, una hermosa virgen! ¡Ha sido preparada para unirse a ti; es digna de ti! ¡Mata a esta ramera, a este recipiente lleno de impurezas! ¡Mátala enseguida! —¿Qué quieres decir con eso de que hay otra mujer que debe ser mi auténtica compañera, Gran Wizozu, una mujer que ha sido preparada para unirse a mi?—respondió Ras a gritos—. ¿Y qué quieres decir cuando afirmas que esta mujer, Eeva, es un recipiente lleno de impurezas? No está  enferma. Lo sé porque me he acostado con ella. ¡Cuando se ha metido algo de comida en el vientre, ha dormido y se ha bañado, es realmente buena y cariñosa, aunque tener dentro el corazón de un cocodrilo le ayuda mucho! —¡No digas esas obscenidades, Ras, o también te mataré!—rugió Wizozu, irritado—. ¡Haz lo que te ordeno! ¡Yo sé qué es lo mejor para ti! ¡No discutas conmigo! ¡Lo sé! ¡Mata a esa mujer! —¿Y si no la mato?—gritó Ras. —¡Entonces es muy posible que sea yo, Wizozu, quien te mate a ti! ¡Puedes estar seguro de que encontraré alguna forma de castigarte! ¡Por ejemplo, si no la matas no te dejaré ver los fantasmas de tus padres adoptivos, y no podrás hablar con ellos! —¿Qué quieres decir con eso de que no me dejarás hablar con sus fantasmas? Incluso estando bajo los efectos de la impresión producida por su palabras, Ras se dio cuenta de que Wizozu se había referido a Mariyam y Yusufu como sus padres adoptivos. Entonces, ¿es que Mariyam no había sido su auténtica madre? Y, si no lo era, ¿quién era su madre? —¿Puedes llamar a los muertos y hacerles salir del mundo inferior? —¡Siempre digo la verdad!—retumbó la voz. —Muéstramelo. ¡Y si puedes hacer lo que afirmas, después mataré a Eeva! Por el rabillo del ojo vio a Eeva, con el agua llegándole hasta el pecho, agarrada a las rocas que había en el extremo de la isla. Eeva se llevó un dedo a los labios y siguió vadeando lentamente la corriente. Al parecer pensaba atacar a Wizozu por detrás, sin ningún arma aparte de sus manos desnudas. El coraje de Eeva era admirable, desde luego, pero no parecía tener mucho sentido común. —¡Oh, Wizozu, deja que vea a Mariyam, a Yusufu y a Wilida, y después te diré si mato o no a Eeva!—dijo Ras—. ¡Debo estar seguro de que puedes hacer lo que me prometes! Wizozu guardó silencio durante bastante tiempo. Su sombría masa continuaba sin moverse detrás de las cortinas. Eeva ya había desaparecido. Ras deseó que le fuera posible pedirle que volviera a la canoa. Él se ocuparía de Wizozu, de una forma o de otra. Mientras aguardaba la respuesta de Wizozu, el sol hizo que empezara a sudar. Las blancas rocas de la isla y los negros muros del cañón parecían intensificar el calor del mediodía. Sintió una ligera brisa a su espalda, pero era incapaz de refrescarle. El silencio empezó a ser muy difícil de soportar, y Ras acabó abriendo la boca para decir algo. Tenía que decir algo, pero antes de que pudiera pronunciar ni una sola palabra oyó el rugido de Wizozu. —¡Muy bien! ¡El que muera ahora y por tu mano o el que muera después no importa! ¡Verás a los muertos que amabas, y entonces sabrás que digo la verdad y que soy tan poderoso que nadie puede oponerse a mí! —¿Ni tan siquiera Igziyabher? Wizozu se quedó callado durante unos segundos y luego dijo: —¡Igziyabher me ha concedido el poder para hacer lo que quiera! ¡Soy Su representante en este lugar! —¡Quiero ver a Igziyabher!—gritó Ras—. ¡Tengo muchas preguntas que hacerle! —¡Hazlas a los muertos!—tronó la voz—. ¡Mira, Ras! —¿Dónde he de mirar? —¡Hacia tu izquierda, a la gran roca! Ras se volvió hacia el peñasco más cercano, situado a unos seis metros de distancia. Era de granito y tendría unos dos metros y medio de alto por tres de ancho. Había dado la impresión de ser sólido, pero en aquel mismo instante estaba partiéndose en dos por una ranura vertical, y las dos partes de la roca giraron hacia fuera hasta dejar totalmente al descubierto el interior, que estaba hueco. Dentro de la roca había otra, más pequeña, sobre la que se encontraba una copa de granito tallada en forma de pájaro. Detrás de la roca había un gran caño grisáceo del que aún goteaba líquido. El caño empezó a deslizarse hacia abajo y desapareció detrás de la más pequeña de las rocas. —¡Bebe del pájaro de piedra, Ras!—dijo Wizozu—: ¡Bebe y dentro de muy poco verás a los muertos que amabas! Ras no vaciló ni un instante. Fue hacia la roca y cogió el pájaro de piedra por las alas. Su espalda estaba hueca y llena de agua. Ras alzó la copa para que el agua corriera desde la oquedad y se metiera por un canal tallado en el cuello del pájaro. El agua bajó por el canal, se metió por un agujero que había en la parte posterior de la cabeza del pájaro y cayó del pico a la boca de Ras. Ras había esperado algún sabor extraño, pero el líquido no parecía ser más que agua. Bebió hasta dejar vacío el pájaro, lo puso encima del peñasco y luego, siguiendo las instrucciones de Wizozu, dio un paso atrás. Las dos partes del peñasco giraron hasta que la roca pareció ser nuevamente sólida. Ras esperó. No sentía nada aparte una leve aprensión, y pasados unos minutos empezó a sentirse decepcionado, pero la tronante voz de Wizozu le dijo que tuviera paciencia. Mientras esperaba debía pensar en los fantasmas de aquellos a quienes deseaba ver, y éstos no tardarían en venir. Ras esperó mientras el sol empezaba a resbalar hacia su negro lecho. Poco después vio algo amarillo a su izquierda, más allá de la choza de Wizozu, allí donde la isla se curvaba bruscamente hacia abajo para terminar en las aguas. La mancha amarilla se movió y fue seguida por la frente de Eeva, sus ojos y su nariz. Ras quería hacerle señas de que se escondiera, pero no se atrevía. Estaba sufriendo una auténtica agonía, pues tenía la seguridad de que Wizozu no tardaría en verla y entonces todo habría terminado para ella. Las cabezas de varias estatuas habían estado moviéndose desde hacía un rato, pero ahora todas centraron su mirada en Eeva. De repente, por una abertura situada en el lado de la choza que daba a Eeva, asomó el cañón de una ametralladora. Ras pudo verlo descender. Lanzó un grito y echó a correr hacia delante. —¡Ras, retrocede!—gritó Wizozu—. ¡Te prohibo que te acerques más! Ras siguió corriendo. Dos secciones de la pared de bambú situadas a los lados del umbral se apartaron para revelar dos agujeros, por los que asomaron sendos cañones de ametralladoras. La gran masa oscura de Wizozu siguió inmóvil detrás de la cortina, pero la voz se volvió aún más potente y su tono se hizo más apremiante. —¡Retrocede, Ras! ¡No quiero matarte! ¡No sabes lo que estás haciendo! Entonces las ametralladoras que se encontraban más cerca de Eeva (ahora Ras podía ver a dos asomando por los agujeros) parecieron estallar, y el fuego brotó de ellas. El polvo y las partículas de tierra caminaron a través de las rocas yendo hacia la cabeza de Eeva, igual que si un gigante invisible con patas de pájaro duras como el hierro estuviera andando por la isla. Eeva escondió la cabeza. Ras siguió corriendo, esperando que en cualquier momento las ametralladoras que le apuntaban abrieran fuego. Arrojó su cuchillo, y el arma atravesó la angosta abertura que había entre la cortina y el umbral para hundirse en el inmenso cuerpo de Wizozu, sentado en un gran trono metálico. Ahora Ras estaba lo bastante cerca como para ver la cabeza del hechicero. Era cuatro veces tan grande como la suya, negra, con alas en lugar de orejas, un cuerno hendido en el sitio de la nariz, cristales púrpuras por ojos y la boca llena de cuchillos. Ras arrancó su cuchillo del blando cuerpo de tela y saltó al centro de la choza. Las ametralladoras ya no representaban ningún peligro: habían girado hacia dentro todo lo que les era posible y ahora se contemplaban mutuamente, como bizqueando. No habían disparado ni una sola vez. Wizozu gritó con tal potencia que Ras sintió un agudo dolor en los oídos. —¡Sal de aquí! ¡Sal! ¡Te mataré! ¿Es que no tienes miedo de nada? La voz no procedía de la boca de Wizozu, sino de un gran objeto metálico que parecía un cuerno y estaba unido a una barra de metal curvado situada encima del umbral. El desconocido que controlaba aquel objeto, fuera quien fuese y estuviera donde estuviese, no podía hacerle ningún daño a Ras en aquellos momentos. Ras todavía no podía hacerle daño a él, pero estaba decidido a destruir todos los trucos de aquel hombre que le había engañado, haciéndole pensar que los wantso habían matado a sus padres. Examinó la choza y comprendió muy poco de cuanto vio, pero encontró un cofre dentro del cual había un par de objetos que sí entendía. Eran un gran martillo y una palanqueta metálica. Los utilizó para destrozar la ametralladora que seguía disparando contra Eeva, o hacia el sitio donde había estado antes. Después arrancó de sus soportes las otras ametralladoras, dos a cada lado de la choza, y destrozó los ciegos ojos de vidrio que había en todas las cajas metálicas contenidas dentro de la choza. La primera caja estalló, llenando de cristales el interior de la choza, pero cuando destrozó el ojo Ras se encontraba a un lado de la caja y no recibió ningún daño. Después de aquello tuvo buen cuidado de no ponerse delante de aquellos objetos metálicos con un solo ojo. Eeva, que acababa de entrar en la choza, le detuvo cuando iba a cortar un cable con un par de cizallas. —Dentro de ese cable hay un relámpago—dijo—. Mata de forma tan segura como el rayo del cielo. Eeva empezó a buscar por la cabaña hasta que encontró una trampilla y se metió por ella. Ras la observó, vio cómo iluminaba el sótano dándole a un botón, vio los grandes objetos metálicos que no paraban de zumbar y gemir, y percibió un olor desagradable que Eeva le dijo era de petróleo. Después vio cómo los zumbantes objetos metálicos morían cuando Eeva bajó un objeto que desprendió unas cuantas chispas al ser separado de otro objeto metálico. Acabaron la demolición de la choza derribando a Wizozu de su silla y arrancando todo el relleno blando que llenaba la estructura de madera que le daba forma, destrozando la estructura y la maquinaria que había dentro. Ras salió de la choza para empezar con las estatuas, pero jamás llegó a ellas. Un sonido parecido al de un árbol gigantesco rompiéndose por la mitad le sobresaltó. Alzó los ojos para ver que el cielo se había vuelto tan rojo como el fuego. El sol era una bola negra recortada contra las llamas. Una cabeza más grande que la luna llena asomó por encima de los acantilados. Era la cabeza de un anciano de piel pálida y blancos cabellos que tenía una larga barba blanca. Era Igziyabher, tal y como se lo había descrito Mariyam. Ras lanzó un grito, porque estaba seguro de que Igziyabher venía a por él. Todas sus fanfarronadas y su antigua seguridad en sí mismo se derritieron en un instante. ¿Qué podía hacer contra algo tan monstruoso? La cabeza que llenaba el cielo le miraba con ojos tan pálidos y malévolos como los de un cocodrilo. Una mano que parecía tan grande como el creciente lunar apareció detrás de los acantilados y agarró el borde del cielo para bajarlo de un tirón, como si fuera una cortina de las que había en las ventanas de la casa de Mariyam. El cielo que había detrás del cielo azul tenía tantos colores que giraban rápidamente que Ras sólo pudo ver un caos de gloria. Un instante después la mano se abrió, y el cielo rojo como el fuego volvió a subir velozmente para cubrir el cielo giratorio de múltiples colores. Ras sabía que todo su cuerpo estaba temblando de pavor, pero tenía la impresión de que no estaba totalmente conectado a ese cuerpo, por lo que el pavor era tan sólo como la sombra de un pavor real. La isla, que tenía la misma forma que el caparazón de una tortuga gigantesca, se volvió de carne durante un segundo. Arqueó el cuerpo y Ras subió con él, y después volvió a bajarlo y se convirtió nuevamente en tierra y rocas. Pero en la tierra estaban apareciendo bultos; los bultos crecieron hacia arriba y adoptaron las formas de hombres y mujeres, animales y pájaros. Primero aparecieron Mariyam y Yusufu y Wilida. Detrás de ellos estaban los negritos que había conocido de niños. Y detrás de ellos estaban Bigagi y todos los wantso, y los sharrikt que había matado. Y los leopardos, los monos, los cerdos del río, y los cocodrilos, el gamo, el antílope y las civetas. Detrás de ellos y por encima de ellos estaban los pájaros que había matado, revoloteando igual que si estuvieran sujetos por cordeles que fueran desde sus vientres a la tierra. Sí, había cordeles hechos de tierra que les unían al mundo; sólo podían volar en círculos. Poco después Janhoy se abrió paso por entre los animales y los wantso y se acercó majestuosamente hasta donde estaba Yusufu y se tendió junto a él. Sus ojos brillaban con un resplandor verde. Ras lloró de alegría y corrió hacia ellos, pero las figuras se apartaron de él. Sus pies no andaban sobre la tierra; sus pies estaban enterrados en el suelo, que les llegaba hasta los tobillos; sus piernas parecían brotar de la tierra, no, era más bien como si estuvieran hundidas en ella y las figuras tuvieran que luchar para no volver a hundirse en el suelo y desaparecer del todo. Daba la impresión de que estaban cabalgando sobre olas de tierra, y algunas figuras se hundían hasta sus cuellos antes de volver a emerger. —¡Hijo, no te acerques! —dijo Mariyam. Su pequeño y oscuro rostro estaba contorsionado por la agonía—. Por mucho que deseemos besarte y abrazarte, no podemos tocarte. Estamos muertos, y tú estas vivo. —Si puedo verte, ¿por qué no puedo tocarte? —preguntó Ras. —Porque la distancia que hay entre los vivos y los muertos es mayor que la que existe entre el sol y las estrellas—dijo Mariyam—. Es la mayor distancia del mundo. —¡Wilida!—gritó Ras, con la esperanza de que ella le dijera algo distinto. Pero Wilida se apartó de él. —Olvídala, hijo—le dijo Mariyam—. Está muerta, y tú tienes una mujer viva a la que amar. Olvídanos a todos. —¡Pero no puedo hacerlo! —dijo él—. Lloro por vosotros día y noche. —No lo hagas, hijo—dijo Yusufu—, o pronto estarás con nosotros, o aunque no lo estés tanto daría que hubieras muerto. —¿Qué‚ puedes contarme?—murmuró Ras—. Si no puedes tocarme, no puedes hablar conmigo. Dime algo de lo que quiero..., de lo que necesito saber. Estás muerto; ahora has visto las verdades que hay detrás de las murallas del mundo. Conoces las respuestas a mis preguntas. ¡Dímelo! Yusufu sonrió con el fantasma de la sonrisa que había tenido en vida. En aquel momento parecía malvado y cruel. Wilida, que había estado mirando hacia el suelo, alzó la cabeza y le miró igual que si le odiara. —Los muertos no tienen nada que contarte que no te hayan contado estando vivos—dijo Mariyam. —Y eso es todo cuanto tenemos que decirte —añadió Yusufu. Ras oyó cómo Eeva le llamaba desde muy lejos. Miró a su alrededor, pero no pudo verla. Cuando se volvió hacia los fantasmas vio que todos estaban hundiéndose en la tierra. Mariyam ya estaba metida en ella hasta el cuello, Yusufu hasta el pecho, y Wilida hasta la cintura. Todos luchaban y se esforzaban desesperadamente, pero sin hacer ni un solo ruido. Janhoy intentó usar sus patas para incorporarse, pero su cuerpo seguía descendiendo, y pronto lo único que pudo verse de él fue su cabeza, aureolada por la melena, rugiendo de forma inaudible. Ras se lanzó hacia delante para sacarles del suelo, pero la tierra parecía estárselos llevando mucho más deprisa de lo que él podía correr. Y cuando, de repente, descubrió que estaba avanzando, se encontró con que ya no había nada. Todas las figuras se habían esfumado debajo de la tierra. Se arrojó al suelo y empezó a hundir sus dedos en la tierra, y sintió el áspero cabello que había en la coronilla de Mariyam, y un instante después el cabello se esfumó. Ras gimió y lloró, pidiéndoles a gritos que volvieran, y pasado un tiempo pareció quedarse dormido. La negrura sucedió a la negrura.   La cacería   Estaba en un lugar tan silencioso que sólo podía oír el zumbido que produce la ausencia de todo sonido. Estaba de pie encima de una piedra y metido en el agua, que apenas si le llegaba a los tobillos. Agitó las manos y no sintió nada. Gimió, preguntándose si también él estaba muerto y si los fantasmas se lo habían llevado consigo. Un chasquido le hizo dar un salto, y la minúscula llama que siguió al chasquido hizo que lanzara una exclamación ahogada. Gracias a la luz vio una mano que sostenía el encendedor y el pálido y preocupado rostro de Eeva. Más allá había muros de áspera piedra, un peñasco medio oculto por las sombras y más oscuridad. El agua era un pequeño arroyo que tendría medio metro de ancho. Eeva apagó el encendedor y Ras sintió cómo se movía junto a él. Cuando habló lo hizo en voz baja, como si el silencio y la oscuridad la impresionaran. —Ras, ¿te encuentras bien? —No lo sé. ¿Dónde estamos? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué...? —Primero cuéntame qué‚ te sucedió—dijo ella—. Saliste corriendo por la puerta, y un instante después vi que empezabas a portarte como si hubieras enloquecido; hablabas contigo mismo y te habías tirado al suelo. Ras le contó lo que había sucedido. Eeva seguía sin entender cómo podía haber visto todo aquello hasta que Ras le dijo que había bebido el agua contenida en el pájaro de piedra que había dentro del peñasco. —Esa agua debía contener LSD o algún tipo de droga psicodélica —dijo Eeva—. Es la única explicación que se me ocurre para tus alucinaciones y para que después perdieras el sentido. Eso explica también lo que les sucedió a los wantso y a los sharrikt que osaron enfrentarse a esa cosa para conseguir revelaciones religiosas y poder. »El hombre que colocó todas esas estatuas y equipos en la isla.... no sé por qué‚ lo hizo, a menos que fuera algo hecho pensando en ti, claro. O quizá  deseaba jugar a ser Dios ante los nativos, y también quería impedir que nadie saliera del valle usando el río, aunque quien pensara intentar eso tendría que estar loco. »Sea como sea, te dio la droga para que cayeras en un estado sugestionable y resultaras fácil de manipular. La gente que toma LSD suele mostrarse tremendamente sugestionable, ya sabes... No, claro que no lo sabes. Bueno, pretendía decirte que me mataras una vez que hubieras caído bajo la influencia de la droga. Te sugirió que los fantasmas existían, así que los viste. Todos ellos existían dentro de tu mente, Ras. Pero tú le engañaste atacando antes de quedar afectado por la droga. »Yo sabía que ese hombre debía estar observándonos mediante cámaras de televisión... Probablemente se encuentra en la columna de piedra que hay en el lago, e indudablemente mandaría un helicóptero en cuanto supiera que estábamos en la isla. Nos tenia atrapados, o eso pensaba él. »Después de que te desmayases... Bueno, mejor dicho, después de que perdieras el control, porque podías caminar y hacías lo que yo te indicaba, te metí en la canoa. Pero no quisiste cooperar durante mucho rato, remabas durante un minuto y luego dejabas de hacerlo, y yo no podía impulsar la canoa corriente arriba sin tu ayuda. De hecho, incluso si te hubieras esforzado al máximo creo que no hubiéramos conseguido remontar el río. »No importaba, porque yo ya estaba oyendo el helicóptero que se acercaba. Sólo podía hacer una cosa. No quería hacerlo, pero de esa forma al menos había una posibilidad de que saliéramos con vida de aquello. Si nos quedábamos en la isla estaba segura de que los hombres del helicóptero me matarían, y no tenía demasiado claro qué pensaban hacer contigo. Quizá ahora ya tuviesen órdenes distintas. »Así que me dejé llevar por la corriente, y rem‚ con todas mis fuerzas para ayudarla. Entré en la caverna justo cuando el helicóptero asomaba por el recodo del río. Los hombres del helicóptero debieron vernos, porque el aparato vino en línea recta hacia nosotros. No entró en la caverna: el agujero era lo bastante grande como para permitírselo, pero no tan grande como para que tuvieran el suficiente margen de seguridad, así que nos enfocaron con un reflector. Fue terrible. El río hervía y rugía porque el canal se volvía repentinamente más angosto. Después doblamos un recodo del canal, y estuvimos a punto de volcar cuando la canoa chocó contra la roca. La canoa empezó a moverse más que nunca, y yo no podía ver nada. Falto muy poco para que las olas se nos llevaran. »Recé..., aunque no creo en Dios, y sigo sin creer en Él, y un instante después la canoa chocó contra algo y caímos al agua. Pero el agua no era demasiado profunda y logré llegar hasta un risco rocoso. Usé mi encendedor, que por suerte se encontraba dentro de tu bolsa, y vi que nos hallábamos ante la entrada de un gran túnel lateral. Debió ser el lecho de otro río que se había secado. La canoa había desaparecido, arrastrada por la corriente. No me importaba porque no tenía ninguna intención de seguir utilizándola. Hemos tenido suerte..., al menos, seguiré pensando que la hemos tenido hasta que ocurra algo malo. Podemos seguir este viejo lecho de río subiendo hasta..., ¿quién sabe dónde? La voz de Eeva tembló al pronunciar esas últimas palabras, y de repente se echó a llorar y le abrazó. Ras la apretó contra su cuerpo durante un rato, y después le dijo que debían continuar. Se encontraba débil, pero aún tenía las fuerzas suficientes como para seguir avanzando durante un buen trecho. —Si empiezas a ver o a oír algo fuera de lo habitual, dímelo enseguida—le pidió Eeva—. Algunas veces las drogas psicodélicas tienen efectos recurrentes. Ras seguía teniendo la sensación de que su mente estaba algo trastornada, pero cualquier hombre que hubiera visto lo que había visto él podía esperar sentirse así durante algún tiempo. Pasó el brazo alrededor de los hombros de ella, y los dos empezaron a caminar por entre la oscuridad. Eeva no paraba de temblar y le dijo que tenía mucho frío, no sólo porque las piedras estaban muy húmedas, sino también por el miedo que sentía. De vez en cuando Eeva usaba el encendedor para asegurarse de que ante ellos no había ninguna sima o para identificar algún obstáculo, que normalmente resultaba ser un gran peñasco arrastrado a lo largo del lecho seco por la violencia del río, muerto desde hacía mucho. Caminaron durante un tiempo imposible de calcular, y de vez en cuando bebieron del arroyuelo, cuya agua parecía ser pura. Ras dijo que su situación podría ser peor. Al menos no tenían que preocuparse por la posibilidad de morir de sed. Eeva no se rió. Llegó un momento en el que Eeva insistió en que necesitaba dormir. Estaba tan agotada que no podía seguir despierta, por mucho frío que sintiera y pese a las punzadas del hambre. Se tendieron sobre una áspera cornisa de piedra que parecía estar algo más seca que las rocas cercanas al arroyo y, aunque se despertaron con frecuencia, lograron dormir un poco. Cuando ninguno de los dos fue incapaz de seguir durmiendo se apartaron el uno del otro, deshaciendo su abrazo, y se levantaron con el cuerpo envarado para reanudar su lento y agotador avance. Aun así, podían avanzar con una rapidez mayor de la que habría sido posible de no existir el arroyo. Ras le dijo que mientras estuvieran caminando por el agua no debían preocuparse por la posibilidad de caer en ningún abismo. Sus pies estaban entumecidos por la corriente y el frío hacía que les dolieran las piernas, pero era el camino más seguro para viajar. Además, el agua se movía, por lo que estaba fluyendo cuesta abajo y el hecho de que ellos estuvieran subiendo les animaba bastante. No tenían ninguna razón lógica para creerlo, pero pensaban que seguir cuesta arriba acabaría llevándoles al exterior de la caverna. Y sólo tenían una ruta que seguir. Ras se decía a sí mismo que no podían perderse, cierto, pero que podían acabar encontrando su perdición. Si la fuente del arroyo resultaba ser un pequeño agujero en el muro de piedra, y si no podían seguir avanzando..., bueno, esperaría hasta que eso ocurriera, pero realmente no creía que fuera a suceder. Siguieron avanzando hasta que Eeva dijo que necesitaba volver a descansar un poco. Se detuvo y volvió a usar el encendedor para echarle un rápido vistazo a los alrededores sin gastar demasiado combustible, pues ya quedaba muy poco. Y soltó un grito y se refugió en los brazos de Ras. A un par de metros de distancia, en lo alto de una roca y produciendo la impresión de que eran el esqueleto de una gigantesca mano, había los huesos de un murciélago. Ras dejó escapar un grito de alegría y se lanzó hacia delante mientras le decía a Eeva que no apagara el encendedor. Mientras corría oyó el distante rugido que había sido su esperanza durante todo el viaje. La llamó, y recorrieron otro centenar de metros. El rugido se fue haciendo más potente, y ante ellos apareció una débil claridad que fue aumentando y haciéndose más brillante, con la atmósfera volviéndose tan húmeda que era como estar dentro de una nube, y pronto se encontraron ante un agujero que tendría unos doce metros de ancho y unos nueve de alto. La fuente del arroyo era el agua que goteaba por la pared en una serie de hilillos que convergían para formar un estanque situado justo detrás de la entrada. Ahora estaban metidos en lo que casi parecía agua sólida, en medio de un estruendo ensordecedor. Ras acercó su boca al oído de Eeva y gritó: —¡He estado aquí antes! ¡Esta cueva se encuentra detrás de una de las cataratas! ¡La descubrí cuando era niño, y la había explorado hasta el sitio donde se encuentra el esqueleto del murcilago! ¡Casi estamos en casa! ¡Hemos ido en circulo!   Siete días después, a media mañana, estaban detrás de un arbusto situado en lo alto de una colina. La pendiente, escarpada y llena de rocas, tenía poca vegetación: maleza y árboles no demasiado grandes. A su pie se encontraba una extensión de terreno bastante despejado que tendría unos sesenta metros de ancho por trescientos de largo. Más allá se alzaba la enredada masa del bosque, y desde algún punto de él se oían gritos y algún que otro disparo de rifle, sonidos que trepaban por la colina hasta llegar hasta ellos muy debilitados. Tanto Ras como Eeva habían recuperado un poco de peso y sus ojos estaban menos hundidos en las órbitas. Iban vestidos con pieles de antílope y en su caverna de los acantilados, su refugio para la noche, había más pieles de antílope, mono y leopardo con que mantenerse calientes. Los dos llevaban arcos y flechas que Ras había cogido de la casa del árbol junto con otras cosas que necesitaban. A Eeva le había dado miedo que Ras se acercara a ella, pues temía que el hombre de lo alto de la columna hubiera puesto vigilancia a su alrededor o que tuviera cámaras de televisión ocultas por la zona. Los dos se aproximaron cautelosamente a las dos casas y estuvieron recorriendo la zona durante cuatro horas antes de acabar decidiendo que no había ni hombres ni cámaras. Pero mientras tomaban lo que les hacía falta no hablaron entre ellos, porque Eeva le había dicho que los aparatos para escuchar a distancia resultaban muy fáciles de esconder o disimular. Los primeros cuatro días los pasaron muy ocupados encontrando una base caliente, segura y bien escondida, así como algo con que vestirse y comida. Ras había tenido bastante éxito en la caza, y ahora disponían de más comida de la que podían consumir. Los últimos tres días los habían pasado observando el ir y venir de los dos helicópteros de la columna, así como de los grupos de búsqueda que registraban el bosque y las colinas. Eeva había dicho que algo les había puesto nerviosos; actuaban igual que si se hallaran bajo presión o tuvieran algún límite de tiempo. Un helicóptero se pasaba todo el día encima de la zona, y resultaba evidente que el otro estaba explorando la parte sur de la meseta. También había un tercer helicóptero, mucho más grande que los otros, que venía una vez al día por encima de los acantilados, y Eeva le dijo que debía traer combustible y suministros y, a juzgar por el número de partidas de búsqueda, también más hombres. Eeva dudaba de que pudiera haber alguna razón para tener a tantos hombres en lo alto de la columna durante todo ese tiempo; se habrían encontrado muy incómodos y, además, habrían tenido un grave problema de suministros. Los recién llegados eran diez. Cinco de ellos eran negros, parecidos a los wantso pero mucho más altos. Tres tenían la piel igual de oscura, pero sus narices eran aguileñas y su cabello lacio. Dos eran hombres blancos, uno mucho más moreno que el otro, que era tan alto como Ras y tenía la cabellera pelirroja, los ojos azul claro y una gran cicatriz que le bajaba por la mejilla derecha. El más moreno de los dos era el jefe de un grupo de búsqueda; el pelirrojo mandaba el otro. Los grupos se ponían en marcha cada día partiendo de una cierta distancia, y se iban aproximando el uno al otro durante la jornada. Cada grupo tenía también dos animales a los que Ras reconoció como «perros» porque había visto ilustraciones suyas en varios de los libros que había dentro de la cabaña del lago antes de que se quemara. Eeva dijo que eran dos pastores alemanes y dos doberman. Ras no lograba entender por qué‚ registraban el bosque. Deberían estar convencidos de que el río de la caverna se los había tragado. —Si cree que estás muerto tanto da que regrese al sitio de donde ha venido..., supongo que Sudáfrica—dijo Eeva—. Pero quizá no puede hacerlo porque aún siguen quedando pruebas de lo que ha hecho, o quizá sea porque alguna persona enterada de sus acciones sigue estando viva. —¿Quién podría ser esa persona?—preguntó Ras. Eeva se encogió de hombros. —No lo sé—dijo—. Puede que alguien se disgustara con él e intentara marcharse, o puede que algún prisionero haya logrado escapar. Por lo que me has contado sobre las alusiones que se les escapaban a tus padres, y por lo dijo ese muñeco llamado Wizozu, se suponía que iba a proporcionarte una mujer. Es posible que consiguiera traerla hasta aquí pero que escapara, y quizás ahora la están buscando. Puede que llegaran otros exploradores y les ocurriera lo mismo que me sucedió a mí y a Mika. No hemos visto ningún avión estrellado, pero eso no quiere decir nada: resultaría muy fácil esconderlo en algún sitio del bosque o de la meseta, y también podría haber caído en el lago. Gran parte de los animales más grandes de la zona habían huido ante aquellos ruidosos intrusos y se habían marchado a otras partes de la meseta o habían subido a las colinas. De momento, los dos grupos habían matado un leopardo y a tres gorilas, aparentemente por ninguna otra razón que el deseo de matar, porque un leopardo jamás atacaría a tantos hombres a no ser que se viera acorralado, y los gorilas no atacarían salvo bajo circunstancias que no era nada probable que fueran a producirse con unos cazadores tan ruidosos. Eeva pensaba que aquello era significativo. Esas muertes innecesarias no habrían sido permitidas a no ser que ahora ya no fuese necesario seguir preservando a los animales del valle. —Si lo único que le interesa es matar a la persona que busca, sea quien sea, y no capturarle, tan pronto como localicen a esa persona mandar  un helicóptero para que le deje caer encima una bomba de napalm. Ahora Eeva y Ras estaban en la colina e intentaban divisar a los cazadores y a su presa. Los gritos se hicieron más fuertes, y el ladrido de los perros se volvió más frecuente y estrepitoso. A juzgar por los ruidos, Ras pensó que los dos grupos estarían acercándose y que tendrían acorralada a su presa entre los dos. Entonces una figura emergió de entre la vegetación a la luz solar que bañaba el claro. —¡Jib!—dijo Ras, con un jadeo de sorpresa. Jib era una cabeza más bajo que Ras: estaba muy delgado e iba totalmente desnudo. Su barba negra surcada por hebras grises le llegaba hasta las rodillas y la cabellera le medio cubría el rostro, tan larga que caía por su espalda y acababa llegando hasta la parte trasera de sus rodillas. Cruzó el claro a la carrera y empezó a subir la colina, perdiéndose de vista durante unos instantes al quedar oculto por los peñascos esparcidos de la pendiente. Ras se puso en pie para hacerle una seña a Jib, esperando poder dirigirle hacia el sitio donde se habían escondido ellos. No estaba muy seguro de que su presencia no asustara a Jib tanto como la de los hombres que le perseguían. Aunque había jugado muchas veces con él cuando era pequeño, después de cada ausencia prolongada siempre había tenido que restablecer una nueva relación. Jib era tan tímido y asustadizo como los gorilas con los que vivía. Pero Ras se olvidó inmediatamente de Jib. Otra figura había salido del muro formado por la vegetación y ahora estaba corriendo a través del claro, llevado por unas piernas arqueadas y patéticamente cortas. La figura tenía la piel negra, llevaba una camisa que en tiempos había sido blanca, y tenía una larga barba gris. —¡Yusufu! ¡Yusufu!—gritó Ras. Su primera emoción fue una alegría tan grande que casi se volvió loco de alivio. Su siguiente emoción fue un miedo tan intenso que casi rozaba la locura. Se inclinó para recoger su lanza. —¿Qué piensas hacer?—preguntó Eeva. —¡Voy a ayudarle! —¡Es demasiado tarde! ¡Ahora no puedes hacer nada, y si te ven no pararán hasta descubrir si yo también estoy viva o no! Ras giró la cabeza para mirar hacia la dirección indicada por el tembloroso dedo de la mujer. Dos perros habían salido del bosque e intentaban correr, pero los hombres que sujetaban sus traíllas no les dejaban. Otros hombres corrían detrás de Yusufu, y tres negros de largas piernas se encontraban a tan sólo unos pasos de él. Entonces Yusufu se dio la vuelta, y algo que el sol hizo brillar con un destello metálico salió despedido de su mano, y las piernas del primer negro que le perseguía parecieron fallarle: un instante después extendió los brazos y cayó de bruces. Yusufu volvió a correr, pero el segundo negro ya estaba encima de él, y los dos cayeron rodando por encima de la hierba. El tercer negro golpeó la cabeza de Yusufu con la culata de un revólver, y después se lo llevaron entre los dos. El resto del grupo siguió subiendo por la colina en persecución de Jib. Jib reapareció tras un peñasco medio inclinado. Estaba subiendo a saltos por la pendiente, y a cada momento miraba hacia atrás con expresión desesperada. Ahora sus gritos ya resultaban audibles. —¡Conserva el aliento!—dijo Ras, y dio unos pasos hacia él, pero se detuvo. No amaba a Jib; pero sí a Yusufu. Si ahora se ponía en peligro para salvar la vida de Jib, quizá  después no pudiera ayudar a Yusufu. Si dejaba que Jib siguiera adelante con los dos grupos pisándole los talones, los dos hombres que vigilaban a Yusufu se quedarían rezagados y solos. Y Ras podía encargarse de ellos. Eeva señaló hacia uno de los hombres, que llevaba un gran objeto negro y reluciente a la espalda y que estaba hablando por algo que sostenía en la mano. —Está llamando al helicóptero. ¡Estará aquí dentro de unos minutos! —Sígueme—dijo Ras, y empezó a bajar por la colina, alejándose del perseguido y sus perseguidores. Cuando hubieron llegado al bosque le dijo que le esperase. Eeva dijo que no quería hacerlo, que los dos hombres que vigilaban a Yusufu estaban armados y que era bastante hábil con el arco. Ras no quiso discutir con ella. Se encontraban detrás de un árbol situado casi junto al claro y a sólo veinte metros de Yusufu y los dos negros cuando oyeron el helicóptero. No podían verlo y el follaje atenuaba el ruido, pero sabían que debía estarse acercando rápidamente desde su base sobre la columna. Eeva lanzó una maldición. —Yo le dispararé al de la derecha—dijo Ras—. Tú encárgate del de la izquierda. Después echaremos a correr, y yo me ocuparé de Yusufu mientras que tú coges los rifles. Los del helicóptero no esperarán encontrarse con nosotros. Podemos cogerles por sorpresa, y tú puedes volver a dispararles y hacer que su máquina estalle, como en el lago. Los dos se incorporaron, apuntando con mucho cuidado mientras el ruido del helicóptero iba en aumento. Ras dio la señal, y los dos soltaron las cuerdas de sus arcos para coger la otra flecha que habían dejado clavada en el suelo junto a sus pies. La flecha de Ras se clavó en el muslo del hombre que tenía como blanco y éste cayó al suelo, chillando. La flecha de Eeva dio en su objetivo, pero rebotó en las costillas y salió disparada por los aires. Su hombre se tambaleó durante un momento; después puso una rodilla en tierra y cogió un rifle. La segunda flecha de Eeva se hundió en su frente. La segunda flecha de Ras volvió a quedar demasiado baja; esta vez acabó clavándose en el suelo a un par de metros delante del hombre con la flecha en el muslo. El hombre se irguió, gritando, y de pronto calló, se dejó caer sobre su costado izquierdo y empezó a arrastrarse hacia algo medio oculto entre la hierba: seguramente un rifle. Ras lanzó un grito, dejó caer su arco, cogió su lanza y cargó contra él. En ese instante la sombra del helicóptero cayó sobre Ras; el rugido le golpeó los oídos. Ras no le hizo ningún caso y siguió corriendo. El herido estaba sentado en el suelo y se había llevado el rifle al hombro: en ese instante dos piececitos negros brotaron de la hierba junto a él y le golpearon en el hombro con tal fuerza que el herido soltó su rifle y cayó de lado. Yusufu, con las manos atadas a la espalda, había logrado incorporarse y había saltado por el aire. El negro volvió a sentarse con el tiempo justo para recibir en el mentón el impacto de dos pies cuyos callos eran tan duros como el hierro. Volvió a derrumbarse, y esta vez no se levantó. Ras alzó los ojos hacia el helicóptero. Se encontraba encima del claro y estaba subiendo en ángulo. Ras comprendió inmediatamente que los hombres del helicóptero no se habían dado cuenta de lo que ocurría debajo de ellos; toda su atención estaba concentrada en coger primero a Jib. Cortó las cuerdas que rodeaban las muñecas de Yusufu y después sonriendo, cegado por las lágrimas, le dio un empujón y dijo: —¡Luego, padre! ¡Tenemos que marcharnos de aquí! Eeva recogió los rifles. Ras tomó las cartucheras que habían llevado los dos hombres. Yusufu cogió sus cuchillos y lo que encontró en sus bolsillos. El hombre con la flecha en el muslo estaba muerto o a punto de morir debido a la conmoción y la pérdida de sangre; lo asombroso era que hubiese sido capaz de recuperarse lo suficiente como para buscar su arma. De repente, y sin decirles nada, Ras le entregó su carga a Yusufu y Eeva y cruzó el claro a la carrera hacia el hombre al que Yusufu había derribado con su cuchillo mientras le estaban persiguiendo. Sacó el cuchillo del plexo solar del cadáver. Volvió al bosque sin que ninguno de los que estaban en la colina le hubieran visto, o al menos eso le pareció. Una vez bajo la protección de la sombra y el verdor dejó caer su carga y abrazó a Yusufu. Los dos gritaron, se besaron e intentaron contarse al mismo tiempo lo que les había ocurrido, pero apenas si habían empezado cuando se apartaron el uno del otro y se quedaron callados, mirando fijamente hacia la cima de la colina. La cima parecía haberse cubierto de flores llameantes. Las llamas empezaron a subir hacia el cielo; un humo tan negro y denso como una nube de tormenta brotó hacia las alturas. El helicóptero se había desviado hacia un lado y ahora se movía en círculos para escapar al calor. Los hombres del suelo se habían refugiado detrás de las rocas. —Querían cogerme vivo, no sé por qué razón—dijo Yusufu—. Quizá  fuese porque Boygur quería hablar conmigo y descubrir lo que estaba ocurriendo, o quizá  fuese porque deseaba torturarme. Pero Jib no le servía de nada; lo único que deseaba era destruirle para que nadie pudiera conseguir sus huellas dactilares. —¿De qué estás hablando?—quiso saber Ras. —Tengo muchas cosas de qué‚ hablar, pero ahora no tenemos tiempo para ello—dijo Yusufu—. Ese helicóptero y esos hombres volverán, y tan pronto como descubran los cadáveres empezarán a buscarme. Y también os buscarán a vosotros, porque no creerán que haya podido llevarme todos los rifles yo solo. —¿Sabe disparar?—preguntó Eeva. Había hablado en inglés, pero Yusufu no comprendió su forma de pronunciarlo. Ras tuvo que traducirlo a su tipo de inglés para que el hombrecillo la entendiera. Yusufu contestó que hubo una época en que se ganaba la vida tirando al blanco, pero que no había tenido un arma en sus manos desde antes de que naciera Ras. Eeva le mostró cómo hacer funcionar uno de los rifles, y le dijo que era un M-15. Ras, muy interesado, les miró y dijo que a él también le gustaría probar uno de los rifles, pero Eeva se negó firmemente a dejarle manejar uno. Dijo que un hombre acostumbrado a las armas podía disparar uno de esos rifles sin tener demasiada práctica con ellos, pero Ras no sabía nada de armas, y no tenían ni el tiempo ni las municiones necesarias para que practicase. Cuando terminaron de hablar, el helicóptero ya estaba suspendido encima de los cadáveres, y los siete hombres y los cuatro perros bajaban por la colina. Eeva le dijo algo a Yusufu, pero éste seguía sin comprenderla, y Ras tuvo que traducir sus palabras. Yusufu no parecía demasiado convencido. Pensaba que debían alejarse de allí tan rápidamente como les fuera posible antes de que el helicóptero dejara caer otra bomba de napalm, pero unos instantes después dijo que quizá  tuviera razón. Tenían que conseguir un poco de tiempo, y nunca volverían a encontrarse en una posición tan buena para tender una emboscada. ¡Si al menos el helicóptero se acercase un poquito más! Y se acercó. Al parecer los hombres que iban dentro no querían esperar hasta que los hombres que iban a pie acabaran de bajar la colina. El helicóptero se situó a unos seis metros por encima del cadáver más cercano al bosque y empezó a girar lentamente sobre un eje vertical mientras el hombre de la ametralladora examinaba el bosque..., o lo intentaba. Cuando el helicóptero se hubo posado, el rugido se fue apagando y las aspas que giraban sobre él acabaron haciéndose visibles. Eeva dijo que indudablemente el piloto había informado a la columna de lo que estaba ocurriendo, y si había disponible otro helicóptero pronto estaría aquí para unirse a la cacería. Ahora que el helicóptero estaba posado en el suelo, la hierba era lo bastante alta como para ocultarles. Eeva fue hacia un lado y Yusufu hacia el otro. Ras se quedó en el bosque, subido a una rama de un árbol, y puso una flecha en su arco. Desde aquella posición podía ver cómo iban avanzando Eeva y Yusufu. Eeva puso una rodilla en tierra y empezó a disparar, mientras Yusufu empezaba a hacerlo unos pocos segundos después que ella. Sus disparos no tenían tanta precisión como los de Eeva, su chorro de balas trepó por el aire y se malgastó sin dar en ningún blanco. Pero Yusufu dejó de disparar y, cuando reanudó su fuego, dio adonde apuntaba. El piloto, un hombre blanco con una espesa barba color castaño, cayó casi en cuanto Eeva empezó a disparar. El ametrallador, un hombre blanco bastante flaco con una larga cabellera color naranja corrió hacia el helicóptero y su arma, pero no consiguió llegar. La máquina estalló con una gran detonación, una cortina de llamas y una espiral de humo. El fuego empezó a extenderse hacia fuera y atrapó a dos hombres que también habían estado corriendo hacia el helicóptero. La segunda intentona de Yusufu derribó a otros dos hombres. Los tres supervivientes empezaron a devolver los disparos, pero Eeva y Yusufu ya habían cambiado de posición. Yusufu se encontraba entre el árbol y la colina, y Eeva volvió al bosque, arrastrándose a cuatro patas. Ras la llamó, y Eeva no tardó en estar a su lado en la rama. Estaba sonriendo y llorando al mismo tiempo, pero su puntería no parecía demasiado afectada por sus emociones. Ahora podía ver a los tres hombres, y con seis disparos los dejó tendidos a todos sobre la hierba. Después, ella y Ras bajaron del árbol y se acercaron cautelosamente a los cadáveres. Yusufu se reunió con ellos. Descubrieron que tres hombres y un perro seguían con vida. Yusufu mató a los cuatro con dos ráfagas de su rifle. Eeva estaba llorando porque el helicóptero se había incendiado. —¡Podríamos haber salido de aquí!—dijo—. ¡Podríamos habernos marchado! ¡Ahora estamos atrapados! —El otro helicóptero se acerca—dijo Yusufu. Ras podía oírlo, aunque muy débilmente. Se lo dijo a Eeva, y ella respondió que debían salir inmediatamente de aquella zona. Al principio Ras había pensado lo mismo que ella, pero ahora dijo que tenia otro plan. Sería muy peligroso, sobre todo para él en las primeras etapas, pero si los demás estaban de acuerdo quizá  pudieran capturar a este helicóptero. O, al menos, conseguirían librarse de él. Pero no había tiempo para hacer planes detallados y cuidadosos; tendrían que improvisar, y si no querían hacer lo que les sugería Ras no pensaba culparles por ello. Ya habían vuelto al bosque, y Yusufu llevaba la radio que le había quitado a uno de los cadáveres. Eeva y Yusufu le escucharon, y después Yusufu dijo que el plan le parecía excelente. Era arriesgado, pero había bastantes probabilidades de que tuviera éxito. Después de todo, Boygur y su gente debían creer que Ras estaba muerto..., y verle les daría un buen susto. De momento no habían hecho ningún esfuerzo por matar a Ras; y, si lo que decía Ras era cierto, cuando intentaron matar a Eeva siempre se habían asegurado de que Ras no se encontraba por los alrededores. Ras no tenía tiempo de hablar. Salió corriendo al claro y se tendió en el suelo, a unos veinte metros de donde empezaba el bosque. Se colocó de bruces, con la cabeza en dirección al bosque, igual que si hubiera estado corriendo hacia él antes de que le sucediera algo. Oyó el helicóptero encima de él y, por un instante, sintió el frío de su sombra. El helicóptero dio varias vueltas sobre Ras mientras que sus ocupantes parecían estudiar la situación. Descubrir lo que le había ocurrido a sus hombres debía haberles dejado bastante impresionados. Estarían hablando con el hombre de la cima del pilar —Boygur, le había llamado Yusufu—, describiéndole cuál era la situación y pidiéndole órdenes. Yusufu había dicho que podía escucharles, así que debía tener cierta idea de lo que pretendían hacer. Pasados unos minutos, el helicóptero aterrizó lo bastante cerca de Ras como para que la hierba que había junto a él se inclinara bajo la ráfaga de aire, y Ras pudo sentir cómo el vendaval enfriaba el sudor de su espalda. Su ruido casi ahogó los sonidos de los rifles al disparar. Al escucharlos, Ras rodó sobre sí mismo. Uno de los hombres que había viajado en el helicóptero se encontraba a unos tres metros de distancia. Estaba tendido de espaldas, con un objeto reluciente cerca de su mano abierta. El objeto era pequeño, de forma cilíndrica, transparente y con una aguja en un extremo. El piloto del helicóptero había permanecido a los controles e hizo que la máquina despegara, pero de repente se derrumbó sobre sus aparatos y el helicóptero empezó a girar de lado y acabó golpeando el suelo. No se incendió, pero sus palas estaban dobladas y tenía el morro medio agrietado. El piloto no hizo esfuerzo alguno por salir de él. Ras corrió hacia la máquina y descubrió que estaba muerto. Eeva lloró un poco más porque el helicóptero estaba averiado. Yusufu no parecía pensar que las cosas anduvieran tan mal. Estaba vivo y libre, mientras que diez minutos antes había sido un prisionero al que aguardaban la tortura y la muerte. Además, tenía junto a él a su amado Ras sano y salvo, cuando no había esperado volver a verle nunca más. Y, aparte de eso, cuanto debían hacer ahora era permanecer con vida y pronto podrían abandonar aquel valle para siempre. Un avión militar etíope había pasado por el valle diez días antes—cuando Ras y Eeva se encontraban en el antiguo lecho del río subterráneo—, y se había visto sorprendido por fuego de ametralladora cuando se acercó demasiado al pilar del lago. El avión se había estrellado en el lago, pero Yusufu estaba seguro de que habría otros aviones buscándole. Eso explicaba por qué‚ Boygur, que de todas formas pensaba que Ras había muerto, se preparaba frenéticamente para abandonar el valle y su proyecto. Pero antes había necesitado destruir a Jib para que nadie pudiera seguirle la pista a sus huellas dactilares, y tenía que encontrar y matar a Yusufu para que su boca quedara cerrada para siempre. —Hay tantas cosas que no entiendo...—dijo Ras. Tenía la sensación de que el mundo era como una gran trampilla que se había abierto de repente, y ahora él estaba cayendo a través de la oscuridad. —Después habrá tiempo para explicarlo todo —dijo Yusufu—. Hay muchas cosas que yo tampoco sé. Vayamos a mi campamento, que está  bastante más cerca que el vuestro, y allí lloraremos por Mariyam y hablaremos de cómo podemos vengarnos de Boygur. Por el camino Ras le preguntó qué‚ pretendía hacer el hombre de la jeringuilla hipodérmica (Eeva le había explicado qué‚ era aquel objeto). —Oí su conversación—dijo Yusufu—. No sabían qué‚ había pasado, pero estaban asustados, y también sentían la ira que llega con el miedo. Te vieron tendido de bruces sobre la hierba. Boygur no lograba creer que estuvieras ahí; pensaba que habías muerto en la caverna. Se alegró mucho y dijo que eras un auténtico héroe, que era imposible matarte. Ahora, en vez de marcharse, tendría que permanecer en el valle y llevar a cabo sus planes. Estaba seguro de que las autoridades etíopes quedarían satisfechas si repartía una gran cantidad de dinero allí donde pudiera ser más efectivo. Y quizá tuviera razón. De todas formas, le dijo al helicóptero que aterrizase, y el ametrallador debía comprobar si estabas vivo. En ese momento Boygur pareció algo preocupado; se le acababa de ocurrir que tu presencia allí no quería decir que estuvieses vivo. »Johann, el ametrallador, tenía que examinarte. Si estabas herido tenía que curarte las heridas si es que eran ligeras, y si eran graves tenía que llevarte a la cima del pilar para que recibieses tratamiento. Si estabas bien pero inconsciente tenía que pincharte con la hipodérmica para asegurarse de que no despertabas en un buen rato y después volverían al pilar, recogerían a la chica, la que se supone que ha de ser tu jane, y la traerían hasta aquí. Tenían que darle una oportunidad de escapar y luego fingirían que andaban buscándola, y después regresarían. La chica te encontraría y todo iría tal y como se esperaba. Boygur dijo que ya iba siendo hora. La chica había iniciado una huelga de hambre, y si seguía sin comer no tardaría mucho en morirse. Tenía la esperanza de que tú serías justamente lo que le hacía falta. »Rudi dijo que a él la situación le parecía amenazadora; estaba bastante seguro de que todas esas muertes y la destrucción del helicóptero no eran algo que hubieras podido hacer sin ayuda. No quería aterrizar, pero Boygur dijo que si no obedecía sus órdenes le mataría. Yusufu se quedó callado durante un rato y luego dijo: —Boygur debe saber desde hace mucho que las cosas no iban tal y como él quería, y que nunca saldrían bien. Pero no quiere admitirlo. ¡Ese hombre está  loco! —Y ahora—le dijo Ras en voz baja—, cuéntamelo todo..., desde el principio.   Dios atrapado por un lazo   El día siguiente lo pasaron escondidos en el bosque, cerca de la orilla, y desde allí observaron el pilar de piedra que se alzaba en el centro del lago. Desde que Mariyam le explicó su origen —una explicación que ahora sabía era falsa y que, en realidad, nunca había llegado a creer—, Ras siempre pensó que aquellos trescientos metros de roca negra y reluciente eran bastante siniestros, pero ahora, sabiendo la verdad, el pilar parecía el doble de amenazador. Incluso su negrura se había vuelto más oscura. Todo estaba tranquilo e inmóvil. No vieron señal alguna de vida, salvo dos  águilas pescadoras que revoloteaban alrededor del pilar. Yusufu le indicó el sitio donde solía ponerse Boygur para mirar por su telescopio hacia lo que ocurría más abajo y, sobre todo, para observar al mismo Ras. Ras forzó al máximo sus ojos, pero no pudo ver nada. —Habrá pedido ayuda por radio, puedes estar seguro de eso —dijo Yusufu—. Mañana o pasado mañana vendrá  otro helicóptero. Quizá  sea el gran helicóptero que trae el combustible y los suministros. Entonces la cacería volverá a empezar. Boygur no se rinde nunca. Conozco a ese demonio. —Cuéntame más cosas sobre ese sitio—dijo Ras—. Cuéntamelo todo sobre él, cuéntame todo lo que necesite saber un hombre que quiera ir allí para matar a Boygur. Yusufu pareció sobresaltarse. —¿Qué? Hijo, debes estar bromeando, ¿no?—Pero le obedeció. Ras escuchó y le hizo muchas preguntas, y después le contó lo que pensaba hacer. Tuvo que aguantar las protestas y los argumentos de Yusufu y Eeva, formulados con un vigor tal que a veces llegaba a la histeria. —No malgastes tu aliento y no te canses más—acabó diciéndole Yusufu a Eeva—. Conozco esa mirada. Está decidido a ir. Nada salvo la Muerte podrá detenerle. El resto del día lo pasaron haciendo preparativos, lo que significó hacer un viaje hasta la caverna de los acantilados. Ras durmió una hora por la tarde y después, al anochecer, se metió en la canoa con Eeva y Yusufu. Fueron remando por entre la negrura aún no iluminada por la luna hasta encontrarse en la base del oscuro pilar. Una vez allí Ras besó tanto a Eeva como a Yusufu, calmó sus lágrimas y sus últimas protestas y, armado solamente con su cuchillo, saltó de la canoa. Sin verlos, Ras se agarró a los salientes que había agarrado tantas veces antes, encontró más asideros, e inició su lenta ascensión a ciegas. Por primera vez no resbaló, quizá  porque todo su ser ardía de impaciencia y ese fuego quemaba la roca creando sus propios medios de sujetarse, o eso le pareció a él. Aunque su ascensión era tan lenta como difícil, le fue apartando de la borrosa silueta de la canoa con excesiva rapidez. La canoa seguía allí, a unos pocos metros de la base, con Eeva y Yusufu esperando para asegurarse de que no caía. Estarían allí hasta muy poco antes del amanecer, a menos que Ras apareciera antes de ese momento y le ayudaran a subir a la canoa, vivo, o metieran su cadáver en ella. La luna no tardó en salir, y Ras pudo ver la embarcación y las minúsculas figuras que había dentro de ella. Las saludó con la mano, pero las dos siluetas no le devolvieron el saludo porque para ellas Ras resultaba invisible, o quizás estuviera tan arriba que ya no podían distinguir sus manos. Ante él se extendían el lago de aguas plateadas, los oscuros muros del bosque y la pluma blanca de una catarata. La luna siguió subiendo por el cielo y Ras subió con ella, aunque mucho menos deprisa y sin tanta seguridad. Cuando ya llevaba un rato trepando empezaron a enfriársele los dedos. Llevaba unos mocasines hechos con piel de gamo, pantalones y una camisa pero el viento, que primero pasaba por encima de los acantilados y luego bajaba por ellos como si le obligara inclinarse el peso de las partículas heladas que llevaba dentro, era muy frío. Siguió subiendo, asidero por asidero, grieta por grieta, peldaño a peldaño. De vez en cuando tenía que desplazarse en ángulo y en otras ocasiones tenía que bajar un poco antes de que le resultara posible seguir subiendo. Por dos veces descubrió que había dado un cuarto de vuelta al pilar y tuvo que encontrar algunos asideros para volver al lado que le llevaría hasta su objetivo. Llegó un momento en el que tuvo la sensación de que sería incapaz de seguir izándose ni un segundo más; pero no podía parar, y se negaba a volver. Había trepado sin ayudarse con picos, pitones o cuerdas; había utilizado sus dedos y sus pies, y a menudo había tenido que mantenerse agarrado con sólo sus dedos para soportar el peso de su cuerpo, mientras los nudos o protuberancias de la roca parecían a punto de ceder. Aunque tanto sus manos como sus dedos estaban cubiertos de gruesos callos ya llevaban bastante rato sangrando, y eso hacía que fuera fácil resbalar. Se limpió las manos en la camisa hasta que los lados de ésta quedaron teñidos de rojo. Finalmente decidió que debía ponerse los guantes que Yusufu y Eeva habían hecho para él. Atenuarían la sensibilidad de las yemas de sus dedos cuando comprobara lo resistentes que eran los salientes rocosos, pero no podía soportar por más tiempo el dolor, la pérdida de sangre y la falta de fricción entre sus manos y las rocas que ocasionaba. Llevaba bastante tiempo sintiéndose pesado, pero de repente empezó a sentirse ligero y  ágil, como si el viento hubiera entrado en él convirtiéndole en un globo. Se daba cuenta de que las causas de aquella peligrosa sensación eran la fatiga, el hambre y el frío, pero no podía hacer nada al respecto. Siguió trepando. Poco antes del amanecer, mientras el cielo palidecía anunciando la proximidad del sol, la mano de Ras descubrió un hueco y una cornisa de piedra que eran demasiado lisos y regulares para ser naturales. Acababa de encontrar la ventana descrita por Yusufu. Y la había encontrado justo a tiempo. Tuvo que hacer acopio de todas las fuerzas que le quedaban para izarse encima del alféizar, y cuando lo hubo hecho tuvo que permanecer durante largo rato doblado sobre sí mismo y con las rodillas pegadas al pecho, igual que si la ventana fuese un útero y él un bebé aguardando a nacer. Lo cierto es que se encontraba tan débil como un bebé antes del nacimiento. Y, mientras mantenía los ojos medio cerrados a causa del sol, el pánico se apoderó de él durante un segundo. La hendidura que había en lo alto del acantilado, hacia el este, daba la impresión de estarse moviendo, y Ras tuvo la sensación de que el mundo entero se deslizaba, apartándose de él. Entonces se dio cuenta de que no era aquella hendidura la que se movía a un lado y a otro. Era él quien se movía. O, mejor dicho, tal y como le había contado Yusufu años antes, era el pilar de piedra el que se movía, oscilando, empujado por el viento hasta allí donde podía ser empujado, quizá no más de unos treinta centímetros, y volviendo luego lentamente a su posición original para ser empujado nuevamente hacia el norte. Era increíble que una masa tan enorme y sólida pudiera responder a la presión del aire, débil e invisible, pero eso hacía. Había estado haciéndolo desde que se convirtió en una columna de trescientos metros de altura, y seguiría balanceándose hasta que el movimiento la hiciera resquebrajarse por algún punto y la parte superior se desprendiera del resto. Ras entró en la habitación a la que daba la ventana, se estiró, se inclinó y empezó a explorarla. Yusufu le había dicho que aquella estancia había sido tallada en la roca viva un año antes del nacimiento de Ras. Era un almacén. Ras probó la gran puerta, hecha de una madera muy gruesa, y descubrió que estaba cerrada. Tendría que esperar hasta que alguien la abriera. Según Yusufu, un cocinero la abriría poco después del amanecer para coger los alimentos con que preparar el desayuno. La habitación contenía muchos montones de objetos, todos etiquetados. Ras quería un poco de ungüento para sus dedos y algo de comida. Encontró el ungüento después de haber estado buscando durante unos minutos, abrió un frasco y se lo esparció por las manos. Después tuvo que usar una pequeña palanqueta para abrir una caja y conseguir una lata de carne. Tras haber pasado unos segundos preguntándose qué‚ significarían las instrucciones escritas en la etiqueta, cogió el pequeño abrelatas que había en el fondo de la caja e insertó la lengüeta metálica en el orificio del abrelatas. El proceso le resultó tan nuevo y delicioso que tuvo que contener el impulso de abrir todas las latas. La carne estaba fría, algo grisácea y picaba demasiado para su gusto, pero se la comió toda, y cuando su vientre estuvo algo más cerca de encontrarse lleno Ras se sintió mucho mejor. Después de haberse comido una lata de melocotones, que tuvo que abrir con un abrelatas más grande y que, por lo tanto, requirió un tiempo más de meditación, examinó la armería. Contenía cajas de munición de todos los tipos, cajas con revólveres y pistolas automáticas, varias ametralladoras, y todo un surtido de rifles colgados de la pared. Ras cogió un M-15, el mismo tipo de rifle que Eeva le había enseñado cómo utilizar después de que llegaran al escondite de Yusufu. Lo inspeccionó para comprobar si estaba limpio, lo cargó, y cogió un recipiente de cargadores para llevárselo consigo. Después se instaló junto a la puerta y esperó. Los rayos del sol estaban empezando a entrar por la ventana en un ángulo más pronunciado, e hicieron relucir una máquina que antes no había sido más que un bulto borroso de muchos ángulos y esquinas. La máquina era más alta que Ras y tres veces tan larga como su altura, y poseía muchas ruedas dentadas y un enorme cilindro en el cual había enrollada una cuerda blanca, así como un largo cuello metálico en el que había ruedecillas y más cuerdas. La máquina estaba situada encima de una plataforma con ruedas y podía ser acercada a la ventana, por la cual el cuello sobresaldría aproximadamente un metro veinte. La soga que había en el rodillo estaba unida por un extremo a un gran rollo de cuerda del suelo, y este rollo iba unido a otro, y así a continuación hasta un total de veinte grandes rollos que formaban toda una serie completa. Esta era la máquina que Yusufu le había descrito, «la polea», que funcionaba mediante petróleo y que podía dejar caer por la ventana trescientos metros de cuerda que llegaban hasta la superficie del lago. Boygur la había concebido por si un día se quedaba atrapado en lo alto del pilar sin tener ningún helicóptero disponible. Junto a la máquina había varios botes de un metal grisáceo como las escamas de los peces: los botes estaban sostenidos por unos marcos y ganchos que se encargarían de sujetarlos mientras eran bajados al agua. Sin moverse de su sitio, Ras empezó a observar la máquina para pasar el tiempo. Después se olvidó de ella para pensar en otras cosas, tanto pasadas como presentes y futuras. Un  águila pescadora que pasaba junto a la ventana acuchilló el aire con dos agudos gritos. Después de aquello no hubo ningún otro ruido hasta que, tan repentinamente que el corazón le dio un vuelco, oyó girar una llave en la cerradura. Fue corriendo hasta un gran montón de cajas de madera y se ocultó detrás. Un negro gordo y bajito que vestía camisa y pantalones marrones y llevaba un delantal blanco muy limpio entró en la habitación. Cerró la puerta a su espalda, se puso la llave en el bolsillo y pasó junto al montón de cajas. Se detuvo ante un rimero de cajas que le llegaba hasta la cintura y se inclinó sobre él, cogiendo una botella medio llena de algún líquido oscuro. Cuando Ras se le acercó por detrás y le pasó un brazo alrededor del cuello el negro acababa de llevarse la botella a los labios. La botella cayó sobre las cajas y, cuando el cuello del hombre se partió con un chasquido, aún seguía derramando el apestoso líquido ambarino. Ras arrastró el cuerpo detrás de las cajas y arrojó la botella sobre él. Después se limpió el ungüento de los dedos porque, si iba a manejar el cuchillo, necesitaría sentir la fricción. Tras abrir la puerta con la llave que cogió del bolsillo del muerto cruzó el umbral, volvió a cerrarla por fuera, y se metió la llave en el bolsillo de su camisa. Ante él había diez peldaños tallados en la roca. Los subió y se encontró en un corredor cuyo techo quedaba a tan sólo unos pocos centímetros por encima de su cabeza. El corredor terminaba bruscamente un par de metros a su derecha; tenía que ir a la izquierda. Unos cuantos pasos le llevaron a una puerta que iba desde el techo hasta el suelo, y unos doce pasos más lejos, a su derecha, había otra puerta. Las dos puertas estaban cerradas y su llave no entraba en ninguna de las dos cerraduras. Al final del pasillo, a su derecha, había una escalera de caracol tallada en la piedra y a su izquierda, justo enfrente de la escalera, una gruesa puerta de madera con una ventanilla en ella. Ras miró al interior y vio una ventana con tres barrotes de hierro al otro lado. En la pequeña estancia había un atril con una palangana metálica, una jarra y un vaso, así como un recipiente blanco con una tapadera en uno de los rincones del cuarto y una cama de madera con algunas mantas y almohadas. En la cama había una mujer, tendida de lado. Iba vestida con ropas de color marrón similares a las que había llevado Eeva cuando la vio por primera vez. La mujer estaba delgada, su cabellera amarilla se hallaba muy revuelta y su rostro, al menos lo que podía ver de él, parecía flaco y ceñudo. Esta mujer debía ser su jane, la mujer traída aquí contra su voluntad que ahora estaba dejándose morir de hambre. Mientras permanecía junto a la puerta y se preguntaba qué‚ debía hacer con ella—si es que debía hacer algo—oyó, procedente de la escalera de caracol que daba al exterior, el débil y lejano ruido del helicóptero. Aquel ruido le había asustado y emocionado tantas veces, como si fuera el batir de las alas de un demonio... Ahora sabía que sólo anunciaba la llegada de un objeto muerto, una máquina, y una parte del misterio y el terror había desaparecido, aunque no todo. Al oírlo esta vez sintió, más que nada, ansiedad y excitación. Si era el gran helicóptero que transportaba combustible y suministros podía ser utilizado para traer la muerte, la consternación y el pánico a sus enemigos. Decidió dejar a la mujer en su cuarto sin decirle nada. En aquel sitio estaría a salvo y le resultaría imposible estorbarle o traicionarle por accidente. Dejó atrás la puerta de la celda y se pegó a la pared justo al lado de la entrada del pasillo situado al final de la escalera. Podía oír a unos hombres que hablaban cerca de la parte superior de la escalera, y otros hombres que gritaban a lo lejos. Después oyó el ruido de metal chocando contra metal. Alguien estaba bajando los peldaños. Ras corrió por el pasillo y se ocultó en la escalera que llevaba al cuarto usado como almacén, pero unos segundos después asomó la cabeza lo suficiente para poder ver con un ojo. Un hombre blanco, bajo y delgado, que vestía ropas marrones, estaba irguiéndose tras haber dejado en el suelo una bandeja con platos y cacharros. Después sacó una llave de la anilla que llevaba en el cinturón y la metió en la cerradura de la puerta de la celda. El hombre estaba tan concentrado mirando por la ventanilla de la puerta que no vio a Ras, que caminó silenciosa y casi despreocupadamente por el pasillo hasta situarse a la distancia adecuada para lanzar el cuchillo. Entonces el hombre giró sobre sí mismo y su mano voló hacia su cinturón, pero no llevaba ningún arma encima, y aunque la hubiera llevado no habría conseguido cogerla a tiempo. El cuchillo se clavó en su plexo solar, hundiéndose casi hasta la empuñadura. El hombre retrocedió, tambaleándose, chocó contra la pared y empezó a resbalar por ella. Ras saltó hacia él y le arrastró por el pasillo para esconderlo a los ojos del hombre que estaba en lo alto de la escalera. Aquel hombre tenía un rifle pero en aquel momento estaba mirando hacia el cielo, quizá hacia el helicóptero, y no vio ni a Ras ni al muerto. Ras dejó el cadáver y extrajo el cuchillo, limpiándolo en la camisa del muerto. Después oyó cómo el centinela decía algo en un inglés que sólo pudo comprender a medias. El centinela había visto que el hombre de la bandeja no estaba allí y que la puerta seguía sin abrir. Quizá  pensó que el hombre estaba dentro de la celda, haciéndole algo a la mujer, o quizá sabía que no había tenido la vista apartada el tiempo suficiente como para que el hombre de la bandeja abriera la puerta y se metiera dentro. Fuera cual fuese su razón para ello, se alarmó. Los tacones de sus botas resonaron en los peldaños, el centinela apareció bruscamente en el pasillo y empezó a darse la vuelta para mirar hacia el otro extremo. Ras volvió a lanzar el cuchillo, y ‚éste se clavó en la garganta del centinela. El hombre cayó hacia atrás, con su rifle repiqueteando movido y tenía un color gris azulado, igual que un cadáver. El rugido del exterior se hizo más potente y después empezó a disminuir. Las palas cortaron el aire cada vez más débilmente y acabaron quedándose inmóviles. Ahora Ras podía oír con claridad las voces de los hombres, aunque parecían estar algo lejos. Volvió a examinar su rifle, subió los peldaños y atisbó por la esquina de la entrada. La entrada estaba rodeada por muros y tenía un tejado: Ras supuso que sería para protegerla de la lluvia. A la derecha había una caseta terminada en cúpula. Cuatro cables unidos a la parte central irradiaban de ella para acabar en ganchos metálicos empotrados en la piedra. Yusufu le había contado que servían para impedir que los grandes vendavales arrancaran las cabañas prefabricadas «quonset» de la cima de la columna. Pegadas al borde y colocadas a intervalos irregulares había varios edificios similares. El perímetro de la cima estaba rodeado por un muro que tendría unos ochenta centímetros de alto y estaba hecho con losas de piedra cortadas del pilar y unidas con cemento. Ras pudo ver varios recintos de piedra como aquel en el que se encontraba. Debían ser entradas a otras habitaciones talladas en la roca. En el otro extremo, a unos quinientos metros de distancia, había un gran espacio abierto parcialmente ocupado por un enorme helicóptero con la parte central abultada como un enorme vientre. A su alrededor había mangueras y cañerías, y aparatos que Ras supuso serían bombas de succión. Cuatro hombres estaban conectando unas mangueras al helicóptero, y dentro de él había otros dos que iban dándoles cajas y sacos a dos hombres que estaban junto a la abertura del costado metálico. Un objeto minúsculo que relucía al sol era otro helicóptero que se aproximaba. Ras examinó la zona tan concienzudamente como le fue posible sin asomar más la cabeza. No vio a nadie que encajara con la descripción de Boygur que le había hecho Yusufu. Los hombres que trabajaban alrededor de la gran máquina o dentro de ella eran blancos o negros, pero estos últimos con el cabello lacio y la nariz aguileña que Yusufu había llamado etíopes. Ante la entrada de una cabaña «quonset» con varios palos y muchos brazos metálicos asomando de su techo, situada a medio camino entre Ras y el otro extremo del lugar, había un hombre calvo, no muy alto y de tez clara. Estaba fumando un cigarrillo, pero cuando uno de los hombres que estaban junto al helicóptero le hizo una seña lo tiró al suelo y lo aplastó con el zapato. El hombre empezó a volverse hacia Ras, y éste se ocultó detrás del muro de piedra. Ras no tenía forma alguna de saber dónde estaba Boygur o cuántos hombres más había allí y dónde se encontraban. Tendría que actuar y seguir moviéndose como mejor le pareciera en respuesta a las circunstancias. Cuando volvió a mirar por la esquina vio a un hombre blanco con el estómago abultado y el rostro enrojecido que salía de un gran edificio cubierto por una cúpula situado a unos treinta metros de distancia. El hombre tenía la cabeza tapada por un sombrero blanco de forma cilíndrica y llevaba un delantal blanco. Probablemente iba a enterarse de qué había hecho retrasarse al primer cocinero. Ras le cogió cuando doblaba la esquina, apretándole el cuello con un brazo y arrastrándole por los escalones. Le hizo retroceder hasta la pared y colocó el filo de su cuchillo en su garganta. El hombre se había puesto gris bajo el rosado de su piel; tenía los ojos muy abiertos y estaba temblando. —¿Dónde está Boygur?—dijo Ras en inglés. El hombre empezó a parlotear en un lenguaje que Ras no reconoció como inglés hasta que no le hizo repetir más lentamente las palabras. Lo que decía continuaba siendo sólo medio inteligible, pero Ras pudo comprender lo suficiente de sus tartamudeos. Boygur se encontraba en el cobertizo de la radio, el edificio delante del que había estado fumando aquel hombre calvo y de tez clara, el operador de la radio. —Ras Tyger, ¿cómo has llegado hasta aquí?—jadeó el hombre. —Trepando—dijo Ras. Hizo girar bruscamente al hombre hasta dejarle con la cara pegada a la pared y le cortó la vena yugular, retrocediendo de un salto para evitar el chorro de sangre. Cualquier duda que hubiera podido tener en cuanto a si los demás hombres eran tan culpables como Boygur se había esfumado. Este hombre conocía su nombre y seguramente también sabía toda la historia de Ras, y también debía haber conocido al asesino de Mariyam. Arrastró el cuerpo una corta distancia pasillo abajo, dejándolo con los demás cadáveres, y volvió a lo alto de la escalera. Las mangueras seguían uniendo el gran helicóptero a las bombas y a varios discos de hierro levantados que debían ser las tapas de los tanques de combustible, situados en pozos tallados dentro de la roca. Ahora la tripulación del helicóptero era visible. Había un hombre blanco, alto y con un bigote negro, otro hombre blanco más bajo y con el cabello castaño, y un negro bastante corpulento. Los tres estaban yendo hacia el cobertizo de la radio. El otro helicóptero, mucho más pequeño, estaba más próximo, y al parecer iba a pasar por encima del gran helicóptero para aterrizar cerca del cobertizo de la radio. Ras comprobó nuevamente su rifle y salió del recinto de piedra. Llevando el rifle en una mano, caminó con paso tranquilo hacia el cobertizo. El hombre del bigote negro se paró y volvió la cabeza para decirle algo a los otros, que se encontraban a unos pasos por detrás de él, pero ninguno mostró señales de alarma. Ras siguió caminando hasta encontrarse casi en la puerta del cobertizo. Entonces se detuvo y por un segundo quedó fascinado, sin saber qué hacer. La música que brotaba del cobertizo no se parecía a nada de lo que había oído antes. Procedía de muchos instrumentos desconocidos cuyos sonidos individuales le hacían sentir una extraña emoción, y había en ella una complejidad y una magnificencia que le colmaron de éxtasis. Aquella música hablaba de las inmensas glorias que había en el mundo de más allá del cielo, y le hizo preguntarse qué clase de hombres podían crear una música semejante. Un instante después Ras se sacudió y se pasó la mano por la cara igual que si se limpiara una telaraña. El más pequeño de los dos helicópteros estaba aterrizando; su cuerpo transparente revelaba a un piloto y a otro hombre. Ras alzó el arma y disparó un chorro de balas. El arma ladró y partículas de piedra y polvo de piedra bailotearon en una línea que acabó alcanzando a los tres hombres que se encontraban cerca del cobertizo. Los tres hombres se habían detenido, con los rostros pálidos y las bocas convertidas en agujeros negros: las balas les hicieron caer hacia un lado y hacia otro, y Ras subió el cañón del rifle y paseó el chorro de proyectiles por el cuerpo transparente del más pequeño de los dos helicópteros. Mientras los tres hombres morían el piloto había hecho despegar la máquina y el otro hombre ya se encontraba detrás de los dos cañones de la ametralladora, haciéndola girar hacia Ras. Pero el piloto se sacudió bajo el impacto de las balas y el helicóptero empezó a caer de lado. Golpeó el borde del pilar, arrancó algunas de las losas que coronaban el muro, dio la vuelta sobre sí mismo y desapareció. Ras siguió disparando con la esperanza de que el rifle no se encasquillara, cosa que Eeva le había advertido que era posible que ocurriera. Los hombres que se ocupaban de la maquinaria que rodeaba al gran helicóptero y los cuatro hombres que lo estaban descargando se habían agazapado igual que si el asombro les hubiera caído encima como una gran mano. Algunos se habían arrojado de bruces sobre las piedras. Uno de ellos cayó cuando las balas le atraparon a mitad de su carrera. Ras disparó hacia las mangueras que transportaban el combustible y después empezó a dispararle al helicóptero, intentando colocar las balas (de cada diez una era incendiaria) cerca de los sitios donde las mangueras quedaban conectadas al cuerpo del aparato. De repente, flechas de llama brotaron del helicóptero, haciéndose cada vez mayores y uniéndose entre ellas hasta convertirse en una sola que creció y empezó a correr hacia él. El humo se acumulaba igual que si saliera de una boca gigantesca. El vendaval era como el golpe de una cola de cocodrilo azotando su cuerpo. Ras se vio lanzado contra el costado del cobertizo de la radio con tal violencia que dejó caer su rifle y por un instante no supo quién era, dónde estaba o qué sucedía. El calor y el humo cayeron sobre él. Tosió. Estaba ciego y sordo, pero sus sentidos no tardaron en regresar y, aunque seguía sin ser capaz de ver nada, empezó a oír el rugido del combustible ardiendo. Rodó sobre sí mismo para ver algo por debajo del humo, pero no consiguió distinguir nada. Un instante después una caprichosa ráfaga de viento hizo que una de las nubes se apartara por un segundo, y Ras vio un cuerpo calcinado. El humo volvió a cubrirlo. Una puerta resonó con un golpe seco. Ras vio cómo unos zapatos aparecían por entre el humo, bajando hasta tocar la piedra, y cómo volvían a desaparecer en la humareda. El propietario de los zapatos estaba tosiendo. Los zapatos pasaron corriendo a unos pocos metros de él. Los tobillos pertenecían a un hombre blanco más bien flaco. El hombre volvió a toser y se esfumó. Otro par de pies apareció, desapareció, volvió a aparecer, y se marchó en la misma dirección que el primer par. Ras logró encontrar su rifle, le puso un cargador nuevo y se arrastró en la dirección tomada por aquellos pies. Tropezó con el recinto del que había salido. Se tendió en el suelo, luchó por dominar su tos y aguzó el oído. No consiguió oír nada. Los dos hombres podían estar esperándole, y también era posible que hubieran buscado refugio en algún otro sitio. También podían haber corrido hacia el almacén para bajar la cuerda de la ventana utilizando la máquina y descender hasta la superficie del lago. Y también era posible que ninguno de los dos le hubiera visto, Quizá  creyeran que la explosión había sido un accidente. No, era imposible que creyeran eso, porque aunque no le hubieran visto habían oído el rifle. El helicóptero más pequeño había hecho bastante ruido al bajar, pero Ras estaba seguro de que el ruido no había sido suficiente para ahogar el sonido del rifle. El viento estaba haciendo que el humo fuese hacia la escalera de caracol, por lo que a Ras le resultaba imposible ver nada más allá de un par de metros. Ahogó otro ataque de tos y empezó a bajar a rastras por los peldaños. Cuando llegó al fondo se agazapó y escuchó. La puerta de la celda apenas si era visible. La ventanilla estaba abierta, pero ningún rostro asomaba por ella. Ras atisbó por la esquina de la escalera. El humo se estaba haciendo tan espeso que ya no podía ver ni el final del pasillo. Los dos cadáveres estaban ocultos por las nubes de humo, pero aun así logró ver que tanto el rifle como la pistola y la cartuchera del centinela habían desaparecido. Sonrió. Quien hubiera bajado hasta aquí o había seguido avanzando por el pasillo hasta una de las habitaciones que había a lo largo de él, o había ido hasta el almacén, o se ocultaba en la celda. Claro que si esa persona —o personas— no tenía una llave no podría entrar en la celda dado que Ras había cogido la llave del centinela. Un hombre podría haber seguido hasta una de las estancias que había detrás de las tres puertas del pasillo, dejando al otro hombre en la celda para que así pudieran coger a Ras entre ambos. En ese momento un rostro apareció en la ventanilla de la celda. Era una cara que Ras no había esperado ver, pues creía que la mujer se encontraba demasiado débil para levantarse. Pero allí estaba su flaco rostro, y sus ojos, carentes de toda emoción, estaban mirando hacia Ras. Su cabeza se inclinaba hacia la derecha y todo indicaba que la estaban obligando a mirar por la ventanilla, quizá  incluso que era sostenida por alguien. Aquel presentimiento bastó para advertirle. Ras alzó su rifle, y ya estaba apretando el gatillo cuando otro rostro apareció detrás de la mujer y el cañón de un arma se deslizó por encima de su hombro, asomando por la ventanilla. No podía hacer nada más que disparar. No podía impedir que la mujer estuviera en mitad de su línea de fuego. Y la mujer se derrumbó hacia atrás con la frente reventada y llena de sangre, y el rostro que había detrás de ella también salió despedido hacia atrás. El rifle escupió una sola llamarada, y partículas de piedra golpearon el rostro de Ras cuando la bala rebotó en la pared junto a su cabeza: un instante después el cañón del arma se alzó bruscamente y volvió a entrar por la ventanilla. Ras vació el cargador sobre la puerta, apuntando bastante bajo para que las balas acertaran al hombre tendido en el suelo, siempre que lograsen penetrar la madera con la fuerza suficiente. Después de recargar el arma esperó durante varios minutos. El único sonido era el rugir ahogado del combustible ardiendo. El viento debía haber vuelto a cambiar de dirección, pues ahora ya no había humo en la entrada de la escalera. La humareda del pasillo se había disipado en muy poco tiempo. Ras atisbó por la esquina de la escalera y no vio a nadie. Se puso en pie y cruzó de un salto el pasillo hasta llegar a la puerta de la celda. Volvió a esperar. Ninguna cabeza asomó por las entradas del pasillo, y a través de la ventanilla de la celda no le llegó sonido alguno. Ras miró por la ventanilla. Ni el hombre ni la mujer podían estar vivos habiendo perdido partes tan considerables de sus cabezas y cuellos. El hombre quizá  fuera el operador de radio que había estado fumando fuera del cobertizo. Ras lamentó haber tenido que matar a la mujer. Incluso estando casi al final de su vida Boygur había conseguido hacer que Ras matara a otra persona inocente. Tras asegurarse de que en la celda no había nadie más, Ras se aproximó cautelosamente a la entrada y luego bajó por la escalera de caracol hasta el almacén. Pegó la oreja a la puerta, y a través de la gruesa madera oyó unos débiles gruñidos, siseos y chasquidos metálicos. No tenía forma alguna de saber cuál era la causa de esos sonidos, pero supuso que la responsable debía ser la máquina con la cuerda enrollada en el cilindro. Miró por el agujero de la cerradura pero descubrió que estaba tapado. Boygur—si es que era él quien estaba en la habitación—se había dejado la llave en la cerradura. Si empujaba la llave para sacarla del agujero, el ruido de su caída alertaría a Boygur, ya que sin duda estaría vigilándola atentamente. Ras volvió arriba. Seguía sin poder ver gran cosa, y el humo hizo que empezara a toser de nuevo. Fue avanzando a tientas hasta llegar al muro de piedra que circundaba el borde. Se inclinó por encima del muro y logró evitar la mayor parte del humo, pudiendo ver también toda la columna de piedra hasta el lago. La minúscula canoa con las figurillas de Eeva y Yusufu dentro subía y bajaba sobre las aguas. Estaban esperando; ahora debían estar temblando de preocupación e incertidumbre, preguntándose qué había pasado después de que el humo brotara del pilar. Alrededor de Ras había demasiado humo para que ellos pudieran verle, pero aun así les saludó con la mano. Inclinado sobre el muro, Ras siguió avanzando a lo largo de éste hasta llegar a un punto situado justo sobre la ventana del almacén por la que había entrado después de trepar. El cuello metálico de la máquina asomaba por la ventana, y la cuerda blanca se deslizaba ya por las ruedecillas que había al final del cuello. La cuerda había llegado ya a la mitad del negro costado del pilar. Su extremo estaba unido a una armazón metálica que sostenía uno de los pequeños botes que Ras había visto en el almacén. En el bote había tres fardos de forma alargada, dos remos y un rifle. Los flancos de la armazón y el bote golpeaban de vez en cuando algún saliente rocoso, pero el descenso de la cuerda era muy lento. Quien hacía funcionar la máquina no deseaba correr ningún riesgo de estropear el bote. Su cabeza de blancos cabellos asomaba por la ventana mientras observaba el descenso. Ras le estuvo mirando durante unos segundos, y se apartó cuando la cabeza empezó a volverse hacia un lado. No quería ser visto si al hombre se le ocurría la idea de mirar hacia arriba. Ras esperaba tener el tiempo suficiente para encontrar una cuerda adecuada antes de que el bote llegara a la superficie y Boygur hubiera bajado demasiado trecho por la cuerda. Empezó a buscar una cuerda sin perder ni un instante, pero tardó más de lo que deseaba en hallarla, pues tuvo que registrar los edificios situados a un extremo del pilar. Los demás edificios habían sido derribados o totalmente destruidos por la detonación, y algunos se encontraban demasiado cerca del calor como para que Ras pudiera pensar en meterse en ellos. Uno de los edificios, que debía ser el de Boygur, le habría dejado fascinado en cualquier otro momento que no fuera aquél. Cuando ya estaba a punto de rendirse y volver corriendo hacia el muro, encontró por fin la cuerda que estaba buscando. El rollo de cuerda estaba colgado en la pared de una habitación de la casa de Boygur, y Ras lo reconoció inmediatamente como una cuerda fabricada y utilizada por él mismo que había desaparecido misteriosamente hacía varios años. Ras había sospechado que un chimpancé o un mono se la habían robado, pero aquí estaba, en una pared, con muchas fotos de él mismo o de otras personas, así como las cabezas disecadas de unos cuantos animales y algunas armas de los wantso y los sharrikt, junto con la primera lanza que Ras había fabricado en su vida. Ras corrió por entre el humo hasta llegar al muro. El bote metálico oscilaba hacia un lado y hacia otro pero no llegaba a golpear contra el pilar. Al parecer Boygur ya creía tenerlo situado lo bastante cerca de la superficie del lago, porque ahora estaba encima del cuello metálico de la máquina. Boygur avanzaba muy despacio y deteniéndose con bastante frecuencia. Llevaba unos pantalones de color marrón y guantes para evitar las quemaduras de la cuerda cuando bajara los trescientos metros de ésta. En su cinturón había una funda con un revólver. Entre las armas y herramientas con que Ras había practicado durante más de doce años estaba el lazo. Ras dejó caer su lazo sobre los hombros del viejo de cabellos blancos justo cuando éste miraba hacia arriba. Boygur—tenía que ser Boygur, a juzgar por la descripción de Yusufu—lanzó un chillido. Echó la cabeza hacia atrás para mirarle: tenía los ojos desorbitados, y su barba asomaba rígidamente de su cara como si el terror se la hubiera dejado tiesa. Ras tiró de la cuerda para cerrar el lazo. Boygur gritó, tensando las rodillas y sujetándose con los pies al marco metálico. Ras no podía usar nada más que sus brazos para izar a Boygur, pero aun así Boygur se vio arrancado de su asidero después de unos cuantos segundos de lucha desesperada. Su cuerpo empezó a girar lentamente sobre sí mismo, balanceándose hacia atrás y hacia adelante impulsado por el viento. Y de esa forma Ras subió a Boygur, igual que un hombre subiría a Dios atrapado por un lazo, tal y como la criatura iría subiendo a su Creador para preguntarle por qué había hecho esto y aquello, pero estaba muy claro que aquel hombre, cubierto de arañazos y de sangre, manchado por el humo y con la ropa medio destrozada, no era Igziyabher. Miraba igual que Igziyabher; sus ojos de un azul claro parecían tan irritados, temibles y ciegos como el rayo de Dios. Pero no era más que un hombre, aunque era un hombre que no se parecía a ningún otro. Y si no era el ser que había creado a Ras, sí era el único responsable de haberle dado forma y el responsable de muchas maldades..   Preguntas y respuestas A última hora de la tarde los incendios ya se habían consumido por sí mismos. El ennegrecido esqueleto del gran helicóptero se encontraba junto a las oscuras ruinas de un cobertizo. Los edificios más cercanos al incendio habían ardido, se habían derrumbado o estaban hechos añicos. El humo cubría todo el exterior de la columna. Ras se miró en el espejo que había al otro lado de la habitación y vio un rostro ennegrecido por el humo. Estaban en una gran habitación que contenía muchos estantes de libros, un sofá de cuero, un gran escritorio y una silla giratoria montada sobre ruedas. En uno de los estantes situados encima del escritorio había una hilera de libros encuadernados en piel de gorila sostenidos por dos bustos cubiertos con hoja de oro. Los libros, según decía Boygur, eran todos ediciones originales en lengua inglesa de las series de Tarzán escritas por Edgar Rice Burroughs. Cada uno estaba autografiado personalmente por Burroughs; Boygur había volado a California para conseguir que el autor se los firmara. Ras se preguntó por qué le contaba todo esto. Boygur parecía muy orgulloso, como si esperara que Ras apreciase enormemente aquellos libros, pero tanto los libros como el orgullo no tenían ningún significado para Ras. Uno de los bustos que servía para sostener la hilera de libros representaba a Tarzán, y había sido hecho para Boygur por un hombre llamado Gutzon Borglum. —Lo hizo en secreto—dijo Boygur—. Sólo Borglum y yo estábamos enterados de nuestro acuerdo, y me costó mucho dinero. El otro busto representaba a Ras, y había sido hecho por un escultor que utilizó fotos y películas de Ras. Había muchos cuadros sobre Tarzán, la mayor parte de ellos obra de St. John, de quien Boygur decía que era el más grande ilustrador del Libro y el Héroe. También había cinco fotos de Ras tomadas en distintas edades. Yusufu le había hablado de ellas, pero primero le había tenido que explicar lo que eran las «fotos». Una le mostraba siendo un bebé, en brazos de Mariyam y con Yusufu cerca de ellos: en segundo plano se veía a cinco gorilas comiendo u observando a los humanos. La segunda foto era de Ras cuando tenía cinco años, un niño desnudo con una larga cabellera negra que jugaba con una cría de gorila mientras dos hembras comían brotes de bambú junto a ellos. Una tercera le mostraba en una canoa, pescando en el lago. Una cuarta había sido tomada dentro de la cabaña de troncos que había junto a la orilla del lago, un año antes de que se incendiara al caerle un rayo. La foto había sido tomada desde la derecha de Ras, y Ras estaba sentado en el tosco escritorio de madera examinando un gran libro de ilustraciones mientras ante él ardían dos grandes velas. Gracias a lo que le había contado Yusufu, ahora Ras comprendía que aquella foto había sido tomada mediante una cámara oculta. La quinta foto mostraba a Ras cuando tenia dieciséis años, bajando de una colina con el cadáver de un leopardo sobre los hombros. La foto mostraba también la sangre seca que cubría su pecho y sus hombros, así como las señales de las garras. Todo aquello sucedió cuando Ras estaba cazando al devorador de gorilas y fue sorprendido y atacado por él. Ras perdió su cuchillo durante el primer minuto del combate pero logró, literalmente, arrancarse de sus garras y cogió al leopardo por la cola. El leopardo saltó por los aires e intentó revolverse contra él, todo en un mismo movimiento. Después Ras nunca llegó a saber cómo lo consiguió, pero hizo girar al gran felino, que debía pesar por lo menos unos ciento veinte kilos, haciéndole dar vueltas una y otra vez, sujetándole la cola con las dos manos, y a cada vuelta daba un paso hacia el árbol más próximo. El último paso hacia delante y la última vuelta hicieron que la cabeza y los hombros del leopardo se estrellaran contra el tronco del árbol. Mientras la bestia medio inconsciente intentaba erguirse de nuevo sobre sus patas, Ras buscó rápidamente a su alrededor, encontró el cuchillo, y lo hundió en la garganta del leopardo antes de que éste pudiera recobrarse. Después de aquello Ras se enfadó mucho con Yusufu y Mariyam porque ninguno de los dos creyó su relato de cómo lo había matado. Ahora recordaba que el helicóptero apareció mientras bajaba por la colina con el cadáver encima de los hombros. Sobre una mesa había una gran foto enmarcada de un Boygur bastante más joven y sin barba, de pie en algún lugar extraño junto a dos hombres. Las firmas que había al pie de la foto eran las de Edgar Rice Burroughs y Johnny Weissmuller. Encima de la misma mesa había un montón de libros sin tapas a los que Boygur llamaba revistas. La de encima tenía como título El boletín Burroughs, y en su cubierta había una ilustración muy intrigante. Bajo unas circunstancias distintas Ras la habría examinado concienzudamente. De las muchas cabezas de animales que había en la pared, una era de un león. Había también una bestia muy fea con dos cuernos en el hocico, una cabeza de elefante dos veces tan grande como la del mayor elefante de río que Ras había visto en toda su vida, y la cabeza de un tigre, que Ras reconoció porque recordaba los dibujos de tigres que había en los libros de la cabaña. Aquel gato cubierto de rayas, impresionante y hermoso, era la bestia con cuyo nombre había sido bautizado, y también era, tal y como le había explicado Yusufu, el nombre de su antepasado normando, un gran guerrero que había cruzado el Canal de la Mancha con Guillermo el Conquistador. Ras había intentado imaginarse a los normandos, el Canal de la Mancha, a Robert le Tigre y las demás cosas que Yusufu le había contado, pero no conseguía hacerlo, y el hecho de que Yusufu se mostrara más bien vago sobre ellas no le ayudaba. No veía razón alguna por la cual debiera enorgullecerse de ser descendiente de la aristocracia inglesa cuando jamás había visto a un aristócrata inglés. Y tampoco había visto ni oído hablar nunca de ese tal Burroughs al que Boygur llamaba el Maestro. Yusufu le había dicho, la noche en que subió por la columna de piedra: —Hijo mío, debes entender que ese Burroughs no es responsable de lo que Boygur cree o de lo que Boygur ha hecho. Los libros de Tarzán no son más que libros que narran historias sobre ese hombre salvaje de la jungla, que fue criado por los grandes monos y se convirtió en un superhombre. Millones de personas han leído esas historias, que no son ciertas sino inventadas, y han disfrutado con ellas. Y se han hecho películas sobre Tarzán, muchas películas, y la gente ha disfrutado con ellas. De hecho, yo actué en una película de Tarzán hace muchos años, antes de que tú nacieras, y lo mismo hicieron Mariyam y los otros. Entonces vivíamos en Norteamérica, y allí es donde aprendí el inglés. »Como ya te he dicho, mucha gente ha disfrutado con las historias de Tarzán e incluso han llegado a tenerlas en gran estima. Para algunos, Tarzán es el Héroe. Pero Boygur está loco, hijo mío. Amaba demasiado esas historias. Acabó convenciéndose de que eran reales, quizá porque era pequeño, flaco y débil de cuerpo, y tuvo que sufrir mucho a manos de personas más grandes y fuertes cuando era un niño y un adolescente. Quizá  soñó con llegar a convertirse en un gigante que pudiera derrotar a todos los demás hombres e incluso a los animales más grandes y peligrosos, como el león, usando tan sólo sus manos desnudas y un cuchillo. Y tuvo que trabajar duro, muy duro, y cuando era joven sufrió una gran pobreza. Soñaba con una vida de libertad donde no fuera preciso trabajar esforzadamente, una vida donde estuviese libre del desprecio y las incesantes exigencias de los demás. Soñaba con llegar a convertirse en ese Tarzán. No estaba lo bastante loco como para creer que él mismo fuera aquel hombre salvaje y libre de la jungla, pero sí estaba lo bastante loco como para creer que podía vivir como Tarzán a través de otra persona. Y por eso, una vez hubo conseguido su fortuna y se hubo convertido en lo que llaman un multimillonario, decidió criar a su propio Tarzán. »Lo que hizo fue algo malo, pero Boygur no lo sabe. Pertenece a este mundo, pues de lo contrario no habría sido capaz de hacerse tan rico, pero no pertenece del todo a él. El hombre que estaba sentado en el sofá de cuero con las manos y los pies atados no daba la impresión de haber poseído un poder tan grande y haber controlado a tantas personas. Aunque pequeño y delgado, habría resultado un anciano bastante apuesto de no ser porque tenía los ojos tan rodeados de bolsas y circundados por anillos de negrura, el rostro cubierto de sangre y arañazos, y la barba tan sucia y ensangrentada. Su espesa cabellera blanca era larga y ondulada, y poseía una frente amplia y despejada con unas gruesas cejas blancas, una nariz que se parecía al arco que traza una flecha al bajar, unos profundos huecos debajo de las mejillas, y los labios bastante delgados. Incluso atado, cubierto de sangre y agotado, poseía dignidad, o la habría poseído si no se hubiera orinado en los pantalones debido al terror que sintió al ser izado con la cuerda. —No lo entiendes, Ras—dijo, como había dicho muchas veces desde que fue capturado—. Yo hice de ti lo que eres ahora. Si no fuera por mí, no serías nada. No serías más que un morador de las ciudades, un hombre de negocios o un profesor, un ser que no existe, nada. Pero eres Ras Tyger, y en todo el mundo no hay nadie como tú. Lo cierto es que eres el Tarzán de este mundo... Esto era algo que Ras no lograba comprender. Volvió a pedirle que aclarase el significado de sus palabras, y Boygur volvió a repetírselas. Insistió en que no estaba loco. Sabía que en esta Tierra particular y en este universo particular no había ninguna criatura como Tarzán de los Monos, John Clayton, lord Greystoke. No había «grandes monos» que utilizaran un lenguaje; los gorilas, los monos y los babuinos no hablaban; los gorilas no eran agresivos ni violaban a las hembras humanas; los leones vivían en la sabana o en los semidesiertos, y no infestaban la jungla; y no existía ninguna ciudad perdida con seres medio simiescos que descendieran de unos colonos de la vieja Atlántida. Al menos, no en este universo. Pero había universos paralelos, mundos que existían en el mismo espacio ocupado por este mundo pero en «ángulo recto» con él. Y en uno de esos universos, quizá  en más de uno, todos ligeramente diferentes entre sí, había una Tierra como la que Burroughs había descrito en sus libros. Esa Tierra era similar a la nuestra, salvo en aquellas diferencias, que no resultaban demasiado grandes. Burroughs sabía de su existencia porque poseía una llave psíquica con la que llegar hasta ella, y había oído la historia de Tarzán de labios del mismísimo Héroe en persona. Algunas veces las puertas que había entre los mundos quedaban abiertas, y entonces Tarzán y otros seres cruzaban por ellas y le narraban sus historias a Burroughs. Y Burroughs hacía que las historias transcurrieran en esta Tierra y en este universo para conseguir que le resultaran atractivas a la gente de la Tierra. Naturalmente, no decía nada sobre la existencia de los universos paralelos, y por eso Boygur había decidido crear su propio Héroe, modelado según el Héroe del Maestro. Y ahora Ras le comprendía, ¿verdad? —No—dijo Ras—. No entiendo nada o casi nada de lo que dices. Yusufu había oído la misma explicación de Boygur y ya se lo había contado a Ras, pero no logró hacer que las cosas quedaran más claras. —Algún día lo entenderás —dijo Boygur—. Aún no has sido educado o, al menos, no en lo que ese mundo que se pretende civilizado llama educación. Pero ahora poseerás tu herencia, lo que es tuyo por derecho de nacimiento. Eres un lord inglés, un vizconde. En cuanto el mundo sepa de tu existencia, recuperarás el título de tu primo. Es una pena que tu primo vendiera el castillo de los antepasados y sus propiedades para pagar los impuestos. Si lo hubiera sabido a tiempo, yo los habría comprado y los habría conservado para ti. Pero, de todas formas, no creo que quisieras vivir en Inglaterra, ¿verdad que no? Preferirías vivir en una plantación de Africa, ¿verdad? Naturalmente, Africa ya no es lo que solía ser. Ahora ya queda poco espacio para un hombre blanco. Pero tú podrías construirte un imperio propio, quizá  quedarte en este valle, convertirte en rey de los sharrikt..., son una raza perdida y viven en una ciudad perdida dentro de un valle desconocido..., o... El anciano empezó a balbucear. Ras pensó en lo que le había contado Yusufu. En alguna parte de aquel nebuloso país situado fuera de este valle, en una ciudad llamada Pretoria, en un país llamado Sudáfrica, habían vivido un hombre muy apuesto y una mujer muy hermosa. El hombre era el segundo hijo de un lord del norte de Inglaterra, y había venido a Sudáfrica para llevar una nueva vida después de una gran guerra. Su hermano mayor había heredado el título después de que el padre muriese. Ivor Montaux-Tyger Thorsbight se había casado con la hija de un barón escocés, otra emigrada como él, y los dos tuvieron un hijo. Y el bebé había sido secuestrado por Boygur cuando sólo tenía un año porque cumplía todos los requisitos exigidos por él. Descendía de la nobleza inglesa, y tenía el cabello negro y los ojos grises. El bebé fue traído al valle y entregado a los cuidados de una hembra de gorila que había perdido a su cría (porque Boygur la había matado), pero a la que se condicionó para que aceptara a una cría humana y cuidara de ella. Seis meses después, tras haber sufrido varias enfermedades, el bebé murió de neumonía Los padres le lloraron durante mucho tiempo, incluso después de que la búsqueda del niño secuestrado hubiera sido abandonada. Un año y medio después tuvieron otro bebé, y también ‚éste les fue robado, pese a su intensa vigilancia. —Mi hermano vivió porque le diste todos los cuidados posibles —dijo Ras, pensando en él—. Pero fue criado entre los gorilas y los gorilas no poseen lenguaje alguno, y por eso Jib acabó rebasando la edad en que era capaz de aprender un lenguaje. —No lo supe hasta que ya era demasiado tarde—admitió Boygur—. Cuando ya no podía hacer nada al respecto descubrí que los niños deben aprender alguna especie de lenguaje a una edad temprana, o de lo contrario su cerebro y su sistema nervioso se vuelven rígidamente impenetrables en cuanto concierne al aprendizaje de una lengua. —Y ésa fue la razón de que mi hermano se volviera tan estúpido como un gorila—dijo Ras—, y que llevara una vida tan enfermiza y miserable. Habría sido mejor para él que también hubiese muerto de neumonía —Debes comprender que no lo hice a propósito—dijo Boygur—. Estaba animado por las mejores intenciones. —Podía pronunciar tres o cuatro palabras—dijo Ras— Le enseñé a decir Uahss. Mi nombre. Uahss es lo más cerca que logró llegar nunca de pronunciarlo. Sintió un nudo en la garganta y un dolor en el pecho y, de repente, descubrió que estaba llorando. —Nadie lamenta más que yo el que no sea muy superior a un retrasado mental—dijo Boygur—. Pero un hombre debe aprender de la experiencia, y desde luego que tú no eres ningún retrasado mental, al contrario. Eres, literalmente, un superhombre. En algún punto de aquella tierra nebulosa situada fuera de los acantilados había dos tumbas. En una se encontraba la madre que había muerto de dolor después de que le robaran a su tercer bebé. Los padres habían vuelto a Inglaterra, pues suponían que allí el bebé se encontraría más seguro, pero, pese a toda su vigilancia y sus precauciones, el bebé fue secuestrado y jamás volvieron a verlo. Un año después de la muerte de su esposa, el marido se arrojó de un bote en mitad del Canal de la Mancha. Y ésa fue la razón por la que Boygur, sabiendo que un bebé humano no podía ser criado por simios y seguir siendo humano—al menos, no en este mundo—, utilizara a los enanos como sustitutos. Los enanos eran un grupo de acróbatas ambulantes acusados de robo y asesinato en Adis Abeba, Etiopía. Boygur había sobornado a las autoridades, y consiguió dejarles libres, pero los enanos tuvieron que prometerle que criarían al bebé en el valle del río situado en las montañas Mendebo de Etiopía. Debían fingir que eran monos. Naturalmente, el bebé no sabría ver ninguna diferencia entre ellos y los monos reales, ya que no sabía lo que era un auténtico ser humano. Después de que Ras hubiera cumplido los dieciocho años se les devolvería la libertad. El pequeño Ras había sido un bebé afectuoso y de buen talante. Pero, al mismo tiempo, no le tenía miedo a nada y era agresivo, por lo que Boygur le llamó Ras Tyger: Ras porque ésa era la palabra amárica para decir Señor, y Tyger por el antepasado normando que había fundado la casa de Bettrick. Ahora muchas cosas habían quedado ya explicadas, pero había muchas más que seguían sin estarlo. Ras no sabía por qué‚ Mariyam había llegado a confundirle tanto a él y a sí misma con sus razones para esto y aquello. Incluso era posible que Mariyam estuviera un poco loca, pero no había sido mala y le amaba mucho. Ras había amado a la enana de raza amárica tanto como amaba a Yusufu, el enano mitad swahili y mitad árabe. La cabaña de la orilla del lago fue construida teniendo como modelo a la cabaña del padre y la madre de Tarzán en el primer libro. Ras tenía que preguntarse lo que significaban los dos esqueletos humanos y el esqueleto de la cría de gorila, así como también tenía que encontrar el cuchillo de caza, quedarse perplejo ante los libros de ilustraciones, y aprender por sí solo a leer el inglés, tal y como se suponía que había hecho Tarzán. Pero Ras había estado más interesado en utilizar el papel y los lápices para hacer dibujos como los que había en los libros. Yusufu se había visto obligado a enseñarle cómo leer, aunque lo había hecho allí donde no podía ser visto ni oído por ninguno de los aparatos de espionaje usados por Boygur. Y más tarde Yusufu le enseñó a hablar el inglés, un inglés con acento swahili, porque el swahili era la lengua materna de Yusufu. Yusufu lo hizo solamente por llevarle la contraria a Boygur, aunque Boygur nunca llegó a enterarse de ello. Si hubiera llegado a descubrirlo habría matado a Yusufu. También estaba el asunto del broche dorado dentro del que había la imagen de la mujer. Ras lo encontró en la cabaña y se lo colgó del cuello. Seis meses después el broche desapareció, muy posiblemente robado por un chimpancé‚ mientras Ras estaba nadando en el lago. La imagen del broche había sido un retrato de su auténtica madre. En la cabaña había muchas cosas, pero la cabaña se incendió y cuanto contenía fue destruido. —Los acontecimientos siguieron su propio camino —murmuró Boygur, como si estuviera pensando en la dirección que había deseado hacerle tomar a la realidad y la dirección que ésta había preferido tomar. —¿Por qué mataste a mi madre?—quiso saber Ras—. ¿Por qué le disparaste una flecha wantso para hacerme pensar que eran ellos quienes la habían matado? —¿Tu madre? —dijo Boygur, y parpadeó—. ¡Oh, te refieres a Mariyam! ¡Pero, hijo, era necesario! La mona que le sirvió de madre adoptiva al Héroe recibía una flecha en el corazón, una flecha disparada por un salvaje negro, y el Héroe se vengaba del asesino y de su tribu. Los wantso jamás habrían podido llegar lo bastante cerca de Mariyam como para causarle ningún daño. Hice que los wantso sintieran bien dentro el miedo a la Tierra de los Fantasmas antes de que nacieras para que así se mantuvieran alejados de la zona. »Pero tenia que matar a Mariyam para que vengaras su muerte. Además, los wantso te estaban corrompiendo, te rebajaban. Sabía que te estabas acostando con las negras, y eso era algo que el Héroe jamás haría. Deseaba que muriesen y quería que cumplieras tu destino natural matándoles. Entonces, al menos esa parte del Libro sería realidad. Ras sintió deseos de aplastar al anciano contra la pared, pero en vez de ello preguntó: —¿Por qué los hombres de tu helicóptero mataron a todos los wantso? Ya casi había conseguido matar a todos sus hombres. Me tenían rodeado, pero habría matado a los pocos que aún quedaban. No hacía falta que mataras a las mujeres y a los niños. —¡Eso fue culpa de aquellos dos idiotas!—dijo Boygur, irritado—.¡Pensaron que iban a matarte y por eso empezaron a disparar y después no fueron capaces de parar, o al menos eso es lo que contaron! Dijeron que sabían de mi odio hacia todos los wantso, por lo que no vieron nada malo en acabar con todos, en barrerlos. Les di una buena reprimenda por haberlo hecho sin órdenes mías, pero el daño ya estaba hecho. —¿Y por qué intentaste matar a Eeva Rantanen? —¡Porque no tenía que estar aquí! No quería que lo estropease todo. Acababa de traer a la chica que estabas destinado a conocer, a Jane Potter, una hermosa rubia de Baltimore, lo más adecuado para ti, muy cercana a la descripción que el Maestro daba de la compañera del Héroe. En unos pocos días habría hecho los arreglos precisos para que creyera haberse escapado y se encontrara contigo. Pero la chica no tenía fortaleza de carácter. En vez de intentar huir se puso histérica, empezó una huelga de hambre y trató de suicidarse. —¿Dónde la conseguiste? —Estaba en un safari en Kenya con su padre, quien, por cierto, es profesor. Pero no era ni viejo ni despistado. Claro que no se puede tener todo; hace falta acceder a ciertos compromisos... Me alegró mucho conseguir una chica que parecía hallarse muy cerca de cumplir con todos los requisitos. Ras ignoraba de qué‚ estaba hablando, a no ser que se refiriese al hecho de que la muchacha raptada se parecía a la chica del Libro. —Así que trepaste por la roca, ¿eh? —dijo Boygur—. ¿Quién podría haber creído que fuese posible hacer eso? Sin embargo, el Héroe lo habría hecho, así que, ¿por qué no tú? Lo cierto es que, después de todo, no he fracasado. Has hecho todo cuanto hizo el Héroe o, al menos, podrías hacerlo si te vieras obligado a ello. Lamento que nunca hayas tenido la oportunidad de luchar contra un león con sólo un cuchillo, hacer amistad con un elefante o matar a un gorila en un combate cuerpo a cuerpo. Pero eres joven... Ras se puso en pie. —Y tú eres viejo y has vivido más de lo que te correspondía —dijo—. Tendrías que haber muerto cuando naciste. Has matado al mayor de mis hermanos, o fuiste la causa de que muriera, y fuiste la causa de que mi otro hermano se convirtiera en un idiota y llevara una existencia de frío, enfermedad y miseria... ¡Oh, qué solitario y desgraciado debió ser! Y después le mataste. Hiciste que mis verdaderos padres muriesen de pena. Mataste a mi segunda madre, Mariyam, a quien yo amaba profundamente. Me hiciste matar a muchos wantso inocentes, y tus hombres mataron al resto. Me has robado lo que habría debido ser mi auténtica existencia con mis verdaderos padres. Me has convertido en algo modelado según una criatura que jamás existió. Ningún hombre habría podido ser más malvado que tú. —¿De qué‚ estás hablando?—gritó Boygur—. ¡Te amo! ¡Siempre te he amado! ¡Créeme, sentía una gran pena por no poder ocupar el sitio de Yusufu y dirigir personalmente cada uno de tus pasos, para ocuparme de que no cometieras errores y te convirtieras en un hombre tan heroico como aquel sobre quien escribió el Maestro! ¡Te he convertido en un hombre que no tiene igual! —Yusufu tenía razón—dijo Ras—. Hablar contigo no sirve de nada. Crees ser Dios. Levantó a Boygur de un tirón, y cogió las cuerdas que le ataban los pies. Después, le llevó a rastras hasta el borde de la columna, mientras Boygur gritaba: «¡No! ¡No! ¡No!». Cuando le tuvo allí, Ras cogió a Boygur y lo alzó por encima de su cabeza. Boygur dejó de gritar y dijo: —¡Ras, tienes que entenderlo! ¡Hijo mío, hijo mío, deja que te lo explique! —No eres ningún dios y yo no soy tu hijo—replicó Ras—. Me gustaría hacerte pagar por todo lo que has hecho, pero es imposible hacer que la gente pague por las maldades que ha cometido. Con los malvados no se puede hacer más que poner fin para siempre a sus maldades. —¡No soy un malvado!—gritó Boygur—. ¡No lo soy! ¡No puedes conseguir que un sueño se convierta en realidad sin algunos sufrimientos y...! —¡Cállate!—dijo Ras con un gruñido—. ¿Acaso pretendes seguir ensuciando el aire incluso mientras mueres? Sus músculos ya se habían tensado para el impulso final, pero Ras esperó unos instantes más. Un  águila pescadora de oscuro plumaje, con el pico tan afilado como una garra y ojos que parecían puntas de flecha, estaba deslizándose por el cielo hasta una meta situada justo debajo de él. Ras esperó, aunque no sabía por qué. Debía estar calculando inconscientemente la velocidad y el ángulo en que bajaba el  águila y la velocidad con que caería el anciano, porque de repente, aun sin saber por qué había esperado y por qué actuaba ahora, lanzó al anciano por encima del parapeto. Boygur gritó. El  águila chilló e intentó cambiar su rumbo, pero ya era demasiado tarde. El anciano, dejando en su estela un grito, como si ‚éste fuera un chorro de fuego que brotara de su boca, cayó sobre el  águila y se agarró a ella. Tenía las manos atadas delante del cuerpo y, cuando extendió los brazos, pasó la cuerda por encima de la cabeza del  águila y la atrajo hacia su pecho igual que si le estuviera haciendo el amor. El  águila luchó contra él usando pico y garras; batía las alas como si pensara hacer que tanto ella como Boygur volaran a través del lago hasta llegar a la orilla y la salvación. Pero los dos cayeron velozmente entre un revoloteo de plumas, con el agudo grito de Boygur y el ronco chillido del  águila mezclándose y haciéndose cada vez más débiles. Los dos cuerpos se convirtieron en uno, y un instante después ese único cuerpo se convirtió en un chapoteo en el agua, y, después de ese chapoteo, en unos círculos que se fueron ensanchando.   El pasaporte   El aeroplano se sacudió cuando sus flotadores golpearon las olas, y en unos segundos las sacudidas desaparecieron y el lago empezó a alejarse. Ras estaba en un asiento junto a la ventanilla. El ala, situada justo delante de él, partía en dos las aguas de más abajo y proyectaba ante ella una sombra que cubría el centelleo del lago. El aeroplano giró y los rayos de sol saltaron del remolino de la hélice como un chacal sacudiéndose el agua después de haber nadado. Debajo de ellos, haciéndose más pequeños a cada segundo que pasaba había cinco aviones, tres con flotadores y dos anfibios. Junto a la playa, ahora medio escondidas bajo los grandes árboles, se encontraban las tiendas de los que habían llegado en los aeroplanos. Sobre la playa había un helicóptero, y más abajo del valle un destello blanco revelaba otro aeroplano. La gente había invadido su mundo igual que si el cielo hubiera dado la vuelta dejándoles caer dentro. Habia antropólogos, zoólogos, militares y funcionarios de Etiopía y Sudáfrica, periodistas de muchos países, agentes de editoriales, gente de la industria cinematográfica de los Estados Unidos, Inglaterra e Italia, así como otros que no habían revelado el motivo de su venida y que quizá  no estuvieran impulsados por nada más que por la curiosidad. Todo había sucedido tan deprisa, y de repente habían llegado tantos hombres y mujeres, todos hablando al mismo tiempo... Ras estaba confuso, pero la sensación no le disgustaba, y no permitió que ninguno de ellos le diera órdenes o le hiciera apresurarse. Aunque en realidad no comprendía sus razones para estar allí, sabía que la mayor parte de ellos le consideraban como un pedazo de madera al que tallar en una imagen que les daría acceso a cierto poder o espíritu que deseaban. O quizá  lo que deseaban era montarse en él para llegar a sus propios objetivos, de la misma forma que Ras había cabalgado sobre aquel cocodrilo en el río. Si estaban pensando eso, pronto descubrirían que el pedazo de madera podía hacer que sus cuchillos se desviaran de formas muy raras, y los jinetes descubrirían que el cocodrilo se había convertido en una pitón enroscada alrededor de sus cuerpos. Había otros que no le consideraban tanto un objeto inanimado o una bestia salvaje como un hombre al que envidiaban. Su cuerpo, su rostro, su dominio de sí mismo, todo eso parecía hacer que algunos de los hombres sintieran envidia de él. Pero muchas de las mujeres no ocultaban su admiración hacia Ras. Una de ellas, una hermosa y joven pelirroja, le había lanzado una mirada que Ras había reconocido de inmediato, y él le había devuelto otra mirada de la misma clase. Eeva había visto aquel intercambio y había dado señales de celos por primera vez. Quizá fuera aquello lo que le había hecho decirle a Ras que deberían casarse tan pronto como fuera posible. Ahora le amaba, y eso era razón suficiente para casarse. Era mayor que él, pero eso resultaría una ventaja, dado que necesitaba a una mujer experimentada para guiarle por la sorprendente complejidad de aquel mundo exterior. Ahora Eeva era su agente y manager personal, y protegería mejor sus intereses si también era su esposa. Como todas las demás cosas del mundo exterior, las razones legales para aquello eran difíciles de comprender, y en aquellos momentos sólo podía explicarle unas cuantas. Pero Ras confiaba en ella. Ras no tenía nada demasiado claro con que respaldar su impresión de que ella también protegía sus propios intereses casándose con él. Pero no le importaba. Si Eeva quería casarse, se casarían. Eeva había firmado un contrato para escribir un libro acerca de sus aventuras en el valle y otro para escribir la «vida» de Ras. También estaba «regateando» con algunos agentes de productoras cinematográficas para hacer una película basada en su vida, con Ras interpretando su propio papel. Eeva le había dicho que los libros y la película darían el dinero suficiente para permitirles vivir más que cómodamente durante un tiempo muy, muy largo, quizá  el resto de sus vidas, incluso después de que el «gobierno» se llevara la parte del león de ese dinero. Eeva le explicó lo que eran los impuestos, y por primera vez Ras sintió rabia contra la «civilización». Eeva intentó calmarle y le dijo que si contrataban algunos abogados buenos, es decir, caros, es decir, inteligentes, es decir, capaces de hacer trampas, podrían conseguir recuperar una porción de esa parte del león. —Si cuanto más ganas vas teniendo que pagarle al «gobierno» una parte cada vez mayor —dijo Ras—, ¿por qué no limitarse a ganar el dinero que necesitas para disfrutar de la vida? —Eso es algo de sentido común, y hay mucha gente que ha hablado de hacer precisamente eso—dijo Eeva—. Pero casi nadie llega a hacerlo. Casi todo el mundo trabaja muy duro para ganar todo el dinero que puede, aun sabiendo que sólo conseguir  quedarse con una pequeña parte de él. Es la costumbre—añadió, y Ras se alegró de oír nuevamente aquellas palabras mágicas. Las personas que no eran como él tenían que obedecer a sus costumbres; Ras trabajaría con ellas cuando tuviera razones para hacerlo, y se apartaría de ellas cuando lo deseara. El aeroplano estaba volviendo a girar. Ahora se encontraban por encima de las oscuras  águilas pescadoras y el deslumbrante blanco de los pelícanos o el humo rosado de los flamencos de la orilla. Subieron por encima de la columna de roca, y Ras pudo ver el esqueleto del gran helicóptero, y los restos ennegrecidos de las chozas «quonset», y la cuerda blanca que seguía colgando de la ventana igual que un gusano a medio salir de un cadáver. O como la sangre blanca brotando de la herida de un fantasma negro. El cuerpo de Boygur se había hundido bajo la azul superficie del lago y no reapareció jamás. El águila había acabado derivando hacia la orilla y Ras había enterrado su cuerpo junto a la tumba de Mariyam, sin saber exactamente por qué lo hacía. Después de aquello, Eeva había ido a buscarle y le había dicho que podían haber esperado unos cuantos días, y que Boygur habría acabado siendo arrestado. Había logrado no ser descubierto durante años enteros, pero había cometido demasiados delitos y ya no podía seguir escapando al castigo. Sus hijos se habían enterado de que sacaba sumas enormes de su fondo personal y de las sociedades. Los helicópteros eran juguetes que sólo un multimillonario o una nación podían permitirse comprar en tales cantidades. Además, la investigación llevada a cabo por los hijos de Boygur y su ex-mujer puso al descubierto que el dinero estaba siendo gastado en un ejército privado y en los sobornos que necesitaba pagar para asegurarse de que nadie se entrometía en sus actividades. Varios gobiernos se habían enterado de algunas cosas que había hecho en el pasado. Por ejemplo, había traído al valle gorilas y chimpancés, que no se encuentran de forma natural en Etiopía, así como cebras y otros animales que el valle no poseía. También había importado leopardos, porque los wantso y los sharrikt habían matado a casi todos los leopardos nativos del valle, y les había enseñado a ser devoradores de hombres, llenando el valle con ellos. Sus actividades a lo largo de los años y sus recientes esfuerzos por hacer que otras personas se mantuvieran alejadas del valle, y especialmente la desaparición de los Rantanen, habían sido el golpe final que derribó su imperio, por lo que Ras, Eeva y Yusufu podrían haberse mantenido ocultos durante unos cuantos días y el mundo habría acabado entrando en el valle para ocuparse de Boygur. Ras se alegraba de no haber esperado. Miró por la ventanilla en dirección sur. El verdor del bosque y las llanuras verde amarronadas se deslizaban por entre los negros acantilados durante unos cuantos kilómetros. El río serpenteaba en su curso azulado, con su blanca cabeza de espuma y vapor allí donde trazaba un arco sobre el límite de la meseta. Más allá y debajo de él se encontraba la tierra donde vivían.... donde habían vivido los wantso. Y, después, el valle y el río se curvaban al unísono alrededor de los negros acantilados, y Ras no podía alcanzar con la vista hasta tan lejos, allí donde estaba el Pantano de las Mil Patas. Al otro lado del pantano, Gilluk, el rey de los sharrikt, estaba siendo visitado, inspeccionado, explorado y escudriñado por varios de aquellos recién llegados que se hacían llamar a sí mismos «antropólogos». Uno de ellos había afirmado ya que la espada divina de los sharrikt era la espada de un cruzado, y que había caído en manos de los sharrikt antes de que llegaran al valle, pero había otro hombre que no estaba de acuerdo con eso. Los zoólogos recorrían la zona. Uno decía que los cocodrilos eran una nueva especie, quizá  representantes de un nuevo género, fuera cual fuera el significado de aquellas palabras. El valle había acogido a muchas clases de animales que en el mundo exterior ya estaban muertas o que quizá  sólo existieran aquí. El hombre que había dicho eso también dijo que Ras era el único miembro viviente de la especie Homo tarzanus. Ras se removió en su asiento y suspiró, pensando en las cenizas de Wilida, la tumba de Mariyam, Bigagi en el vientre de Baastmaast y la cabeza de Janhoy clavada en un palo. Entonces el aeroplano se alzó sobre las cimas de los acantilados. Ras lanzó una exclamación ahogada y apretó el brazo de Eeva con tanta fuerza que la hizo chillar. ¡Era cierto! El cielo no estaba hecho de piedra azul y no formaba los límites del valle. Algo estaba ocurriendo. Ras pudo oírlo con toda claridad. Era el romperse de la tira de carne que le unía al valle. O quizá  fuera el cielo desenrollándose igual que un pergamino para mostrarle la vastedad y la gloria del mundo que había más allá de los acantilados. Mariyam le había explicado cómo se desenrollaba el cielo y lo que era un pergamino, y ahora podía comprender a qué se refería. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Un sollozo se hinchó en su pecho. Eeva le acarició la mano. Yusufu, que estaba en el asiento al otro lado del pasillo, se volvió hacia él. —¡Esto no es más que el principio, oh, hijo mío! —le dijo en amárico—. Verás muchas maravillas, y quizá  la más asombrosa de todas sea, esa gran ciudad que se encuentra al final de nuestro viaje..., Los Angeles. Yusufu iba vestido con las ropas de un niño inglés. Las ropas habían venido por avión desde Nairobi junto con las que Ras llevaba ahora. La voz del piloto brotó por la rejilla del megáfono. Podían quitarse los cinturones y fumar si lo deseaban. Los pasajeros empezaron a venir hacia su asiento para hablar de lo que deseaban conseguir de él. Eeva les hizo marcharse diciendo que Ras empezaba a encontrarse mal a causa de las «inyecciones». Ras aún no sentía ni rastro del profundo malestar que podía resultar de las muchas «inyecciones» y la «vacuna de la viruela» que el médico le había administrado poco antes de que se marcharan, pero dejó que Eeva hablara por él. Necesitaba tiempo para estar a solas y pensar. El aeroplano siguió avanzando con su continuo zumbido, y las montañas no tardaron en quedar detrás de ellos, y se encontraron sobre una tierra seca y amarronada, y después volaron por encima de la jungla. Eeva dijo que pasarían unas cuantas horas antes de que salieran de Etiopía. No esperaban tener problemas en el siguiente país. La gente del cine había «untado» las manos adecuadas. El vuelo de esa mañana había sido planeado durante la noche anterior. Los militares y policías de Etiopía estuvieron hablando de llevarse a Yusufu hasta Adis Abeba. Seguía estando reclamado por aquel robo y asesinato de hacía veintidós años. Yusufu decía ser inocente, pero no quería presentarse a juicio porque no podía demostrar su inocencia. Y Ras también tenía problemas porque se encontraba en el país de forma ilegal y también tendría que presentarse a juicio porque había matado a tantos wantso y a tantos sharrikt, ciudadanos de Etiopía aunque ellos no lo supieran. También había matado a Boygur y a sus empleados de nacionalidad etíope, y podía ser juzgado por aquellas muertes. Eeva y Yusufu estuvieron de acuerdo en que Ras podía acabar quedando libre después de un juicio, pero era probable que mientras tanto se muriera de alguna enfermedad en las cárceles etíopes. A primera hora de esa mañana Ras y Yusufu guiaron a los pilotos y funcionarios etíopes hasta las colinas en una búsqueda del cuerpo de Jib. Después, Ras y Yusufu se apartaron cautelosamente del grupo y volvieron al lago, donde les aguardaba todo un avión repleto con sus compañeros de conspiración. Ras recibió las inyecciones y las vacunas, y el avión se los llevó a todos. El señor Brentwood, un productor de cine, decía que luego ya resolverían las «diferencias» con los etíopes—al parecer, «untando» más manos—, y que con el tiempo la película acabaría siendo filmada en el valle, que probablemente sería alquilado por la compañía. Todo eso resultaría muy caro, según decía el señor Brentwood, pero aquella película estaba destinada a conseguir muchos millones de beneficios. Y ahora se encontraban sobre la frontera entre Kenya y Etiopía, y Marilyn Provo, una ejecutiva de una editorial, estaba junto al asiento hablando con Eeva y lanzándole miradas a Ras por entre sus largas pestañas. Ras estaba empezando a encontrarse mal. Poco antes de que aterrizaran para repostar le entró fiebre, acompañada de náuseas, y acabó quedándose dormido. Lo último que recordaba antes de dormirse era la voz de Eeva contándole a Marilyn que no le preocupaba demasiado el futuro de Ras. Era un ignorante y un inocente que no sabía nada del mundo, cierto, pero tenía mucho coraje y resistencia, era adaptable y bueno, encantador, sensible, imaginativo, y estaba dotado con un abundante talento artístico. Mientras tuviera junto a él una persona con experiencia y que le amara, todo iría bien para él. Luego, después de haber hablado entre fiebres con Wilida, Mariyam y los demás muertos, Ras se medio despertó. Aquel gemido venía de la boca de algún aparato de la «ambulancia». Eeva, que estaba sentada junto a él, le dijo que era una «sirena». Y después le pusieron encima de una camilla y le llevaron al interior de un enorme edificio blanco. Había luces que nunca se apagaban y otras que no paraban de parpadear, y algo rugía y latía lejos de él, y a su alrededor había muchos rostros morenos y blancos, los de Eeva y Marilyn entre ellos, y después las luces y las caras empezaron a girar y se marcharon por entre la negrura igual que pelícanos emprendiendo el vuelo. Un día después, Ras se había recobrado lo bastante para sentarse en la cama y para examinar con los ojos, la nariz, los oídos y el tacto cuanto de nuevo podía ofrecerle incluso esta habitación, pequeña y amueblada con sencillez. El viento soplaba de tal forma que le traía el olor del mundo y Ras anhelaba empezar la persecución, aunque no estaba muy seguro de que este mundo no fuera un leopardo astuto y capaz de pillarle por sorpresa. —Para estar bien en este mundo y en esta «civilización» antes tienes que ponerte muy enfermo—le dijo esa noche a Eeva—. Igual que para estar vivo del todo antes tienes que morir. Eeva no sabía de qué‚ estaba hablando y, en vez de sentir el habitual interés que siempre demostraba por su forma de pensar en las cosas, sólo quería hablar de «negocios». Ras le siguió la corriente durante un rato, y luego dijo que le gustaría acostarse con ella. Eeva se quedó atónita. No podía. Aquí no. Tarde o temprano un medico, una enfermera o un visitante entrarían en la habitación. Ras no le suplicó. La besó y dijo que la vería mañana. Media hora después de que las enfermeras hubieran terminado sus rondas Marilyn entró sigilosamente en su habitación. Dijo que no debía estar allí porque las horas de visita habían terminado, pero que sabía que Ras estaría contento con su compañía. Lo estaba y, tal como ya había supuesto, Marilyn no tenía tantas inhibiciones como Eeva. Marilyn poseía su propio corazón de cocodrilo. Después de aquello Ras se quedó plácidamente dormido, pero despertó en mitad de la noche para encontrarse con una enfermera, Mariamu, que estaba examinándole y arreglando la ropa de su cama. Era una muchacha hermosa, y la belleza de sus formas era visible incluso debajo de su holgado uniforme blanco, y tenía una cabeza preciosa y un rostro que Ras supo tendría que acabar esculpiendo en madera. Se lo dijo, y, aunque parecía tímida e incluso un poco asustada de él, Mariamu se quedó. Acabó hablando con él más tiempo del conveniente, por lo que la supervisora de la planta vino a decirle que se fuera. Pero le prometió a Ras que le dejaría esculpir su cabeza, y le dio su dirección. La supervisora, una mujer corpulenta y de unos cuarenta años, pero aún agradable, se quedó en la habitación. Parecía estar fascinada por lo que había oído contar sobre él, y escuchó toda su historia mientras sus ojos se iban abriendo más y más, poniéndose cada vez más cerca de él. Pasado un rato Ras la atrajo hacia sí y la supervisora no luchó, sino todo lo contrario. Ras volvió a dormirse pensando que este mundo del exterior tendría muchos peligros, naturalmente, pero que también tenía sus placeres y compensaciones, si uno sabía cómo conseguirlos.   FIN